Tela para cortar // Verónica Gago
La presión crece. Una metodista toma
los tiempos de producción con cronómetro y el control se respira en la nuca.
Nueve operarixs en cada mesa se distribuyen las piezas de tela. Unas manos unen
los hombros, otras cierran el lateral y pegan las tres tiras. Mientras, se
arman los cuellos y luego se les agrega la etiqueta trasera. Los dedos ágiles
parecen hacer pases de magia entre el género que se desliza bajo la aguja. Hay
que hacer coincidir las franjas, no dejar frunces. Se cose para las mega marcas
Adidas y Nike. Camisetas de primera línea para el equipo de la selección
nacional de AFA y para clubes de primera como River y Estudiantes. Últimos
modelos deportivos que brillarán en las vidrieras unos días después. Algunas otras
prendas también se exportan. Para que esos super logos sean posibles en las
actuales condiciones de trabajo, hoy lxs costurerxs no pueden casi ni
levantarse de su puesto. Ir al baño se convierte en un lujo y una pesadilla al
volver corriendo y ver los cortes acumulados, desobedeciendo al cronómetro.
Mientras tanto, en el Palacio de
Justicia, el Tribunal Oral Número Cinco es escenario del racismo desinhibido de
la abogada defensora de los empresarios y dueños del taller textil de la calle
Luis Viale, donde murieron seis personas en un incendio hace diez años. La
“letrada” –como dice la jerga leguleya- habla de lxs trabajadorxs migrantes de
Bolivia argumentando que “en el contexto en el que se mueve, su mente es
bastante primitiva”, propone justificar la explotación en nombre de que “en su
lugar de origen viven en peores condiciones”, cree que puede tratarse de
“delitos culturalmente motivados”. No son situaciones muy distantes: son lugares
desde los que se difunden socialmente imágenes de racismo y de disciplinamiento
laboral frente a los despidos y al ajuste, donde lo que se busca es expandir el
miedo como fórmula de explicación de lo que sucede, y de obligar al conjunto de
lxs trabajadorxs –más allá de su nacionalidad- al acato a la jerarquía y a las amenazas.
Son mensajes que se envían al conjunto de la sociedad y que exceden por lejos
al recinto del tribunal o a las paredes de una fábrica. Este martes, sin
embargo, la sentencia del tribunal dio un paso promisorio: además de la condena
de trece años de prisión a los dos talleristas a cargo del lugar (uno
argentino, otro boliviano), también se ordenó la investigación a los dueños de
las marcas para las que trabajaba el taller, Daniel Fischberg y Jaime Geiler, así
como a los inspectores y a la policía.
Corte
y confección
La situación laboral en las empresas textiles está subiendo en temperatura entre el chantaje patronal y las resistencias que empiezan a mostrarse desde lxs trabajadorxs. Todo es cuestión de ajuste: de tiempo y de costos del lado de la empresa Tessicot S.A., donde trabajan 800 personas. Es una entre muchas fábricas textiles donde se respira ya el conflicto, donde los sindicatos por el momento llaman a la paciencia y la calma, y donde lxs trabajadorxs saben que mientras esperan siguen avanzando las amenazas y las listas de futuros despedidxs son el rumor que ni el sonido de las máquinas logra acallar. Sobre cada unx de lxs trabajadorxs (compuesto por un 85% -600 mujeres y hombres- migrantes), el ajuste lastima los cuerpos: tendinitis, dolor de cervicales, lumbalgia, hernias de disco, stress, ataques de pánico y hasta un ACV asaltaron la fábrica en las últimas semanas con acelerada repetición. Las licencias de enfermedad se multiplican y quienes las toman pasan a la fila de los “ajustables” de modo automático.
Pero el cuerpo pone un límite, una
frontera de resistencia. “No podemos destruirnos para cumplir con lo que
necesita la fábrica, en casa nos esperan nuestrxs hijxs”, grita Rebeca en la
asamblea improvisada en el Parque Los Andes, en el corazón del barrio porteño
de Chacarita. Justo en diagonal, las vidrieras del outlet de Nike espejarán más
tarde las banderas improvisadas que opacan su resplandor.
El mismo día en que Mauricio Macri
vetó la ley anti-despidos, en la textil Tessicot S.A., vinculada a la fábrica
de hilados Sedamil, se impedía el ingreso de siete trabajadorxs costurerxs. Ya
se habían sucedido otros. Sin recibir telegrama previo, la empresa alegó
despedirlos con motivos de reestructuración. Cinco de ellxs, ¡oh casualidad!,
son los representantes de sus respectivas líneas. Todxs son bolivianxs, que ya
soportan un diferencial de salario notable respecto de sus colegas argentinxs.
Resisten a la implementación, desde hace un par de meses, del método Lean, que exige
un incremento permanente de la productividad. La patronal insufla miedo:
amenaza con cerrar frente a la lluvia de importaciones chinas y exige más
producción. “Más rápido y mejor hecho”, se les dice en el hombro a cada unx que
está reclinada sobre las prendas que se están cosiendo a un ritmo cada vez más
insostenible. La botonera, el atraque y la ojaladora ahora son operaciones que
quedan fuera de la línea de producción y las hace la operaria de mesa, a quien
tampoco se le pueden juntar muchas prendas y a la vez se le exige extremar
“calidad”.
Ninoshka ya tiene el brazo
inmovilizado pero no deja de vociferar en el medio del frío su situación como
responsabilidad de la empresa. Mientras escuchamos su testimonio, se acerca un
chico joven: “Trabajo en una fábrica de acá a la vuelta, haciendo muebles y
también ya empezaron los despidos y los medios turnos”, comenta. Por primera
vez ve en la calle a decenas de trabajadorxs que son sus vecinxs pero que jamás
cruzó, siempre escabullidxs a las carreras a buscar el subte, el tren y el
colectivo; tampoco imaginó que terminaría invitado a la asamblea improvisada al
rato.
Ely también sufre en el hombro unas
dolencias que le dejaron fuera de la línea. Está obligada a hacer
rehabilitación pero no se aleja de la organización que siente que es lo único
que le va a devolver algo de salud. La visibilización del conflicto a través de
los medios funciona pero la lista de despidos no deja de ser un fantasma que
acosa apenas se vuelve a la rutina. Las delegadas de línea que conversan en la
puerta unos días después de la asamblea aclaran que la prioridad sigue siendo pedir
la reincorporación de lxs compañerxs. Pero al momento otra trabajadora avisa
que los recibos de sueldo de esta quincena ya vienen con el descuento de las
horas de paro, porque el gremio no llegó a respaldar la medida. “El argumento
que nos dieron es que la notaria pública filmó a quienes pararon la fábrica”,
puntualiza. El descontento crece pero también la sensación de que las
represalias se sienten en el bolsillo que ya está más que flaco, porque no a
todos les dan tickets canasta (otra de las discriminaciones internas) y porque
el último aumento fue de 240 pesos.
Tiempo
de organización
“Nos tenemos que organizar de
cualquier manera. Es nuestra única fuerza”, dice Miriam, una de las activistas
que prefiere no dar su verdadero nombre. Hay una lucha concreta por el tiempo
de la organización. Lxs trabajadorxs presionan y están dispuestas a pelear la
representación de cada línea. “Nos estamos formando entre nosotras para
presentarnos en las elecciones de delegadxs internos de la fábrica, que serán
en septiembre. Nos juntamos a leer las leyes y convenios, nos juntamos con
gente de organizaciones y otras experiencias de fábricas, tratando de
prepararnos y saber cómo articularnos sin perder nuestro proceso de asamblea”.
En medio del conflicto, se percibe con más nitidez que hace falta hacerse
tiempo para la formación. Ese es parte del saldo precioso del conflicto, no
exento de complicaciones. “A muchas se nos hace re difícil: trabajamos muchas
horas, además sabemos que necesitamos encarar esta lucha poniendo más tiempo, y
sobre todo no podemos descuidar a nuestrxs hijxs”, reflexionan, ya fuera de la
marcha. “Necesitamos que nos apoyen sin aparatearnos. A la cabeza están lxs
despedidxs y los representantes de línea que somos quienes tenemos comunicación
permanente con nuestrxs compañerxs aunque no tenemos mucha experiencia política”,
explica gráficamente otra de las presentes en las reuniones de formación. Es un
aprendizaje acelerado. Agrega Miriam: “Hay que sostener la pelea, ayudarnos a
mantenernos firmes a pesar del desgaste y las amenazas y, sobre todo, sostener
los vínculos entre quienes fueron despedidxs y quienes aun estamos en la
fábrica”. Es mucho trabajo, pero otro tipo de trabajo.
Un,
dos, mil talleres
Muchxs de lxs trabajadores textiles
han pasado, antes de estar en la fábrica, por talleres textiles mediáticamente
denominados “clandestinos”. Mucho se discute de las diferencias pero también de
las similitudes de los métodos de trabajo en ambos espacios que, a primera
vista, parecerían bien distintos. “Ojo que en la fábrica, de los enchufes
comunes, cuelgan un montón de cables y además estamos tabicados. Si algún día
hubiese un incendio, sería una tragedia”, dice Ninoshka. Por supuesto el
incendio no es una imagen cualquiera.
En estas semanas se sucedieron los
alegatos y finalmente la sentencia del juicio por el incendio del taller textil
de la calle Luis Viale. Sucedió exactamente hace diez años, marcando un punto
de inflexión en la visibilidad dramática de esa realidad laboral. Pero también
desde entonces una serie de organizaciones de jóvenes migrantes encararon una
manera de politizar realidades que no se agotaban en denunciar la explotación
y, mucho menos, en creer que todo se hacía claro si se hablaba de “trabajo
esclavo”. Hace un año, cuando otro
taller se volvió a incendiar, en la calle Páez, también en el barrio porteño de
Flores, esa red de organizaciones mostró su fuerza y su capacidad de construir
una narrativa y una voz desde lxs trabajadorxs, que es mucho más compleja, minoritaria
y arriesgada que la que le queda cómoda a quienes se deleitan sólo con la
denuncia o a quienes tienen recetas ya hechas de la organización del malestar
(algunxs con tradiciones de miles de años).
Myriam Carsen, abogada de las víctimas
del incendio que actúan como querellantes evaluó al juicio como un hito
importante: “Creo que el juicio ha hecho un camino muy distinto al que
imaginamos, fue mucho mejor en el sentido que por primera vez la fiscalía se
puso al hombro la defensa de lxs trabajadorxs del taller. Este último fiscal
(Fabián Céliz) encontró un camino para la investigación y ha jugado un papel
importante para saber lo que pasó y lo hizo con compromiso y muy seriamente. Cuando
parecía todo perdido, nosotros como querella tuvimos una posición de sostener la necesidad de que el juicio siguiera
adelante y lo logramos”.
Los jueces habían intentado varias
veces pedir la prescripción, pero una vez que la Cámara de Casación les obligó
a hacer el juicio, han mostrado interés en la nueva etapa. “Esto demuestra la
utilidad del juicio oral como procedimiento: no es lo mismo leer papeles que
escuchar directamente las voces de las víctimas, estar frente a los testimonios
de familiares y a los imputados. En esa línea, se impulsó la inspección ocular
del taller”, señala. El martes último, tras la sentencia, Carsen dijo a Las/12: “Fue un fallo muy completo aun
si no reconoce la imputación del dolo, sí reconoce la reducción a la
servidumbre y ordena investigar a los propietarios del local, a su vez
proveedores de trabajo, y a los funcionarios y policías por las denuncias de
coimas”.
Ni
esclavxs ni primitivxs
Hablar de lxs trabajadorxs migrantes
como esclavos, sumisos, y primitivos es siempre un tipo de infantilización que
históricamente se comparte con la subordinación patriarcal. Por eso, ambas
agendas confluyen en el mejor lugar que pueden hacerlo: en la calle. La mudez con
que algunas de las mujeres reaccionaron a la pérdida de sus hijxs en el
incendio empieza de a poco a descongelarse.
Frente a los argumentos racistas que
se escucharon en el juicio, el Colectivo Simbiosis Cultural, activista desde
hace años en la búsqueda de justicia por este caso, se pregunta: “¿Es gratis
decir todo eso? Si bien entendemos que es el pensamiento de una parte de la
sociedad, el tema es que se vuelven a usar esos argumentos en ámbitos
jurídicos, por parte de una funcionaria pública, quien tiene a cargo la
docencia en la Universidad de Buenos Aires, y que incluso fue a dar clases a
Bolivia. Es de una gravedad enorme el pensarnos como sociedad amparando este
tipo de discursos en estos niveles, y mucho más como colectividad boliviana,
como trabajadorxs migrantes. Nosotrxs no vamos a conceder que se cambie el eje
del juicio, de lo que se está juzgando, que consiste en determinar quiénes
tienen la responsabilidad de mantener a esa cantidad de personas en esas
condiciones, para extraer el máximo rédito económico posible y buscamos trazar
todo el continuo que la fragmentación de la producción pretende ocultar”.
La necesidad de poner de relieve las
resistencias que se tejen acá y allá, de conectar lo que pasa en una fábrica
con lo que se vive en una organización barrial, lo que se discute en términos
jurídicos con la violencia institucional, de enlazar la violencia en los
territorios con el impacto del tarifazo y así siguiendo sólo es posible en la
medida que se cosen las prácticas y los lenguajes para evidenciar la singularidad
de lo que tienen en común.
En la escena del juicio por el
incendio del taller textil y en la asamblea de lxs delegadxs se visibiliza sólo
un eslabón que tiene el desafío de construir sus traducciones y conexiones con
otras realidades. Es un trabajo casi artesanal, que insume horas y más horas,
pero del que emergen voces potentes. Agrega Sonia, una de las integrantes de
Simbiosis: “Si se consideran los argumentos que se hacen contra nosotrxs como argumentos
válidos, es porque se quiere hacer entender que en Argentina hay ciudadanos que
no podrían reclamar por sus derechos ya que entran en ese “parámetro cultural”
otro, que se los deja afuera del derecho. De hecho, para las únicas personas
que intentaron reclamar por las condiciones de trabajo y se animaron a
denunciarlas, la defensa pidió que se las investigue por “falso testimonio”, en
el cual “ellos” cumplen el rol de “sumisos y trabajadores”. Además claro, que
eso habilita que se los pueda explotar laboralmente ya que “en su lugar de
origen viven en peores condiciones”. Eso no lo podemos tolerar”. Hay que marcar
esa frontera de lo intolerable y, como dice Miriam, la única fuerza que tenemos
es organizarnos.