¿La resistencia por venir? // Liz Mason-Deese
20 de enero. Son las
ocho de la mañana y es el día de la inauguración del mandato de Donald Trump.
El tren está casi vacío mientras nos acercamos a la ciudad. Mi compañero me
cuenta que le asombra la falta de gente. La comparación se debe a que estuvo en
Washington en la asunción de Obama, cuando la ciudad se llenó con casi un
millón de personas. Cuando nos bajamos en Union Station por fin se evidencia lo
que está por pasar: las emblemáticas gorras rojas, mujeres vestidas con abrigos
de piel, hombres en ropa de camuflaje. Muchos de los simpatizantes de Trump
parecen haber viajado desde lejos, se nota que es su primera vez en la ciudad.
La estación también está llena de jóvenes, muchos vestidos de negro, haciendo
fila para comprar café o usar los baños, escapándose un rato del frío y de la
lluvia, lo que abunda en esa intemperie donde se intenta interrumpir las
celebraciones del nuevo presidente.
Cuando salimos a la
calle nos atrapa la sensación de una ciudad abandonada: pequeños grupos de
personas recorren las calles cerradas. Algunos protestan, otros celebran. Un
vendedor ambulante está ofreciendo remeras de Trump a una familia pero cuando
nos ve a nosotrxs da vuelta su carro para mostrarnos otra colección: “Fuck
Trump”, se lee en una. Caminamos hasta uno de los primeros puestos de control
para entrar en el acto oficial de la inauguración. Ahí nos encontramos con unas
300 personas del colectivo de justicia climática que impiden la entrada.
Mientras un grupo
bloquea físicamente la entrada, doscientas personas manifiestan en la vereda y
la calle con cantos y carteles que hablan del oleoducto en territorio Sioux, el
cambio climático y toda la devastación ecológica del capitalismo. Cuando
alguien intenta atravesar la entrada, nos acercamos para advertirle que está
cerrada. Nos miran con confusión y después siguen caminando en busca de otra
entrada. Sólo un par de veces el aviso termina en confrontación, cuando alguien
intenta empujar a los manifestantes para poder entrar. En otras ocasiones,
grupos de motociclistas intentan impulsar una confrontación pero un grupo de
anarquistas se encarga de la defensa.
Esta escena se repite
en casi todas las entradas de la inauguración, donde distintos colectivos,
agrupados por reclamos diversos, las intentan bloquear: grupos feministas y
queer, trabajadores y algunos gremios locales, BlackLivesMatter (las vidas
negras importan), un grupo en defensa de los derechos de migrantes, justicia
climática y varios más. Los grupos se habían reunido en varias asambleas en las
semanas previas y desembarcaron en la ciudad con el plan de hacer distintas
acciones directas. Cada grupo se hizo cargo de una de las entradas y organizó
la acción ahí mismo. El grupo BlackLivesMatter fue uno de los más militantes y
organizados y logró bloquear su entrada por varias horas al encadenarse a las
rejas. El colectivo queer bloqueó su entrada con una fiesta de baile. El
colectivo feminista también se encadenó a las rejas para imposibilitar la
entrada.
En este día de acciones
dispersas, se vieron componentes de todos los movimientos de los últimos veinte
años: la acción directa y la toma de decisiones en asambleas del movimiento antiglobalización,
y los gestos prácticos y de inclusividad de Occupy Wall Street. Del movimiento
por las vidas negras, una tenacidad y una profunda crítica no solo al racismo
de la sociedad norteamericana sino también a los propios movimientos. El
movimiento feminista no dejó de evidenciar cómo el machismo se reproduce dentro
de los movimientos y nos impulsa a un análisis y una práctica fundamentalmente
interseccional.
Después de la acción en
las entradas, los distintos grupos se juntan por un “festival de resistencia” –
los cantos y los carteles reúnen una
serie de temas: los derechos de las mujeres, de los pueblos indígenas, los
migrantes, las vidas negras. Uno de los cantos más populares es una versión
actualizada de un clásico: “¡No Trump, No KKK, no fascist USA!”. Ahí están los
títeres, los payasos, las bandas que caracterizaban las marchas
anti-globalización, pero también una diversidad que no estaba en esa época: una
muy fuerte presencia de grupos negros, indígenas y migrantes.
Mientras nos
movilizamos, podemos oír otras marchas, acciones y peleas con la policía. A dos
cuadras el Black Block pelea con la policía para poder llegar a la ruta por
donde supuestamente va a pasar Trump. La policía tira granadas de humo para
dispersar la multitud pero el Black Block insiste, mientras docenas de personas
de las otras marchas corren para apoyarlxs. Este conflicto sigue por varias
horas, en la misma intersección. Finalmente, la policía logra dispersar el
Black Block y lo persigue por varias cuadras. Mientras tanto, alguien prende
fuego a una limusina, lo que se convertiría en una de las fotos más
emblemáticas del día.
La marcha termina con
una manifestación en una plazoleta. A dos cuadras, en otra plaza, hay un
recital de grupos de metal y punk en contra de Trump. Hay protestas frente al
hotel de Trump y por la ruta del desfile. También muchos grupos independientes
que marchan, caminan, corren, intentando interrumpir todas las actividades
oficiales que puedan.
Este primer día de
resistencia se puede caracterizar por su diversidad en un sentido amplio, lo
cual queda como una cierta enseñanza. También quizás un poco de nostalgia por
los movimientos del pasado. Aunque queda claro que esta coalición no alcanza
para vencer a Trump, sí pudo interrumpir el día de la inauguración de su
mandato con mucha eficacia. Ver en escena el nivel de coordinación entre los
distintos movimientos y los modos de aprendizaje mutuo es impresionante. En
particular se sienten los efectos del movimiento por las vidas negras y del
pueblo Sioux en Standing Rock: son quienes están desplegando un profundo
cuestionamiento al proyecto nacional estadounidense. Y con eso, quizás se está
empezando a superar los límites del ciclo previo, en el que la falta de
atención al racismo en el movimiento Occupy Wall Street fue evidente.
Volviendo a casa en
metro me encuentro con un grupo de mujeres de distintas edades que también
viene de la marcha; la más grande del grupo me dice: “tenía mucha más energía
cuando manifestaba contra la guerra en Vietnam, fue más fácil entonces, no sé
cuánto más voy a poder”. Pero después se sonríe y me dice que nos vemos mañana
en la otra marcha.
La Women’s March al día
siguiente es totalmente otra sensación. Hay mujeres (y algunos hombres)
haciendo fila por dos cuadras sólo para entrar al metro. Y cuando entramos
tenemos que dejar pasar dos trenes antes de subir. Todxs aplauden cuando el
tren por fin sale de la estación (después de varios intentos de cerrar las
puertas) y empezamos a cantar. Hay una pareja en sillas de ruedas que van a
juntarse con el contingente de personas con discapacidades: temen lo que
significa Trump para su propia salud y acceso a cuidado médico. Otra mujer,
mexicana, nos cuenta, nerviosa, que está muy preocupada por las implicaciones
de sus políticas para lxs migrantes. Ella tiene dos trabajos y dos hijos pero se
está tomando el día para ir a la marcha. Un grupo de chicas recién egresadas de
la universidad han viajado varias horas desde Filadelfia para asistir a la
marcha. Nos cuentan que es su primera marcha y empiezan a enumerar todas sus
razones de por qué estar: la preocupación por los derechos reproductivos,
cuestiones de salud y de trabajo, la profunda misoginia de Trump y todo lo que
significa su presidencia para las mujeres, el miedo ante la legitimación de la
violencia contra nosotras en la cotidianidad. Pero también hablan de algo más:
un deseo de estar juntas y el poder colectivo de las mujeres.
Salimos del metro a la
calle Independencia que está repleta de gente. Miles y miles por todos lados.
Son muchas las gorras rosas, carteles hechos a mano. La mayoría somos mujeres
pero hay también bastantes hombres, de todas las edades. Lo que no se ve (o se
ve muy poco) son banderas, grupos organizados. Veo algunos sindicatos locales,
otra amiga me cuenta que su sindicato (en Nueva York) finalmente organizó
micros cuando sus afiliadxs lo pidieron, los dirigentes no habían mostrado
ningún interés en impulsarlo.
La marcha, que tampoco
lleva mucho tiempo de planificación, ya tiene sus propias controversias: algo
que parece haber surgido como un posteo en facebook después de las elecciones,
pasó por varias versiones y transformaciones antes de volverse realidad. De las
primeras críticas por ser organizada sólo por mujeres blancas, devino luego un
cambio de liderazgo que al final fue un grupo muy diverso que incluía mujeres
negras, árabes, latinas y blancas en la comisión organizativa de la marcha.
También las locutoras de la marcha, después de varias rondas de crítica,
terminaron siendo muy diferentes. Uno de los momentos más memorables del día
fue el impresionante discurso de Angela Davis, pero también el de Linda
Sarsour, el de Ashley Judd y las demás mujeres. La mayoría de los discursos
presentaron una perspectiva antiracista y anticolonial, un análisis sobre quiénes
van a ser las más afectadas por las políticas de Trump y las conexiones entre
las distintas luchas. A mí me impresiona ver tantas mujeres en el escenario y a
cientos de miles de personas escuchar los discursos con tanto interés, con
tanta disponibilidad de apoyar e identificarse con luchas que parecen ajenas
para la mayoría.
La multitud es
impresionante. Para muchas, es su primera vez en una marcha: se nota mucha
confusión. Muchxs no saben por dónde moverse, los cantos cuesta que arranquen,
a veces el ritmo no está, las letras se pierden. Varias personas se desmayan,
los médicos no pueden llegar y todxs se quejan. Pero a través de la confusión
también hay mucha energía: la alegría de encontrarse con otras, de perder un
poco del miedo que nos define desde las elecciones (o mucho antes para muchas
de nosotras), de encontrar una potencia colectiva que supera todo lo que nos
parecía posible. “Ya no me siento sola”, me dicen varias. Una mujer de unos
sesenta años me cuenta que ha viajado desde Florida para ir a la marcha, ella se
opone a Trump por varias razones, sobre todo por sus políticas de educación
pública, pero también vino a la marcha porque donde vive no tiene comunidad, su
novio se oponía a que fuera, no tiene con quién hablar. No es la única, varias comparten
algo parecido, sorprende la cantidad de mujeres, de todas las edades, que no se
encuentran siendo parte de una comunidad, que se sienten aisladas en sus vidas
cotidianas, que tienen miedo y no tienen con quién hablar de ese miedo. En la
marcha se ve una alegría inmensa de esas mujeres por encontrarse con otras, por
sentirse en comunidad, por lo menos por unas horas.
En un momento la
multitud no aguanta más y empieza a marchar, sin órdenes de las dirigentes,
mientras los discursos siguen. Otra vez la confusión, la marcha se divide
varias veces, va por distintas rutas. Pero no se dejan de ver las sonrisas, la
energía de todas las mujeres que han estado esperando meses o años para salir y
gritar.
También hay críticas:
la falta de diversidad racial en la marcha, mujeres blancas que se quejaron de
tantas locutoras negras y no las querían escuchar (hasta unas mujeres que
gritaron durante el discurso de Angela Davis), varias mujeres negras e
indígenas cuentan que fueron víctimas de comentarios racistas de otras mujeres
en la marcha, o que cuando empezaban cantos antirracistas otras mujeres las
intentaron callar, diciendo que no era el momento de hablar del racismo. Otras
mujeres indígenas cuentan que sus rituales y oraciones fueron interrumpidas por
algunas mujeres en la marcha. De modo muy directo, estas escenas dan cuenta de
una profunda falta de entendimiento de las mujeres blancas, de una larga
historia de sufrimiento y de lucha de las mujeres negras e indígenas en este
país. Nos muestra que la sororidad no está dada, sino que hay que construirla
día a día, creando relaciones de confianza que sólo se pueden cimentar en la
práctica, poniendo el cuerpo; o mejor: los cuerpos.
Las acciones del día de
la inauguración del mandato Trump fueron una muestra de poner el cuerpo, de
arriesgarse, pero también una serie de acciones limitadas a quienes nos
identificamos como militantes. ¿Cómo construimos relaciones de confianza más
allá de los círculos ya hechos? ¿Qué hacemos cuando volvemos a casa después de
la marcha? ¿Cómo construimos redes de defensa concretas para no dejarles
deportar a todos los migrantes o encarcelar a todos los musulmanes? ¿Cómo nos
vamos a cuidar lxs que no vamos a tener acceso a seguro médico?
La resistencia por
venir tendrá que responder estas preguntas. Las protestas de los últimos días, las
manifestaciones en contra de la construcción del oleoducto en el territorio
Sioux, las marchas en contra de las declaraciones de Trump en relación a la
migración y las protestas en todos los aeropuertos del país, muestran que
muchxs sí están dispuestos a poner el cuerpo y arriesgarse para defender a las
mujeres, a lxs migrantes, a los pueblos indígenas, y también para entrar en la
larga tarea de construir comunidad.