"Permanentemente hay producción de subjetividad disidente" // Entrevista a Diego Sztulwark
Foto: Martín Nieva |
En la diaria
conversamos con el argentino Diego Sztulwark, investigador, docente, militante
y autor de publicaciones en distintos medios, además de formar parte de la
editorial Tinta Limón, el blog Lobo Suelto! y el Instituto de Investigación y
Experimentación Política. En 2000 fue uno de los fundadores del Colectivo
Situaciones, que se orientó hacia la “investigación militante” y la profundizó
en el marco de la crisis de 2001. Hablamos de micropolítica, tiempos de crisis,
sujetos emergentes, política en femenino, poder, contrapoder y lucha social en
Argentina.
–¿Cuál
es la historia del Colectivo Situaciones y de lo que llaman investigación
militante?
-El
colectivo se formó a partir de un grupo de personas que veníamos de una
militancia fuerte juntos en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad
de Buenos Aires. Teníamos la cabeza llena de preguntas y de una fuerte
inclinación a lecturas teóricas, pero la pulsión dominante era la activista e
investigadora. Comenzamos haciendo talleres con movimientos y organizaciones.
Nos metíamos todo lo que podíamos en una serie de conversaciones planteadas por
las prácticas de insubordinación que recorrían la sociedad en ese momento: con
el movimiento de trabajadores desocupados de Solano, piqueteros de la zona sur
del conurbano o la comunidad educativa Crecer Juntos, de Moreno. La
investigación militante implica una complicidad intensa con luchas sociales, no
como la investigación académica, que aspira a conquistar una “distancia” de su
“objeto”. Queríamos radicalizar la crítica, tanto de la academia como de las
militancias de partido. 2001 nos agarró en esa aventura y aceleró todo, porque
de pronto se vio con mucha nitidez la fuerza de un nuevo protagonismo social,
que era capaz de innovar en el plano de la lucha y de problematizar seriamente
aspectos hasta entonces no cuestionados de la estructura social y política.
El
colectivo Situaciones no era un grupo dedicado al análisis de lo que pasaba,
sino que pretendía intervenir fuertemente, por medio de una investigación entre
personas metidas en prácticas, en territorios, en escuelas o en el movimiento
piquetero, gente que estaba recreando el arte callejero, o la experiencia de
los escraches contra los genocidas impunes. Fueron años de mucha
experimentación micropolítica. La idea era producir un discurso radical, una
teoría radical y alguna forma de organización que vehiculara todo eso, pero
partiendo de luchas muy concretas, sin centralizar nada. Nunca tuvimos la idea
de partir de categorías sociológicas de análisis.
En
2007-2008 se hizo visible que la situación en la que el colectivo se había
desarrollado había cambiado mucho. Apareció una nueva militancia, kirchnerista,
y se produjo una conversión de los movimientos sociales y los territorios en un
sentido muy diferente al que habíamos intentado darle durante la crisis.
Terminó primando una idea de reposición muy fuerte de la centralidad del
Estado, una separación bien tradicional entre investigación y lucha social. El
espacio político se polarizó entre peronismo y liberalismo de una manera nueva,
y se redujo mucho la posibilidad de una imaginación autónoma. Se evidenció la
sequía de movimientos sociales autónomos con capacidad de producir escenas
propias. Siempre hubo grupos y prácticas de todo tipo, pero por muchos años no
hubo capacidad de participar desde allí en el espacio público de manera
determinante. Se disolvió el colectivo como tal, porque veíamos que nuestro
trabajo ya no estaba sirviendo; seguimos trabajando, pero tratamos de inventar
otras formas, como la editorial Tinta Limón, que habíamos creado en 2003. Pero
cada quien empezó a interesarse por cuestiones diferentes, manteniendo siempre
una especie de complicidad o de amistad.
–¿Qué
dirías que pasó en la crisis de 2001?
-Para
mí fue un momento ejemplar, porque se logró deslegitimar de manera muy
contundente y duradera el discurso político neoliberal. El gobierno de los
Kirchner no habló de ajuste, de privatizaciones ni de represión (aunque haya
habido bastante), por los efectos de impugnación del 2001. Hasta que llegó [a
la presidencia Mauricio] Macri, los políticos argentinos no podían utilizar
lenguaje neoliberal, aunque siguieran desarrollándose políticas neoliberales.
Pero el tiempo de la crisis es muy distinto del tiempo de la normalidad. Es un
tiempo de apertura, cargado de una explosividad y de una capacidad de imaginar
posibles mucho mayor. No es sólo el tiempo de la angustia, la represión y el
hambre; es también el de la proliferación de estrategias y la acción directa
generalizada. El de subjetividades que ponen en acción otro tipo de de poder
colectivo. Tal vez nosotros pensamos que el tiempo de la crisis iba a ser más
largo, y que por sí mismo -si lográbamos prolongarlo- iba a garantizar
transformaciones más radicales. No pudimos o no supimos (nosotros ni nadie)
determinar un tipo de funcionamiento de un contrapoder capaz de actuar en
tiempos de normalización, de mantener una relación y una distancia con la nueva
forma estatal. La imposibilidad de elaborar una posición como esa, que hacía
falta, dio lugar a toda una dispersión, a una cantidad de divisiones dolorosas
llenas de incomprensiones. Seguramente hubo, de nuestra parte, falta de madurez
para entender los problemas que se venían.
Quizá
todas estas experiencias micropolíticas tienen la tentación de decir que lo
macropolítico es una suerte de obstáculo. Y por ahí el desafío es pensar de
otra manera: asumir que entre las macropolíticas no neoliberales y las
instancias micropolíticas hay siempre una invención que hacer, una articulación
que lograr, puesto que no dejan de ser, ambas, dimensiones de una misma
realidad.
–¿Qué
te queda como lo más fuerte de aquel momento?
-En
Argentina suele primar un relato de 2001 protagonizado por la clase media a la
que los bancos le expropiaron sus ahorros. Es una historia verdadera, pero
contada desde la capital federal, desde el centro de las ciudades, desde las
capas sociales que tienen la palabra. A nosotros nos tocó ser testigos de una
experiencia muy diferente, que fue la insubordinación de las barriadas
populares, clave para comprender lo que pasó. La crisis empieza en el interior
del país y después en la periferia de las ciudades. Es imposible comprender su
radicalidad sin prestar atención al levantamiento de la gente sin trabajo,
despojada por las privatizaciones, por el cierre de ramales ferroviarios, por
el cierre de empresas públicas e industrias. Sin la aparición de los barrios.
Había una organización comunitaria de gente sin trabajo que era también una
experiencia de antagonismo con el peronismo y el Estado.
¿Qué
decía la sociología?: que las acciones colectivas pertenecían al mundo de los
trabajadores ocupados, mediante sus sindicatos. El desocupado era percibido
como alguien aislado en el territorio, sin lazos de clase, culpabilizado, sin
redes con otros. Acá se inventó una política desde la desocupación, desde la
marginación, desde los desaparecidos del neoliberalismo, desde las poblaciones
a las que se daba por exterminadas y en las que nadie reparaba. En lugar de aceptar
ese lugar pasivo e indigno, los movimientos organizaron un momento excepcional
de lucha, de creación, de producción muy fuerte. Eso fue lo que nos conmovió:
un protagonismo popular de los barrios más pobres, capaz de un desafío inédito
al pensamiento, incluso de las izquierdas. Un desafío que creo que nunca
terminó de ser pensado. Eran desocupados que ponían en el centro la dignidad. Y
la dignidad no es una demanda de inclusión en el futuro, sino una capacidad de
lucha aquí y ahora (en cada asamblea, olla popular o corte de ruta). Creo que
ahí hubo una semilla de un contrapoder, un elemento comunitario muy subversivo,
algo que la historia posterior tapó un poco con el objetivo de restaurar
estructuras laborales y, sobre todo, formas tradicionales de poder político.
–¿Qué
formas de movilización usaba ese tipo de movimiento?
-No
podían hacer huelga, pero podían cortar la ruta; cortar la circulación de
mercancías y discutir el mando político sobre el territorio. En la práctica se
afectaban aspectos fundamentales de la producción.
–¿Cómo
se articulaba, en los colectivos con los que trabajaban, la tensión entre lo
micro y lo macropolítico?
-Me
acuerdo, por ejemplo, de la experiencia de la escuela: ¿qué es una escuela
cuando no hay ninguna clase de futuro para los pibes? ¿Qué es una escuela si no
hay trabajo? ¿Qué hace una escuela en medio de saqueos de los vecinos a los
supermercados? Había preguntas que la realidad ponía muy directamente. Por
supuesto, circulaba todo tipo de interpretaciones sobre lo que estaba pasando.
Hubo una confrontación teórico-política, tanto con la izquierda marxista
tradicional (que buscaba el protagonismo obrero y se guiaba por estrategias de
toma del poder) como con parte de los movimientos más nacional-populares, con
esa idea de inclusión social que terminó convergiendo en el gobierno de los
Kirchner. Lo que nosotros decíamos era que el llamado “excluido” ya estaba
incluido: es decir, no era que el sistema se olvidara de él, sino que lo
producía en esas condiciones. Cuando se hacen políticas sociales, se sigue
produciendo a esas personas en determinadas condiciones que no se cuestionan.
La idea nuestra era que, más que seguir pidiendo inclusión y cierta mejora en
el modo de ser tratado (que claramente era necesaria y urgente), había que
aprovechar ese cuestionamiento tan amplio para pensar todo de nuevo. Por
ejemplo, el cuestionamiento de la gente más joven al trabajo: no era un deseo
de incluirse en trabajos precarios, pésimos, sino una experiencia de otro tipo,
que fue subestimada. Hay que entender lo que pasa, aún hoy, con los pibes
jóvenes que escapan del trabajo y entran en economías informales. La cosa era,
y es: pensemos la lucha como una potencia política y no como un delito. No la
pensemos como un déficit de la realidad, sino como una posibilidad. ¿Qué pasa
si, en vez de conseguir trabajo precario para todos, se organizan las
experiencias populares que puedan cuestionar quién tiene derecho a la riqueza y
en nombre de qué? Evidentemente no dio, no dieron las relaciones de fuerzas;
esa experiencia se acabó, pero ahora hay otras, muy interesantes, que siguen
trabajando los mismos temas con otros lenguajes.
–¿Qué
es y qué hace la crisis actual?
-Creo
que la situación es bien complicada ahora, porque en aquellos años los
movimientos sociales producían la crisis desde abajo, empujaban en favor de la
crisis; la gente no aceptaba subordinarse a sostener la estabilidad,
simplemente porque ya no tenía vida posible en esas condiciones. Ahora es el
poder el que la agita: a los movimientos se los extorsiona con la idea de que
va a haber una crisis, como algo disciplinante. En nombre de esa amenaza se
bajan salarios, se cortan ingresos, se echa gente. En aquel momento, la gente
decía “sabemos vivir en la crisis, podemos crear estrategias -como el trueque-
para surfearla”. Ahora funciona al revés; pertenece por entero al discurso
amenazante del orden. El poder negativiza siempre el tiempo de la crisis.
En
cuanto a los sujetos sociales, durante el kirchnerismo también hubo mucha
movilización y aparecieron figuras nuevas. Se podría pensar así: el movimiento
piquetero tiene la fuerza de mostrar la desindustrialización, es la muestra de
que el movimiento obrero como sujeto clásico ya está fracturado. El piquetero
es un proletario, plebeyo sin empleo estable. El problema de la fractura del
mundo del trabajo siguió siendo el mismo: con 30% o 40% de la gente sin empleo
formal, la normalización de una clase trabajadora integrada y de un empleo de
calidad resultó impracticable para el kirchnerismo. Ahora esa realidad toma el
nombre de “economía popular” y gira en torno a la legitimidad que brinda Jorge
Bergoglio vuelto papa. El empleo masivo de calidad es una promesa que ni Macri
ni Bergoglio tienen cómo cumplir, porque demanda un cambio radical de estructuras.
El correlato de esta situación, por abajo, es un sujeto plural, heterogéneo,
que aparecía ya en 2001 y no ha abandonado la escena a pesar de todo. Es
necesario hacer un balance duro de la frustración que fueron los gobiernos
progresistas acá (pero ojo: un balance de izquierda, no la mentira organizada y
mezquina de la derecha y las élites). No funciona la idea de que la crisis era
temporaria y el capitalismo podía volver a ofrecer una inclusión sostenida.
Para hablar hoy de la crisis, tenemos que conectar con la multiplicación de
sujetos sobre el territorio: migrante, feriante, formal-informal, pibes en los
barrios, mujeres, movimientos campesinos. El discurso nacional-popular es
totalmente insuficiente para dar cuenta de esta realidad. La propia presencia
entre los trabajadores de una dinámica migrante, y por lo tanto transnacional,
es un elemento contundente que hay que tomar muy en cuenta. También es
insuficiente porque el Estado depende de procesos globales, y porque su
imaginario es completamente patriarcal. Hoy vemos hasta qué punto el movimiento
social no se recompone desde la organización sindical clásica, sino desde el
fenómeno de Ni Una Menos y la movilización por el Paro Internacional de Mujeres
del 8 de marzo, que fue espectacular. El imaginario nacionalista es desbordado
por la nueva composición popular. El paro de mujeres expresa con una claridad
absoluta cómo la violencia sobre el cuerpo de las mujeres constituye el
paradigma de la violencia y la explotación de todo el campo social; es el movimiento
más interesante, cuestionador y dinámico, el que mejor retoma las cuestiones
planteadas en 2001. Finalmente, hay otro sujeto que desborda el imaginario
nacional-popular, que es la población de varones jóvenes de los barrios pobres,
adolescentes y de piel oscura, contra la cual se dirige una guerra sistemática
desde el Estado. Una guerra que viene de lejos y no ha cesado nunca, pero que
se ha intensificado durante el gobierno de Macri. Entonces, no creo que haya un
sujeto sino muchos sujetos populares. Y aunque a todos ellos conviene pensarlos
desde la dimensión común del trabajo, eso no puede hacerse desde una imagen
estrechamente laboralista. Sería tan errado como querer englobarlo todo en una
visión estrechamente nacionalista. Economías populares y violencia patriarcal,
clasista y racional, son dos enfoques que permiten comprender la estructura de
la explotación y del movimiento de lucha, al menos en las ciudades. Además, por
supuesto, hay una conflictividad creciente, y creo que muy dinámica, en el
mundo productivo y dentro del mundo sindical, y hay un mundo de conflictos,
algunos muy importantes, que tienen que ver con la tierra y con los llamados
recursos naturales. Todos esos conflictos tienen en común el papel extractivo
del capital financiero sobre los bienes comunes. Ahí están todas las luchas a
nivel regional contra la ocupación de la tierra por parte de empresas
agroexportadoras. Y también en la ciudad: en algunos lugares de Buenos Aires es
súper dinámica la lucha por la tierra de forma de valorizar terrenos, luchas
por el territorio, ocupación de tierras.
La
lucha social nunca dejó de ser fuerte: permanentemente hay producción de
subjetividad disidente, y lo que no logramos es construir un marco de
interpretación que supere al estado nacional-popular. Eso se intentó en 2001 y
quedó interrumpido. Cómo poner límites a la avanzada de las políticas
neoliberales y cómo se arman procesos de decisión colectiva son preguntas de
2001 que siguen planteadas.
–En
esos procesos de decisión colectiva, ¿cómo se pueden evitar a la vez la
burocratización y la desorganización?
-Cuando
aparecen movimientos sociales importantes se termina produciendo una clase de
mixtura entre segmentos muy desorganizados y otros muy organizados, y me parece
que hay que aceptarla, incluso como una riqueza. Eso tiene riesgos, pero a
veces los más organizados pueden ser permeados por una dinámica mucho más
horizontal, y también puede ser que la dinámica más horizontal necesite acudir
a estructuras sólidas (siempre y cuando haya alguna garantía de que lo que se
está discutiendo es cómo poner límites al enemigo común). Si pensamos en la
situación política argentina, creo que es lo mejor que podría pasarnos. El paro
de mujeres o el sindicato de trabajadores informales son experiencias que
interpelan a las estructuras sindicales.
La
pregunta por la investigación militante se hace clara desde este ángulo: ¿cómo
se hacen talleres en donde los nuevos sujetos puedan elaborar nuevas
categorías?, ¿cómo se arman estrategias que potencien esa imaginación
colectiva? Me parece que esa es la pregunta de luchadores, militantes, artistas
e intelectuales desde una perspectiva de contrapoder. Y es muy
desestructurante, porque los artistas e intelectuales queremos ser los que
enseñen, y cuando aparecen sujetos de este tipo no hay lugar para diseños tan
narcisistas como los que solemos imaginar. Es muy interesante, son estrategias
más sucias, más frescas, más territoriales, que nos generan mucha sospecha pero
que nos interpelan: “Ustedes que son tan imaginativos, ¿cuánto se pueden
organizar con un grupo de contrapoder laboral, territorial?”.
Nos
toca luchar sin modelos. Tenemos que pensar más a fondo el paro de mujeres. Las
chicas están participando en esas experiencias desde un reconocimiento, desde
una variación con respecto al miedo. Me parece muy interesante y con muchas
preguntas, también; ¿a dónde va a ir eso?, ¿va a durar o no? Hay muchísima
gente que desconfía de ese tipo de movimiento, lo ve todo muy light,
como muy de clase media. Las cosas que yo conozco muestran que eso no es
cierto. La mexicana Raquel Gutiérrez afirma que lo que está surgiendo es una
“política en femenino” que desestabiliza todas las categorías, no es política
para un grupo. Que el cuestionamiento a la violencia patriarcal pueda atravesar
desde la vida en un barrio hasta la familiar y la laboral muestra que no se
trata de algo acotado, sino que tiene un inmenso potencial. Y a muchos de
nosotros, los varones que tenemos discursos sobre las cosas, nos plantea una
pregunta sobre qué actitud tomar ante lo que se plantea como un movimiento de mujeres.
¿Quién es el violento?, ¿qué es lo que pasa a través nuestro? La imposibilidad
de tener un discurso rápido sobre estas cuestiones es muy auspiciosa, hace
pensar que el movimiento es realmente muy eficaz y que está poniendo preguntas
reales: ¡está molestando! Ahí hay algo. Esperemos que no se recueste sobre una
dimensión de sector o específica, que pueda atravesar y recorrer todo el campo
social. Tenemos que ayudar a que ocurra eso. No hay sitio que no esté
estructurado por la llamada violencia patriarcal, que es un estructurante de la
economía neoliberal. No podemos perdernos esos enlaces fundamentales.
–¿Cómo
ves la relación entre este tipo de transformaciones y la democracia?
-Yo
creo que la democracia liberal sólo trata de neutralizar y desactivar, le hace
pases al patriarcalismo y al neoliberalismo. Ofrece ideas de lo posible e
impide que creemos otras nuevas, nuestras. Otra cosa es cuando uno se enfrenta
a la palabra “democracia” a secas. O sea, estamos obligados a imaginar cómo se
puede transformar a la democracia liberal en otra cosa que sí sea una
democracia en el sentido que le daba, por ejemplo, [Baruch] Spinoza: la
articulación libre de la potencia común. Pienso que podríamos pensar la
democracia en términos de un trabajo muy fuerte para combinar diferentes
subjetivaciones del campo social, en vistas a un cambio de estructuras. Me
parece que eso destroza las ideas de mayoría y minoría, de lo público y lo
privado, del voto y del representante, y nos fuerza a pensar de otra manera los
mecanismos colectivos. Pero salir de esta democracia liberal es dificilísimo;
está súper instalada en el corazón mismo del capitalismo.
Nadia
Lartigue, Juan Francisco Maldonado, Lucía Naser y Esthel Vogrig. Esta
entrevista es parte de la investigación Manifestación A Futuro (MAF), sobre
movilización social y coreografía.