Ayotzinapa: itinerario oficial del silencio // Raimundo Dreiklang


Ayotzinapa y otra vez el reclamo. Otra vez el clamor sollozo de las familias. Otra vez la intensa e incesante lucha contra el olvido y la desmemoria.

En el profundo océano de la impostura, la palabra corre peligro de exiliarse. El pensamiento corre el riesgo de terminar en el más oscuro de los ostracismos. Pero por ahora transita el laberinto de la incertidumbre, y esa incertidumbre crece a medida que pasan los días.

Tras su viaje a México el pasado 12 de febrero, Jorge Bergoglio en su circunstancial rol como jefe de la Iglesia Católica bajo el nombre de “Francisco”, olvidó referirse a los 43 normalistas desaparecidos, ni siquiera los mencionó durante su estancia en ese país. Preocupado por temas relativos a la actualidad que acucian a la sociedad mexicana como el narcotráfico, la migración, la violencia y la desigualdad, parece no haber tenido espacio en su apretada agenda la cuestión de los jóvenes desaparecidos. ¿Qué pasó? ¿Por qué el sumo pontífice en sus cinco días de visita oficial omitió de su itinerario este asunto tan trascendental para la justicia y los derechos humanos?

Dudo mucho que Bergoglio sea testigo de Jesucristo, ignorando por completo una situación que desvela al pueblo mexicano. Dudo mucho que sea representante de su legado en la tierra cuando desoye las voces de los que están sufriendo descarnadamente por este terrible dolor. Dudo mucho que sea un “Papa prometeico” cuando elige ser portavoz del silencio, tan cómplice como la mano asesina que le arrebató la vida a esta juventud maravillosa.

Si lo que estoy diciendo es una infamia, pues déjenme decirles que soy un gran infamador, pero de la mentira y la impunidad.

La historia no se repite, pero tiene puntos de encuentro, puntos de semejanza. Ayotzinapa nos debe interesar, sin duda que nos debe interesar y nos tiene que interpelar como contemporáneos. Es un hecho que nos tiene que tocar como defensores de los derechos humanos y debe constituirse como parte de nuestras vidas, para tenerlo siempre presente y cerca de nosotros. En nuestra memoria, en nuestra conciencia histórica, pero fundamentalmente en nuestra praxis cotidiana. Su exhortación no tiene que surgir lejos de nosotros, de nuestras coordenadas éticas y morales.

Al pueblo mexicano le decimos: “¡háblennos de Ayotzinapa!” “¡háblennos de sus hijos!” “¡háblennos de su historia, de sus historias!” “¡háblennos de sus biografías!” “¡háganselas conocer al mundo!” Lo que ocurrió en los tiempos del Plan Cóndor, ocurre en estos tiempos de democracia con el sabor amargo de la impunidad estatal, la corrupción, el narcotráfico y la criminalidad.

Es menester que el pueblo de Iguala y de México hagan conocer Ayotzinapa. Es una obligación de este tiempo traerla a la memoria, al presente perpetuo, a la vida. Traerla a la conciencia de aquellos que la desconocen, que la ignoran, que apenas saben sobre su existencia y que por esa razón el olvido y sus esbirros no le tienen demasiada simpatía.

Por medio de distintas voces alternativas se habla sobre Ayotzinapa: quiénes fueron, qué pretendieron cambiar, qué sueños tenían.

En esta búsqueda por la verdad y la justica, debe estar incluida la memoria. Sin ella, todo esto no tendría sentido. No valdría la pena seguir luchando y todos los esfuerzos por borrar los signos de la impunidad habrán sido en vano.

Hasta ahora no hay nada concreto. Sólo intentos leves que vienen generando algunos resultados, pero nada que deje certezas reales.

El Estado mexicano -encabezado por Peña Nieto desde 2012- a través de sus fuerzas de seguridad aniquiló a esta cuarentena de estudiantes, lo que constituye a todas luces un “crimen de Estado”. Su complicidad basta y sobra para hacerlo responsable de este hecho aberrante. Los Estados nacionales mantienen en su naturaleza la matriz represiva y desaparecedora. Conservan intactos los dispositivos que proyectan y cristalizan la pulsión de muerte en la sociedad civil.

Mientras tanto, ¿qué ocurre con el dolor que angustia a las familias?, ¿cómo explicamos el sufrimiento de una madre que está muerta en vida? ¿Se puede describir esta agonía con las palabras? No alcanzan. Tampoco la manera de usarlas, ni la creatividad lingüística para intentar explicar un dolor que es infinito. Nosotros, testigos del presente, no podemos pasar desapercibidos por esta tragedia, sintiendo el mismo dolor como si nos pasara a nosotros, como si estuviésemos allí.

La visita del Papa a tierras mexicanas avivó el fuego de Ayotzinapa, pero sin muchas expectativas más que las que provienen del rostro de la resignación.

Es una gran injusticia no ser recordado. Quizá la peor de todas.

Representa la indiferencia sepulcral, quedar expuesto al abandono, indefenso ante los que empuñan el sable del silencio y afirman con benevolencia desempeñar la tarea de abolir a los impíos de la humanidad.

Para los familiares, permanecer aislado es confinarse al dolor, a ese territorio donde no hay posibilidad de apelar a la solidaridad y el amparo de nadie, ni de adentro ni de afuera. Es terminar desterrado, vagando por un desierto de inmenso dolor.

México, en estas circunstancias, ha recibido pocas manifestaciones de apoyo y de repudio a sus asesinos.

Las desapariciones de Ayotzinapa poco a poco se están volviendo letra muerta y cada vez que se menciona, parece que cayera en saco roto, sin llevarnos a nada, sólo a hundirnos aún más en la incertidumbre. El único sospechoso en esta trama es el propio Estado, al que la justicia probablemente descarte como autor intelectual y material del hecho.

Sin embargo, no alcanza con saber lo que ocurrió. No alcanza sólo con reconocer el hecho. Lo que se debe hacer es continuar la búsqueda, ininterrumpidamente, como si se acabara el mundo. Ese es el mayor acto en pos de la justicia.

México debe cesar con el imperio de la impunidad de una vez por todas y crear el cisma con la cultura represiva que tanto perturba y martiriza a su pueblo.

“¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!” Este grito nunca debe extinguirse, a pesar del dramático silencio que despierta de las fauces del poder, cualquiera sea su origen o mandato social. Esperemos que esa indignación pronto se transforme en justicia.