Fotogramas de un Encuentro // Lucas Paulinovich
Foto: Nadim Abraham |
La
imagen fue imponente. El Monumento repleto de mujeres de todo el país
concentradas para la apertura del Encuentro Nacional de Mujeres, una
singularidad rebosante a nivel mundial. La fotografía aérea se presta a las
fórmulas fáciles: nada más que decir; sobran palabras; elocuencia plena de la
imagen. Sin embargo, eso no alcanza a dimensionar los efectos imprevisibles: la
efervescencia por debajo que reniega de los moldes y categorías que hay para
mencionarlo. Todo puede ser creado.
Desde
que empezó el Encuentro, el macrocentro de la ciudad se multiplicó de pequeñas
marchas organizadas bajo una consigna y con reclamos específicos, como la
Marcha de las Tortas; o desparramadas e improvisadas por grupitos de 20 o 30
que se juntaban y comenzaban a cantar, saltar y gritar. Fue una forma de
reocupación: la toma de una potencia negada. Bastaba una sola mujer, un solo
pañuelo verde, para hacer sentir esa fuerza que se expresa y denuncia, acusa,
cuestiona, remueve.
El
Encuentro planteó la posibilidad de ocupar espacios para que se abran otros,
obstruidos socialmente, clausurados por violencias, abusos e inequidades
diarias. Logró hacer emerger preguntas implícitas en las relaciones cotidianas:
que se mueva, haya desplazamientos, dislocación del espacio y el tiempo de la
ciudad. Que durante tres días, Rosario tuviera otra vida.
***
Plaza
feminista, sábado a la noche. Hay un festival y para comprar un choripán, una
larga cola. Una señora bien vestida, abrigada hasta casi taparse, manda un
mensaje mientras espera su turno.
– Me
vine disfrazada –escribe-. Para saber lo que pretenden, hay que meterse entre
ellos.
Cada comentario que envía lo sigue de una
larga risa –que escribe, ella está seria, casi que atemorizada- y una mirada
alrededor, para controlar que nadie la observa y no corre ningún riesgo.
– Espero que no me hagan nada –sigue. Y
escribe otra vez su risa.
La escena parece empecinarse en exhibir un
antagonismo en el uso del cuerpo que fue una constante en los tres días del
Encuentro. La señora de encubierto, se disfraza: tiene que simular, se repliega
ante los cuerpos desnudos, pintados, transpirados, desaliñados, en plena acción
expansiva. Hay algo que saca de lugar, descoloca: una incomodidad instalada en
el centro de las rutinas de los ciudadanos comunes, habituados a sus
costumbres, inamovibles.
La puerta de la Facultad de Humanidades está
llena de mujeres, que se amontonan después de una actividad. Una mujer mayor
observa desde enfrente. Por ahí pasan dos pibes caminando.
– Por fin hombres – respira la señora.
***
En la plaza San Martín hay cinco baños para
más de 80 mil personas. Está repleta, casi sin espacios vacíos. Es difícil
encontrar un lugar para mear escondido. Hay que irse hasta algunos de los bares
de la redonda. Esa comodidad autoproclamada del varón de mear donde quiere,
queda suspendida. No se puede mear, hay que irse a otro lugar. Unas pibas, en
cambio, caminan hasta unos arbustos y se ponen a mear agachadas. La hicieron
fácil, apenas se las ve. Terminaron y siguieron. Esa reversión de insolencias
que devienen capacidad resolutiva, insumisión, fueron dándose arreglo durante
el Encuentro, como desarmando las asignaciones de roles, las escenificaciones,
las formas de interactuar en los espacio públicos.
Esa
misma activación y contagio de las miles de mujeres corriendo por Oroño unos
minutos después. Desde algunos colectivos que esperaban en la bocacalle, los
pasajeros sacaban fotos y se sumaban a los cantitos. Uno de los choferes
también levanta los brazos y canta con la marcha. La contracara es el taxista
que una cuadra antes, aceleró y pasó puteando; o los autos desesperados a
bocinazos que se metieron mal, sin tener noción de lo que sucedía en la ciudad.
El
Encuentro fue creación de una zona donde se pusieron en crisis paradigmas
rectores, modos de relación, derechos, legislaciones, relaciones de pareja,
trabajo sexual, vínculos sexoafectivos, universos simbólicos y sensibles,
deseos, sensaciones, imaginarios. Una reconversión de la crisis de seguridad
que se orquestaba a su alrededor: un momento de nuevos modos de encuentro,
solidaridad y creación, en una ciudad convulsionada, temerosa y en guardia; un
encuentro entre militantes feministas, interesadas, autoconvocadas, jóvenes,
adultas, orgánicas, sueltas, una heterogeneidad creativa y potente que latió
durante las tres jornadas, frente a la predisposición opuesta de la Catedral
cercada y cubierta con un preservativo: profilaxis y violencia diferenciadora.
***
Calle Moreno. Distintas delegaciones esperan
la formación de columnas para arrancar la marcha. Todavía falta bastante,
recién finalizan los talleres y las mujeres se van convocando a la plaza y sus
alrededores. Una columna ya está preparada. Algunas están en tetas, pintadas,
otras con instrumentos de vientos y redoblantes. Cantan y bailan, mientras
esperan. Antes de llegar, una piba pasa por al lado, mira confundida y se
apura. Al rato vuelve, acompañada de una amiga.
-Me da
un poco de temor- le dice, sin detenerse. Las dos cruzan la calle y se pierden
para el lado del río.
Las tres
jornadas del Encuentro, la plaza feminista, la intensidad permanente, los
grupos de mujeres dando vueltas por la ciudad, son una masiva impugnación de
las lógicas penalistas que se desprenden del temor. Cuerpos indóciles asumiendo
el valor político de su indocilidad. Ese resquebrajamiento es intolerable para
los sectores que se perciben interpelados con la denuncia misma de esas mujeres
estando ahí, los que deducen la penalidad como condición previa de cualquier
libertad.
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Difícil una imagen que sintetice mejor la
alianza de fuerzas activas que sobrevivieron a la dictadura con total
impunidad: los militantes católicos –en su mayoría jóvenes- armando un anillo
alrededor de la Catedral para rezar, protegidos por un imponente operativo de
seguridad. Una premeditada teatralización del pacto civil-eclesiástico. Breves
capturas del terror: la Guardia de Infantería emboscada detrás del vallado de
la Catedral, esperando los disturbios que, con su misma operatoria, estaban
produciendo.
El
acuerdo de seguridad entre el gobierno provincial y nacional luciéndose bajo la
forma de una barrera de policías disparándole a militantes y periodistas. Unas
horas antes, la intendenta Mónica Fein y el gobernador Miguel Lifschitz
acompañaron desde el palco oficial la procesión de la Virgen del Rosario. Los
acuerdos políticos subsisten desde esas gestualidades mínimas que traman lo
cotidiano. El Encuentro de Mujeres consiguió hacer visibles esas continuidades
procesistas que recobran vigor y ferocidad.
Los
pocos vestigios de Estado laico se desmoronan ante la honestidad terrible de
esa alianza represiva que se prolongó durante toda la democracia, como una capa
inferior y precedente del sinceramiento que ahora lo saca a relucir. Esas
alianzas que en Rosario se alargan en la avaricia empresarial –exportadora,
financiera e inmobiliaria-, la prepotencia de las cúpulas judiciales y la
extemporánea influencia de la Iglesia. Son los que salieron ilesos y vuelven a
poner en práctica parte de sus imaginarios exterminadores. Para el gobierno provincial
y municipal, la seguridad debía ser para los grupos de militantes católicos, no
para las ochenta mil mujeres que marchaban y a las que expuso a proyectiles
antidisturbios, corridas y gases lacrimógenos.
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Minimarket de Buenos Aires y Rioja. Ya
pasaron los incidentes, las columnas se dispersaron y las organizaciones
intentaban llegar a la explanada de los galpones donde se hacía la peña. Tres
hombres, dos jóvenes, el otro por encima de los sesenta, fuman y comentan las
primeras repercusiones de los hechos. Un relato que se empezó a trabajar antes
de que comenzara el Encuentro. Los vinieron a buscar; llegaban con palos y
barretas; prendían fuegos y gritaban alrededor; son unas quilomberas que vienen
a pudrirla; retratos de barbarie aterrorizante que se dan forma con sentidos ya
definidos, cerrados, que venían anticipando y formateando el conflicto. La
intencionalidad política del operativo policial está dada por esa campaña de
pánico y criminalización instalada semanas antes del Encuentro.
– Era
sabido- confiesa el jefe del operativo ante la cámara de Emergente que mostraba
en vivo la represión.
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Apelando a la defensa de las fuerzas de
seguridad ante una agresión de radicalizados, se pone a funcionar el castigo
corrector. Legítima defensa ante el desborde, el prudente uso de la autoridad
violenta, tan reclamada. El escenario de crisis se legaliza en las figuras de
infiltrados, vándalos y anarquistas extremistas. Se necesita la desviación a
corregir con la fuerza.
Aunque
hasta la última de las acciones de las manifestantes es en respuesta a una
provocación anterior. El cerrojo policial, la puesta en escena en la Catedral y
la Guardia escondida, es la primera violencia, pensada con antelación,
dispuesta desde la tarde. Confundir una pequeña parte con la totalidad del
Encuentro es un sesgo, en principio, malintencionado.
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Si lo revolucionario es un fenómeno erótico,
de la prolongación sensible de los cuerpos, por Rosario anduvo un gran cuerpo
erotizado, insurgente, materia vívida que tuvieron que aplacar con balas y
gases. Desde las plazas con música y baile, los talleres y los festivales, se
desdibujó el mapa de la ciudad. Los cantos de la marcha fueron un inmenso
mosaico de imágenes, alusiones a realidades locales, problemáticas, conflictos,
intercambio de prácticas y experiencias. Distintas entonaciones que tonifican
esa voz colectiva femenina, inesperada, estremecedora, interrogante. La gente,
ese fantasma generalmente indiferente, no pudo evitar verlas, escucharlas,
percibirlas, conmoverse. Aún para decir que durante un fin de semana, por la
peatonal “no se podía caminar”.
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Algunas horas después de los incidentes, el
ministro Pullaro introdujo la hipótesis de la participación de infiltrados y
adjudicó los desmanes a un grupo de 200 activistas que se desviaron del
recorrido y exigieron hacer un ejercicio “correcto y extremadamente
profesional” del operativo de seguridad. La protocolización de la protesta
social es llevada al lenguaje. La seguridad es una cuestión puramente técnica
para contener desviaciones. Así entendido, el conflicto es una anomalía que
justifica la aplicación enderezadora. La política se vuelve asunto de diagramas
y recorridos: desentendida de los matices y ambivalencias de las acciones
colectivas, la vitalidad del movimiento de los cuerpos en marcha.
No se
trata de ejercicios de derechos, la vulneración estructural, que
inevitablemente surge violenta porque es violencia todos los días. Los disparos
policiales son el salvamento último, brutalizado, de las represiones
cotidianas. Ante el avance de un cuerpo político activo, femenino, la última
respuesta es prepotencia. Si el objetivo era quebrar la marcha, lo hicieron
desde el núcleo simbólico que potenciaría las tres jornadas. La emboscada
eclesiástico-policial logró quitar la imagen última, el Monumento rebalsado de
mujeres que durante tres días discutieron, gritaron, bailaron, hicieron de la
ciudad un lugar nuevo, repleto de otros sentidos políticos, hinchado de
posibilidades.
***
En esa presencia formidable, la ciudad
surcada por una columna interminable de mujeres, quedan expuestas las
distancias de los tiempos institucionales respecto a la calle. El repudio
moralista e higienista del vandalismo se acopla a esas tardanzas. La pintada
pronuncia urgencia, reclama contra violaciones, humillaciones, explotaciones,
denuncia el hambre, el sometimiento, las consecuencias de ajustes y tarifazos.
Las consignas en las paredes resumen la heterogeneidad vivaz del Encuentro. Lo
que es pedido desesperado, reclamo impostergable, necesidad; las instituciones
lo traducen en demanda a tramitar, una solución administrativa que extrae las
densidades de los fenómenos y los demora. En esa lógica de cliente que
reclama-el Estado que satisface, la represión es parte de un procedimiento
ordenador.
Pero las
paredes de la ciudad hablan, expresan, sienten lo que pasó. A diferencia del
buen vecino que lamenta el vandalismo de los grafitis, sin afligirse por las
mujeres que recibieron los perdigonazos ni el porqué de ese Encuentro que lleva
treinta y una ediciones. La valorización financiera que organiza sentimientos,
prácticas y aprecios en Rosario, pocas veces tendrá mejor exposición: cuidado
de las paredes inmuebles, abandono de los cuerpos. Esas mujeres no son objeto
de inversión. Se resisten a eso y por eso las ven punibles.
El
pedido de paredes limpias, sin escraches, da por entendida una idea de la
pulcritud como valor civilizado, un factor de diferencia, un primer
ellos-y-nosotros en la distribución de derechos y libertades. La movilización
pensada como cumplimiento civil, asunción de una responsabilidad, ciudadanía
que fluye sin dejar marcas. Vaciada de lo político, la complejidad pesada, las
pasiones degradantes, la furia que impulsa, la reivindicación desafiante, el
hedor que deja huellas. Una expresión límpida que no produzca efectos
imprevistos y, finalmente, no proponga modificar nada. Que la ciudad quede
limpia y reluciente, como la encontraron, como si no hubiera pasado.
[fuente: http://agenciasincerco.com.ar/]