Entrevista a Giorgio Agamben: «Europa debe colapsar»
Frecuentemente se te ha acusado de
criticar a Europa como una asociación meramente económica. Mientras tanto, todo
apunta a que has estado en lo cierto: durante la crisis griega se ha discutido
exclusivamente sobre dinero. ¿Cómo evalúas el drama griego? ¿Europa se va a
romper en dos mitades?
Una
Europa como la que yo quiero sólo podría darse cuando la «Europa» realmente
existente colapse. Es por esto que Grecia podría —incluso si ha sido
amargamente decepcionada por sus líderes políticos— jugar un rol totalmente
decisivo. Hablaste de escisión: pero en el caso de que Grecia realmente
abandonara la Unión Europea, la verdadera Europa estaría en Atenas, no en
Bruselas, donde —algo que la mayoría de los europeos parece no saber— todas las
decisiones son tomadas por comisiones, compuestas en gran parte por
representantes de la gran industria de su respectivo sector económico. Antes
que nada hay que hacer frente a la mentira de que este acuerdo entre Estados
que se hace llamar Constitución sea la única Europa pensable, de que este lobby
institucionalizado sin ideas ni porvenir que se ha consagrado a la más lúgubre
de todas las religiones, la religión del dinero, sea el heredero legítimo del
espíritu europeo.
¿Tiene para ti un significado
simbólico que la crisis suceda precisamente en Atenas? Heidegger probablemente
habría dicho que en Atenas se ha consumado un «camino occidental». ¿Qué
significado más profundo se esconde detrás de la crisis del dinero?
No debe pasarse por alto que la
importancia de la crisis radica más allá del marco económico. Si la reducimos a
sus aspectos económicos, corremos el riesgo de perder de vista lo esencial.
Porque la verdadera pregunta es: ¿qué hay detrás del dominio global del
paradigma económico? ¿Cuáles son los fundamentos más profundos de la
suplantación de la política por la economía? Nos enfrentamos a un problema que,
más allá de los intereses particulares de accionistas y banqueros, marca un
momento decisivo no sólo en la historia de Europa, sino también del género
humano como tal. La debilidad de la tradición marxista consiste precisamente en
haberse limitado a un análisis económico. Las fuerzas históricas —política,
religión, arte y filosofía— que hasta la Primera Guerra Mundial dirigían los
destinos de Occidente, ya no son capaces de movilizar a los pueblos de Europa
hacia metas específicas. Sí, el propio concepto de «pueblo» ha perdido su
significado, y las poblaciones que tomaron su lugar no tienen la menor
intención de asumir una tarea histórica de ningún tipo; y tal vez esté bien que
así sea, si recordamos las tareas a las que los pueblos de los siglos XIX y XX
estaban asignados. Éste es el contexto que da pie a la actual hegemonía de lo
económico. Dada la ausencia de tareas históricas, la vida biológica ha sido
declarada como la última misión política de Occidente. Se muestra así que el
dominio del paradigma económico va acompañado de aquello que desde Foucault se
llama usualmente biopolítica: la gestión de la vida como una tarea
eminentemente política. Pero la vida misma es un concepto genérico vacío que,
como Ivan Illich mostró, puede designar tanto un espermatozoide como una
persona, un perro o una abeja, un embrión o una célula. Así pues, la economía
conduce o bien a ninguna parte, o bien, como muestra la historia de los
totalitarismos del siglo XX y la actual ideología dominante del crecimiento
económico ilimitado, a la destrucción de la vida, que ella ha capturado.
Si bien es cierto que la economía no
lleva a nada y tampoco sirve para nada, ¿no se debería entonces girar
completamente la línea de pensamiento y preguntarse en qué medida la crisis
económica se remonta a una crisis espiritual y metafísica, o como mínimo a una
crisis de la cultura europea?
Yo no he dicho que la economía no
sirva para nada. Todo lo contrario: es absolutamente útil, puro servicio, mera
utilidad. Con ella, la vida humana ingresa en la esfera de los objetos de uso
cotidiano y de las herramientas. En conjunto con la tecnología, sustituyó a los
esclavos, las «herramientas vivas» de la antigüedad. Lo que quiero decir es que
la economía en cuanto tal no puede saber ni decidir los propósitos a los que
debe servir. Se comporta igual que la crisis, de la que tanto se ha hablado.
Recuerdo, no por primera vez, que la palabra griega crisissignifica «juicio» o «decisión». En la tradición
médica señala el momento en que el médico debe decidir si el enfermo
permanecerá con vida o morirá, y en la tradición teológica el momento del
Juicio Final. Hoy la crisis devenida cotidiana e indefinida decide únicamente
su propia duración, el aplazamiento de cada decisión inapelable. Es como si el
siervo que se convirtió en señor no supiera para qué podría servir, a no ser
que para el incremento ilimitado del servicio y la servidumbre. Es la situación
paradójica de una herramienta obligada a decidir a qué debe servir y se decide
por servirse a sí misma. Walter Benjamin que hablaba sobre el capitalismo como
una religión ya sabía que en este «servicio» incondicional yace algo religioso.
En nombre de este «servicio» precisamente pseudorreligioso se pretende, como en
el caso de Grecia, prescribir a la gente cómo debe vivir. En este sentido puede
decirse que la crisis no es simplemente económica. La importancia de la
filosofía —prefiero esta palabra a metafísica— radica en ello, en enfrentarse a
la humanización del humano. La antropogénesis, la humanización del animal, no
ha tenido lugar de una vez y por todas en un pasado lejano; es un
acontecimiento que sucede continuamente, un proceso inacabado en el que se decide
si el humano seguirá siendo o no humano, o mejor dicho, si lo será de nuevo. El
pensamiento es antes que nada el recuerdo de este acontecimiento, su
repetición. En él se trata de la humanidad o la inhumanidad del humano, algo de
lo que los economistas y los expertos en finanzas no se hacen ninguna idea.
¿Son todos presagios de un inminente
hundimiento o de un periodo tardío decadente, eso que podría ser el principio
del fin del mundo occidental?
Si he dicho que Occidente se
encuentra hoy en una situación epocal en la que las fuerzas que han dado forma
a su historia parecen haber llegado a su fin, con eso no me refería a que esas
fuerzas hayan muerto. Las ideas habituales sobre este tema deben ser
invertidas. Algo se convierte en realmente actual y útil cuando se ha
desgastado. Sólo así se muestra en toda su plenitud y verdad. Puede ser que la
política, la religión, el arte y la filosofía hayan llegado al final de su
desarrollo histórico, pero, en la medida en que podamos sacar una nueva vida de
la totalidad de su historia, no están muertos. No vivimos en una época
poshistórica, en la que ya nada pueda o deba acontecer. Más bien vivimos en un
tiempo en el que todo puede suceder, en el que está en juego nada menos que la
recapitulación de todas las posibilidades históricas de Occidente. La humanidad
no ve ante sí sólo un futuro paralizador que ya no tiene nada que ofrecerle,
sino que también puede mirar hacia atrás en la totalidad de su pasado, lo que
le abre la posibilidad de hacer un nuevo uso de lo acontecido o vivir por
primera vez lo que había permanecido como no vivido. Teniendo en cuenta el
interés de los poderes dominantes por acumular el pasado en los museos y
deshacerse de su legado espiritual, cualquier intento de establecer una
relación vital con el pasado es un acto revolucionario. Por esto creo, con
Michel Foucault, que la arqueología —a diferencia de la investigación sobre el
futuro, que por definición está al servicio del poder— es principalmente una
práctica política. El futuro de Europa es su pasado; aunque bajo la condición
de que esté a su altura
Lo occidental, es decir, la filosofía
con una fe implícita en el progreso, quiere, como regla general, superar el
pasado. Nos sentimos a menudo superiores a nuestros antepasados porque hemos
escapado de todos los posibles horrores del pasado, de la sociedad esclavista,
del absolutismo, del racismo, del eurocentrismo, del trabajo infantil, de la
opresión de la mujer, y así sucesivamente. En siglos anteriores, por ejemplo,
yo difícilmente habría tenido la ocasión de mantener una conversación contigo.
¿Qué tesoros olvidados del pasado recuerdas cuando dices que el futuro de
Europa yace en su pasado?
Aquí hay un auténtico malentendido.
Lo que yo llamo relación viva con el pasado me interesa sólo en la medida en
que posibilita un acceso al presente. Michel Foucault dijo una vez que sus
investigaciones históricas no son más que la sombra de su interrogación del
presente proyectada sobre el pasado. Comparto totalmente ese punto de vista. El
presente nunca lo podemos asir, siempre se nos escapa. Por eso la
contemporaneidad es lo más difícil, porque sólo es verdaderamente contemporáneo
—como ya Nietzsche sabía— lo intempestivo. Seguramente conoces la tesis de
Walter Benjamin que dice que el presente no existe como un punto aislado dentro
de un continuum temporal, sino en una constelación con un momento del pasado.
De ello se sigue que la relación con el pasado no representa sólo un problema
individual-psicológico, sino también político-colectivo. Cada decisión sobre el
presente, ya sea en la vida individual o colectiva, presupone la relación con
un momento del pasado, con el que el presente debe arreglar cuentas. Sin esta
constelación crítica no hay acceso al presente, que permanece impenetrable
porque, como el discurso del poder incesantemente intenta hacernos creer, se
reduce a una colección de hechos y cifras, que debe ser aceptado sin discusión.
Por lo tanto, estoy convencido de que sólo la arqueología nos permite el acceso
al presente, pues ella busca los orígenes de su curso, y está tras las huellas
de la sombra que el presente proyecta en el pasado.
Esto suena bastante complicado: el
pasado, que habría de ser reanimado para nosotros, ¿no existe en absoluto como
tal?
Cuando hablo del pasado no me refiero
ni a un origen atemporal ni a algo que ha sucedido irreversiblemente y que
representa una sucesión de hechos irrevocables, que existen para ser
coleccionados y almacenados en archivos. Entiendo por pasado más bien algo que
aún está por venir y que debe ser arrancado a la concepción dominante de la
historia, de modo que pueda acontecer. Si me ocupé de la genealogía del estado
de excepción, fue, por consiguiente, porque quería comprender lo que sucedía a
mi alrededor; cuando estudié las reglas de las órdenes monásticas, fue, por
consiguiente, porque me parecían abrir la posibilidad de una praxis política
venidera. Por cierto, debo confesar que estoy completamente en desacuerdo
cuando dices: «lo occidental, es decir, la filosofía con una fe implícita en el
progreso». No conozco a ningún filósofo digno de mención que se haya
considerado a sí mismo progresista. Cualquier historiador informado sabe que la
ideología progresista no es otra cosa que uno de los dos lados —la mano
izquierda por así decirlo— de la ideología capitalista, cuya agonía
presenciamos. Coincide fatalmente con su expresión más absurda y temible: la
idea de un crecimiento infinito del proceso de producción.
Tratemos de concretar la idea de que
el futuro de Europa yace en su pasado, a través de tu ejemplo de la vida
monástica. ¿El modo de vida franciscano puede ser un modelo para la agotada
Europa? ¿La solución está en el ideal cristiano de pobreza?
Para decirlo de nuevo, no se trata
de un retorno al ideal franciscano tal como existió, sino de usarlo según
nuevos modos. En realidad, mi interés por el monaquismo despertó del hecho de
que a menudo gente perteneciente a la capa más acaudalada y formada, como fue
el caso con Basilio el Grande, Benito de Nursia, el fundador de la orden
benedictina, y más tarde fue el caso de Francisco, tomaron la decisión de salir
de la sociedad en la que hasta entonces vivían para fundar una convivialidad
radicalmente diferente o, lo que es para mí lo mismo, una política radicalmente
diferente. Esto ocurrió simultáneamente con la decadencia y caída del Imperio
romano. Lo destacable de esto es que estas personas no acudieron a la idea de
reformar o corregir el Estado en el que vivían, es decir, tomar el poder para
transformarlo. Simplemente le dieron la espalda.
Como los que desertan y lo abandonan
todo hoy, quienes se retiran al campo y cultivan hortalizas…
Veo aquí una cierta analogía con la
situación actual. Estamos acostumbrados a comprender la transformación política
radical como la consecuencia de una revolución más o menos violenta: un nuevo
sujeto político, que desde la Revolución Francesa se llama poder constitutivo
o, mejor dicho, constituyente, destruye el orden político-jurídico existente y
funda un nuevo poder constituido, o mejor dicho, instituido. Creo que ha
llegado el momento de abandonar este modelo obsoleto para orientar nuestro
pensamiento hacia algo que se podría llamar «destituyente» o mejor dicho,
«potencia destituyente», es decir, hacia una fuerza que no pueda adquirir
completamente la forma de un poder constituido. El poder constituyente
corresponde a revoluciones, levantamientos y nuevas constituciones, es una
violencia que funda un nuevo derecho. Para la potencia destituyente debería
idearse una estrategia completamente diferente, cuya determinación más íntima
tiene que realizar una política que viene. Si el poder es derrocado únicamente
por la violencia constituyente, se desencadena inevitablemente la
ininterrumpida dialéctica, sin fin y sin salida, de poder constituyente y poder
constituido, poder instaurador de derecho y poder conservador de derecho, y lo
reproduce de otra forma.
¿Sería entonces conveniente
desarrollar una estrategia de retirada y de fuga de la modernidad?
Creo que, de hecho, el modelo de la
lucha que ha paralizado el imaginario político de la modernidad debería ser
sustituido por un modelo de la salida. Esto, me parece, se ha vuelto
particularmente evidente en Grecia. Syriza tuvo que capitular porque se embarcó
en una batalla perdida y rechazó el único camino viable: la salida de Europa.
Por supuesto esto también vale para la existencia individual. Kafka repite esto
incansablemente: no busques la lucha, encuentra una salida. Evidentemente, el
modelo fáustico de la lucha está íntimamente vinculado al modelo capitalista
del incremento de la productividad. Lo que me interesó especialmente del
fenómeno de las órdenes monásticas fue el surgimiento de una forma de vida que
implicaba una política de fuga y retirada. El Imperio se derrumbó, y las
órdenes monásticas persistieron y conservaron para nosotros un legado cuya
transmisión no pudieron seguirse permitiendo las instituciones estatales, al
igual que en nuestros días las escuelas y las universidades europeas están
siendo desmontadas masivamente. Veo también algo que se aproxima a nosotros.
Naturalmente requiere su tiempo. Pero ya hoy este modelo se practica más o
menos abiertamente por la gente joven. Tan sólo en Italia deben de haber más de
trescientas comunidades de este tipo. Se me objetará que lo que abrió la
posibilidad del monaquismo era la fe, que ciertamente falta hoy. Eso es a lo
que Heidegger debió de haberse referido cuando dijo en la entrevista del Spiegel aquella frase invariablemente
malentendida: «Sólo un dios puede salvarnos». Pero, ¿qué es la fe? No cabe la menor
duda de que hoy en día ninguna persona inteligente sigue estando dispuesta a
creer en las instituciones, la Iglesia incluida, y en los valores existentes,
sobre todo porque estos últimos pueden ser reducidos al euro, como muy bien
podemos ver en Europa. La palabra griega para «fe» que se emplea en el Nuevo
Testamento,pistis, significa originariamente crédito, y el dinero
no es otra cosa que un título de crédito. Aunque este título se basa —sobre
todo desde que Nixon derogó el patrón oro del dólar— en nada. Las democracias
europeas, que se hacen llamar seculares, se basan en una forma vacía de fe. Lo
que hoy se conoce con aquella aparentemente venerable palabra, Europa, se basa
en una nada. Sin embargo, un crédito expedido sobre la nada no puede durar eternamente.
De los franciscanos me interesaba no tanto la pobreza, sino el modo en que
ellos daban más importancia al uso que a la propiedad. El concepto de uso se
encuentra también en el centro de mi último libro, El uso de los cuerpos. Para inventar una forma de vida
que no esté fundada en la acción y la propiedad, sino en el uso; otra de esas
tareas que tendría que ser asumida por una política que viene.
Hace algunos años presentaste la
propuesta de desempolvar algo de la vida política de Europa, lo que el filósofo
francés Alexandre Kojève llamaba «el Imperio latino». Detrás de ello se esconde
una idea geofilosófica de pueblo mediterráneo y de pensamiento mediterráneo,
que también inspiró a Paul Valéry, Albert Camus y muchos otros. Lo que ahora
dices sobre nuevas formas de vida que no están fundadas en la propiedad me
recuerda a una utopía mediterránea, en la que la moderación y la humildad
estaban en el centro. ¿Es el pensamiento mediterráneo el camino deseado para
Europa? ¿O el intento de retirarse de la sociedad del crecimiento sigue siendo
sólo un sueño para poetas y un par de comunidades marginales?
Entiendo lo que quieres decir, pero
prescindiría de formulaciones como «pensamiento mediterráneo», que me parece
permanecen en la vaguedad. Cuando en la lingüística no se puede aclarar
manifiestamente la etimología de una palabra indoeuropea o, como se dice en
Alemania, «indogermana», se remite por lo general a un «sustrato mediterráneo».
Éste se podría equiparar a una gran X, porque no se sabe prácticamente nada
sobre este idioma. Lo que se puede decir, por otra parte —sin tener que caer en
vaguedades—, es que, por razones históricas complejas pero comprensibles, el
modo de producción capitalista que empezó a prevalecer desde la Revolución
Industrial, se encontró con obstáculos y resistencias en los campos del área
mediterránea. Aquí estaba aún intacto, más o menos, aquello que Ivan Illich
llamaba el dominio vernáculo, es decir, los bienes que no se compran en el
mercado sino que son producidos por cada familia. El capitalismo, por otra
parte, requiere de cada individuo su total dependencia del mercado. Como es
sabido, hoy en día no hay nada que no pueda ser comprado en el mercado.
Entonces, para responder a tu pregunta: la continuidad del dominio vernáculo
requiere la supervivencia de ciertas ideas y convicciones, que ciertamente
tampoco en los países del norte se habían desvanecido completamente, pero que
en Europa del sur estaban mucho más difundidas. Por cierto, yo prefiero hablar
de «formas de vida», porque, contrariamente a la opinión corriente, no es nada
fácil distinguir entre teoría y praxis. Si se quiere dar sentido a las fórmulas
«pensamiento mediterráneo» e «Imperio latino», se debe elaborar un catálogo de
estas ideas y prácticas o «formas de vida». Es mérito de Ivan Illich haber
iniciado este trabajo de una manera muy inteligente. Por desgracia, la
tradición de izquierdas ha considerado exclusivamente abstracciones jurídicas
(los derechos humanos) y económicas (la fuerza de trabajo, la producción) y
nunca se ha hecho cargo de las formas de vida. Por eso no sorprende que se
muestre inferior en todos los aspectos al capitalismo, con el cual comparte
fundamentos. Ésa es la razón por la que además del concepto de uso se encuentra
en el centro de mi más reciente libro un segundo concepto: eldésœuvrement, la ausencia de obra. En mi libro hablo deinoperosità. No se refiere a la atonía ni a la
holgazanería, sino a una forma particular de actividad que consiste en
desactivar y volver inoperantes las obras de la economía, del derecho, de la
biología, etc., para abrirlas a un nuevo uso. Aristóteles planteó una vez la
pregunta más importante: ¿hay una obra o una actividad propia del hombre que no
lo defina como zapatero, arquitecto, escultor, etc., sino en cuanto tal? ¿O es
el hombre en cuanto tal carente de obra, sin una actividad específica para él?
Siempre he tomado esta pregunta en serio. El hombre es el ser vivo sin obra
propia, porque no se le puede atribuir ninguna vocación específica. Por lo
tanto, es un ser de posibilidad, de mera potencia. Genuinamente humana es
únicamente la actividad a la que la obra abre, a través de su suspensión, a la
posibilidad y a un nuevo uso. Me parece que un ejemplo convincente es la
poesía. ¿Qué es la poesía sino una operación lingüística que consiste en
neutralizar las funciones informativas y comunicativas del lenguaje para
abrirlo a otro uso, ese mismo uso que se llama poético? Otro ejemplo es la
fiesta. Pues la fiesta no se deja reducir, tal como sucede en la sociedad capitalista,
a un descanso del trabajo: consiste sobre todo en hacer de otra manera lo que
hacemos usualmente, es decir, en desactivarlo o volverlo inoperante. Cuando se
come, no es para alimentarse; cuando se viste no es, por tanto, para protegerse
del frío; cuando se intercambian objetos, no es, por tanto, para comprar o
vender. Estoy firmemente convencido de que los diferentes tipos de inoperosidad
son tan importantes para una sociedad como los diferentes tipos de producción.
Desgraciadamente Marx se ocupó exclusivamente del estudio de los modos de
producción y desatendió completamente las formas de inoperosidad. Este sesgo
explica algunas aporías de su pensamiento, particularmente cuando se trata de
la definición de la actividad humana en la sociedad sin clases. Desde la
perspectiva de Marx se podría decir que la sociedad sin clases está ya presente
aquí y ahora en la inoperosidad. Para volver a tu pregunta: como puedes ver, ya
todo está ahí, es decir, la cuestión del centro y de los márgenes ya está resuelta.
El asunto es cómo se comporta cada sociedad ante esta presencia. Lo que la
poesía hace para la facultad del habla y la fiesta para la productividad, deben
hacerlo la política y la filosofía para la capacidad de actuar. En la medida en
que suspenden las actividades económicas y biológicas, muestran lo que puede el
cuerpo humano, y abren nuevos caminos para hacer uso de él.
Entonces tu filosofía de la deserción
y de la inoperosidad ofrece una salida a la crisis actual. Obviamente tenemos
que seguir el consejo que nos da el poeta Rainer Maria Rilke: «Has de cambiar
tu vida». ¿Se trata de una renovación radical de nuestras formas de vida?
No se trata simplemente de cambiar
nuestro modo de vida. Todos los seres vivos obedecen a un modo de vida, pero no
todos los modos de vida son, o no son siempre, formas de vida. Cuando hablo de
forma de vida no me refiero a una vida distinta, mejor o más verdadera que la
que tenemos: la forma de vida es la inoperosidad inmanente a toda vida, una
tensión que atraviesa esa vida, que desactiva la identidad social y la
facticidad jurídica, económica e incluso corporal, para hacer un uso distinto
de ella. Sucede lo mismo que con la vocación: tal vez es bueno tener un oficio,
ser escritor, arquitecto o lo que sea que se quiera ser. Pero la verdadera
vocación es la revocación de toda vocación, es una potencia que obra al
interior de la vocación, desafiándola y llevándola a ser una verdadera
vocación. En la primera Epístola a los Corintios Pablo formula este impulso
interior en la fórmula «como no»: «Quien tenga una esposa, que se comporte como
no teniéndola, quien llore, como no llorando, quien se alegre, como no…» Vivir
bajo el signo del «como no» significa deponer todas las cualidades jurídicas y
sociales, sin que esta deposición funde una nueva identidad. En este sentido la
forma de vida es aquello que depone todas las condiciones sociales bajo las
cuales se vive, y al hacerlo no se niegan las condiciones sino que se hace uso
de ellas. Pablo escribe: si en el momento del llamado te encontrabas en
esclavitud, no te preocupes. Aun cuando pudieras ser libre, procura más hacer
uso de tu servidumbre. Es el mismo caso, creo yo, para la vida, que está en
busca de su forma, una forma de la que ya no pueda ser separada.
Entrevista publicada en Die Zeit el 13
de septiembre de 2015 a cargo de Iris Radisch, publicada en
alemán en una traducción del francés. Y traducida al español en https://artilleriainmanente.noblogs.org