Otra alegre cultura porteña // Pedro Yagüe
Hoy
pocos se acuerdan de la toma del Parque Indoamericano. Fue en diciembre del
2010. Treinta y ocho días después de la muerte de Kirchner, cuarenta y cinco
días después del asesinato de Mariano Ferreyra. Un parque público abandonado
por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires fue ocupado por aproximadamente
seis mil habitantes de Soldati. Luego llegó la represión. Primero tercerizada
con barrabravas, después la Metropolitana y después la Federal. Las consecuencias
de la toma fueron varias, y hoy, a la luz de la presidencia de Macri, vale la
pena recordarlas.
La toma del Indoamericano dio
lugar a un nuevo racismo. Durante los sucesos de
diciembre del 2010 Macri se mostró públicamente con referentes de las comunidades
bolivianas y paraguayas declarando la existencia de una “migración
descontrolada”. La respuesta de Cristina Fernández no se hizo esperar: “¿a
quién no le fue un albañil paraguayo o boliviano a arreglar su casa?”, argumentó.
Evo Morales pedía a sus compatriotas que se comportaran, que no dejaran una
mala imagen de su comunidad en el mundo. La zona sur de la ciudad de Buenos
Aires apareció, con toda su crudeza, como el lugar donde el derecho a la
propiedad y a la inclusión se mostraba más precario. Surgieron así dos tipos de
migrantes: los buenos, que consumen y compran; los malos, que no trabajan y
ocupan.
Consenso represivo.
La inseguridad como un problema de orden público ya se estaba empezando a
consolidar en la agenda política y mediática. Con la toma del Parque
Indoamericano el consenso represivo se fortaleció. Frente a la crisis inmanejable de las
tomas en Villa Soldati, Cristina Fernández se presentó en un acto, rodeada de
organismos de derechos humanos, anunciando la creación del Ministerio de Seguridad.
Nilda Garré al ministerio, el coronel Berni al poder, llevaron a cabo las
tareas encomendadas. Algunos años más tarde Berni, ya ministro, iría a los
medios a explicar la necesidad de deportar a los migrantes malos. En junio del
2011 Cristina Fernández, decreto presidencial mediante, anunciaba el despliegue
de 3000 efectivos de Gendarmería y Prefectura para brindar mayor seguridad al
sur de la ciudad de Buenos Aires. “La
Gendarmería Nacional y la Prefectura Naval Argentina ejercen las funciones de
policía de seguridad y las tareas de prevención e investigación de los delitos
en las zonas asignadas de la Capital Federal”, se explicaba. Las fuerzas
militares volvían a ocuparse de la seguridad interior.
Hoy
pocos se acuerdan del Proyecto X, creado en el año 2005 por Aníbal Fernández.
El caso salió a la luz a partir de la detención del ex delegado de Kraft Ramón
Bogado, de quien se había obtenido información sobre el contenido de reuniones
mantenidas en su casa. Organizaciones sociales, partidos políticos, dirigentes
sindicales eran investigados por este plan nacional de inteligencia operado por
la Gendarmería.
Tras
denuncias de partidos y organismos de izquierda la ministra Nilda Garré debió
renunciar a su cargo. La causa, caída primero en manos del hoy ex juez Norberto
Oyarbide y luego de Sebastián Casanello, no llegó a ningún lado. Consecuencias:
Gendarmería iría de a poco dejando de cumplir funciones de inteligencia; Nilda
Garré desaparece de la escena política; el coronel Berni se queda con el
ministerio.
Hoy
pocos se acuerdan de Milani. Jefe del ejército desde el año 2013 y acusado de
la desaparición del soldado Ledo, se ocupó principalmente de la Dirección
General de Inteligencia del Ejército. Entre el 2010 y el 2013 el presupuesto
manejado por el ejército para sus tareas de inteligencia creció un 156%. ¿Por
qué? No debido a un conflicto bélico, claro está, sino a la crisis interna de la
SI (ex SIDE) y a los servicios que el Proyecto X ya no podía brindar. Desde el
año 2010 el Ejército cumplió tareas de inteligencia interna.
Hoy
pocos se acuerdan del decreto 721/2016. El primero de junio del año 2016
Mauricio Macri resolvió derogar la resolución de 1984 que dejaba las decisiones
relativas a la jerarquía militar en manos de los gobiernos elegidos
electoralmente. Había que “dejar atrás enfrentamientos y divisiones”, afirmaba
el actual presidente. Se acabaron entonces los controles civiles sobre los
futuros nombramientos y cambios del destino del personal militar. Las Fuerzas
Armadas recuperaron la autonomía perdida.
Pero
hoy eso poco importa. Todos festejamos: renunció Lopérfido. Ni un negacionista
más, se dice. La negación de la dictadura militar-empresarial de 1976 es para
el progresismo argentino una mera cuestión discursiva. Importa lo que se dice,
no lo que se hace. Nuestro alegre progresismo es la expresión más acabada de un
exacerbado amor por las palabras. De ellas viene y hacia ellas va. Vendrá otro
después que diga que sí, que sí fueron treinta mil, y será entonces un triunfo
de la inexorable fusión entre el campo de los derechos humanos y el de la
cultura. Pero Lopérfido no expresa, como muchos afirman, la avanzada de un
proyecto afín a la dictadura militar-empresarial de 1976, sino la impunidad con
la que ese proyecto viene avanzando hace ya varios años.
Esta
es la pesada herencia cultural del kirchnerismo: una ferviente creencia en el
discurso, una creencia en que las palabras implican pensamientos, y los pensamientos
hechos. Sí, es cierto. Pero los hechos que esos pensamientos implican no son
los que sus palabras enuncian. La herencia política del kirchnerismo tiene hoy
sus administradores en el campo de la cultura. Son pequeños CEOs culturales
ejecutores de palabras, temas y consignas. Pequeños CEOs que, con sus listas
blancas de nombres y fechas, distribuyen mercancías discursivas que
tranquilizan y entusiasman a su público.
Los
discursos van por un lado, nuestras vidas por el otro. El confort del antimacrismo
discursivo se contrapone con un macrismo vital que a todos nos atañe. Hay una retórica
de buenos y malos que viene hace años organizando la vida política y anulando
la experiencia cotidiana como motor del pensamiento. La crítica no puede ser un
insumo retórico para quedar bien parado frente a los amigos. Pensar no puede
ser reafirmar complacientemente lo ya sabido. No si lo que buscamos es eficacia
política. Hablamos de la necesidad de explicitar la continuidad de algo más oscuro,
de la permanencia de algo que va más allá de los malos de turno.
¿Cómo
escaparle, entonces, a esta pesada herencia cultural? Tal vez sea necesario
intentar pensar lo que ella presenta como impensable. Intentar decir lo que sus
listas blancas plantean como indecible. Declararle la guerra a los
administradores de la cultura y a sus mercancías discursivas tan confortables y
tranquilizadoras.