Escritura como modo de vida // Diego Sztulwark
(sobre
Los diarios de Emilio Renzi)
Es perfectamente posible situar la escritura de un diario
personal en la serie de aquello que Pierre Hadot, Michel Foucault o Jean Alluch
han llamado “ejercicios espirituales”. Tales
ejercicios, bien ateos y materialistas, buscan dotar al sujeto de los medios de
transformación necesarios para acceder a una verdad. Con Hadot también
podríamos decirlo así: se trata de vincular el pensamiento con el conjunto de
disposiciones no discursivas vinculadas a enfrentar el miedo a la muerte y a elaborar
la conciencia de finitud para alcanzar una vida feliz.
Piglia llevó adelante su diario personal durante décadas
como ejercicio literario, una serie de procedimientos sobre sí que apuntan a introducir
definitivamente la ficción en la realidad del escritor. Los dos tomos de su
diario publicados hasta ahora cumplen con este ideal de realización. Ponen en
práctica las hipótesis que el propio escritor planteó para sí mismo sobre las
relaciones entre realidad y ficción. Emilio Renzi es lo que Piglia necesitaba para
devenir escritor puesto que la ficción no decide nada sobre la realidad o
irrealidad de los hechos narrados sino que depende, en todo caso, de la
creación de un lugar de enunciación. Por medio de Renzi, Piglia transforma la
experiencia –su propia vida– en una ficción que da cumplimiento a su propósito
mayor de indagar la vida desde la literatura.
Años de formación
narra el origen de la escritura. El origen del diario es un puro deseo de
escritura, sin nada más o menos concreto o interesante que contar (un joven de
provincia que desea ser escritor y aún no cree tener demasiado para decir). La
escritura se enfrenta a sí misma en el momento en el que aún no ha aprendido a captar
la vida. No tiene, por lo tanto, otra cosa que hacer que no sea comenzar por sí
misma, reflexionando sobre el lenguaje, examinando su propio funcionamiento, para
agarrando confianza para extenderse hacia la lectura de libros, relatos de relaciones
con mujeres, amigos, madre, padre y un abuelo de Adrogué que combatió en la
Gran Guerra.
El lenguaje, le dice su abuelo, es una “frágil y
enloquecida materia sin cuerpo”, una hebra delgada capaz de enlazar pequeñas
aristas y ángulos superficiales de la vida solitaria de las personas, “porque
los anuda, los liga”, aunque sea solo por un instante, antes de que vuelvan a
“hundirse en las tinieblas en las que estaban sumergidas cuando nacieron y
aullaron por primera vez sin ser oídos”.
Tiempo después Renzi conocerá a Martínez Estrada, de
quien retendrá que el pensamiento es del orden de la enfermedad y de la
parálisis (siendo la filosofía el producto de una indecisión suprema). De él
aprenderá que la historia concebida como un todo del cual derivar criterios de
justicia –e injusticia– no es más que una narración constituida para un
observador exterior (“no hay historia sin Dios”). Y Fitzgerald –y Pavese- le enseñan que hay
vidas literarias cuyo ejemplaridad brota de la “autoridad del fracaso”,
existencias cuyo lenguaje bordea el suicidio y nos revelan que la escritura
posee un secreto, y es el lugar de una venganza. “El secreto es siempre una
grieta y la venganza es el castigo que la vida hace pagar al que escribe”.
Nadie tiene, pues, asegurado el dominio de sí mismo. Se
escribe y se vive sobre el fondo involuntario de unas relaciones en variación.
Son los temas –próximos entre sí– de la locura y la revolución. Ambos confundidos
en su capacidad –dice– de “conectar todo con todo”. Para el revolucionario “la
edición de una revista o la toma de un cuartel pueden tener la misma función”.
Se trata de un “pensamiento paranoico” en el todo “tiene que ver con todo”.
Y Borges. Su inteligencia consiste en erigir sobre
determinadas estructuras de sentido “mundos complejos e irreales”. En sus
cuentos la realidad nunca está dada, es siempre “oscura e intrigante” y por eso
deviene objeto de investigación. “Su humildad lo convierte en un transmisor perfecto de libros escritos
por otros”. Su lenguaje –dice Renzi de Borges- es demasiado admirable, es
preciso “alejarse de su obra y empezar
de nuevo”. Sobre el final, el asesinato del Che (sobre quien Piglia escribió en
El último lector sus páginas más
perfectas): “La conmoción por su muerte está disolviendo las razones que lo
llevaron hasta ahí”. Premonitorio.
Los años felices,
el segundo tomo, recoge los diarios de 1968 hasta 1975, y podría llamarse también
“antes de la catástrofe”. Son los años en los que la política se entromete en
la vida y en la literatura, y en los que Piglia se aferra a esta última y sólo
a ella le será fiel hasta el final. También podría haberse llamado “Los amigos”
(casi todos escritores): David Viñas omnipresente. Un poco menos, León
Rozitchner. Un poco menos Puig, Briante, Ismael Viñas, Saer, Jacobi, Walsh,
Urondo, Sazbón y Josefina –“La China”- Ludmer (Iris).
Un diario puede trazar un plano de inmanencia: hablando
de sí mismo como de una multiplicidad, pueden desplegarse las historias de un
país, de una generación, de un grupo de intelectuales de izquierda. “En Cuba
durante una larga y conversada caminata con León Rozitchner por el Malecón de
La Habana. León se detiene y pregunta ¿Pero vos vivirías acá? Su filosofía se
funda en la postulación de un acuerdo entre los modos de pensar y las formas de
vida. Llama a eso poner el cuerpo”. La escritura fechada se presta al aforismo.
Lunes 24: “Siempre hay que elegir la obra y no la vida”, puesto que es la obra
la que “construye modo de vivir”. Lunes 6: “La necesidad de estar encima del
lenguaje es igual a nadar, avanzar encima del mar (la profundidad es una
tentación que debe ser vigilada)”. Martes 7: “Solanas inventó la izquierda
peronista”. La escritura como “aparato de registro” en el que las palabras se
imponen al autor, que sólo después descubre su sentido.
No es que vida y política sean liquidadas por la
obsesión por la ficción. Más bien resultan redescubiertas por ella en su propio
interior. La literatura, escribe Renzi, es lucha constante contra los límites y
las prohibiciones: “la novela se instala en la frontera psíquica de la sociedad
en la que el individuo se convierte en otro que no está permitido. Esta
actividad al borde de la censura se llama: adquirir un lenguaje. Se trata de estar
frente a la realidad entendida como un escrito y no como un espectáculo”.
Lo mismo sucede con la filosofía. Piglia es un temprano
lector de Gilles Deleuze (Proust y los
signos), y descubre en él la agudeza para captar el juego de los
procedimientos para crear multiplicidad en la escritura. Beckett, Kafka, los
grandes narradores –dice Renzi- son “una sucesión continua e inconexa de
acontecimientos mínimos”, un manojo de acciones sin conexión causal cuya única
vinculación es la sintaxis o la gramática que “establecen relaciones que no son
de causa y efecto”. En lugar de explicar, ponen en relación. En suma, “el
relato como investigación”. La literatura no representa sino que crea
situaciones.
Imposible no sentir identificación con ciertos fragmentos
del diario como investigación de la propia personalidad. “Después de mucho
tiempo he comprendido mi forma de pensar esquizoide, le atribuyo a los demás
cuestiones que quiero entender en mí mismo. Digamos, elijo un doble real y
experimento en ellos cuestiones que no puedo ver con claridad en mi mismo”,
comprende mecanismos propios solo cuando los proyecta en otros, hace de la
amistad “un banco de prueba” de la propia vida. Difícil no disfrutar las referencias
a Viñas y Rozitchner. “Lunes 18. Ayer encuentro a León, muy deprimido, en
crisis, igual que David. Malos tiempos: crisis del MLN, izquierda liberada, la
moda del estructuralismo, sin ganas de trabajar en su libro de Freud y Marx”;
“Lunes 4. León mas inteligente que otros días gracias al análisis de Freud (…)
no me oye, y lo que más me gusta de él es la obsesión autista que lo lleva a
insistir una y otra vez en una idea cuando uno se la critica, como si él
creyera que uno no lo entiende”. El viernes 29 apunta una idea de León
Rozitchner que le gusta: “la gente de izquierda reprocha la debilidad de los
partidos revolucionarios porque tienen como modelo comparativo el ideal de los
partidos tradicionales”, de ahí la seducción del peronismo. Todo “entrismo” no
hace sino solucionar sin profundizar esta lógica, “buscando siempre sin crítica
el momento positivo de la organización tradicional: su poder de convocatoria,
su proximidad real con las fuerzas y los grupos de poder, etc”.
Llegando el 73, la cuestión populista acosa al grupo: “el
antiintelectualismo de izquierda” reproduce sin saberlo la misma posición -y la
misma desconfianza a todo planteamiento complejo sobre la realidad- que los
medios de masas. Todo se peroniza, se lamenta Renzi: “Discutir el peronismo es
discutir la estructura sindical, que es por definición negociadora y que solo
en última instancia y por motivos concretos se moviliza y lucha. Por eso me
parecen ilusorios los intentos de crear grupos de choque que se autodesignan
como peronismo revolucionario, expresión que para mí es un oxímoron”.
El antipopulismo de Renzi opera también en literatura.
No se trata de tomar formas ya hechas –la novela por caso- para imprimirle nuevos
contenidos (o resignificarlas), sino de crear otras nuevas. Walsh como ejemplo:
“Es la forma, la ficción, la que debe ser reformulada” buscando una prosa
inmediata y urgente. “La prosa documental –escribe Renzi- libera la ficción y
permite la experimentación y la
escritura privada”. A pesar de esto, Renzi no acepta la propuesta de Walsh para
colaborar con el periódico CGT (“yo no soy peronista y no me gusta fingir en
esas cosas”). Deslumbrante descripción de la asunción de Cámpora: la Juventud
Peronista -de presencia hegemónica en la calle- revela sus vínculos con FAR y
Montoneros: “Impidieron el desfile militar; obligaron a escapar a la banda de
la Escuela Mecánica de la Armada, los de la JP se llevaron los instrumentos
musicales y se pusieron a tocar en medio de la plaza; pintaron leyendas
guerrilleras en los tanques, impidieron la guardia de los granaderos que iba a
despedir a Lanusse”. La tradición popular, escribe, pero “actuada” teatralmente
por los activistas.
El diario de Renzi logra contar, si no una vida, al
menos el modo en que la escritura forja unas vías de existencia.
Indefectiblemente serán las pasiones del lector las que retengan unos
fragmentos en detrimento de otros. Aunque sólo el paso del tiempo permite
descubrir cuales son los que uno conserva para sí. De tener que escoger uno
ahora me inclinaría porque aquellos en los que Renzi piensa la relación fallida
entre la izquierda y el peronismo a partir de los intelectuales de la revista Contorno. Le parece que León Rozitchner
personaliza la historia, “lo remite todo a sí mismo, a sus sentimientos”, como
si la historia política fuese parte de su vida. “Es el problema de la izquierda
con Perón. Se ha quedado con las clases populares como si se las hubiese
substraído. Esa es la cuestión de León y David. El peronismo visto como una
artimaña”. La política vivida en primera persona, como drama privado. “Esa es
su mirada filosófica. ¿Qué significa el mundo para mí?” Renzi ve a León
Rozitchner como un Descartes radicalizado. Para Rozitchner, “el sujeto es la
verdad de lo real”. Es la virtud de un pensamiento a la vez apasionado y autorreferencial.
Para los lectores de Rozitchner, o de Viñas, hay decenas
de escenas privilegiadas. “Sábado 21. Ayer León R. que viene a matar su
soledad, llora en la penumbra. ¿Qué se puede hacer? Lo consuelo en lugar de
ponerme a llorar con él. Una mujer lo abandonó. No puede pensar, no entiende
nada de nada. (Se podría escribir una novela con la historia del gran filósofo
que pasa la noche llorando por una mujer en la casa de un amigo)”. Elijo este
último fragmento porque en él aparece tanto la impotencia del pensamiento que
luego se convertirá en la materia de una gran filosofía práctica como por el
modo en que Renzi asiste a esa escena imaginándola como posible ficción. Las
notas de Renzi, en síntesis, como un intento de desplazar la vida de las
miserias en las que se hunde, cada día más, ese ente clavado en la existencia
denominado “yo personal”.