C17. (Des)Encuentros en Roma sobre el comunismo // Juan Domingo Sánchez Estop
Hacía frío en Roma este mes de enero. Esta
del C17 es otra Roma, no ya la del visitante o del turista, sino la de quien
tiene un apretado programa de trabajo en el marco de un acontecimiento
pletórico de actividades que dejaba poco tiempo para el descanso de la
atención. Los organizadores quisieron reunir, en este año del centenario de la
Revolución rusa, a un importante ramillete de pensadores y de activistas que
tuvieran algo que decir sobre la experiencia del comunismo y sus perspectivas
actuales. Puede afirmarse que lo consiguieron en gran parte: allí estaban
muchos de los que tenían que estar. No todos. El acontecimiento constaba de dos
formaciones, talleres y conferencias, y de cuatro grandes ejes temáticos:
quiénes son los comunistas, poderes comunistas, crítica de la economía política
y comunismo de lo sensible. El formato de los talleres debía haber permitido
algo de debate, aunque este se redujo a algún brevísimo intercambio; el de las
conferencias, por su lado, hacía imposible todo debate, pues las
intervenciones, numerosas e interesantes, ocupaban todo el tiempo sin dejar
lugar a la más mínima discusión ni siquiera entre oradores.
Se expresaron en la conferencia distintas
perspectivas, desde las más desencantadas o nostálgicas, como la de Mario Tronti
y otros exponentes de la experiencia comunista mayoritaria dominada por la
autonomía de lo político, hasta las de los irreductibles de la autonomía como
Toni Negri, Oreste Scalzone o Paolo Virno que introdujeron ciertas notas de
optimismo en oposición a un clima marcado por la toma de posesión de Donald
Trump y otros triunfos de las fuerzas oscuras. El previsible catastrofismo de
Bifo también estuvo presente. De particular interés fueron algunas
contribuciones procedentes de los márgenes -foucaultianos- del marxismo como la
de Christian Laval y la de Pierre Dardot (por una vez por separado) que
aportaron una perspectiva más microfísica en contraste con las concepciones
molares del poder características de muchas corrientes marxistas más ortodoxas.
Destaca también por su originalidad la intervención de Morgane Merteuil, una
trabajadora del sexo francesa, de inspiración a la vez althusseriana y
feminista que incidió en la centralidad de la cuestión femenina en la lucha por
el comunismo y en el rechazo de todo feminismo de Estado.
En general, las perspectivas centradas en un
socialismo de Estado fueron escasas y marginales y lo que dominó fue la crítica
del Estado. La defensa de un «socialismo burocrático» que hizo Slavoj Zizek en
una intervención por vídeo, la defensa del gobernismo («hoy todos somos
gobernistas») por parte de Mario Tronti o el toque final del coloquio, la poco
realista defensa de la actuación de Podemos y los municipalismos españoles como
fuerzas de participación democrática «dentro del Estado y contra él» realizada
por Marcelo Expósito, fueron excepciones en un contexto donde la crítica
materialista del Estado era un presupuesto compartido. De ahí, que el
«populismo», último avatar de la exacerbación de la representación y del
estatismo fuera criticado con frecuencia.
Reivindicar hoy el momento Octubre tiene hoy
un sentido ambiguo: por un lado hay algo de nostalgia en este ejercicio,
voluntad de no renegar de lo que fue la gran victoria del comunismo en el siglo
XX, ni de la totalidad de lo que esa victoria supuso en su institucionalización
como régimen soviético; por otro, Octubre, muestra aún hoy la posibilidad de la
ruptura con el orden capitalista. La misma ambigüedad esencial afecta al propio
significante «comunismo», hoy inseparable de la experiencia de un fracaso
colosal, pero a la vez la mejor expresión de un proyecto de lucha por un mundo
libre y común a todos. Es fuerte la tentación de desembarazarse de la historia,
de liquidar las pesadillas totalitarias asociadas al nombre «comunista», pero
con ello existe el riesgo de abandonar el otro aspecto: el proyecto de otra
sociedad. Con la historia se juega siempre entre dos abismos, entre la
tentación de hacerla buena, de justificarla, incluso en sus horrores, y la de
abandonarla privando al hoy de experiencia, de continuidad, incluso de nombre.
La crisis del marxismo, tuvo como síntoma,
como recordó Zizek en el C17 y ya había sostenido Althusser en 1976, su
incapacidad de aplicar una concepción de la historia en términos de lucha de
clases a sus propias organizaciones y a los Estados que se dijeron o dicen aún
« socialistas ». Existió en el marxismo un punto ciego que determinó
esa invisibilidad de los sujetos del proceso a sí mismos. No habrá continuidad
del movimiento comunista mientras no se haya generado un análisis materialista
riguroso de las realidades políticas -a menudo exacerbaciones de las tendencias
liberticidas y absolutistas del Estado capitalista- que revistieron el nombre
de «socialismo» o «comunismo». El saber sobre esa historia es una necesidad
estratégica imperativa si se quiere evitar toda una serie de derivas que
repiten hoy -a menudo inconsciente e involuntariamente- los pasos de los
socialismos estatalistas y los populismos de Estado. Tal es la condición necesaria
para superar ese «techo de cristal» de las plazas, del 15M, Occupy o Tahrir, o
el enquistamiento institucional de las
expresiones representativas de estos movimientos.
Las cuestiones del Estado y del partido
siguen siendo centrales. Hay que hacer algo con el Estado, no basta ignorarlo y
plantear un simple éxodo, ni afirmar la necesidad de su «destrucción», o de su
«toma». Numerosas intervenciones hicieron bien en recordar que el comunismo es
liberación del Estado, no constitución de un Estado libre, republicano o
democrático, sino liquidación de todo Estado. Esto implica la constitución de
una subjetividad política autónoma capaz de actuar en y contra el Estado,
asumir el problema del gobierno, y la necesidad de favorecer el despliegue de
las instituciones del común. Este es un planteamiento transversal a muchas de
las intervenciones de los ejes «quiénes son los comunistas» y «poderes
comunistas» sobre el que insistió con fuerza Toni Negri. Han perdido
pertinencia las viejas oposiciones entre insurreccionalismo y gobernismo, dando
razón a Tronti con su «hoy somos todos gobernistas», si bien este «gobernismo»
debe poder afirmarse desde una crítica democrática de la autonomía de lo
político, ergo del Estado, pensando y practicando la democracia contra el Estado
y contra el capital.
El Estado, basado, al igual que la familia,
en la propiedad como subrayó Michael Hardt en su intervención, debe sufrir la
misma suerte que el orden propietario. Los comunes son la negación de todo
orden basado en la propiedad, pues esta es la exclusión de las mayorías del
acceso a los medios de producción y a la riqueza social, pero también del
acceso a la decisión política. Del mismo modo, la familia, pilar del orden
reproductivo, se basa como dijo Hardt recordando el feminismo comunista de
Alexandra Kollontai, en la propiedad, en una relación propietaria entre los
cónyuges que excluye otras relaciones y otros tipos de comercio amoroso. Sobre
esta cuestión de la apropiación institucional del cuerpo de la mujer por los
aparatos de Estado, y en concreto por el familiar, incidió también Morgane
Merteuil, en una reivindicación de un feminismo en ruptura con el capital y con
su Estado.
El partido volvió a surgir como cuestión
estratégica, particularmente en la intervención de Laval, quien recordó que el
Manifiesto del Partido Comunista no dio lugar al nacimiento de ningún partido,
al menos en ninguno de los sentidos hoy reconocibles del término. El alemán Partei
significa aquí más una «toma de partido» que una organización, pues los comunistas,
según el Manifiesto intervienen en todas las organizaciones obreras y
democráticas, pero «no son un partido». Esta idea de un partido-no partido es
fundamental para una estrategia comunista que no quiera repetir las catástrofes
de impotencia o de terror del pasado y del presente. El partido es una parte
del Estado y se configura internamente según los esquemas representativos que
configuran al propio Estado como poder separado de la sociedad. Según Laval, la
organización comunista debe estar separada del Estado y ello de dos
maneras : en primer lugar no debe aceptar la territorialidad de la
representación propia de los partidos, pero, sobre todo, debe escapar a toda
estructura que lo configure como vanguardia organizada y representativa del proletariado.
Laval y otros propusieran reinventar una coordinación no representativa, no
estatal y flexible cuyo modelo histórico podría ser la Primera Internacional,
una organización directamente internacional que admitía adhesiones individuales
directas sin mediación de ningún partido.
Otro tema fundamental fue precisamente el de
la sociedad comunista. Fueron varios los oradores que abordaron este tema
desafiando la prohibición que Marx se había autoimpuesto de hablar de las
« cocinas del futuro ». Étienne Balibar destacó la necesidad de una
organización política mundial capaz de hacer frente a los grandes desafíos del
planeta, una organización política, por lo tanto, más allá del Estado, pero que
debería conservar funciones coactivas en defensa de lo común. Por su parte,
Jacques Rancière realizó una estimulante defensa del comunismo de lo sensible,
reivindicando el comunismo como «forma de vida» en la que la diferencia entre
medios y fines se eclipsa en una práctica libre. Esta práctica la define Rancière como una
«crítica artística», recuperando así el término que usan Bolstanski y
Chiappello en El nuevo espíritu del capitalismo para criticar el
esteticismo de mayo del 68. La crítica artista, para Rancière, es un modo de
vida opuesto al actual, un modo de vida subversivo del actual que no espera a
ninguna «revolución» para liberarse, esto es para vivir ya libremente. La forma
de vida artística no es individualista, sino directamente política y realiza ya
un mundo sin Estado y sin explotación, un despliegue de las singularidades
sobre el fondo de los comunes.
Todos estos valiosos elementos estuvieron
presentes en Roma. Faltó, sin embargo, una perspectiva estratégica. A su
definición no ayudó el formato «académico» del acto, en el cual se sucedían las
intervenciones sin interacción real entre ellas. Faltó debate, fricción
intelectual de la multitud, producción de nociones comunes. Queda pendiente la
tarea de escribir el nuevo Manifiesto, pero esa tarea deberá realizarse en otro
formato y surgir del rizoma de una nueva organización de la multitud que hoy es
más urgente que nunca.