A tres años de Ayotzinapa, memoria e infancia // Oscar Ariel Cabezas
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Desgraciados
los pueblos donde la juventud no haga temblar al mundo y los estudiantes sean
sumisos ante el tirano
—Lucio Cabañas
Con sus intensidades y sus incendios, la infancia es el
lugar de una experiencia singular. Es el Ave Fénix que quema las infinitas
energías del estar vivos sin la ansiedad de la muerte. En su vuelo desordenado
se ordena la vida como proximidad a lo infinito. Lo infinito es la condición
genérica y singular de que la vida es vida para el juego. La infancia es el
plano erotizado de las reglas y del cambio de reglas de juego que emerge una y
otra vez de las cenizas del cuerpo. Sin embargo, el cuerpo es el finito de la
infinitud de destellos de historia. Por eso es que las historias, aunque no sin
el juego del duelo, pueden siempre volver a empezar. La infancia no tiene más refugio que el
infinito re-nacer. Ayotzinapa es el clamor de la urgencia de este re-nacer
porque es hoy el nombre del crimen organizado contra la infancia. Renacer es lo
opuesto al cadáver y la materia desde las que todos los lugares del nacimiento
confluyen en la afirmación del juego de la vida como lucha por la dignidad de
estar y habitar en común la Tierra.
Ayotzinapa es el lugar de la memoria de la infancia de
esa multiplicidad que llamamos humanidad. Es el clamor que se opone a la mano
criminal de genocidas escudados en el Estado de contabilidad del libre mercado
o en el poder acéfalo de las armas del narco. Los estudiantes son el fantasma
de los saberes posibles e imposibles de una voluntad de memoria fundada en la
experiencia de la comparecencia ante el otro.
Ayotzinapa es el otro que habita
las edades posibles de la niñez y de las escuelas como experiencia cotidiana de
estar vivos en la intemperie. Olvidar el clamor de los 43 estudiantes
desaparecidos sería abrazar la complicidad del poder y la de los poderosos que
niegan la experiencia infinita de los nacimientos. La infancia nace a la
intemperie porque se abre al juego de los acontecimientos. En el juego, la
oscuridad de la noche es la claridad de una mañana sombría. La infancia es la
distracción de la crueldad, de la discriminación racial, de la explotación y de
la banalidad del mal porque es el intermedio entre la temperatura del sol y el
río Mississippi de las aventuras genéricas del amanecer a la infancia, como en
los juegos, siempre al borde de un desborde, de Tom Sawyer y Huckleberry Finn.
Pero la noche de Iguala en la que desaparecieron 43 niños-estudiantes
está desinscrita de la experiencia del juego del amanecer. Esa noche se les desgarró la carne ensoñada a
niños-profesores como síntoma de que la infancia podría desaparecer. Si la infancia es el lugar genérico de
realización de la humanidad, lo que ocurrió hace dos años fue el horror
consumado de apagar la infancia de la humanidad. A través del horror innombrable
de una masacre que rotula la esfera inmunológica del Estado y abre la vida de
la especie a su posibilidad de extinción, la ferocidad del crimen amparado en
un estado cómplice de la mano asesina, hizo temblar —desde Ayotzinapa hasta el
lugar más recóndito de la tierra— toda comunidad de nacimientos.
No es difícil imaginarlo, mientras se apagaba la
infancia de los 43 normalistas, a esa misma hora nacía, en plena intemperie, el
hijo, la hija de un padre, madre anónimos que no dejaban y, aún no dejan, de
temblar ante el acontecimiento de la vida. El que nace ante la ley del
manantial de la vida es promesa de infancia, es promesa de vida y jamás (por
mucho que persista cierta filosofia de la finitud en ello) la infancia está
ante la muerte. Esta actualidad que
arranca la piel de los hijos e hijas que nacen de la pasión por la vida solo
puede entenderse como pasión necropolítica si la inactualidad de la memoria, su
potencia activa, se opone, resiste y lucha contra la complicidad con el crimen,
la indiferencia, la apatía, el consumo y el espectáculo de la muerte. Esta,
como circulación mercantil, como estética de horror y fetichización de lo que
ha sido despojado de rostro y mutilado en su carne, es la conversión de la
materia ensoñada de la infancia en cadáver. En la circulación cambiaria el
cadáver emerge como olvido y despojo de humanidad a la que le falta su
infancia, su vitalidad, su posibilidad de volver a nacer, su renacimiento. El habitus del fetichismo del cadáver no es
otra cosa que el habitus de una
economía de lo visual depuesta en marcha por falta de fidelidad a la memoria de
las luchas en Ayotzinapa.
Recordar las luchas de los niños-normalistas de
Ayotzinapa —y las de las luciérnagas que acompañaron a Lucio Cabañas en la
sierra de Guerrero— es compartir el destello de luz que enciende la memoria de
una fidelidad irrenunciable. La memoria enlutada no es la renuncia a la mirada
de lo que ha ocurrido, ni menos aún la de la espectacularización
mercantil-informática del cadáver, sino efervescencia de un recuerdo que
incendia el alma y hace temblar a aquello que nos mira. Cuando miramos el
rostro de esos niños desaparecidos de Ayotzinapa, sabemos que hay “algo” que nos
mira hasta hacer que nos reconozcamos en la experiencia aniquilada por lo
innombrable e inenarrable de la tragedia política, social y económica de
México, esto es, la masacre de la noche de Iguala.
¿Qué significa ver hoy esos rostros de niños-normalistas
desaparecidos? Hay que romper el cerco de la circulación cambiaria del cadáver.
El inconsciente óptico deviene político cuando el luto hace temblar la
circulación mercantil del cadáver y nos dispone a pasar de la contemplación de
la tragedia convertida en plusvalía sentida para los ojos de un mercado
cultural que vive del goce mediático de los niños muertos de Ayotzinapa a la
política de quienes miran hacia el por
venir de lo infinito de la vida. ¿Pero qué es lo que mira por fuera de la
circulación del cadáver? El paso al
acto de la mirada que compone la memoria
del dolor y de la pérdida de la infancia arrebatada de los brazos de
Ayotzinapa. La memoria enlutada para aproximarse a la verdad y la justicia debe
ser, es urgente que así sea, una memoria enluchada.
Se trata de una memoria que no evita las cenizas como inminencia de lo que ha
desaparecido para volver a reaparecer porque en el duelo y la lucha, desde las
cenizas, reaparecer no solo supone la fidelidad a la política y a la lucha de Ayotzinapa, sino también a la
justicia y a la posibilidad de la infancia como experiencia irreductible del
clamor por la vida.
Podrá, en efecto, hallarse en el movimiento de la
escritura de Jacques Derrida, en el poema de Pier Paolo Pasolini a Antonio
Gramsci, en el conmovedor poema “Serán cenizas” de José Ángel Valente, en la
leyenda del ave Fénix, el lugar de un pensamiento de las cenizas. Pero una
escritura que escribe sobre y en las cenizas jamás podrá reconocerse
en la compulsión circulatoria del cadáver. El cadáver es lo que niega el
pensamiento ceniciento que enciende y se encarna en los movimientos de
indignación, protesta, y clamor por la vida. Se trata de las cenizas colectivas
de la comunidad de nacimiento y, así, de la lucha por la infancia como lugar en
el que ocurren los nuevos comienzos.
Debemos decirlo con todo el clamor de la justicia, la infancia es una categoría
esencial de la lucha política. Por eso, es lo opuesto a la mercantilización del
cadáver, cuya plusvalía también niega y retira el ritual social del estar ante la muerte.
Frente a la muerte que nos hace temblar, el cadáver de
la circulación mercantil es el olvido de la infancia, la asfixia de su memoria.
Durante toda la modernidad, haciendo prevalecer el cadáver y las tecnologías de
la desaparición forzada con las que los estados han operado, se desea arrancar
la infancia como materia ensoñada y subversiva de la especie humana. Los
estados temen a la infancia que abre lo visual a su venganza porque detiene la
muerte y pone en circulación los fantasmas de una permanente rebelión. La
infancia es la imaginación de una subversión urgente y necesaria contra las
formas de olvido que anidan en los excesos tardo capitalistas del muestreo del
cadáver. Lo que se resta a la rebelión de los desaparecidos —de todos aquellos
que han sido víctimas del horror del Estado y de la complicidad acomodaticia de
los espectadores y escribanos académicos de la sangre— es, precisamente, el estar ante la muerte.
El recogimiento ante la muerte es inevitable. Pero
también lo es la indignación y la ira convertida en duelo y clamor por el
devenir político de los cambios. Por eso, los rostros de los normalistas
desaparecidos evocan el nombre de Ayotzinapa como lugar de aquello que nos falta. Nos faltan las alegrías y las
tristezas de los desaparecidos por los estados del terror. Nos faltan los 43 normalistas-niños
de Ayotzinapa. La memoria, sin duda, es el registro de luchas abiertas y
sedimentadas que conmemora la falta de justicia, de equidad, la falta de cuerpo
ensoñado dispuesto a interrumpir la valoración capitalista de las experiencias
de lucha. Nos faltan cuarenta y tres veces, nos faltan infinitamente nuestros
hijos de Iguala, nos falta la ensoñación de sus cuerpos guerreros llamados a
cambiar la injusta sociedad en la que nos ha tocado vivir. Nos queda el lugar
de las cenizas, siempre quedan las cenizas en las energías de quienes
recuerdan, evocan, rememoran y, sobre todo, pasan al acto como los miles y
millones de anónimos que desde el temblor de lo ocurrido en Iguala afirmaron el
recuerdo de la infancia y las cenizas en Iguala como posibilidad del por venir de la justicia.
En los rostros de los 43 niños-normalistas se puede ver el
Ave Fénix de la memoria de Ayotzinapa. ¿Apocalipsis de la infancia? La memoria
de la experiencia de lucha, de juego, de amor y pasión por la vida de esos
valientes hijos de Ayotzinapa corrobora los conatos
del nacer y re-nacer a la experiencia negada por la nada del cadáver con la que
hoy se espectacularizan sus muertes. La infinitud de la vida está del lado de
este segundo nacimiento, es decir, re-nacer, cuarenta y tres veces, re-nacer
desde la fuerza revolucionaria de las cenizas del Ave Fénix, porque nacer dos
veces compone la ontología del recuerdo de las cenizas, como ontología política.
En el nacimiento por segunda vez, el recuerdo disemina e
insemina la posibilidad o imposibilidad de levantarse —desde las cenizas— a contrapelo de las catástrofes y de los
horrores de la mala muerte y, así, también de la “mala infinitud” que es la
vida de muerte vampirizada por gobiernos corruptos y estados al servicio de la
vida sin vida del capital. En el rostro de los 43 niños de la escuela de
Ayotzinapa podemos ver hoy las huellas de la subversión y de la resistencia, de
la infancia y de la lucha política que emana del malestar dejado por el crimen
en contra de esos niños de Iguala en el Estado de Guerrero. Los rostros de los
43 niños normalistas componen la figuración alegórica de un desborde, un
derrame en las calles de la siempre fallida modernidad. Pero sobre todo, componen
la posibilidad política de una memoria que detenga las injusticias de la
pulsión de muerte, es decir, que detenga las injusticias producidas por la
barbarie neoliberal consumada en una necropolítica asesina y generalizada en
todos los rincones del planeta donde juegan y aman los mismos infantes que hoy
recordamos con tristeza enluchada.
Lo que evocan los 43 normalistas es la irreductibilidad del
fantasma de nuestra infancia, de cualquier infancia y, sobre todo, de la
infancia por-venir. El fantasma de la justicia es el terror del terror
necropolítico. Es lo que atemoriza al poder hasta hacer temblar ante la ley
incalculable de lo que en tanto relación a la experiencia de la infancia no
tiene edad, ni raza y menos posición en la división social del trabajo
capitalista. La justicia es lo que ante la demanda incalculable interrumpe el
orden del capital. Lo que Derrida, pensando en el fantasma del padre asesinado
de Hamlet, llamó el tiempo disyunto (out
of joint) multiplica su intensidad en Ayotzinapa porque ya no se trata del
padre muerto y su fantasma que clama por justicia. En México, en Ayotzinapa, ha
ocurrido, hace tan solo dos años, y sigue ocurriendo, el ejercicio consumado de
una política del cadáver, de una política para la muerte cuya nomenclatura no
puede hoy decirse que está dominada por el espectro del padre muerto. Se mata a
los hijos porque en ellos está la multiplicidad infinita de una vida que podría
afirmar otro modo que el del capitalismo y sus narcóticos cotidianos y
solidarios con el narcomundo, puesto en marcha con la complicidad del Estado o,
más bien, de la falta de Estado en México. Pero también, solidarios con la
complicidad de lo que esa enorme superpotencia, tan cerca de México y tan lejos
de la infancia, hace o deja de hacer en las proximidades de sus fronteras.
México es uno de los lugares más adoloridos y trágicos
del planeta. El dolor de esta nación no solo expresa la imposibilidad del
análisis de los afectos encerrados en el duelo y la melancolía de la
irreparable pérdida de esos 43 niños que nos faltan y les faltan a sus padres,
a sus amigos cercanos, a las singularidades colectivas que los vieron crecer,
reír, estudiar, amar la vida. El análisis de lo irrepresentable del horror
sufrido esa noche de Igual repele la transferencia porque la sustitución de
esos 43 niños de Iguala es imposible y quedará, en la historia de la humanidad,
escrita en el alma de una infinita melancolía.
La violencia sin
nombre e inclasificable en el Estado de Guerrero es la violencia desplegada más
allá de la “contabilidad soberana” del Estado de derecho. Es el síntoma de la
descomposición del Estado moderno y burgués. Tal como lo afirma el análisis de
Adolfo Gilly, este es el mismo Estado que interrumpió la larga marcha por la
justicia de la revolución plebeya de Pancho Villa y Emiliano Zapata. Pero también
y sobre todo es la lucha de ese humilde maestro rural egresado de la Escuela
Normal de Ayotzinapa que fuera Lucio Cabañas. Lucio, nombre de luciérnaga y hombre
hecho a la altura del tamaño de la esperanza, tuvo que levantarse en armas e
irse a la sierra de Guerrero para destemplar el oído obtuso del gobierno siendo
asesinado el 2 de diciembre de 1974. Hoy
cuando la posibilidad de las guerrillas se halla agotada su figura no deja de
inspirar y de regresar clamando justicia y memoria para esas zonas olvidadas de
México.
Como si volviese de la misma fuente de la infancia, Lucio
es la expresión alegórica de un irrenunciable clamor de justicia. Y mientras
haya memoria, sus cenizas, al igual que
la de los 43 normalistas incendiarán los estados injustos que oprimen y se
coluden con criminales. Desde ese rostro-fantasma que es el de Lucio Cabañas se
escucha la voz de una infancia al servicio de las rebeldías, al servicio de la
insubordinación de las injusticias en las que se posa y bate alas la luciérnaga
enlutada que trabaja en nosotros contra el olvido. En las miles de luciérnagas
que tras la luz de una vela encendida por esos, los 43 hijos de México, la
sociedad civil no solo conmemora, sino que también se oponen a las
privatizaciones de una sociedad neoliberal cansada de las mezquindades de un Estado
ineficiente y cómplice del terror y la muerte.
En medio de una guerra sin regulación ni fin, en medio de la falta de un
Estado que vele por la seguridad y la equidad en un México tantas veces herido,
el rostro de los normalistas es también
el rostro de Lucio y viceversa. Rostros de fantasmas para recordar, contener y
detener la necropolítica que emana de manera confesa o inconfesamente del
Estado.
Como muchos estados en América Latina, la reconversión del
Estado social y soberano en Estado necropolítico y solidario del “narcomundo”
globalizado es responsable y doblemente responsable de lo que ocurre en el
territorio de México. Las tecnologías de la desaparición, los complejos carcelarios
globalizados y las políticas basadas en el capitalismo por desposesión no solo
están visibilizados por la tragedia de México. Dan cuenta de que el
neoliberalismo como programa de dominio global desea el privilegio de las
políticas a través de soberanías débiles o descompuestas. Esta descomposición
permite la hiperexplotación de los sectores rurales más pobres de México y el
intercambio mercantil, transnacional y a escala planetaria, sin importar
quienes son esos infantes privados de la experiencia de la infancia y de un por
venir que no sea el de encontrar la muerte como signo de un Estado que no solo
no protege a sus ciudadanos sino que, además, los entrega a la industria
mortuoria de la producción mediática y espectacular del cadáver.
En México, el lugar del cadáver, topología necropolítica
de la postsoberanía, es el arma desplegada contra la infancia femenina y
masculina y, quizá, más femenina que masculina porque el poder es masculino y
falocéntrico. La infancia no es simplemente el lugar de la niñez es la ocurrencia
de un acontecimiento que corrobora que la experiencia de la vida es lo opuesto
a la fabricación de cadáveres. Si la postsoberanía necropolítica es fabricación
de cadáveres, la apelación y defensa de la aparición y reaparición de la
infancia —como experiencia irreductible de la vida— es su contención, su más profunda y honda trinchera.
No hay memoria sin infancia. La memoria es la producción
de la infancia y viceversa, es decir, la memoria produce el fantasma juguetón
que se sobrepone al duelo narcisista y transforma el dolor en acontecimiento
colectivo. El fantasma es el movimiento
de aparición y reaparición, cuyo clamor es tan potente como las imágenes que
tiene un ciego para, en medio de la noche, imaginar y ver las estrellas. Hay
que volver a imaginar y actualizar los fantasmas que contra el terror y el miedo
aparecen y reaparecen para indicar, quizá, que el camino está del lado de las
cenizas del Ave de Ayotzinapa. Larga vida a Lucio, larga vida a esos 43 niños
normalistas que reaparecerán una y otra vez cuando la memoria active la
urgencia de la lucha contra la muerte.