¿Por qué ha fracasado Podemos? // Emmanuel Rodríguez
Fracaso
es una palabra demasiado gruesa, pero seguramente es la más apropiada para un
partido que como ningún otro se ha empeñado en la retórica de los “ganadores” y
los “perdedores”, que desde el principio insistió en que había nacido para “ganar”.
El término resulta todavía más adecuado si se considera que ayer Unidos Podemos
no fue derrotado por nadie que no fuera él mismo. La victoria no fue obviamente
del PSOE, que perdió 100.000 votos respecto al 20D. Y a duras penas la podemos
atribuir al partido dirigido por ese gran lector del Marca que es Mariano
Rajoy. Los populares sumaron ayer casi 700.000 votos más respecto del 20D, de
los que cerca de 400.000 fueron restados a Ciudadanos y otros 300.000 fueron
provistos por otros caladeros (abstencionistas en su mayoría). En conjunto el
“bloque conservador” PP-Cs sólo obtuvo 300.000 votos más. No es gran cosa. La
España de la derechona que tan cómoda resulta como comodín explicativo a los
izquierdistas jugó ayer un papel de minoría, exactamente de una minoría del 23%
de los 34 millones de españoles con derecho a voto (sin contar con los
inscritos en el exterior).
La
verdad es que ayer Unidos Podemos recibió un millón cien mil votos menos que lo
que sumaban Podemos, las confluencias e IU en las pasadas elecciones del 20D. Y
lo cierto es también que ese millón cien mil votos aparecía en todas las
encuestas previas, que sin variación apreciable mostraban el sorpasso al PSOE.
Pues bien, ayer Unidos Podemos quedó por detrás del PSOE no sólo en escaños, también
en votos. Casi uno de cada cinco votantes que estaba dispuesto a votar
únicamente a Unidos Podemos decidió quedarse en casa o dedicarse a otras
actividades.
¿La
razón? En esta ocasión, no pierdan el tiempo preguntando en portería. Les dirán
que la confluencia ha sido un fracaso. Si son de la fracción “populista” de la
organización (los de Errejón), les hablarán entre bambalinas de que IU no suma,
que el liderazgo de Pablo resta, que asusta al electorado moderado, etc. Si
atienden un poco más a los datos, les explicarán que una parte de los electores
de un partido (Izquierda Unida), que ha rozado varias veces el
extraparlamentarismo, no se sentía cómodo con la campaña (por cierto, dirigida
por Errejón), o que tanta #sonrisadelaabuela y tanta bandera de España han
acabado dejando de lado al votante tradicional de izquierdas.
Ciertamente,
aquellos que decían en las encuestas querer votar a Unidos Podemos y ayer no
tuvieron ganas de hacerlo pueden argumentar toda clase de razones. Los hay
seguramente que no fueron a votar por pereza, cansancio de tantas elecciones o
porque hacía mucho calor. También están los que pueden dar argumentos
políticos, como que no acudieron espantados por la prepotencia del partido que
“siempre gana”, porque para votar “socialdemocracia” mejor dejar gobernar al
original, que la confluencia no les convencía porque era una chapuza cerrada en
despachos sin primarias ni validación democrática, que están hartos de un
partido que en términos de la nueva sociología de la vida cotidiana sólo busca
el “voto cuñao”. Y así un largo etcétera extendido en todas direcciones. Pero
toda esta casuística, que a la postre resulta infinita, sólo puede interesar a
los aprendices de director de campaña, a los expertos en análisis electoral y a
aquellos partidos que se interpretan a sí mismos según los marcos de la
política convencional.
Si
lo que se quiere es una explicación, conviene no prestar mucha atención a la
mercadotecnia electoral y empezar a entender el fracaso en el marco mucho más
complejo del ciclo político, de la crisis política que abrió el 15M. La “apatía
del voto a Podemos” tiene mucho menos que ver con las razones individuales que
con la falta de convencimiento colectivo con un proyecto político de cuya
construcción hemos sido testigos privilegiados. Valga decir que Podemos ha
crecido como opción real de gobierno únicamente porque se ha sabido montar
sobre una ola de cambio hecha de una esfera pública crítica y activa, de una
multitud de movimientos salidos antes y después del 15M y de una lógica de
comunicación en red que opera a través de canales que no dependen de los medios
de comunicación convencionales.
Ayer,
y en realidad desde hace mucho tiempo, una parte mayoritaria de ese espacio
permaneció inactivo. Lo hizo por aburrimiento con la política experta, por
falta de convencimiento en el proyecto o por simple incapacidad para poder
defenderlo. Si se quiere una sola imagen: cuando en estos días, y en cualquier
entorno familiar o laboral, había quien anunciaba que no iría a votar a Unidos
Podemos por sus “X” razones, no había nadie con capacidad de convencerle, al
menos con argumentos, de que lo hiciera; de explicarle que a pesar de los
innumerables defectos de Podemos todavía merecía la pena apostar por ellos.
Para
entender la derrota de Podemos, hay que atreverse a hacer un pequeño viaje en
el tiempo, al menos cinco años atrás, cuando, tal día como hoy, el 15M estaba
levantando las acampadas de las plazas al grito de “lo llaman democracia y no
lo es”. En aquel entonces, el movimiento rehuía de la construcción de
liderazgos personales, defendía una política horizontal y amateur, y tenía en
el centro de sus preocupaciones incluir al mayor número de gente común. El
éxito de Podemos en sus primeros tiempos, cuando se declaraba como un partido
“antipartido”, se debió a que fue un calco político del 15M, que se expandía
según el mismo patrón de proliferación de asamblea locales (círculos) y de
replicación en redes.
Su
primera crisis seria se produjo cuando Podemos empezó a asomar como un partido
más, con su dirección oligárquica y sus infinitas trifulcas por el poder
interno, y cuando su estrategia de transversalidad se vino al traste por la
irrupción de Ciudadanos. De aquella franja del 15-18% de expectativa voto, en
la que estaban encallados desde la primavera de 2015, no le salvaron sus
propios aciertos, sino el éxito de las candidaturas municipalistas que en
algunas ciudades, y de acuerdo con formas de comunicación, implicación y
organización más próximas al 15M, volvieron a elevar el techo electoral. El
recuerdo de las mismas fue lo que empujó también las posibilidades de Podemos,
cuando el 20D obtuvo sus mejores resultados allí donde fue en “confluencia”.
Ayer
ya no quedaba mucho de ese impulso social distribuido. Lo único que hizo la
campaña electoral fue confirmar esta ausencia. Las “rojigualdas”, la “patria”,
la moderación, la “socialdemocracia”, el triunfalismo dejaron indiferentes a
los más. Y muchos finalmente no fueron a votar. La única diferencia
significativa entre la campaña del 20D y la del 26J ha sido de grado, en el
sentido de una campaña de partido, que sólo depende del partido y que cada vez encuentra
menos elementos de resonancia externa. No es un problema exclusivo de la
dirección de Podemos, sino de una lógica compartida por la “nueva política”
dirigida exclusivamente a recuperar la representación. De hecho, se perdieron
votos en todas las autonomías. Más de 200.000 en Andalucía y otro tanto en
Madrid, que juntas acumularon el 40% de ese millón cien mil de “votos
«ausentes”. Pero también se perdieron en las “confluencias”, donde la dirección
de campaña dependía mucho menos de “Madrid” que de los activos locales: 130.000
en Valencia, 80.000 en Cataluña y más de 60.000 en Galicia, aviso a navegantes
de que el legado municipalista no es eterno y que los pactos de despacho
tampoco pasarán siempre por “nueva política”.
Durante
este último año y medio, Podemos ha prometido esencialmente dos cosas: (uno)
que podían ganar las elecciones y (dos)
que con el gobierno en su mano darían cumplida respuesta a las exigencias de
cambio. La segunda promesa es siempre dudosa y, desde luego a tenor de algunas
de sus manifestaciones locales, como Manuela Carmena, parece por completo
desmentida. La primera ha funcionado como un narcótico para infinidad de gente,
que por puro interés (porque querían formar parte de la industria de la
representación), por necesidad de creer o por buena fe, pensó que este era el
momento de la política profesional, de delegar en un grupo inteligente y capaz
de desencallar lo que la “gente” no iba a ser capaz de hacer por sí misma. Ayer
esa promesa se demostró, una vez más, falsa. Sin la “gente” y sin política que
vaya más allá de los expertos y de la lengua de palo de los políticos
profesionales, no se ganan elecciones, no al menos si lo que se pretende es
empujar un proyecto de cambio real.
El
terremoto de ayer puede desencadenar nuevos seísmos. Puede abrir la guerra
interna del partido, entre los partidarios de Pablo y los de un Errejón que, a
pesar de ser responsable principal de este fracaso, considera que esta es su
hora. O puede, en el mejor de los casos, promover movimientos de cambio y
reflexión interna, que siempre que no se encallen en soluciones mágicas (como
las superficiales de un cambio de dirección y discurso), quizás sirvan como un
saludable revulsivo interno. Sea como sea, todo lo que no entienda que la
radicalización democrática no encaja bien en los canales de la política
institucional, en los partidos oligárquicos convencionales, en la adhesión
incuestionable a las figuras carismáticas, volverá a recaer en las ilusiones
del 26J. Sus señorías de la “nueva política” se lo deberían hacer mirar y
empezar a pensar en otras claves. Desgraciadamente es muy poco probable que
recuperen la frescura y la mirada que hace apenas unos años era todavía el
sentido común de aquella gigantesca ola de cambio, que un día como hoy de 2011
pensaba en ampliar y multiplicar lo que ya se había conseguido en seis semanas
de acampadas en las plazas.