Volver de la plaza // Pedro Yagüe
Volver de la Plaza
¿Cómo pensar la
Plaza del viernes? ¿Cómo entender esa Plaza llena, repleta, que terminó
chorreando angustia por sus diagonales? Ahora que los jóvenes militantes se ocupan
de compartir balances, de evaluar consecuencias y posibilidades, yo, que desde
hace tiempo no soy joven ni militante, voy a escribir estas palabras para
entender lo que siento: una fuerte desconfianza, una tristeza distante que me
aleja, día a día, de lo que se aleja de mí.
Decir Plaza, al menos para nosotros, es decir democracia. Y nuestra
democracia es nombrada, pensada, y sobre todo sentida, como ausencia de
dictadura. Así nos lo enseñan en la escuela. Pero esta ausencia es tan sólo a
medias: ausencia efectiva en tanto forma de gobierno, pero presencia
indiscutible en lo jurídico, económico y subjetivo. De allí el difícil lugar
que la dictadura ocupa en el presente. De allí la dificultad, también, de tener
una teoría actual sobre la violencia. El terror estatal permanece como
fundamento de nuestra democracia. La violencia política también.
Pero esto no es evidente. Nuestro presente no nombra el terror sobre
el que se asienta: permanece encerrado en el infinito abstracto de la ilusión democrática. Imagina,
convencido, que la violencia física ya no es necesaria, que el enfrentamiento
abierto es cosa del pasado. Y ésta, como toda ilusión, lleva en sí la
realización de un deseo: el deseo de eludir la violencia, el deseo de obtener
lo que se obtiene con sangre y enfrentamiento, pero sin la sangre ni el enfrentamiento.
La ilusión democrática es la permanencia en la fantasía de que se puede obtener
pacíficamente lo que se quiere, como si el terror estatal hubiera desaparecido
de la historia.
Sin embargo, cuando los atajos de la ilusión se topan, como siempre,
con las exigencias de la realidad, la decepción es ineludible. Y la realidad
histórica se nos vuelve insoportable. La violencia vuelve a mostrarse como el
fundamento real de la política y la ilusión democrática de una vida pacífica y
bienpensante se parte en mil pedazos, entregándose hombres y mujeres a la
frustración. Entonces pasa lo siguiente. Todos pareciéramos vivir una terrible
pesadilla cuando en verdad lo que sucede es lo contrario: despertamos del sueño
tranquilo, ilusorio, de los años felices del humanismo democrático.
Pero la desilusión no siempre es inmediata. Encuentra sus permanencias,
sus raíces firmes en la moralidad bienpensante a la que solemos llamar
progresismo. Y el progresismo, como buen humanismo, responde a la búsqueda de
orden y normalidad. Es la forma más extrema, y por lo tanto más delirante, de
la ilusión democrática. Es la creencia en la comodidad amable de la vida
cultural. Es el deseo de un orden sereno sin culpa ni muerte. Y hoy, ya bajo la
espada de Cambiemos, el progresismo se nos revela como la nostalgia de un orden
feliz que se imaginó sustraído de la violencia política.
Pero la decepción no conduce siempre al abandono de la satisfacción
imaginada. Muchas veces, lejos de reconocer y repensar las circunstancias
reales del mundo exterior, hombres y mujeres se entregan a la repetición de lo
mismo. Y allí la fantasía se perpetúa: se inventa un malo caricatural (“la
derecha”, “los fachos”) y se los vence en el plano retórico con todas las
suspicacias e ironías al alcance. Pero esto, claro está, no puede sino ser
sintomático: caricaturizar al enemigo es una resistencia a pensarlo. De esta
manera, el progresismo se perpetúa en la ilusión de que se puede ganar evitando
el enfrentamiento explícito, evitando el uso político de la violencia. Todo se
desenvuelve en la teatralización, en la simulación del combate.
Y esto, hay que decirlo, no puede ser separado de la experiencia
política de los años kirchneristas. Gratis es caro, se dice. Y ahora se está
pagando el precio de aquella lucha simulada.
Por eso la sorpresa frente a cada derrota electoral. Porque el
enfrentamiento sólo es imaginario, y en la fantasía siempre nos descubrimos
vencedores. No hay derrota de la que aprender, no hay balance que sacar. No hay
crítica sobre las propias prácticas, desprovistas, claro está, de todo cálculo
y preocupación por su eficacia. La política se transforma en la farsa de la
teatralización, en un conflicto performático. Carteles por las calles, músicos
en protesta, centros culturales conmovidos: una intelectualidad firme junto a
sus convicciones.
¿Cómo salir de esta ilusión democrática dentro de la que, querramos
o no, muchos de nosotros nos encontramos? Quizás intentando pensar aquello que
la ilusión nos impide: la violencia y su relación con la política. Pero la
pregunta no puede ser “violencia sí o violencia no” porque nunca en la historia
hubo vida –y mucho menos transformación social– sin violencia. La pregunta debe
ser otra: aquella que interroga su sentido político. ¿Somos capaces de una
violencia que pueda crear nuevas relaciones entre nosotros? ¿O no contamos,
cuando la asumimos, sino con aquella forma que reproduce el terror y la
distancia sobre el que nuestro delirio colectivo se organiza? Se trata de
enfrentar en serio a la violencia, de mirarla a los ojos, y reconocer hasta qué
punto estamos dispuestos a asumirla sin fantasías ni facilismos.
En política, decía Merleau-Ponty, no existe el derecho a
equivocarse: sólo el éxito torna razonable lo que al principio era valentía y
esperanza. De allí la importancia fundamental de dos factores: el coraje y la
eficacia. En el enfrentamiento real la muerte es una posibilidad concreta. ¿Estamos
preparados para ello? ¿Hay ganas, coraje? El macrismo sí está dispuesto al
enfrentamiento físico. Tiene con qué, sabe dónde pegar, y sabe lo que ahí se
pone en juego. Sabe que si da la batalla la gana, y que necesita mostrar esa
victoria para seguir avanzando. El macrismo avanza y avanza, buscando una
resistencia que no aparece. Y cuando aparece es débil: minoritaria cuando está
dispuesta a asumir la violencia política, mayoritaria cuando permanece en el
pacifismo de la ilusión democrática.
La llegada del macrismo al poder (primera vez en la historia que un
partido político gana las elecciones nacionales con un programa explícitamente
de derecha) no puede entenderse sin esta ilusión pacifista del humanismo bienpensante.
Por eso la insistencia. Y pensar esta ilusión es pensar hasta qué punto estamos
dispuestos a asumir el carácter violento de la política. No escribo estas palabras
desde una exterioridad. Todo lo contrario.
Entonces me pregunto: la plaza del viernes, esa Plaza que con justa
razón exigió la aparición con vida de Santiago Maldonado, ¿pone en entredicho
la lógica progresista que nos llevó al macrismo? ¿O la refuerza? ¿Con qué otros
métodos contamos, además de la Plaza y de “exigir la renuncia de…” cuando la
realidad muestra con crudeza el fundamento violento de la política? ¿Cómo dejar
de ir a la plaza y perderse de la constitución de esa fuerza que uno necesita?
¿Cómo ir a la plaza sin desconfiar de la repetición infinita de lo mismo? No
encuentro ahora respuestas para estas preguntas. Sólo la convicción de que,
para contestarlas, debemos desconfiar de nosotros mismos, debemos despojarnos
de la ilusión democrática que niega la reflexión política sobre la violencia.
***
Puede que estas
palabras parezcan anacrónicas, puede que sean leídas como una apología a una
violencia auténtica o un llamado a la agresión inmediata. Nada más lejano.
Estas ideas que escribo parten de un diagnóstico: no está dando la fuerza para
el enfrentamiento directo. La violencia directa lleva en sí, al menos hoy, el
germen de la derrota. Y la derrota en política es la muerte. Pero esto no puede
condenarnos tampoco a la ilusión de que algo puede conseguirse sin
enfrentamiento. Por eso la pregunta que queda –y para la que hoy no tengo
respuesta– es aquella por las condiciones en que esa fuerza puede ser
suscitada. La pregunta por las condiciones en que la violencia política debe
ser asumida.
Estas pocas páginas, con su apuro, con sus torpezas, vienen escribiéndose
hace años. Vienen escribiéndose al calor de una Argentina delirante, encerrada en
la fantasía que siempre nos deja triunfales, impolutos, mientras la realidad
avanza y avanza, volviéndose cada vez más dolorosa.