Resistencia // Diego Sztulwark
A veces parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie
En el centro de la fiesta
está el vacío
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie
En el centro de la fiesta
está el vacío
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.
Juarrós
Emergencia! Es el grito atorado de una vida que se
desmultiplica en zonas de adaptación y confort y zonas de padecimiento y rabia.
¿Se trata de aprender a gestionar nuestras pasiones? ¿no es justamente este
poder de auto-regulación lo que nos ha sido despojado? ¿no este último
capítulo, el de la desposesión subjetiva, individual y comunitaria, lo que
llamamos, en el fondo, neoliberalismo? ¿hay política posible sin cuestionar
esta desapropiación que nos vuelve gobernables, sin apropiarnos de una
autonomía pasional colectiva?
En la escisión entre régimen de opinión y
desposesión afectiva se juega el registro de lo político contemporáneo. Lo
político mas como medio socialización anímica que como revisión de nuestras
servidumbres maquínicas. Incluso allí dónde lo político entusiasma. Ni hablar
cuando deprime.
Tomados en ese vaivén, en la Argentina -luego de un
período de notable entusiasmo- se escucha hablar de “resistencia”. El primer
recuerdo histórico que esa palabra evoca es la resistencia obrera, primero
anarquista o irigoyenista, y luego mayormente peronista, durante los años
sesentas. Aquella resistencia, sin embargo, se desarrollaba al interior de un
paradigma represivo, mientras que los poderes actuales, aún cuando no han dejado
nunca de acudir a la represión y perfecciones sus medios, operan de manera
productiva –modulando positivamente los modos de vida- y movilizante. ¿Qué
puede significar, en este contexto, la noción de resistencia?
La transacción neoliberal no se da sin ganancia
subjetiva (en términos de consumo, de libertad, acceso a servicios e
información). Esta ganancia es el principal obstáculo para una política de
transformación fundada en la voluntad de cambio. ¿La resistencia a la
normalización de la vida y de la política que experimentamos puede ser vital
sin ser política: puede también ser política sin ser vital? ¿Y cómo podría la
política, siendo lo que es, ligar con lo desafiante vital?
Lo primero entonces, es aclarar esta noción de lo
vital. Que el neoliberalismo reivindica para sí en términos de goce y
movilización. Y que lo resistente no puede concebir sino como persistente
no-adecuación. Lo neoliberal es el esfuerzo por difundir códigos de adaptación.
Lo resistente por tomar distancia de ese esfuerzo, por resistir el llamado a
amar las cadenas. Sin esa resistencia no se crea vitalidad. Sencillamente se la
consume.
Han Fallada ha escrito en 1946 un libro sobre la
resistencia: Sólo en Berlin[1].
Una pareja de obreros (los Quangel) adherida al modo de vida nazi predominante
durante los años 40- 42. Una vida sencilla, sin preguntaba por el destino de
quienes caían en desgracia.
Un día como tantos, los Quangel, reciben una carta
que les comunica la muerto de su único hijo en el frente de batalla. Una espesa
conmoción se apoderó de ambos. Luego, el silencio. Días de silencio. De trabajo,
rutina y silencio. Días que incuban una transformación de alcance
inesperado. Otto, el marido, comienza a escribir una postal dirigida a la
máquina asesina del Tercer Reich: “Madre: El Führer ha matado a mi hijo…”.
Anna, la mujer, comprende que “con esa primera frase él ha declarado una guerra
eterna”. Guerra que deberán librar “ellos dos, unos pobres, pequeños
insignificantes trabajadores que con una palabra podían ser borrados para
siempre, y al otro lado el Führer, el Partido, con su enorme aparato de poder y
su esplendor y tres cuartas partes, incluso cuatro quintas partes del pueblo
alemán detrás”.
Un día tuvieron un hijo, el Führer lo ha asesinado
y ahora escriben postales. Unas postales que dejarán semanalmente en escaleras
de edificios en los que viven médicos y abogados, por las que circulan clientes
y pacientes. “Inundaremos Berlin de postales”, dice Otto a Anna:
“entorpeceremos el funcionamiento de las máquinas, derribaremos al Führer,
pondremos fin a la guerra…”.
El viejo Quangel seguirá siendo el mismo jefe de
taller de fábrica, ese hombre “viejo y estúpido”, “poseído por el trabajo y una
sucia avaricia”. Nadie sabrá jamás que por su cabeza bullen ideas que no tienen
sus jefes ni los trabajadores a quienes vigila. “Todos ellos morirían de miedo
si los asaltaran semejantes pensamientos”. El viejo Quangel los tiene, y los
engaña a todos.
Y cuanto más postales difunden más mutan sus modos
de percibir lo que sucede en su entorno. Ya no aprueban tan dócilmente la
persecución de los judíos que, “como la mayoría de los alemanes” los Quangel
habían aprobado en “su fuero interno”. Ahora que se habían convertido en
“enemigos del Führer” esas cosas adquirían para ellos un aspecto y una
relevancia completamente diferentes.
¿Que
harían los Quangel cuando ya no debieran ocuparse más de escribir sus postales?
¿ya encontrarían algo por lo que merezca la pena luchar, decía Anna, algo
público y notorio, sin tanto peligro? “Peligro siempre hay”, respondía Otto:
“de lo contrario no sería lucha”. El peligro acecha, lo huele. “El
peligro no acecha en la escalera, ni al escribir. El peligro está en un lugar
diferente que no puedo precisar. De pronto nos despertaremos y sabremos que
siempre ha estad ahí, pero no lo hemos visto. Y entonces será demasiado tarde”.
El
peligro, escribe fallada, no estaba en los detalles operativos. Sino en el
hecho que, como a todo el mundo los Quangel “creían en su esperanza”. No sabían
que casi todas las postales iban siendo capturadas por la Geheine
Staatspolizei (Gestapo). Cuando los interrogadores policiales le
pregunten cómo fue posible que creyese que él sólo, junto a Anna, pudiera
derrotar al aparato de Führer, Otto respondió: “usted no lo entenderá nunca”.
“Da igual que sólo luche uno o diez mil; cuando alguien se da cuenta de que
tiene luchar, lucha, sea sólo o acompañado. Yo tenía que luchar, y siempre
volvería a hacerlo. Sólo que de un modo distinto, completamente diferente”.
La
historia de los Quangel es tan real como ficcional. Fallada (su verdadero
nombre era Rudolf Ditzen;1893-1947) accede a ella a partir de los archivos de
la Gestapo. Sus amigos de la recién creada Liga Cultural para la Renovación
Democrática de Alemania, fundad en 1945, le habían ofrecido el legajo y
proponía que escribiera una novela sobre la historia del matrimonio Hampel (los
Quangel). El encargo sólo surtió efecto cuando el escritor se convenció de la
singularidad del caso: “no se trataba de una actuación derivada de un
compromiso político consciente, sino de la voluntad individual de dos personas
corrientes de vida retirada”. Tiempo después Primo Levi escribió que se trataba
del libro “más importante jamás escrito sobre la resistencia alemana".
¿A
qué podemos atribuir esta importancia? ¿al relato “micropolítico” de Fallada,
que nunca sacrifica los tejidos efectivos entre vidas y hechos al juicio
ideológico totalizante? ¿a la captación de una alteración molecular, una
desviación afectiva respecto de la norma que hace que un matrimonio del todo
ligado al orden se convierta en una autentica máquina de guerra? ¿en la
enseñanza de la fuerza que adquieren las batallas movidas por un arraigo
involuntario a la vida, por sobre la frágil solidez de los enfrentamientos
fundados en motivos de conciencia teórica? ¿al modo para nada estetizante de
concebir lo resistente, que no apela a la ostentación de lo “alternativo” sino
que hace de las variaciones imperceptibles el arma mas poderosa, la que
transforma mas radicalmente la existencia sin alterar en apariencia la vida
cotidiana? ¿del modo en que convoca un desafío vital como exigencia interna de
toda acción verdaderamente resistente, es decir, creadora de nuevos hábitos y
perspectivas? Tal vez haya que buscar por otro lado: por la
des-estereotipización de lo resistente que pone en juego al descubrir en la
ruptura de los afectos que enemista con el orden, vivida sin ayuda alguna de
fuerzas colectivas en que lo político pudiera reinventarse, no lo
“antipolítico” y el refugio en lo individual, sino el punto en el cual lo
político mismo comienza a faltar, empieza a estar en falta y por una vez debe
inclinarse ante la vida sacudida y abandonar su altanera pedagogía.
La
resistencia puede adquirir tal vez la forma de los “preocursores oscuros”,
aquellos elementos de los que se presume que forman parte del orden sin serlo,
partículas que tantean cursos aún inexistentes buscando catalizar un potencial
ignorado, ideando encuentros que actualizan nuevas feurzas. Una ética de
precursor supone actuar sin creer en el orden, en continua atención, aún en la
oscuridad.
Fuente: http://erroristas.org/