Hacia una revolución de la crueldad: Antonin Artaud // Emiliano Exposto
Segunda
Parte
En
esta segunda entrega de “Hacia una revolución de la crueldad: Antonin Artaud”
nos dedicaremos a pensar la formula artaudiana del “Dios ladrón” en el marco de
un análisis que intenta articular dicha noción con la categoría marxiana de Capital
y con una filosofía centrada en una crítica de la economía política-libidinal
hegemónica según la cual se opera una des-sensibilización espectral y una
cosificación abstracta sobre las carnes sufrientes.
El teatro de la crueldad procura
funcionar como un territorio en el cual dar la disputa por las condiciones de
existencia de los cuerpos. Se trata de una apuesta por componer un
espacio-tiempo en el que se cuestionen las mitologías enmohecidas que
desvalorizan la razón sintiente de las carnes. Se trata de un avasallamiento contra todo Uno y con ello, a no dudarlo,
contra el Uno en las condiciones actuales de codificación de la existencia: el Capital. De hecho, en
Artaud, el Uno resulta ser ante
todo “ladrón”. Y aparece, por sobre todo, tras la máscara
de Dios.
La
relación indisociable entre cristianismo, racionalismo y capitalismo en la
formación de la subjetividad moderna ya fue señalada con claridad por León
Rozitchner. De modo similar, en Artaud el “Dios ladrón” es la construcción de cierto organismo trascendente
sobre el cuerpo, como afirman Deleuze y Guattari en El Anti Edipo. Pero, asimismo, es la creación de una lógica de la normalización
abstracta y racionalizada sobre los cuerpos. El Dios artaudiano, si bien no es
el Dios de las religiones oficiales, puede ser comprendido como aquella
operación mediante la cual se espectraliza la economía de las carnes por medio
de una dinámica estratificada, verticalista y desmaterializada. Allí se produce un cuerpo útil y dócil, mera “moneda viviente” diría
Klossowski. En torno a la organización organicista
de los órganos, se valoriza la subjetividad para fines que
bloquean, inhiben y desvían cualquier posibilidad de vida que no resulte
usufructuable por el orden de Dios. El cuerpo deviene se vuelve un fantasma de
sí mismo. Y se trata, en adelante, de un sujeto hamletiano.
En
Artaud la funcionalización de las potencias del cuerpo viabilizan un proceso
histórico determinado de modulación de los sujetos, puesto que
en la misma materialidad de las carnes “no hay nada más
inútil que un órgano”. El Dios ladrón artaudiano constituye un organicismo funcionalista extremo.
Se trata de una capitalización de las subjetividades, mediante la cual cada agente-órgano del cuerpo resulta, primero, quitado/hurtado de
su inmanencia
material y, luego, distribuido, registrado y asignado a una actividad unilateral a los efectos de la
división representacional y
especializada de la totalidad organizada.
Dice Artaud: “el cuerpo es el cuerpo, está sólo
y no necesita órganos […] el cuerpo jamás es un organismo / los organismos son los enemigos del cuerpo” (2011: 19). Dios en tanto que organismo es
trascendente a la vez que inmanente: es una ficción alucinada, o una
intervención mitológica que tiene sus efectos reales bien concretos. Este “robo” es un atraco sobre las
carnes a la
vez que
un “apoderamiento” sobre
los
órganos. Y por ello Dios adviene al mundo, cual Capital, “chorreando sangre
y lodo”. Y en ese sentido, para el autor, el Dios ladrón, que al igual que el Capital conforma nada más y
nada menos que una relación social-afectiva
históricamente confeccionada y unificada. Se manifiesta al modo de “milagrosa” y “eternizada” condición
de producción de la
vitalidad corporal. No obstante, hay reside la trampa con que el Dios
ladrón de Artaud, desde el interior del propio sujeto social y personal,
descualifica los órganos con una teleológica única hasta desarmar las energía
múltiples, in-formes y abiertas que habitan toda la materialidad.
Dios
ladrón se asiente en una razón ordenadora que, al reducir las fuerzas plurales
y las intensidades heterogéneas que atraviesan y tensan la corporeidad, permite
labrar un solo “sentido unidimensional” hegemonizado, condenando a todos los
sujetos a la impotencia y a la desmovilización. Las “ganas” que se gestan en
las carnes se licuan, se fraguan, y con ello, las posibilidades abiertas que
puede expandirse en cada órgano del cuerpo se cierran en un finalismo
auto-centrado y fijo.
Al
igual que el proceso capitalista, donde la auto-valorización del Capital es inversamente
proporcional a la desvalorización de los cuerpos, con el Dios ladrón artaudiano
aquella fabricación de un cuerpo “unilateral y maquinal”
permite el extrañamiento de
la propia subjetividad y la distancia insondable con respecto a los otros y al
tejido del mundo. Y así, Dios ladrón
logra encarnarnos de indolencia y desplegarse como “poder independiente y enfrentado” a la potencia
productiva de las carnes (Marx, 2011: 78-84). En consecuencia,
el Dios ladrón, como el Capital,
pretende presentarse como el Sujeto Absoluto de la historia, teniendo en los
cuerpos colectivos su meros Predicados. Y aunque es el producto de una especifica configuración de la economía de
toda sensualidad, el Dios ladrón se muestra como la “endemoniada” y “sombría”
sustancia autonomizada y absoluta de la formación social capitalista: “como Dios
Padre que se distingue de sí mismo en cuanto Dios Hijo”; he aquí el Uno por medio del cual “el
Hijo es engendrado y a través de
él el Padre” (Marx,
2012: 189).
La aparición “fantasmatica” del Dios ladrón desempeña una táctica de despojo sobre el cuerpo personal y
también una maniobra
en torno a lo común que consiste en la híper-racionalización y des-sensibilización, previo arrancamiento
de sus órganos y captura de su energía. No hay
represión sobre los cuerpos, sino desvalorización y usufructo de sus
potencialidades vitales. En Artaud ciertamente, como el Capital, el Dios
ladrón estructura los órganos y instrumenta las carnes incluso “antes al nacimiento”. He allí la huella del “robo”.
La acción de Dios nos primerea, escuchamos decir alguna vez a Horacio Gonzales.
Y es cierto. Esa es una formula artaudiana, pues Dios ladrón es aquel instante diferido, nunca presente en sentido pleno
pero vivido como resto en la memoria viviente de cada cuerpo, de una acumulación carnal originaria, según
la cual el sistema del orden dominante utiliza las “ganas” de las propias
subjetividades para labrar una lógica de los sentires en contra de los propios
cuerpos. Los métodos, como intuimos, “son cualquier
cosa
menos idílicos” (Marx, 2012:
892). Hemos sido despojados y espectralizados por el Dios ladrón desde
el vamos. El enemigo, siempre, se enquisto en nosotros mismos. Y por eso ahora
el Dios ladrón, y su afectividad enajenante, se nos aparecen como cicatrices,
tatuajes, huellas imborrables del terror, de la violencia social que funda
nuestros cuerpos.
Contra el proceso del
Dios ladrón sólo es posible desarmarse, descuajarse, partirse en mil pedazos
hasta tornar intolerable lo que sentimos y vivimos de acuerdo a como fuimos
fabricados. Contra ello sólo es posible la crueldad artaudiana del teatro de la
crueldad, es decir, la composición de un lazo social y afectivo que restituya
nuestras energías y nos permita re-afirmar un vivir que desafié a la muerte en
vida. Sólo nos queda la memoria viviente de nuestra corporalidad y, al mismo
tiempo, la disputa permanente e inmanente en torno a los excesos que nuestros
cuerpos emanan en sus actividades productivas y de consumo. La crueldad del
teatro artaudiano es una politización de la existencia para hacer frente a los
dispositivos que nos constituyen y operan como motores de nuestras vidas
afectivas, imaginarias y simbólicas, incluso contra nosotros mismos.
Es preciso retener que el nervio del
problema de Dios, en Artaud, se
encuentra en los
ejercicios de adiestramiento utilitaristas por medio de
los cuales se conforma un “cuerpo dócil” y
sobre-productivo. Y en este momento hay
que recordar que para Marx cualquier “mercancía” (y
el
cuerpo como mera
fuerza de trabajo para el Capital es tal “cosa”) adquiere tal rasgo en la medida en que se torna abstracto, espectral,
gelatinoso. El cuerpo es distribuible, intercambiable
y consumible sólo si es producido de acuerdo a criterios de utilidad normalizante
y ordenamiento funcional (2012: 43-74). Ante ello, Artaud sabía que de
no resultar
la corporalidad injertada en un mecanismo teleologico determinista, nada
es
sin dudas más improductivo que
un órgano. Pero
ello no obtura que
el
dispositivo del Juicio
cuadricule, localice y
encastre los cuerpos en la maquinaria productiva. Pues lejos de ello, Dios y
el Capital resultan ser la duplicación escencial de
la misma
ingeniería de acoplamiento
de los cuerpos.
La relación del Capital presupone
el fraccionamiento de la carne y la expoliación de las fuerzas
sobre las condiciones de instrumentalización de
los
órganos. Y en ese sentido es manifiesto que el
“Dios ladrón” encadena los
cuerpos al Capital con grifos
más
firmes que las cuñas con
que
Hefestos aseguró
a Prometeo
en la roca (Marx, 2012: 805). Pues como decía León
Rozitchner, parece que en Artaud el Dios ladrón también es la condición de
posibilidad subjetiva para el advenimiento del capitalismo.
Del
mismo modo, bien precisa Marx que
tanto Dios (como el Capital): “no es una
cosa, sino determinada
relación social de producción perteneciente a determinada formación histórico social y que se representa en una cosa y le confiere a ésta una carácter específicamente social” (2012: 1037-8). De
esa forma no resta sino señalar que aquella sedimentación de tal
tecnología trascendente a la vez que
sustrayente sobre el cuerpo ostenta como finalidad la sistematización metódica sobre las carnes y
la inscripción de los órganos-útiles en el mismo metabolismo productivo.
Dios ladrón, al igual que el Capital en los entramos vitales moleculares, se
inmanentiza. Incluso, se interioriza.
Se
está en presencia de una actividad de sojuzgamiento, rendimiento y
unificación de los órganos, pero acompañada de un aparato de homogenización y mercantilización, previo despojo del cuerpo. Y en efecto, la tarea es
fabricar cuerpos-maquinas en una mecánica sobre los órganos que
los construye en tanto que objetos parciales y
combinables de una maquinaria más general-global: “De hecho los dos procesos, acumulación de los hombres y acumulación del capital no pueden separarse” (Foucault, 2009: 254).
El proceso relacional de la valorización
del Capital necesita una tal sobre-determinación funcional operada por Dios ladrón
a los efectos
de reificar y forcluir la productividad de las carnes comunes y personales, puesto que no es necesario sino la industrialización de los órganos: “el capital se convierte,
asimismo, en una relación coactiva” (Marx, 2012: 376).
Y es por ello que Artaud
llamaba a Dios, sencillamente, con la denominación de
“organización sombría”, porque entendió que la principal subjetivación se presenta bajo la forma del aprovechamiento beneficioso y mercantil de los órganos, pero
habiendo ya operado un fraudulento programa de violentamiento y expropiación encubierta: el robo es
anterior a toda anterioridad.
Paralelamente, es pertinente señalar la
ineludible relación que existe
entre el Dios de
Artaud, quién afirma en 1932
sobre
la decadencia “del capitalismo
moderno
donde el dinero
está por encima”, y el análisis del dinero
en
Karl Marx cuando sostiene que en la formación social del capitalismo el “Dios real”
es el dinero, porque: “Cristo representa primitivamente: 1) a los hombres ante Dios; 2) a Dios para
los hombres; 3) a los hombres para
el
hombre. Del mismo modo, el dinero representa: 1) a la propiedad privada
para la propiedad privada; 2) a la sociedad para la propiedad privada; 3) a la propiedad para
la propiedad privada” (2012: 101).
El dinero es, en tanto que mediador abstracto entre los cuerpos y representante general del valor, al igual que el “Dios ladrón”, la mistificación y
ocultamiento de las
relaciones de producción; idéntica
naturaleza, diferencia de
régimen, misma reproducción histórica. De
ahí que Marx, recurriendo a Shakespeare, determine al dinero como “el dios visible” y “la puta universal” (2011:
151).
Ahora bien, el
interrogante es cómo producir lo contrario de aquello que Dios ladrón ha hecho
de nosotros. Y Artaud responde con el teatro de la crueldad como una forma de
lazo social. Es correcto seguir a Derrida cuando manifiesta que “el teatro de la crueldad expulsa a Dios de
la escena” para crear
nuevas condiciones de vitalidad en
un “espacio
no-teologico”
(2003: 375). El teatro de la crueldad expresa una producción de
sujetos y de relaciones afectivas que disputa el espacio territorial del
Capital y del Dios ladrón. De hecho, el Dios ladrón
artaudiano es inescindible de los encauzamientos del Capital
y de las formas de resistencia que sucintan sus dinámicas inmanentes, pues es manifiesta la necesidad “de brazos y niños”, “de soldados y obreros” que las “fuerzas imperialistas” reclaman
para maquinar y reproducir las condiciones de expoliación (Artaud, 2011: 9-10).
En consecuencia,
Dios no es más que un “movimiento aparente” confeccionado desde
un robo utilitario y normalizador alrededor del
“trabajo indiferenciado” y
“gelatinoso” de las carnes; se aparece en tanto “objetividad espectral”,
pero es desde allí que axiomatiza y serializa el aparato de concentración de los órganos para
gestar una acumulación de energías contrarias al propio sujeto. Entonces en torno a un programa extractivo de utilidad vital, de eliminación del derroche y el gasto improductivo, dios ladrón es el “lado oscuro” del
Capital.
“Ayer me entere”, dice con irónica inocencia
Artaud en el comienzo de su performance radiofónica,
del
empleo de cierta materia prima escencial: “liquido seminal” y
“esperma” resultan fundamentales flujos de auto-valorización en el desarrollo
esquizofrénico del Capital. (2011: 9). Para Marx la
condición de posibilidad de todo aquello es “la llamada
acumulación originaria”, del
mismo
modo que para Artaud es el “Dios
ladrón”.
Así
vemos como detrás de las “sutilezas metafísicas y
reticencias teológicas” del
Capital y del Dios ladrón se ocultan sus conexiones indisociables con el sistema representacional y
de la
división del
trabajo en tanto agentes productivos del capitalismo. Y entonces, la articulación entre
los procesos relacionales de valorización del Capital en Marx y
los “embrutecimientos” y “embotamientos” a los cuales se hallan sometidos los órganos en el orden del Dios de
Artaud, permite la apertura
de cierto diagrama
de inteligibilidad en función de comprender “la mal formación y
la mal-aglomeración de un cierto número de corpúsculos vítreos” (Artaud: 2011: 69).
Dios se manifiesta como “suprasensible”
al
tiempo que cósico,
“fantasmagórico” a
la vez que encarnado, histórico y “milagroseado”, puesto que como dijimos opera desde el propio
cuerpo y contra ese mismo cuerpo. La disputa no es una exterioridad, sino en el
espacio de la subjetividad encarnada.
La política de la crueldad se juega en el teatro de una compleja,
contradictoria y ambigua formación afectiva que porta todo sujeto. Se trata de
habilitar un saber de los cuerpos a los efectos de suscitar otros campos de
posible en un territorio de violencia, guerra y crueldad con la apuesta por
conformar un común que conjugue la cerrazón organicista de actores, autores y
directores pre-establecidos. Por esto último, en próximas entregas nuestro
objetivo será pensar los aportes que el teatro de la crueldad artaudiano puede
realizar a la comprensión de las formas de organización política de nuestras
subjetividades.