La dignidad de los problemas[1] // Matías Luchetta
Tener una idea es haber hecho un pliegue
Para Deleuze las cosas no existen hasta que están
dobladas, plegadas. No existe nunca un actual puro sin su pliegue; ni una cosa
perfecta, esterilizada; menos una revelación. Todo actual existe porque está
doblado en un virtual. “Nunca encontraremos el sentido de algo (fenómeno
humano, biológico o incluso físico), si no sabemos cuál es la fuerza que se
apropia de la cosa, que la explota, que se apodera de ella o se expresa en
ella. Un fenómeno no es una apariencia ni tampoco una aparición, sino un signo,
un síntoma que encuentra su sentido en una fuerza actual” –escribe Deleuze en
La Filosofía de Nietzsche. De la misma manera, el sentido de trabajar a un
filósofo no es rescatar su autenticidad o su genio, sino mostrar un doble, el
doble que el autor produjo –en todo caso “su genio” es el doble. Porque entre
lo que dijo el autor y el doble que él produjo habría un pliegue. Eso es hacer
filosofía: el problema de poder captar todo lo que un autor dijo sin decirlo. Cada
vez que un autor escribe o dice algo, puede percibirse que hay algo más de lo
que escribió, algo más de lo que enunció, si no ¿qué razón habría para escribir
un libro sobre un autor?, ¿repetirlo?, ¿citarlo? Deleuze siempre desconfió de
las citas: ¿por qué citar a un autor si ya lo dijo el autor? La confianza en un
autor, por otro lado, pasa por considerar digno de seguir a un pensamiento; se
tiene la sensación de que en el espacio abierto por el autor todavía caben un
conjunto de enunciados que ese autor no dijo, pero que se los puede producir
sin traicionar lo que dijo el autor. Eso no quiere decir que el autor esté
incompleto o que le faltó decir algo, sino que dejó un campo de apertura para
la producción de nuevos enunciados que acompañen la cosmología del autor.
Podríamos tomarnos el atrevimiento de esbozar el
pensamiento de Deleuze así: el mundo está lleno de problemas, en donde cada
problema está plegado con su par actual-virtual, y un filósofo es filósofo, o
un pensador es pensador, o un artista es artista, en la medida en que se vuelve
sensible a alguno de esos problemas. Es imposible estar sensible a todos los
problemas, y hay una sensibilidad a trabajar para poder percibirlos, para poder
decir “¡Ah! ¡Esto es un problema!”. Deleuze es alguien que se ocupa de la
conexión que hay entre una producción y un problema. Trata de mostrar que un
autor es un autor porque trabajó de una manera nueva un problema que va más
allá de él: el problema tiene su historia, sus tensiones, sus conexiones, etc.
No es fácil plantearlo. Por ejemplo, el tema del doble seguramente no es un problema
específico de Foucault; está también en Artaud, en Blanchot, en los griegos,
etc. Pero Foucault encontró, en este caso, una nueva manera de plantear el
problema del doble. Toda manera de plantear un problema es una manera singular
de plantearlo, es haberlo planteado por primera vez. Es hacer un pliegue.
Plantear un problema es hacer un pliegue, y la subjetivación se produce cuando
algo se pliega.
Puede pasar que pensadores formalmente muy
diferentes (Demócrito, Descartes, Foucault, por decir algunos) a veces no sean
tan distintos, porque pueden llegar a
estar tocados por problemas similares más allá de los métodos que hayan
utilizado para resolverlos. Es un tanto cómodo creer que un problema sólo
compete o implica a un autor y nada más. Hay conexiones, hay rizomas, hay
discontinuidades históricas entre los conceptos. Por eso la historia lineal de
la filosofía sería un tanto ingenua: corta las comunicaciones del pensamiento y
las separa en disciplinas, agrupando a las personas sólo porque tienen rasgos
teóricos comunes (platonistas, racionalistas, estructuralistas,
posestructuralistas, etc.), sin dar cuenta de las conexiones que puede haber
entre los problemas por fuera de la escuela a la que pertenecen las personas;
así se recorta enormemente la potencia, la fiesta del pensamiento. Es quitar
todo lo vital a las ideas, porque éstas no se fijan en un territorio, sino que
vuelan en un espacio libre de conectividad donde todas pueden conectarse con
todo y no hay un más allá de eso. Es el plano de inmanencia del pensamiento. Se
trataría, luego, de ubicar las ideas en relación a los problemas que se
plantean y no a una pertenencia escolar.
Los problemas evolucionan, pero no hay evolución
del pensamiento. El pensamiento no tiene evolución –no progresa, se pliega. Uno
puede encontrarse planteando el mismo problema que alguna vez planteó Platón:
cómo dar forma a un cierto problema de lo virtual, más que la imagen de
introducir la Idea en Grecia. Platón quería plantear una hipótesis sobre qué es
el pensamiento; se comprometió con el problema del pensamiento. ¿Qué es una
idea? Realmente, ¿qué es una idea? ¿Está en la cabeza, viene del mundo, está en
otro terreno? Porque, indudablemente, las culturas, por más diversas que sean,
tienen ideas que son eternas, que 2+2 es 4 o que todos los hombres son mortales,
por ejemplo. Bueno, ¿de dónde viene eso, dónde está? Las ideas son
relativamente independientes del medio en el que se gestaron. Una idea no se
puede reducir solamente al medio en el que se encarna. Una idea que se encarna
en política, uno podría leerla en deontología y verla jugando en arte. Es el
problema de los enunciados en Foucault. Un enunciado en una época determinada
puede alcanzar cierto umbral de cientificidad. Ese enunciado, en ese momento,
es válido para tal ciencia. Por ejemplo, en medicina griega, las enfermedades
son producidas por las fluctuaciones de los humores en el cuerpo. Pero, ese
mismo enunciado, en otra época, puede no alcanzar el umbral de cientificidad
necesario y sí un umbral estético o artístico (es decir, puede representarse en
una pintura, por ejemplo). Los mismos enunciados son multiplicidades que viajan
por espacios en donde el saber-poder los distribuye y los considera –o no- científicos,
los considera –o no- estéticos. El pensamiento no se pertenece nunca
enteramente a coordenadas espacio-temporales.
Es
una cuestión de percepción, no de discusión
“No hay lugar para la discusión”. El hecho de que
cada uno sienta que tiene que decir su opinión sobre las cosas es pura pérdida
de tiempo. El régimen de la opinión no tiene nada que hacer acá. Opinar no es
plantear un problema y menos hacer un pliegue. Cuando se abre un canal de
pensamiento, cuando se propone que el “afuera es más lejano que todo mundo exterior”,
o lo seguís o no lo seguís: no hay nada que opinar respecto a eso, los puntos
de vista no agregan nada. Es cuestión de seguir a un autor más allá de una
comprensión intelectual. Uno puede seguir a un autor porque siente que algo
puede decirnos y sin embargo no comprender o no aseverar nada de lo que el
autor dijo. “Leer a Spinoza me da cierta serenidad, cierta tranquilidad” –decía
Goethe- “pero no firmaría ni dos palabras dichas por él”.
Hay un trabajo del lector para seguir al Foucault
de Deleuze. Hay que abandonar las concepciones dualistas o excluyentes. Muerte
no se opone a vida, sino más bien vitalismo
con fondo de mortalismo; adentro no se opone a afuera, sino más bien el afuera es más lejano que todo mundo
exterior y más cercano que todo medio interior. Es imposible para la vida
superar la muerte, y al mismo tiempo hay que resistir la muerte. No se puede
superar la muerte, y aún así, hay que resistir la muerte. Y de esa resistencia
se puede extraer siempre algo más, y eso que se puede extraer no tiene nada que
ver con lo exterior o lo interior, es incluso todo lo contrario a un interior o
a un exterior. El interior es un sujeto constituido por los dispositivos de
poder y de saber, el exterior es un afuera constituido por los dispositivos de
poder y de saber. Entonces, menos mal que hay muerte, porque sino todos estos
sistemas de poder serían eternos. La muerte agobia a la realidad –sea psíquica,
económica, política o social. Todo el tiempo la muerte agobia; nada puede
persistir tanto tiempo. Menos mal que está la línea del afuera que aparece
plegando y dando qué pensar.
Nietzsche ha dicho “Dios ha muerto”. No es que Dios
murió simplemente, sino que Dios, como fundamento, no muere de una vez y para
siempre: hay más de una muerte de Dios. El fundamento todo el tiempo está
muriendo; todo está en estado de desfundamentación siempre: nuestra situación
intrapsíquica, nuestras relaciones de pareja, familiares, políticas etc. están
muriendo. Justamente porque están muriendo entendemos la insistencia del
afuera. Todo se está desgarrando, todo se está desprendiendo, sea interior o
sea exterior. Siempre hay algo no localizable –que no tiene topología- que
fuerza a reorganizar las fuerzas del afuera con respecto a las formas creadas,
y eso no se acaba nunca. Entonces, ¿qué es la vida? La vida no es lo que
agoniza. Lo que está agonizando es todo lo indigno de nosotros, todo lo que de
alguna manera merece morir. La vida es lo que nosotros podemos inventar en ese
contexto. “La vida es el conjunto de
funciones que resisten a la muerte”. Poder extraer algo digno de la
indignidad que muere. Es una operación
ontológica, porque implica distanciarse del fundamento que uno aceptó como
bueno –no al fundamento denunciable, o al que suponemos que no tenemos nada que
ver con él- porque no se podía vivir sin él. Es una operación bastante difícil
de hacer. Si uno tiene que afrontar las situaciones como si los fundamentos que
uno eligió estuvieran muriendo, se da cuenta que la llamada creación –o lo que
Nietzsche llama creación- es una cosa bastante complicada. Más que cuestionar
el fundamento –que puede ser un método un tanto intelectual- valdría más
percibir que no hay fundamento total que sostenga la existencia; una cierta
percepción de que las cosas están muriendo constantemente. ¿Cómo es una vida
cuando uno percibe que las cosas en que se apoya están muriendo? Es un problema
de percepción –aún cuando podamos encontrar gente que se sostiene en que no le
ocurre-, Fitzgerald, Blanchot, Artaud, Foucault, escriben porque perciben que
algo de eso les está ocurriendo. Ojo, no se trata de hacer una apología de la
muerte ni una exaltación de la negatividad, sino que Deleuze encuentra en
dichos autores un motivo vitalista en
la idea de la muerte. A la vez, es un vitalismo complejo, porque no consiste en
reivindicar o agarrarse de la propia vida para sortear la muerte –eso
consistiría más bien en una estrategia neoliberal de siempre sobreponer el
brillo, la vida o el hedonismo a lo que se está muriendo. No se trata de una
vida personal, se trata de un vitalismo que advierte que lo válido es lo que
viene, en el sentido de que la vida no está contenida en lo que hay, como
proyección de un presente hacia un futuro. Lo que viene siempre es una
reorganización de las fuerzas.
Un
posible o me muero
Cualquier situación se queda sin posibles;
cualquier pliegue se agota; cualquier enunciado puede perder su umbral de
cientificidad. Por eso la grieta, por eso la línea del “se muere”. La vida es
hacer territorio y salir. Entrar y salir. No hay nada desterritorializado total,
sin embargo hay cosas que se desterritorializan. Se hace pliegue y se vuelve a plegar
el afuera, porque la muerte todo el tiempo está desplegándose. Insistimos: es
muy difícil para nosotros pensar un tipo de vitalismo que no sea desde la perspectiva
económica o biológica, ligado a la juventud, a la imagen, a la seducción, etc.
No puede ser esta la idea de vitalidad, es una vitalidad indigna. Debe ser otra
la idea de vitalidad. Tenemos que inventar allí algo. Sostener esta idea de
vitalidad, estas operaciones ontológicas es tomarse en serio el problema de la
demanda de facilidad propia de la época, donde –insistimos- se le extrae el
carácter mortuorio a la cosa y se presenta como recortada, castrada de este
fondo sin el cual ningún pliegue puede existir.
(Escrito
producido como reseña del encuentro del 12 de Septiembre del 2016, en el grupo
“Resistencia y Subjetivación”, coordinado por Diego Sztulwark)
[1] Reseña del grupo de los
lunes sobre La subjetivación en Michel Foucault, coordinado por Diego Sztulwark