El Racismo, una pasión que viene de arriba // Jacques Rancière
Me gustaría proponer algunas
reflexiones en torno a la noción de «racismo de Estado», que figura en el orden
del día de nuestra reunión. Estas reflexiones se oponen a una interpretación
muy extendida de las medidas adoptadas recientemente por nuestro gobierno,
desde la ley sobre el velo integral hasta las expulsiones de los romaníes.
Dicha interpretación ve en estas medidas una actitud oportunista que busca
explotar los temas racistas y xenófobos con fines electoralistas. Esta
pretendida crítica lleva implícita la presuposición que hace del racismo una
pasión popular, la reacción temerosa e irracional de las capas más retrógadas
de la población, incapaces de adaptarse al nuevo mundo móvil y cosmopolita. El
Estado es acusado de faltar a sus principios al mostrase complaciente de cara a
estos sectores. Pero al mismo tiempo se ve reafirmado y confortado en su
posición de representante de la racionalidad frente a la irracionalidad
popular.
Ahora bien, esta disposición
del terreno de juego, adoptada por la crítica «de izquierdas», es exactamente
la misma que aquella en cuyo nombre la derecha lleva promulgando desde hace ya
veinte años toda una serie de leyes y decretos racistas. Todas esta medidas se
han tomado en nombre del mismo razonamiento: hay problemas de delincuencia y
diversas molestias causadas por los inmigrantes y clandestinos, que pueden
desencadenar reacciones racistas si no ponemos orden. Por lo tanto, hay que
someter estos delitos y molestias a la universalidad de la ley para que no
provoquen disturbios raciales.
Se trata de un juego que se
juega, tanto en la izquierda como en la derecha, desde las leyes
Pasqua-Méhaignerie de 1993. Consiste en oponer a las pasiones populares la
lógica universalista del Estado racional, es decir, en dar a las políticas
racistas de Estado una coartada antirracista. Va siendo hora de dar la vuelta
al argumento, para poner de relieve la solidaridad que existe entre la
«racionalidad» estatal que ordena estas medidas y esa otra –ese adversario
cómplice– en la que tan cómodamente se apoya, la pasión popular. Porque
en realidad no es que el gobierno actúe bajo la presión del racismo popular y
en reacción a las pasiones llamadas populistas de la extrema derecha, sino que
es la razón de Estado la que alimenta el racismo, confiándole la gestión
imaginaria de su legislación real.
Hace unos quince años propuse
el término racismo frío para designar este proceso. El racismo que hoy nos
ocupa es, en efecto, un racismo frío, una construcción intelectual. Es, antes
que nada, una creación del Estado. Hemos discutido aquí sobre la relación entre
Estado de derecho y Estado policial. Pero la naturaleza misma del Estado es la
de ser un Estado policial, una institución que fija y controla las identidades,
los lugares y los desplazamientos, una institución en lucha permanente contra
todo excedente del recuento de las identidades que gestiona, es decir, también
contra ese exceso sobre las lógicas identitarias que representa la acción de
los sujetos políticos. Este proceso se ha intensificado por el orden económico
mundial. Nuestros Estados son cada vez menos capaces de contrarrestar los
efectos destructores de la libre circulación de capitales para las comunidades
que tienen a su cargo. Y son tanto más incapaces cuanto que no tienen el más
mínimo deseo de hacerlo. Así las cosas, se rebajan y se concentran en aquello
sobre lo que sí ejercen un poder, como es el caso de la circulación de
personas. Toman como objetivo específico el control de esa otra circulación y
como meta general la seguridad de los nacionales amenazados por estos
migrantes, es decir, más precisamente la producción y la gestión del
sentimiento de inseguridad. Esta es la tarea que va siendo cada vez más su
razón de ser y su forma de legitimación.
De ahí se deriva un uso de la
ley que cumple dos funciones esenciales: una función ideológica, que consiste
en dar constantemente un cuerpo al sujeto que amenaza la seguridad; y una
función práctica, que consiste en reordenar continuamente la frontera entre lo
de dentro y lo de fuera, creando sin cesar identidades flotantes, susceptibles
de hacer caer fuera a aquellos que estaban dentro. Legislar sobre la
inmigración ha significado antes que nada crear una categoría de
infra-franceses, hacer caer en la categoría flotante de inmigrantes a gente que
ha nacido en Francia de padres nacidos franceses. Legislar sobre la inmigración
clandestina ha significado hacer caer en la categoría de clandestinos a
«inmigrantes» legales. Es la misma lógica la que ha ordenado el uso reciente de
la noción de «franceses de origen extranjero». Y es esta misma lógica la que
apunta hoy contra los romaníes, creando, contra el principio mismo de libre
circulación en el espacio europeo, una categoría de europeos que no son
verdaderamente europeos, de la misma manera que hay franceses que no son
verdaderamente franceses. Para crear estas identidades en suspenso el Estado no
se sonroja ante sus propias contradicciones, tal y como hemos visto con
respecto a las medidas sobre los «inmigrantes». Por un lado, crea leyes discriminatorias
y formas de estigmatización basadas en la idea de la universalidad
ciudadana y de la igualdad ante la ley. Por esa vía se sanciona o estigmatiza a
aquellos cuyas prácticas se oponen a la igualdad y a la universalidad
ciudadana. Pero por otro lado, crea en el seno de esta ciudadanía igual para
todos, discriminaciones como la que distingue a los franceses «de origen
extranjero». Así que por un lado todos los franceses son iguales, y ojo con los
que no lo son, y por el otro no son todos iguales, y ay de aquellos que lo
olviden.
Por lo tanto, el racismo de
hoy es ante todo una lógica estatal y no una pasión popular. Y esta lógica
estatal es sostenida en primer lugar, no por quién sabe qué grupos sociales
retrógados, sino por una buena parte de la élite intelectual. Las últimas
campañas racistas no llevan en absoluto la impronta de la extrema derecha
llamada «populista». Han sido organizadas por una intelligentsia que se
reivindica como intelligentsia de izquierdas, republicana y laica. La
discriminación no se basa ya en argumentos sobre razas superiores e inferiores.
Antes bien, se argumenta en nombre de la lucha contra el «comunitarismo», de la
universalidad de la ley, de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y
de la igualdad de género. Dicho sea de paso, estos argumentos son a menudo
esgrimidos por gente que ha hecho bien poco por la igualdad o el feminismo,
pero esa contradicción no les preocupa. De hecho, con esta forma de argumentar
se pretende sobre todo crear la amalgama requerida para identificar al
indeseable: así la amalgama entre migrante, inmigrante, retrógado, islamista,
machista y terrorista. En realidad, el recurso a la universalidad opera en
beneficio de su contrario: para establecer un poder estatal discrecional a la
hora de decidir quién pertenece y quién no a la clase de aquellos que tienen
derecho a estar aquí -el poder, en breve, de conferir o suprimir identidades-.
Ese poder tiene su correlato en el poder de obligar a los individuos a ser en
todo momento identificables, a mantenerse en un espacio de visibilidad integral
frente al Estado. Vale la pena, desde este punto de vista, volver sobre la
solución que el gobierno ha dado al problema jurídico planteado por la
prohibición del burka. Como hemos visto, era difícil hacer una ley que apuntara
específicamente a algunos centenares de personas de una religión determinada,
así que el gobierno dio con una solución: hacer una ley que prohíba en general
cubrirse el rostro en un espacio público, una ley que apunte al mismo tiempo a
la mujer portadora de un velo integral y al manifestante que se cubra con una
máscara o pañuelo. El pañuelo se convierte así en el emblema común del musulmán
retrógado y del agitador terrorista. Para esta solución, adoptada (como muchas
otras medidas sobre la inmigración) con la benevolente abstención de la
«izquierda», es también el pensamiento «republicano» el que ha dado la fórmula.
Acordémonos si no de las diatribas furiosas de noviembre de 2005 contra esos
jóvenes enmascarados y encapuchados que actuaban con nocturnidad. Acordémonos
también del comienzo del asunto Redeker, el profesor de filosofía amenazado por
una «fatwa» islámica. El punto de partida de la furiosa diatriba antimusulmana
de Robert Redeker era… ¡la prohibición del tanga en la playita de París! En
esta prohibición dictada por la alcaldía de París él discernía una medida de
complacencia hacia el islamismo, hacia una religión cuyo potencial de odio y de
violencia se había sido ya puesto de manifiesto en la prohibición de desnudarse
en público. Los bellos discursos sobre la laicidad y la universalidad
republicana vuelven, en definitiva, a este principio según el cual uno debe
estar enteramente visible en el espacio público, ya sea el de adoquines o la
playa.
Concluyo: mucha energía se ha
gastado contra una cierta figura del racismo –la que ha encarnado el Frente
Nacional– y una cierta idea de este racismo como expresión de los “white
trash”, blancos xenófobos de las capas sociales atrasadas. Una buena parte de
esa energía ha sido recuperada para construir la legitimidad de una nueva forma
de racismo: un racismo de Estado y un racismo intelectual «de izquierdas».
Quizás sea el momento de reorientar el pensamiento y el combate contra una
teoría y una práctica de estigmatización, de precarización y de exclusión que
constituyen hoy un racismo desde arriba: una lógica de Estado y una pasión de
la intelligentsia.
11 de septiembre de 2010
Traducción: Álvaro
García-Ormaechea