Comas, política, poesía. A raíz de ciertas ideas de Bifo Berardi // Marcelo Cohen
En el artículo
inflamado que se publicó en esta sección la semana anterior, el
autonomista italiano Bifo Berardi dice que le resbala que la Unión Europea
subsista o no: Europa está acabada como entidad ideal y ninguna de las dos
alternativas va a revertir la marcha letal del capitalismo y su anverso, el
progreso. Esencialmente, me parece, Berardi concluye que la lucha de clases
sigue existiendo, incontrovertible e inacabable: es una obra constante que no
puede consumarse si no quiere que la anonaden las instituciones. En La
sublevación (2012) Berardi ya había alertado sobre que, en la medida
que el tecnolenguaje implantado por el totalitarismo bioeconómico desposeyó de
autopercepción al intelecto general, cualquier forma nueva de autonomía depende
de revitalizar poéticamente el lenguaje. “Hay que iniciar un proceso de
reactivación de la palabra, la singularidad de la enunciación, de la voz […] El
lenguaje poético es la ocupación del espacio de la comunicación social por
palabras que escapen al orden de lo intercambiable”. Concuerdo, sobre todo
atendiendo a las vetustas, inocuas consignas con que la izquierda supone que se
enfrenta a los eslóganes desodorantes y el insecticida social del macrismo.
Pero se me ocurre que si vamos a darle a la poesía un papel tan primordial
conviene ser menos vago.
Por
lo pronto, unos párrafos para reencauzar la irritación que siento conmigo por
haber reincidido en la confusión entre la vida civil, la mejora de las
condiciones de vida y la política como lucha ascendente hacia lugares de
poder, es decir la política.
No
sé si la cuadrilla gobernante es feliz, pero goza. Macri se codea con Obama, su
hijita se luce en la tele, a un mero presto de su batuta
centenares de escolares rosarinos pían ¡Se puede! al pie de
nuestra Bandera, el bloque del FPV se desintegra, el Parlamento le aprueba
leyes, él decreta y veta con buen tránsito intestinal, su barra brava de jueces
tiene sitiada a Cristina y en agonía a Milagro Sala, su vicepresidenta ve la
luz al final del túnel de las privaciones, sus votantes escuchan a Morales Solá
y a Leuco, y sus camaradas y amigos drenan hacia la realidad la sostenida
fantasía de limpiar la economía eliminando estómagos excedentes, por
agotamiento, hambre o frío. Una vida excitante, ajetreada pero cómoda, le da un
gusto que se explaya en prácticas orientales que facilitan remixar mantras de
seguridad con versos de Borges, cuya provisión seguramente aumentará con el
aporte del custodiado y docto director de la Biblioteca Nacional. ¿Qué es lo
que se puede? Ser feliz, gente. Sólo hay que merecerlo, tener buena conducta y
recordar que si vos avanzás el país avanza. Bajo callos semióticos
de este tipo prospera una burocracia truculenta que presenta cada realización
ocultando el brutal costo humano y responsabiliza al ciudadano por lo que el
Estado no hace. Estalinismo capitalista, lo llama Mark Fisher. Pero yo no diría
que en buena parte de las filas del FPV no se goza. Los más adheridos a su
pasado inmediato pueden sulfurarse a sus anchas, exhibir las pruebas humanas
del sufrimiento que causa el ajuste, exponer qué es la soberanía económica,
solazarse en sus fotos históricas y encuadres ideológicos, ver en la insaciable
persecución jurídica la prueba de que habían herido a un poder antes omnímodo,
local y mundial, o bien deleitarse en la reintegración al canon justicialista.
Los miembros de la cúpula K pueden esgrimir una mayor o menor facundia
tribunalicia, y la segunda plana (la que soportó aguerridamente desplazamientos
y volantazos), apartarse a un grupo de asepsia después de execrar, en nombre de
la causa que consideran todavía justa, a los dementes fulleros (chorros es
la palabrita lustral de la furia) que la causa no supo ver enquistados. Siempre
es curativo tener una tarea.
Para
la entregada hueste de simpatizantes y activistas que confiaba en una ganancia
de potencia transformadora, la evidencia de que el aparato del Estado abundaba
en crápulas angurrientos y de que la dirigencia negociaba, o cuando menos hacía
la vista gorda, es un garrotazo trágico. En vano se repiten que el enemigo es
demasiado poderoso, desfachatado, y que una estrategia de soberanía necesita
dinero. Así mantienen a raya un abatimiento que no se acepta como desengaño,
mientras la barbarie del macrismo les justifique decirse que la blitzkrieg de
causas contra sus líderes es una venganza. Poco consuelo para los que, aun
desde una banca en el Congreso, ya se ven un futuro de espectros políticos.
Por
ahora, domina más bien la desazón. Una de las frases del momento entre los que
leen teoría es de Fredric Jameson: “Hoy en día es más fácil imaginar el fin del
mundo que el fin del capitalismo”. Es un síntoma, dice Mark Fisher, del apego
sentimental de la izquierda por la política del fracaso, de melancolía de la
marginalidad vencida. Pero si no hay salida utópica que deje atrás
el capitalismo, y sin embargo hay urgencias específicas que atender —hambre,
salario, cárceles, represión, protección de la tierra y así—, el dilema, para
quien le importe el futuro, es qué cosas no vamos a abandonar a la inercia
aniquiladora de las tecnofinanzas. Cuando muchedumbres de desolados se dieron
tibieza reuniéndose en la Plaza para el aniversario del golpe, en las marchas
contra el tarifazo y en el apoyo a Cristina en Comodoro Py, aún se negaban a
digerir que no habrá reagrupación eficiente mientras dependa de la obediencia
alucinógena a la arbitrariedad y los manejazos tácticos de un monolito
verticalista cuya cúspide, que por un rato largo no ha consultado ni debatido
sus decisiones, es responsable estelar de la derrota. ¿Quiénes van a volver?
¿Una Cámpora pegada al gaseoso Máximo Kirchner? ¿Una dirigencia que restituyó
un grado de dignidad social pero, temerosa de insuflar la iniciativa autónoma,
la encolumnó desde un Estado tutelar y la embebió de ficción totémica? Me
parece que sólo volverían si recuperasen a todos los que desistieron de seguir
con ellos o votaron en contra. A sus compañeros de viaje más
críticos el kirchnerismo los dejó desguarnecidos. El plan de hegemonía
languidece; a difusos flashes de lucidez retrospectiva, muchos desanimados
abjuran de una sociedad condicionada e ingrata.
De
modo que una palabra muy oída es cansancio, queriendo decir fatiga
física y náusea mental. Y como antivertiginoso contra la multiplicación de lo mismo
en la TV nocturna —chillido de acusaciones, compunción, denuncia de atropellos,
hipócrita hidalguía republicana, cátedrática asnal de periodistas agrandados—,
tesoneros estudiosos, con tal de no caer en la odiosa antipolítica, se purgan
mirando series de televisión, el último arte para millones que cuenta con
crítica alta y baja. No creo que logren evadirse. Yo veo muchas. La mayoría
suele combinar la trama policíaca o de espías con corruptelas metastizadas y
voluntad de poder sin escrúpulos. Después de mi pudibundo capítulo diario, un
ratito de noticias verifica que sigo en una sola realidad concentracionaria.
Para dormir y no amanecer en el mismo y único día hace falta otro lenguaje. La
lengua es un ojo.
Hace
un par de años el artista inglés Jeremy Deller instaló en calles, carreteras y
shoppings británicos unos cartelones enormes con una simple frase en blanco y
negro: MORE POETRY IS NEEDED. El que el año pasado los vio en la Fundación Proa
sabe cómo sacuden en medio de otras instalaciones e intervenciones y del video de batallas obreras de
hace unas décadas que Deller reescenifica (con los mismos protagonistas haciendo
de huelguistas unos, otros de represores y sin escatimar palazos). SE NECESITA MÁS POESÍA.
Claro que sí. Sin embargo, según mis sondeos de campo, ni
cientistas ni críticos sociales, ni músicos, politólogos, editores,
periodistas, novelistas ni lectores de novela leen poesía. Borges, tal vez
Pessoa, Celan por obligación o Góngora los lacanianos, para sus papers. Casi
nadie porque sí. ¿Es trabajosa la poesía? ¿Impenetrable? ¿Empalagosa, como
tronaba Gombrowicz? ¿Roba tiempo? Ya oigo el no incomprensible bufido: ¿La
importancia esencial de la poesía, Cohen? ¿De nuevo con eso? ¿La poesía
“es un faisán perdiéndose en la espesura”? ¿Un “tratamiento de la materia
verbal que genera efectos de significado nunca vistos ni antes codificados”?
Vamos
entonces a la campaña publicitaria. Tema: la puntuación. Hace unos años vengo
notando en la prosa literaria una tendencia a yuxtaponer frases no
consecuenciales y con distinto sujeto que en otros tiempos se separaban por dos
puntos o punto y coma, pareja a la desaparición de subordinantes, relacionantes
o adversativos: “Subí al altillo tiritando, Juan estaba abajo, había que darle
la leche al gato, en la tele dijeron que iba a haber luna llena, el viejo
seguía en la puerta…”. Lo que en algunos escritores es temblor y pulsación
(Fleur Jaeggy, por ejemplo) en otros es flojera gramática. Ahora los diarios de
toda jerarquía terminan copiando lo que debe parecerles arte conceptual. El
País (edición para Latinoamérica), gerente del uso recto del idioma,
publicita el suplemento de libros “Babelia” con una cita adulterada: “Llamadme
Ismael, hace unos años, no importa cuánto, hace exactamente…”, cuando Melville
y sus traductores al castellano tuvieron cuidado de empezar Moby Dick así: “Llamadme
Ismael. Hace unos años —no importa cuántos exactamente—, teniendo poco o ningún
dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé
que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo”. Que
la variedad de la puntuación significa —que no se separa con punto, punto y
coma o dos puntos porque se haya acumulado mucho texto, sino para determinar
secuencias, matizar, dilatar o comprimir el tiempo, y porque el ritmo reside en
el orden de los elementos de la frase— sólo se aprende leyendo. El lingüista
David Crystal, autor de Historia sencilla de la puntuación inglesa —y
de otros cien libros, y nada sospechoso de improvisación oportunista—, dice que
estamos en un momento decisivo del uso del punto y aparte, diezmado por la
aplanadora del mensaje instantáneo, epítomes de la era digital. La omisión de
cualquier punto en los mensajes de texto, estimulada por la desenvoltura de
Facebook, Whatsapp, Twitter o Instagram, se resuelve en series de frases
reflejas en estacato. Hoy el punto más bien indica ironía, rabia o falsedad o
inquina. La sobrecarga de signos de admiración (Genial, dale!!!!!!) traduce
espasmos emotivos. Crystal no deplora el cambio, no: le parece un suceso
extraordinario, pero parte de la evolución del lenguaje a lo largo del tiempo.
Uno
tiende a matizarlo. Si el torrente de mensajes despuntuados y respondidos en el
acto se suma a la descarga aluvional de información, no hace falta ser un
empresario de la memoria para notar que el olvido instantáneo, la dislocación
de la frase hecha y, en nuestro idioma, la pérdida del signo de interrogación
de apertura tienen algunas consecuencias éticas: displicencia, descortesía,
maltrato, simpatía indiferente o emotividad compulsiva, obsesión y mejor no
sigo. La vida del locamente enamorado de su celular y las grajeas noticiosas
surtidas no es un continuo entre casa y mundo, entre enriquecimiento cognitivo
y relaciones, sino una moebius de shocks sin resuello señalizada por ataques de
cólera o alarma pánica debidos a desperfectos en la conexión. Ni en esto ni en
el estilo se distinguen los babiecas alegres de los izquierdistas concienzudos
ni de la inverosímil farándula de profesores universitarios que ahora se
piropean y aplauden mutuamente en los muros de Facebook donde cuelgan fotos de
presentaciones, galas en congresos y ternuras de pareja: “¡Que bellos los
dos!”.
Ya
se puntúe gramáticamente o se prescinda de puntuar, la poesía es una forma de
respiración; por lo tanto, de atención; con suerte, el desvanecimiento de
alguno de los muchos velos de lo real. Atender, respirar, percibir
y con eso reanimar el latido del corazón, rehacerse conjuntamente con otros
mediante una alianza con las cosas: una inteligibilidad sin adquisiciones. Una
pringosa tarde de sábado de hace dos semanas, durante uno de los concurridos
festivales de poesía que hay en Buenos Aires, los que estaban en el Museo
Etnográfico no se olvidaron del fresquete ni del rigor de las sillas; los
sintieron dentro de la ampliación de los sentidos (muchos sentidos) que obraba
la interpretación de poemas del cubano Omar Pérez por él mismo. Variando pulsos
de percusión en la tabla que aguanta entre las piernas, moderando los cambios
de altura e intensidad, colando alguna modulación melódica, Pérez frasea, corta
o aglutina los versos de una poesía zumbona, tan plena de filosofía laica,
homenajes literarios y textos sagrados como de dichos caseros, refranes y
reflexiones sobre la vida en su país y la forma contemporánea de la suerte
humana. Enancado en cánticos de santería y son cubano, funde la copla, el
blues, el octosílabo de milonga con ecos de Dylan Thomas y Lezama. No se
permite ni permite al oyente caer en el trance. Sus canciones, así
las llama, provocan una apertura sin preconceptos ni conclusiones: una laxitud
de la cronología que subsiste después en el tono de los murmullos, en las
conversaciones de los presentes, entre sí o con él, y dura mucho en la memoria,
días enteros, en forma de empatía sináptica. Las formas de la performance de
Pérez hacen lugar para una comunidad que, antes de consolidarse en un proyecto
definitorio, se deshace en su propio acontecimiento. Cuánto se basa esto en una
puntuación física, no azarosa ni transgresiva, más bien sensual, visceral, se
puede comprobar leyendo su
poesía; pero no enteramente sin escucharlo, aun con mal sonido.
Pero
la enunciación poética nunca puede ni en general quiere desprenderse de un
lastre, un resto de significación, por ilusorio que sea. Por eso la sincronía
entre opacidad y descubrimiento es más patente en la lectura. Hasta un poema
que parece hermético termina mostrando una evidencia. Tomemos libros que
todavía no entraron en la tradición consagrada. Por ejemplo, un poema al
azar de Punctum (1999-2011) de Martín Gambarotta, esa serie de
piezas furiosas con las ilusiones e inconsciencias militantes de los setenta y
los estragos del neoliberalismo de los noventa —una lucha contra la
indiferencia de esos lenguajes al habla de la época—: “La ley seca / en un país
mojado. Una paz / gelatinosa en un estado en bancarrota. / La ley seca en un
país mojado, junto a la cama / los restos, las escamas en el plato, espinas /
en la garganta, la membrana cubriendo la máquina fusiladora / que trabaja en un
idioma sin vértebras”. No todos van a compartir la apreciación, pero me parece
un poema muy oportuno para nuestro atroz lance histórico. Gambarotta no suelta
signos al tuntún. Pero la voz que se hace escuchar ahí, la puntuación
impertinente y la prosodia irregular, ese no alarmado hipo del esfuerzo por
vertebrarse, no revelan a nadie que hable en nombre de sí mismo. Es
como si alguien se encarnara en el cuadro, y el cuadro, vuelto a lo real desde
la distracción o el ostracismo, se manifestara en el verso. La poesía hace
realidad. Eso es lo que en la comunidad vincula al lector con el poema y a los
dos con lo que no son ellos. Todo lector de poesía es poeta.
Como
siempre ha pasado en la lírica, puede haber ahí una persona. Lean cómo empieza “Después
de 37 años mi madre me pide perdón por mi infancia”, un poema de la
antología de la californiana Sharon Olds que se publicó aquí hace unos meses:
“Cuando te inclinaste hacia mí, los brazos hacia adelante, /como quien trata de
atravesar un incendio, / cuando te balanceaste hacia mí, gritando que / sentías
enormemente lo que me habías hecho, con los / ojos llenos de líquido terrible
como / gotas de mercurio de un termómetro roto / rodando por el piso, cuando
gritaste suavemente / ¿A dónde más iba a ir? ¿A quién más tenía?…” Lo
que se ofrece aquí es un condensado de vida íntima: pero si ese largo
complemento de tiempo hecho de varias cláusulas yuxtapuestas, quebradas, con
predicado y sujeto en suspenso, dice algo es justamente que la intimidad es
inalcanzable —como mercurio derramado—: “…., yo no supe qué iba hacer del resto
de mi vida”, termina la secuencia. Punto. Un descanso. Claro que, como
inalcanzable no es igual a indecible, el poema sigue por veinte versos más.
Palpitación,
continuo, pausa, reanudación. Línea que resguarda el pulso, lo repite y puede
hechizar; otras veces, más allá del abismo de la cesura, el hilo del pensamiento
encabalgado detrás de algo que nunca se alcanza. Con la alternancia entre
soluciones la poesía separa. Es su forma de discernir, imprescindible cuando se
tienen demasiadas cosas y la imaginación escasea. No es que salve. Considera la
rareza de todo instante. Así repone al lector otra gama del tiempo que le hace
perder.
Este
fue mi mensaje de autor. Pero volviendo a Berardi: “Mientras que la
funcionalidad de la palabra operativa reduce el acto enunciativo a la
recombinación conectiva, la poesía es una explosión de sensualidad en el
circuito de la comunicación social”. Cierto: en la homogénea penumbra
abarrotada de satélites estelares, la poesía ve lo que titila por su cuenta.
Cuando el frío aprieta, el lema es No al tarifazo. Pero
apretados entre En todo estás vos y Patria o muerte…
¿por qué no La única salida es hacia arriba? Bueno, René Char lo
dijo mejor: “El infinito ataca. La nube salva”. Atención a ese punto.
[fuente: http://revistaotraparte.com/]