10ª Marcha de la Gorra // Pedro Lacour
Bajo la consigna “¡¿Cuánto más?! El Estado es
responsable”, el pasado viernes 18 de noviembre tuvo lugar la 10° edición de la
Marcha de la Gorra. Como cada año desde 2007, las calles de la ciudad de
Córdoba fueron testigo del grito de miles de manifestantes que, encabezados por
el Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos, salieron a exigir la inmediata
derogación del Código de Convivencia Ciudadana y el derecho a la libre
circulación en el espacio público.
Desde su origen,
la Marcha de la Gorra se propuso dar la disputa simbólica: reivindicar la gorra
de los pibes, la estigmatizada, en contra de la gorra que persigue y
criminaliza. “El
silencio corporativo de los medios hegemónicos, el asesinato de nuestrxs pibxs
queridxs, las desapariciones, la persecución a carreros y trabajadoras
sexuales, el allanamiento sin orden judicial de cualquier casa villera, el
accionar corrupto de la policía, la impunidad del poder judicial y el arresto
de cada persona que ose enfrentarlos, son algunos de los hechos que nos obligan
a repetir esta forma de expresión colectiva”, reza la Carta abierta al Estado
policial mediante la que se convocó a marchar a todos aquellos ciudadanos
“interpelados ante las injusticias que sentimos y la violencia que nos imponen”.
Córdoba es una de
las provincias argentinas con mayores niveles de violencia institucional. Sólo
en 2011 –último año del que se conocen cifras oficiales– se registraron 73.100
detenciones en todo el territorio provincial: un promedio de 200 por día. Sólo
en la capital, entre 2009 y 2011, aumentó en un 54% el número de detenidos. Y
si a esto se le suman los denominados “operativos saturación”, aprehensiones
masivas y arbitrarias por parte de la Policía, la situación cobra tintes
dramáticos.
Antes de dejar su
cargo, a fines de 2015, el ex gobernador Juan Manuel de la Sota envió al
Congreso provincial un proyecto de ley para reformar el hasta entonces Código
de Faltas. El mismo fue aprobado y el Código de Convivencia entró en vigencia a
partir de abril de este año. Si bien la nueva normativa se pretendía progresiva
en comparación a la anterior, lo único que logró fue, en algunos pocos puntos,
maquillar su prepotencia punitiva mientras que, en muchos otros, los acentuó:
la figura del “merodeo”, por ejemplo, se vio reforzada en su artículo 70 al
introducir una nueva contravención: la “actitud sospechosa”. Luz verde para la
profundización del abuso represivo.
Entre engorramientos y realismos
En ¿Quién
lleva la gorra? (2014)
el Colectivo Juguetes Perdidos se dispone a reflexionar en torno a las
sensibilidades que hacen a la vida cotidiana de los barrios populares. A través
de un abordaje sociológico que escapa a cualquier encasillamiento académico, el
texto parte de una premisa: el realismo irrumpe sin pedir permiso ante
cualquier manera de leer e interpretar la realidad. A riesgo de estereotipar
posiciones, es posible distinguir allí dos fuerzas en tensión: un realismo
vecinal, que mira e identifica lo que desborda en el barrio para
ordenarlo; y un realismo pillo, que conjuga la
naturalización de lo que sucede a su alrededor con diversas formas de escape,
de raje. “Ponerse la gorra” implicaría, entonces, “un gesto y un
movimiento que es un hacerse cargo del desborde”, calculando las fuerzas que se
juegan en una situación determinada. Quien esté libre de engorrarse que arroje la primera piedra.
¿Acaso la campaña
electoral de María Eugenia Vidal no tocó una fibra sensible de ese vecinalismoal
poner en el centro del debate la cuestión del narcotráfico? ¿Qué sucedió para
que luego de una década de exacerbada retórica politizante, el macrismo lograse
conjugar tan eficazmente su discurso con anhelos reales de la vida popular? Es
cierto, muchos fueron los factores que incidieron en la victoria del PRO en la
provincia de Buenos Aires. Pero resulta innegable que sus propuestas tuvieron
éxito en conseguir enlazarse con ciertas sensibilidades de los habitantes de
los nuevos barrios, que identificaron en Vidal menos una figura de orden que un
horizonte de tranquilidad.
El pillo y el
vecino no pueden ser pensados como compartimentos estancos. Tampoco se dejarían
reducir dócilmente al clivaje izquierda-derecha. Más bien, son sensibilidades
que se asientan sobre los equilibrios inestables, precarios, de las relaciones
de consumo y violencia que hacen a la cotidianidad barrial. Desde los
“ni-ni” a los “pibes chorros”, los cuerpos de los pibes
silvestres se exponen
a lenguajes moralizantes que apuntan, según el caso, a sacralizarlos o a
condenarlos. Son las pretensiones desnaturalizadoras de lo instituido,
encarnadas en el militante, las que muchas veces terminan ubicándose en una
posición externa y lejana que, a pesar de sus buenas intenciones, refuerzan el
estigma.
Siguiendo la
propuesta del Colectivo Juguetes Perdidos, nos queda hacer el esfuerzo por leer
el barrio desde el aquí y ahora de los pibes que recorren sus calles y conocen
sus códigos, de los que sufren el “verdugueo” constante y sistemático de la
gorra policial. Buscar establecer con ellos alianzas insólitas que intenten rajar de las “imágenes terroríficas” e
implacables que impone el siempre obturador realismo vecinal. La Marcha de la
Gorra se mueve en esa tensión irresoluble, llevando año tras año su testimonio
urgente a la centralidad de la “ciudad blanca”.
[fuente: http://corriendolavoz.com.ar/lamarchadelagorra-las-gorras-rebeladas/]