Moñas proletarias
por Mauricio Bruno No sabía qué significaba odiar, pero a los cinco años ya odiaba a Maradona. Recuerdo como si fuera ayer la final del Mundial de Italia 90, las lágrimas del Diego y mi alegría ante la derrota argentina. El sentimiento me acompañó durante toda la infancia y sólo se mitigó un poco cuando, a comienzos de 1997, hubo fuertes rumores de que el Diego venía a Peñarol. Cual si fuera un adolescente en proceso de sinceramiento acerca de su sexualidad, la noticia me generó sentimientos ambiguos. Por un lado, aborrecía la posibilidad de que ese argentino falopero, fantasma y terraja viniera a romper la armonía del club de mis amores. Pero, por otro, una pasión reprimida me hacía desear verlo con la amarilla y negra. Con el tiempo salí del clóset y admití abiertamente que amaba a Maradona. Era el mejor, el único, era todo lo que los demás no, la razón por la cual no podía empatizar con los ídolos uruguayos, los Bengoechea o los Francescoli, que en la comparación descar