Por una justicia anacrónica contra la servidumbre feliz // Manuel Ignacio Moyano
I. En un
texto publicado por la Agencia Paco Urondo, “‘Va a estar bueno’: una
aproximación a los futuros del macrismo”, Ezequiel Gatto mostraba cómo el
discurso macrista se ha ido organizando por medio de la institución de un saber
técnico con una temporalidad histórica muy específica: la alusión inevitable
hacia el futuro, un futurismo. Así, “Cambiemos”, “Revolución de la alegría”,
“Cordobazo del desarrollo”, “Rebeldía sana”, no son solo consignas discursivas
de campaña y de gestión —otra de las novedades de este futurismo es que la
campaña política que tiende a ganar el futuro y la gestión no se diferencian en
lo más mínimo en términos discursivos— sino también modalidades de
subjetivación. El texto de Gatto lo sabe y muestra bien cómo este futurismo sin
reservas se aloja en el feliz entrecruce contemporáneo de las tecnologías más
refinadas con los afectos y las emociones más comunes. Se trata ya no de una
tecnocracia sino de una cibercracia. Retomando las palabras de Gustavo Varela,
afirma: “en el horizonte del macrismo, está convertir al gobierno en una
aplicación.” Bien podríamos decir, en consecuencia, que este horizonte quiere
realizar en el gobierno lo que ya acontece en el nivel socio-cultural más
inmediato. Precisamente ésta es la definición de neoliberalismo que encontramos
entre muchos otros que piensan micropolíticamente al macrismo: el
neoliberalismo no solo es un conjunto de políticas económicas sino también y fundamentalmente
una disposición de los cuerpos y los
afectos a un nivel socio-cultural extendido. Es decir, un dispositivo de
organización social que funciona más acá y más allá del gobierno estatal pero,
y esta es la actualidad argentina que se extiende en América Latina, también busca
atravesar al Estado y transformarlo radicalmente. En su jerga: modernizarlo —de
allí el flamante Ministerio de Modernización y su protagonismo brutal en el
nuevo gobierno.
Sin embargo, y esto se ha repetido bastante ya
en la senda de las investigaciones de Foucault sobre la biopolítica y la
gubernamentalidad, este modelo de subjetivación extiende y/o busca extender un
modelo de subjetividad a todo el resto del tejido social. Este modelo no es
otro que el del “empresario” o “emprendedor”, figura que busca obtener su
felicidad en la producción de una ganancia subjetiva que siempre será vital —de allí su tenacidad y
constancia. El neoliberalismo empresarial es, en consecuencia, un capitalismo
vitalista.
Ahora bien, esta “ganancia” solo será posible en relación con otros. Y esta es una de
las novedades de este nuevo empresario-ciudadano. No se trata de un capitalismo
salvaje, de una guerra de todos contra todo, como en la figuración del cerdo
burgués de principios de siglo XX. Es un modelo, pese a quien le pese, comunal. Si en los eslogans del nuevo
gobierno siempre resaltó la figura del “trabajo en equipo”, ahora lo es la de
“todos juntos”. No estamos ante un individualismo salvaje y competitivo del
sálvese quien pueda. El empresariado de hoy tiene una altísima conciencia
social que está más allá de las figuras tradicionales de la ideología. Como se
ha visto, a pesar de su obvio cinismo, la ideología PRO es la misma que la de
cualquier alma progresista. No hay falsa conciencia, por lo tanto. Futurismo y
comunidad hacen también a la subjetividad neoliberal.
II. Si
tomamos en serio a Alejandro Rozitchner, el filósofo-coach del PRO y quien
escribe los discursos presidenciales, y observamos sus talleres y discursos podemos
afirmar que estamos ante la presencia de un saber muy concreto, de un
saber-hacer muy específico que se ha ido produciendo silenciosamente en la
cofradía entre las más diversas instituciones (ONG's, fundaciones, universidades
privadas, museos y festivales de circuitos artísticos de “gestión” cultural,
gimnasios, maestrías y doctorados académicos, instituciones de intercambio
internacional) y determinadas prácticas (literatura de autoayuda, composición
fitness del cuerpo, alimentación sana y cuidada, desarrollo psíquico y
emocional, el devenir “coaching ontológico” de la filosofía, el diseño
cibernético de la vida privada y pública). Y este saber-hacer, llevado a cabo
en una red de instituciones y prácticas determinadas es la que hoy se extiende
por todas partes, acechando y re-produciendo las instituciones y prácticas tradicionales
hasta convertirlas, desde dentro, en neoliberales. Como dijimos antes, es un
saber-hacer “futuro” y “comunidad”, en ello radica el entusiasmo que generan y
su promesa de felicidad.
Ahora bien, todo este “entusiasmo” que propone
el mentor de la inteligencia PRO tiene una ingeniería muy precisa: la de
saber-hacer una comunidad plural y tolerante que, sin embargo, solo acepta
constituirse como tal a condición de eliminar
las trabas históricas del pasado —que
no son sino formas conflictivas en que se inscriben la memoria y sus imágenes—
para abrirse al futuro, siempre ubicado por delante del sujeto y obligándolo
así a posicionarse hacia él.
“Entusiasmo”, “Superación del Melodrama” y “Ganas de vivir”, las consignas del
profeta PRO, son también nombres para la utopía contemporánea de la derecha que
busca alejarse del pasado —tomado solo como “pesada herencia” o como resultado
de un proceso esencialmente “meritocrático” y como tal cerrado. El PRO es utópico y progresista, y esta es la más
insidiosa continuidad que mantiene con el kirchnerismo —no solo en su faz
gubernamental sino también en sus bases. Por lo tanto, como dijimos, la
subjetividad neoliberal contemporánea, tomada del modelo empresarial, es
futurista y también comunal. En el enlace de futuro y comunidad está toda su
astucia, porque solo allí se realiza la promesa
(también futura) de la felicidad y realización personal. Lo que esto
conlleva es a asumir el pasado como un bloque pesado y cerrado. Casi todas las
prácticas gubernamentales y comunicativas de estos pocos meses de gobierno de
Macri giran en torno a esto. Algo que ya gira desde hace rato en los cuerpos
ciudadanos.
III. ¿Qué
nos queda frente a toda esta propensión futurista y común de los dispositivos
neoliberales? Dos cuestiones.
En primer lugar, dejar de “discutir” con el
macrismo. Ya de nada sirve intervenir en el reino de la opinión y la afección
macrista que vive, al modo de las profecías autocumplidas, de la constante
legitimación y aceptación de la sensibilidad y la inteligencia que el mismo
neoliberalismo produce. Que el Facebook y el Twitter ya no sean el campo de la
batalla cultural. Dejar de convencer. Trasladar el plano de lucha y disputa a
un “nosotros anti-macrista”, y de ahí potenciarse.
En segundo lugar, posicionarse desde el lugar
más anacrónico posible y trabar cualquier forma de progreso —individual o
colectivo—, para asumir, como Diego Tatián reclamaba allá por 2007, una
voluntad conservadora. Esto es, una voluntad que sepa distinguir lo que debemos
conservar y llevar a la práctica esta voluntad a cualquier precio. Quizás
volver a 2001, a la puesta en crisis del consenso neoliberal, sea el inicio de
esta restauración. Pero también, junto a la puesta en crisis de los valores
neoliberales, recuperar una palabra, una mera y singularísima palabra que no
parece encajar tan fácilmente en la aceitada maquinaria neoliberal: justicia.
Porque si bien toda justicia, sea cual sea, se proyecta para delante ella no
deja de mirar y de surgir con la vista clavada en el pasado. Es su única
obligación: mirar al pasado. Y esta no es otra cosa que una posición anti-futurista. Hay que quitarle a la
justicia sus alas arremolinadas por el huracán del progreso. Porque la
justicia, la interrogación por la justicia, es la potencia de los anacronismos
—de los pasados irresueltos e irrealizados. Sin embargo, en esta asunción
lexicográfica, ella deberá resolver su eterno dilema con el derecho. Bien es
sabido que justicia y derecho no son lo mismo, y sin embargo se co-pertenecen.
Pues bien: en este consenso neoliberal, que vive de un imaginario futurista y
de comunidades sin grietas, el poder judicial de los diversos Estados
latinoamericanos ha sido fundamental para asegurar la victoria del mismo a
nivel gubernamental (no hace falta mencionar la coyuntura brasilera para
entender este punto). Por lo tanto, frente a ellos habrá que saber reivindicar
una y otra vez la justicia, y sobre todo por
fuera de ellos. Pero antes habremos
de entender que justicia no es una fuerza de los cielos. Tampoco un
significante con contenido alguno. Es solo una palabra-imagen que conmina a
determinada posición: a mirar el
pasado, a escuchar el pasado, a “citar” el pasado para tergiversar el curso arrollador
del progreso. Porque la justicia es una memoria involuntaria que suspende las
coordenadas presentes, he ahí su potencia. No se trata, entonces, solo de
denunciar la “injusticia” del presente y mostrar la otra cara del
neoliberalismo —la guerra civil global que despliega. Eso ya está hecho y viene
por sí solo en cualquier foco de resistencia. El punto es que el neoliberalismo
sabe anestesiar los efectos de esa guerra subterránea y de las manifestaciones
de la resistencia. ¿Cómo? Lo dijimos: con su futuralidad común, su moral de
pluralidad tolerante y su inoculación de entusiasmo mechado con sentido común
en cada ciudadano. Frente a esta anestesia, introducir la punta de lanza de una
justicia anacrónica que con todo el peso del pasado lesione el cerrazón del
presente. Si al multiforme campo popular y a los miles de contrapoderes que
quieren destronar al neoliberalismo les falta una palabra común, esta palabra
se llama justicia. Hay que
emocionarse y afectarse e imaginarse desde ella y acabar con la servidumbre
feliz.