Tres muertes en el territorio // Diego Genoud


Son víctimas de una violencia que no se televisa. Murieron en los últimos meses a manos de balas anónimas que los sorprendieron en el mismo territorio en el que vivían y militaban, el conurbano bonaerense. Julián “Ikki” Darío, César Méndez y Omar Ibáñez cayeron antes de tiempo, en una forma que no esperaban.
A Julián Darío, de 39 años, le decían Ikki por uno de los personajes principales de “Los Caballeros del Zodíaco”: el ave fénix, el ave inmortal. Había sobrevivido a disparos que impactaron en su cuerpo, en dos acontecimientos callejeros que marcaron la historia reciente, el 20 de diciembre de 2001, el día de la caída de Fernando De la Rúa, y el 26 de junio de 2002, la tarde que mataron a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. “Ikki era uno de esos hombres que nunca demuestran miedo. Nunca sabías si tenía miedo o no”, dice Ivana Ruiz, que ahora es su viuda.
Por eso, salió a la calle en febrero de 2016 cuando un desconocido –del que sólo se conoce un apodo, “Johny el sicario”- fue a buscarlo armado.
Ivana tiene 29 años y nació en Villa Celina, la localidad de La Matanza que crece en la intersección de la avenida General Paz y la autopista Richieri, del otro lado de Mataderos. Ahí mismo conoció a Ikki hace 15 años: él lideraba una organización social y ella comenzaba a dar clases de apoyo escolar. Casi una década después, se pusieron de novios y comenzaron a militar juntos en el Movimiento La Dignidad.
El conflicto que terminó con la muerte de Julián Darío se originó en una disputa por tierras que la Cooperativa de Vivienda Lozana Limitada había decidido usufructuar para beneficio propio en Villa Celina.
Es un predio de 23 hectáreas que pertenecieron al Banco Hipotecario, fueron cedidos a la ciudad de Buenos Aires y luego destinadas por el Instituto de la Vivienda de la Ciudad (ICV) a Lozana, un sello del que pocos pueden brindar antecedentes pero al que le sobran nexos con el poder político y las fuerzas de seguridad.
Con base en la sociedad de Fomento Vicente López y Planes, la cooperativa de vivienda hizo algo que no tenía permitido: lotear esos terrenos y ofrecerlos a la venta. Alambraron el predio, abrieron calles y comenzaron a vender sin autorización.
El Movimiento La Dignidad se opuso a ese emprendimiento privado con tierras públicas. Lo hizo con el respaldo de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), la coordinadora que agrupa a la mayor parte de los movimientos sociales y cuenta con el respaldo del Papa Francisco
“Esos terrenos son pluviales naturales del barrio, era el drenaje que existía y no se podía utilizar. En 2010, el barrio sufrió una inundación grandísima, entró agua donde a las casas, y no era un barrio de inundarse”, cuenta Ivana Ruiz, sentada en una silla del jardín maternal “Juanito Laguna”, donde da clases todos los días. Fueron las inundaciones las que alertaron a los vecinos de que algo raro estaba pasando.
La cooperativa Lozana tenía un permiso de “tenencia precaria” para disponer del predio de Villa Celina. Según afirman desde el IVC, la gestión de Emilio Basabilvaso e Ivan Keer –hoy funcionarios nacionales en Anses y Procrear- no hizo más que prorrogar una autorización que había sido otorgada en gestiones anteriores.
El acuerdo que Basabilvaso y Keer refrendaron a fines de 2013 y principios de 2014 con el presidente de la cooperativa Lozana, Rubén Francisco Arias, tenía como antecedente un convenio de 2010. Ese permiso fue el que exhibió el presidente de la cooperativa ante La Dignidad, cuando le fueron a reclamar por el negocio inmobiliario en terrenos del IVC.
Los funcionarios de la ciudad hoy se desligan y dicen que nunca hubo autorización para construir nada en esas 23 hectáreas. “Cuando el Estado se los requiriera, lo tenían que devolver”, explican.
Sin embargo, los directivos de Lozana actuaron como si nada les estuviera vedado y fueron muy pocos los que se animaron a alzar la voz.
Desde que Julián Darío e Ivana Ruiz se inscribieron como parte de la sociedad de fomento Vicente López y Planes y mostraron su disconformidad con lo que pasaba, comenzaron a recibir amenazas personales. Que se dejaran de joder, que les iban a pegar un tiro, que los iban a matar, les advertían. Un día pasaban en auto, otro día les gritaban desde una moto. 
Ivana dice además que el jefe de la comisaría 11 de Villa Celina, de apellido Ocampos, no le tomaba la denuncia y le advertía, que si no aflojaba, le iba a ir mal.
En poco tiempo, el miedo comenzó a crecer entre los vecinos y el Movimiento La Dignidad prefirió alejarse de la disputa por las tierras. Decidió concentrar sus fuerzas en la creación de un jardín comunitario, el primer espacio educativo que se abrió en la zona en los últimos 40 años.  Avalado por la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (SENAF), hoy funciona de 9 a 16 con 45 niños y niñas que tienen más de un año y son -muchas veces- hijos de adictos al paco.
En febrero de 2016, apenas dos meses después de la asunción de Mauricio Macri como presidente, un grupo de desconocidos interrumpió una asamblea de La Dignidad y la CTEP. La advertencia fue la misma: “que se dejaran de joder” con el tema de las tierras de la sociedad de fomento.
Después de que Ivana fuera increpada por una mujer y un hombre, Julián Darío salió a dar la cara y el intercambio poco amistoso terminó con lo que parecía apenas una bravuconada: “Ahora vas a ver: te voy a llenar de corchazos la panza.”.
Nadie pensó que, un rato después, “Johny El Sicario” iba a cumplir con su promesa de fuego. Por eso ni tomaron precauciones ni se fueron del lugar. “Ikki era alguien que no iba a esconderse. Todos le decíamos no salgas pero salió solo. Lo midió, lo apuntó bien al pecho y le pegó un tiro en la cara de todos.”, dice ahora Ivana y se quiebra, como si volviera a vivir los hechos.
La bala ingresó a 4 centímetros del corazón de Julián Darío, perforó un pulmón, se pegó al hígado –dañó los dos órganos- y quedó alojada en una costilla. Nunca se la pudieron sacar. Pese a que ese mismo día lo operaron tres veces en el Hospital Santojanni y luego una cuarta -11 meses después- en el Hospital Narciso López de Lanús, donde finalmente murió, el 21 de enero pasado.
En un primer momento, desde La Dignidad señalaron al atacante como un “puntero del PRO”. Así lo dijo incluso la propia víctima, antes de morir.
Consultados para esta nota, funcionarios del macrismo se desligaron del ataque y prefirieron no brindar declaraciones públicas. Sólo confirmaron que recibieron denuncias de personas que compraron los terrenos del IVC e iniciaron un expediente administrativo: Lozana va a tener que dar cuentas en la justicia por la venta ilegal. Sin embargo, todavía hoy no hay detenidos por el balazo que terminó en muerte. Del autor de los disparos –que solía mostrarse en la Sociedad de Fomento- no se supo nada más. Dicen que se fue del barrio.
Hoy el negocio de la venta de tierras está paralizado, los vecinos abrieron el predio y armaron una cancha de futbol, que funciona como alternativa gratuita a la que alquila a dos cuadras la Sociedad de Fomento Vicente López y Planes.
Desde el gobierno de la ciudad culpan a la administración kirchnerista por la demora en regularizar las tierras. Sin embargo, la escritura que otorga el título de propiedad de los terrenos a la ciudad de Buenos Aires todavía no está terminada.
Las fuentes consultadas coinciden. Con los terrenos ubicados entre General Paz y Roca se estaba gestando un negocio millonario. Villa Celina es uno de los lugares con mayor presencia de la comunidad boliviana y existe un empresariado que compra tierras para alquilar o construir galpones que después son utilizados como depósitos.
La cooperativa Lozana no agota su influencia en los despachos del gobierno de la ciudad. Desde la CTEP, señalan a Noemí Medina como nexo entre la Sociedad de Fomento y la Municipalidad de La Matanza.
La intendenta peronista Verónica Magario nació en Villa Celina y estaba al tanto del conflicto por las tierras del IVC. Durante la campaña electoral de 2015, desde La Dignidad le advirtieron lo que estaba pasando. Ya electa, se mostró más cerca de la Sociedad de Fomento. Ahí está todavía un cuadro suyo y una dedicatoria en la que los felicita “por fomentar la cultura y la educación”.
“Magario es cómplice porque permitió que suceda todo esto. No desconoció nunca esta situación porque el propio Ikki se lo dijo en su cara, cuando vino al barrio, que estábamos amenazados, desde la sociedad de fomento, por la comisaria”, dice Ivana Ruiz. Ante la pregunta por el conflicto en Celina que terminó con la muerte del militante de La Dignidad, los voceros de Magario quedaron en responder a las acusaciones pero finalmente no lo hicieron. Tampoco desmintieron que Noemí Medina, una de las integrantes de la Sociedad de Fomento, sea además empleada municipal.

Muerte en Cuartel V
Marisa Mezza tiene 42 años y una beba de siete meses. Todavía habla de su marido en presente.  “Tenemos cinco años de convivientes”, dice aunque hace cinco meses que a César Méndez lo mataron en el barrio en el que vivían juntos.
Desde el 15 de diciembre de 2016, Marisa está sola con sus tres hijos: uno de 15, otro de 13 y la beba que llora y la interrumpe mientras ella intenta contar qué fue lo que pasó.
Marisa y César se conocieron en Carupá, Tigre, y alquilaron durante tres años un cuarto en el que convivían. Pero como los alquileres subían y subían, hace dos años se mudaron a Cuartel V, una inmensidad de 112 kilómetros cuadrados que queda a 23 kilómetros del centro de Moreno. Cuartel V está en los confines del partido que hoy gobierna el intendente del PJ-FPV Walter Festa: creció de manera vertiginosa en los últimos 15 años y duplicó su población hasta llegar a los 100 mil habitantes.  Limita con José C. Paz, Derqui –partido de Pilar- y General Rodríguez.
La viuda de Méndez dice que, cuando ella y su marido llegaron, era un barrio muy lindo, donde vivía gente muy trabajadora –peruanos, paraguayos, bolivianos- que con mucho esfuerzo compraron terrenos y comenzaron a construir sus casas.  “Era muy tranquilo, muy hermoso. No te robaban, podías dejar la puerta abierta”, dice.
Marisa se integró rápido a la vida en Cuartel V, a 40 minutos en colectivo de la estación de Moreno. En poco  tiempo, se hizo cargo del merendero Santa Rosa, creado por el Movimiento La Dignidad, y su esposo –que al principio desconfiaba-se decidió a apoyarla. De 39 años, César se involucró con los problemas del barrio y se convirtió en delegado de manzana.
Todo parecía ir bien hasta que, hace un año empezaron los problemas. Las bandas de menores dedicadas al narcomenudeo comenzaron a tomar terrenos que tenían dueño pero no contaban con escritura, por tratarse de tierras sin título de propiedad.
“Son bandas que se dedican a ocupar terrenos o viviendas. Aprovechan que no hay ningún papel que diga ‘esta casa es mía’. Lo utilizan un tiempo como aguantadero y después lo venden. Hay una conexión muy fuerte con la comisaría de la zona”, afirma Soledad, una militante de La Dignidad que vive en Moreno desde que nació. Con ese diagnóstico coinciden los representantes de la Iglesia, una de las pocas instituciones que mantiene su presencia en el barrio.
Entre los vecinos, se repetían relatos similares: que anoche me robaron, que ayer me encañonaron en pleno día, que entraron a mi casa con un arma. Pero nadie  quería hacer la denuncia. “Todos tienen miedo porque nos amenazan, porque si denunciamos a la comisaría o no vienen o nos va peor”, explica Marisa.  
Cuando los hechos de violencia se generalizaron, la casa de Marisa y César se convirtió en el centro de quejas de los vecinos. Pensaron en organizarse para salir a andar de noche, hacer ronda o sonar un silbato ante cualquier movimiento extraño.
“Mi esposo era muy bonito, siempre quería ayudar a los vecinos y decía que nos teníamos que proteger entre nosotros”. Méndez comenzó a recibir amenazas y a padecer la situación cotidiana.  “Estaba lleno, yo lo sentía, de bronca pobrecito. Los vagos le habían dicho que no se metiera en nada porque lo iban a matar y él no se metió. Pero un día me dijo ‘estoy harto, ya se están zarpando demasiado’”.
La noche del 15 de diciembre de 2016, cerca de las 11, un grupo de jóvenes baleó el frente de la vivienda de una señora que vivía a una cuadra y media de la casa de los Méndez.
Cuando la vecina, comenzó a sentir los impactos de bala en la puerta de hierro, llamó por teléfono a Marisa. “Me dice ‘auxilio’ me están baleando la casa. Yo no quería que mi esposo se metiera, pero cuando escuchó los tiros, César fue con otros cinco vecinos. Y yo también fui”.
La viuda de Méndez recuerda que, cuando llegaron al lugar, los autores del ataque no estaban. Pero de repente uno de ellos apareció como un fantasma y comenzó a disparar: tres tiros dieron en el cuerpo de César, que murió de un paro respiratorio después de un shock hemorrágico.
La policía demoró 40 minutos en llegar y Méndez murió desangrado. Hoy hay un detenido y dos atacantes que permanecen prófugos. La denuncia de la abogada de Marisa, Gabriela Carpinetti, está radicada en el juzgado de garantías N° 2 de Moreno y en la UFI 8 a cargo de la fiscal Gabriela Urrutia.
“Estoy fortalecida, no niego que tengo miedo pero si no me hago respetar y no hago respetar a mis hijos, voy a vivir siempre con mi miedo. Y eso no es vida, me parece, para nadie”, dice Marisa.
La madrugada de los tiros mortales contra Méndez, Julián Darío –el baleado de febrero de 2016- recibió en Villa Celina un mensaje de Marisa con apenas seis palabras: “Don Ikki, mataron a mi marido”.
Darío era uno de los dirigentes de La Dignidad que visitaba Moreno con frecuencia. Se bajaba del colectivo en la ruta nacional 24 y caminaba tres kilómetros hasta entrar a Cuartel V, un barrio en el que no hay traza urbana y los alumnos de primaria precisan hacer 50 cuadras a pie para ir a la escuela.
Cuando llueve, es imposible circular en vehículos: sólo las camionetas 4 x 4 pueden ingresar y las patentes se pierden en el lodazal. “Son lugares donde no hay presencia del Estado ninguna, no entra la policía, no hay sala de primeros auxilios, no hay nada. Y hay focos de marginalidad y delincuencia que no son fáciles de identificar. Lo que se ve son los soldaditos, la mano de obra barata”, agrega Soledad.
Tras la muerte de Méndez, el 22 de diciembre pasado el Movimiento La Dignidad y la CTEP cortaron la Ruta 24 y protagonizaron una marcha en reclamo de Justicia que concluyó frente a la comisaría cuarta de Moreno con una oración y unas palabras del sacerdote del lugar Eduardo Farrel.
Poco después, el padre Farrel comenzó a recibir amenazas personales: en la calle,  en la parroquia Sagrado Corazón y en su casa. Un hombre de unos 30 años se dedicó a seguirlo. Primero le dejó una bolsita con una piedra adentro y un mensaje en letras recortadas que decía “Cortála con las marchitas”. Más adelante, la misma persona se dejó ver al término de una de sus misas con gestos que le sugerían que debía irse. Para la última advertencia, el enviado eligió nuevamente la modalidad de la bolsa con una piedra y una palabra de ocho letras: “Volviste”.  Farrel, que llevaba 9 años como cura párroco en Cuartel V, hizo la denuncia ante la fiscalía de la zona y, en marzo pasado, el obispo de Merlo-Moreno Fernando Maletti decidió enviarlo a otra parroquia para protegerlo.
 “Lo hicimos para resguardar su seguridad y integridad física. Los obispos argentinos venimos advirtiendo sobre el avance del narcotráfico pero uno está perplejo frente a todo esto”, dice ahora Maletti, quien explicó los motivos de la decisión en una carta pública.
“Debemos tomar conciencia del avance en nuestros barrios del comercio de drogas ilícitas, con todo lo que ello significa: peligroso deterioro de la salud de nuestros jóvenes y, muchas veces, brutales enfrentamientos por el control del territorio (…) Estas tareas pastorales suelen colisionar con los mezquinos y oscuros intereses de quienes solamente buscan el poder territorial y el rédito económico a cualquier costo con negocios ilícitos y sospechosas complicidades”.
Maletti explica que Méndez era un militante social reconocido en la zona de Cuartel V y de Moreno por su trabajo y la constancia en su militancia. “Intentaba evitar un robo de una persona vecina, aparentemente a manos de los narcos”, afirma. Y coincide con los que creen que existe un poder muy grande detrás de esa violencia que arrincona a los que viven en el territorio.
Payasos asesinos
De Omar Ibáñez nadie quiere hablar. Es el caso que incomoda a todos: lleno de dudas y versiones cruzadas, cuenta con todos los requisitos para ser olvidado.
Miembro de la agrupación “El Plumerillo”, de 42 años, en febrero pasado lo mataron de siete balazos en Villa Martelli. Dos desconocidos lo interceptaron cuando iba en moto, lo chocaron con un auto, lo hicieron caer y le dispararon a mansalva pero no le robaron nada. Los vecinos que fueron testigos del hecho coinciden: los asesinos llevaban puestas máscaras de payasos.

¿Quién era Ibáñez? ¿Por qué lo acribillaron? Se dijo que era empleado del sindicato de Panaderos y militante del Frente para la Victoria, pero también eso fue desmentido. El territorio en el que desarrollaba su actividad política era Villa Loyola, en el partido de San Martín, donde su cuñado Juan Manuel “Kunfu” Cáceres fue concejal del Frente para la Victoria hasta 2015.
Loyola está ubicada justo en el límite entre San Martín y Vicente López, a 15 cuadras de la Avenida General Paz.

“Para mí era un militante porque siempre buscaba lo mejor para el barrio. Él era bien peronista pero no se casaba con ninguna agrupación. Todo lo que hacía y conseguía era para la gente del barrio. Traía mercadería y la repartía entre los vecinos. Ayudó a mucha gente”, dice Marcos, militante de una organización social que integra la CTEP y prefiere no dar su verdadero nombre, por miedo a represalias.
Marcos afirma que Ibáñez siempre buscó “la paz entre vecinos”, que tenía un “localcito, tipo unidad básica” y se manejaba solo. Está convencido de que lo mataron porque quería echar a los narcos del barrio. En San Martín, se dice que Ibáñez estaba enfrentado con un grupo de soldaditos de la villa 18, el territorio en el que gobernaba Miguel Ángel “Mameluco” Villalba, a 50 cuadras de Loyola. Que estaba harto de ver cómo los chicos del barrio se quedaban encerrados en sus casas y dejaban de jugar en las calles por miedo a la violencia. Que pensó que iba a ser fácil poner un límite pero que se equivocó.
Ibáñez divide aguas porque su historia incluye antecedentes penales. Estuvo preso por robar un banco en la década del noventa. Por eso, están los que dicen que no era un militante y que su enfrentamiento con los narcos tenía un origen confuso. Desde la Agrupación El Plumerillo lo definieron como un ser excepcional y escribieron en Facebook sobre las razones del crimen: “Te hicieron caer por cuidar a los pibes del barrio”. Sus amigos y familiares hicieron una marcha sobre avenida Constituyentes para reclamar justicia. Después del tema, no se hablo más. Su muerte es una más de las que se atribuyen al narcotráfico en el conurbano.