La agenda perdida del progresismo y la nueva ola de movilizaciones // Salvador Schavelzon
El nuevo siglo comenzó en el mundo con
fuertes movilizaciones de distinto carácter pero que podían entenderse como
parte de un movimiento contrario a la globalización neoliberal. No había una
instancia internacional de coordinación de estas protestas, pero las mismas
pueden ser asociadas a un mismo horizonte de época. América Latina fue parte de
este ciclo de forma activa, con movilizaciones contra el ALCA (Alianza de Libre
Comercio para las Américas), y levantamientos que expulsaron presidentes con
agendas neoliberales en Argentina, Bolivia y Ecuador, se enfrentaron a tratados
de libre comercio en México, o rechazaron ajustes.
En Brasil, el Foro Social Mundial,
inicialmente surgido como oposición al Foro Económico de Davos, se sumaba a una
ebullición de movimientos sociales que fueron centrales en las protestas
latinoamericanas, en un momento en que era posible aglutinar sectores tan
diversos que podían mostrar simpatía por Chávez o por el Subcomandante Marcos,
definirse como autonomistas y horizontales, recibir financiamiento de ONGs o
ser un sindicato aliado a un partido. Estudiantes, maestros, campesinos,
indígenas, trabajadores sin tierra o desocupados contribuyeron a que se vuelva
posible un cambio de signo político que se registró electoralmente en la
mayoría de los países de la región.
Buena parte de la energía que venía de
estas movilizaciones se transformó en apoyo a nuevos gobiernos progresistas, en
algunos lugares protagonizados por los propios movimientos, en otros impulsando
medidas exigidas por estos en los años anteriores. Una política que se
expresaría alrededor de la dinámica electoral, en los grandes medios de comunicación
y cada vez más en las redes sociales, dejaría las calles para nuevos participantes.
En un mundo de “Guerra al Terror”, BRICS y la gestación de una nueva crisis económica
mundial, pasarían diez años hasta que un ciclo de fuertes movilizaciones se
reiniciara.
En el tiempo del auge del progresismo
sudamericano, sectores críticos al gobierno y que se movilizaban a partir de nuevos
conflictos mantendrían cierta conexión con las nuevas modalidades y
perspectivas políticas ya expresadas en el momento anterior de movilizaciones
anti-neoliberales y altermundialistas. Desde asambleas o movimientos
auto-organizados, y con una crítica transversal a toda la clase política mostrarían
creatividad pero, en este momento, poco impacto. Al mismo tiempo se iría
generando una agenda política nueva ante la persistencia de la violencia
policial en las periferias, la amenaza de poblaciones y medio ambiente ante el avance
del extractivismo y las grandes obras, o la timidez para efectivizar derechos
sociales y escuchar a las minorías.
El repliegue de la movilización de
organizaciones aliadas al progresismo, aún cuando agendas como las de reforma
agraria y ampliación de derechos del trabajo sean interrumpidas o ignoradas,
harían que grandes movimientos sociales y sindicatos dejaran de ser componentes
centrales de la movilización. Las fuerzas que no perdieron capacidad de
expresión, sin embargo, no encontrarían espacios para denunciar la continuidad
del neoliberalismo en escenarios sumamente desmovilizados y envueltos en
narrativas mediáticas que priorizaban otras temáticas. Cualquier propuesta
política que tuviera los ojos más allá de la coyuntura política nacional, o de
caminos políticos que no fueran los del mercado y el Estado, además, se
mantendría silenciada ante dos grandes aparatos de creación de relatos que no
cuestionaban esa predilección por historias de líderes carismáticos
reformadores o bandidos en el poder.
Durante el tiempo del progresismo también
se movilizarían sectores de clase media no organizados en movimientos y que no
habían sido protagonistas del ciclo anterior de movilizaciones pero que salían
a la calle en distintos países. Levantaban pautas como corrupción, seguridad,
autonomía política para regiones abastadas, o críticas a medidas políticas que
las afectaban. Como el progresismo, estos sectores enfocaban sus relatos en
figuras presidenciales o en partidos de gobierno, y en ese sentido no eran
invisibilizados, sino más bien reforzadas por la polarización mediática imperante.
Los estrategas de los gobiernos
progresistas atenderían mejor las movilizaciones de clase media, acogiéndolas
desde políticas y discurso. Frente a las que interpelaban más directamente su
identidad política, oscilarían entre la indiferencia, el enfrentamiento
discursivo desde el pragmatismo y la represión. Sólo en Venezuela se vivió un
intento de profundización de reformas, mientras que en otros países sería más
visible una deriva conservadora, con acercamiento a agendas de iglesias y
alianzas empresariales y políticas muy difíciles de justificar. Se aprobarían
leyes o acciones “anti-terroristas” contra la protesta mapuche en Chile, contra
la Copa del Mundo en Brasil o conflictos por explotación minera en otros
países. Se perseguirían líderes sociales o movimientos ecologistas presentados
desde el poder como obstáculos para el desarrollo.
Las movilizaciones de Junio de 2013 en
Brasil, o de distintos sectores en Bolivia y Ecuador que se asocian más con la
conflictividad que anticipó la llegada del progresismo que con las clases
medias opositoras que también estaban en la calle, mostrarían nuevas fuerzas y
modalidades de protesta que anticiparon el cierre de un ciclo abierto cuando
caían los gobiernos iniciados en los años 90, identificados con la defensa de
la privatización y aplicación acrítica de los programas de ajuste de los organismos
internacionales de crédito.
Las derrotas electorales recientes en
varios países sudamericanos, reabren la posibilidad de una nueva fase de
movilización, con la posible articulación de fuerzas que se enfrentaron al
progresismo con otras que reaccionen al cierre o amenaza de una serie de
políticas de inspiración social y estatista impulsadas por el gobierno. Los
nuevos gobiernos verán la posibilidad de volver al comienzo de siglo, con
movilizaciones que enfrentaron al progresismo y otras que saldrán en su
defensa. Al mismo tiempo, pondrán al descubierto la necesidad de retomar una
agenda anti-neoliberal enfrentando un andamiaje político puesto en
funcionamiento décadas atrás pero que el progresismo no buscó desarmar de forma
estructural.
En Brasil, los grupos de clase media
que impulsaron protestas a favor del Impeachment ya dan muestras de que no
permanecerán movilizados, aunque el nuevo gobierno no atienda los reclamos que
reivindicaban. Las características que adoptará la movilización en este nuevo
contexto, deberá definirse desde dos lógicas y visiones políticas distintas que
pudieron dialogar en las manifestaciones de los años 90 y 2000, pero que durante
el progresismo se encontraron en las antípodas.
En tiempos del nuevo gobierno
(interino) de Michel Temer, parte de la movilización inscribirá sus esfuerzos en
la estrategia de recuperación de las instituciones. La exigencia de nuevas
elecciones o de reivindicación de vuelta para el gobierno depuesto con denuncia
de ilegalidad, se combinan desde este horizonte con acciones judiciales y
articulación política, además de un llamado para la movilización que hasta
ahora no mostró capacidad de impacto y masividad para influir en los
acontecimientos.
Esta salida política “por arriba”, apunta
sus energías y esperanzas en la cabeza del ejecutivo, subordinando la movilización
a la resolución del enredo en la instancia institucional y no siempre aceptando
discutir el proyecto que se defendería en una vuelta al gobierno. Mediante la
constitución de frentes unificados en el rechazo al nuevo gobierno, también se
movilizará con este horizonte institucional el arco político partidario que se
opuso al Impeachment sin haber abandonado la crítica al gobierno del PT y
aliados, desde la reforma de previdencia de 2003 a la política de austeridad de
2015.
Volviendo a la movilizaciones
altermundialistas de comienzos de siglo, pero también a la fuerza destituyente
e insubordinada mostrada en las calles en las jornadas de Junio de 2013, se
abre también, en Brasil y otros lugares, la posibilidad de un rechazo “desde
abajo” a las políticas del nuevo gobierno que profundice el curso conservador o
avance contra políticas progresistas sí iniciadas en la anterior gestión. Sin
un objetivo electoral o partidario, se buscará resistir y poner límites desde
una movilización que aspira a fortalecerse sin abandonar las calles. A veces
sólo es necesario pensar en un número de día y una letra de mes para poner
fecha a una movilización que no surja de la articulación de dirigentes, y que
logre producir efectos por su propia fuerza, sin necesidad de mediaciones que
busquen traducirla institucionalmente.
La falta de verticalidad y jerarquía
de este tipo de movilizaciones, las hace irreductibles a una negociación que la
finalice sin resultados. Su horizontalidad y dispersión permite sumar innúmeras
posiciones y reclamos en una fuerza que se constituye como contrapoder sin
aspirar a ocupar el lugar de gobierno. Su fuerza no sólo está dada por venir de
abajo, conectar indignaciones y mantenerse al margen de la institucionalidad
del sistema. Su fuerza se relaciona también con su forma de articulación sin
cúpulas burocratizadas ni filiación a una estructura clásica. De sentido común
especialmente para muchos jóvenes, no identificados con las formas de
organización verticales, evitan la fragmentación a la que podría llevar la
falta de estructura orgánica con formas de conexión en red. Estas
movilizaciones funcionan como performance antes que como discurso y proyecto
político alternativo.
Este tipo de protestas aparecen como
irracionales, infantiles, o subversivas para fuerzas represivas e
interlocutores del Estado, pero también para una izquierda dogmática y
centralizada, para la prensa y las ciencias sociales que exigen o esperan
propuestas y demandas claras, interlocutores con rostro y biografía, trayectos
de movilización delimitados y horario para finalizar claramente establecido.
Protestas como las de Junio de 2013, Occupy
Wall Street, el 15M español, la primavera árabe y el reciente Nuit Debout en Francia, no se adaptaban
a estos parámetros, como crítica “desde afuera y desde abajo” a todo un sistema
político, pero también a un modelo de sociedad y civilización. Esa realidad
utópica no la paraliza, de ahí deriva su fuerza de rápida difusión e
impugnación política.
Desde este lugar, que encuentra jóvenes
de las grandes ciudades con voces marginales, de visión descolonizadora o comunitaria,
se observa con claridad el agotamiento de alternativas ya neutralizadas por el
neoliberalismo, como es el caso de la socialdemocracia europea y, por el mismo
camino, el progresismo latinoamericano. También se da cuenta del rápido
disciplinamiento de opciones inicialmente rupturistas, cuando estas no
cuestionan los límites de la representación política, y se limitan a un
escenario de “adentro y arriba”, limitado a la dimensión nacional e institucional,
sin proponerse cambiar las reglas de juego de un sistema ajeno.