Balance de época (V) // Horacio González
Reflexiones
sobre la figura de Cristina
Si
tenemos en cuenta la historia de la injuria y del humor degradante que acompañó
casi toda la historia nacional, se puede decir que los agravios hacia Cristina
Fernández trajeron como novedad un exceso destructivo en los discursos
periodísticos que recurrieron a banales palabras pseudo-médicas, como los
vocablos “bipolar” o “crispación”, cuyo fin fue moldear un dictamen de “locura”
al modo de una neurología de escasa monta pero efectiva a la hora de carcomer
los pilares del gobierno.
Se escucha decir,
ahora, que el gobierno de Cristina actuó “contra los pobres”, habiendo
dilapidado los dineros públicos contratando miles de “inútiles” en el Estado,
habiendo subsidiado a los “ricos”, habiendo hecho “negociados” con medicamentos
que les robaban a los jubilados. El tribunal de enjuiciamiento –con tiradas
insultantes contra las clases trabajadoras difícilmente escuchadas antes-,
reposa más que nunca en las Tablas de la Ley que escriben la prensa y la
televisión diaria, ecos perseverantes de los grandes nucleamientos
empresariales-financieros-comunicacionales que se erigieron ya mismo en actores
centrales del nuevo gobierno. Todo ello, sin ninguna intercesión de otras
interpretaciones alternativas, en el goce más ilimitado de una pérdida de la
“facultad de juzgar” que afecta a una parte importante, quizás mayoritaria, de
la esfera pública. Se la sustituye con una rápida y hasta grosera demagogia
(seccional clásica de la demonología), sin siquiera con los hipócritas cuidados
a través de los cuales supo presentarse la demagogia en otros tiempos.
No es ahora el
caso, pues se ausentan incluso los ropajes “populistas” que permitieron la
victoria electoral de Macri, y abunda el argumento rústico, la decisión
gerencial implacable, el juego sumario de imágenes, el laconismo eficientista
que corta los rostros previamente ultrajados de los empleados “despedidos”.
¡Este gobierno “ajusta”… pero en favor de los “pobres”! ¡El anterior expandía
una distribución de beneficios evidentes, aunque desprolijas, y siempre “para
formar su propia oligarquía de beneficiados”! Nunca es fácil desandar las
falsas instalaciones que promueven acertijos como estos, tan tortuosos, y
cognoscitivamente escabrosos al producir una inversión de los signos de la
interpretación colectiva. Pero no dejemos que esto impida las verdaderas
preguntas. ¿Es que no hubo problemas en y con el gobierno de Cristina, y el
conjunto del ciclo kirchnerista? Claro que sí, y muchos. Ejemplos: Ciccone
Calcográfica debió ser inmediatamente nacionalizada, era una empresa
impresora de valores monetarios, no podía quebrar o pasar a otras manos
privadas más o menos irregulares. Pero irregulares fueron también las acciones
del gobierno hasta que al final fue tomada a cargo del Estado, no sin antes una
sucesión de eventos no justificables (la intervención de Boudou, el
levantamiento sumario de la quiebra, etc.)
Como se ve, no le
quito gravedad a estos hechos, quiero apenas ponerlos en un cuadro completo de
hechos colindantes, que den cuenta de la verdadera espesura que tienen, lo que
los hace analizables o enjuiciables reflexivamente. Pero no –como se los ha
tratado-, en la inclemencia de las peores adjetivaciones, totalmente
contaminadas con el afán de enviar cabezas propiciatorias al cadalso. Una de
ellas: la rubia testa de uno de los ex-ministros de economía de Cristina,
guitarrista ocasional del grupo la Mancha de Rolando, acusado ahora de todas
las manchas posibles que puedan tener el tal Rolando o cualquier otro
hombre, llámese como se quiera, pero al que fundamentalmente no se le perdona
la estatización de los fondos de pensión, entre los que se hallaban papeles
accionarios de empresas cruciales, entre ellas, Clarín.
Cuando se anunció
quién sería el Vicepresidente del nuevo mandato de Cristina, en uno de los
salones de Olivos, en la transmisión televisiva que vimos, se notaba el
nerviosismo reinante en el lugar. Es posible que Boudou no supiera que iba a
ser Vicepresidente, y algunos pensaban también en Abal Medina (el mismo que hoy
hace los calculados equilibrios de un “viejo manual” entre Bossio y Cristina).
Aquella vez, cuando un viento más fuerte se coló por la rendija de la puerta,
Cristina aprovechó para asociar la decisión –que como se sabe recayó en Boudou-
con la presencia espiritual o espectral de Néstor Kirchner. La Presidente no
era espiritista, sino más bien creyente normal de las formas habituales del
culto católico. Su mención a ese soplo inspirador se debía, sin ninguna duda, a
su fuerte propensión de captar todos los signos flotantes de una escena y
vincularlos a momentos específicos de su discurso. Sin negar la dimensión
graciosa que podían tener muchas de estas asociaciones libres, es necesario
admitir que el molde irónico en que en general se situaban –exceptuando la
alusión de connotaciones místicas con la que aludía a su marido fallecido-,
ofrecía permanente un flanco excesivamente frágil y atacable desde las
fortificaciones de la implacable oposición.
¿Eran novedosos
estos ataques? Si tenemos en cuenta una breve historia de la injuria y del
humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se puede decir
que tenían como novedad ese exceso destructivo que acostumbraba a munirse de
banales palabras pseudo-médicas, a modo de un dictamen de “locura”. Si los
comparamos con las famosas campañas de la revista El Mosquito, o su
casi similar Don Quijote, se puede decir que no fueron tan
devastadoras y que a un tiempo recogían lo mejor del arte de la caricatura.
La Revolución del 90 contra Juárez Celman mucho le debe a la pluma audaz,
incisiva e inclemente de Henri Stein. Del tema absorbente de estas geniales
caricaturas y sátiras de gran nivel, se desprendía que era la corrupción una
lógica interna del Estado, cualquiera que sea. En verdad, para la gran
tradición satírica en la caricatura, la literatura o la poesía, la sistemática
corrosión siempre emana de un Poder actual, que se convierte en la viga maestra
de los espíritus intranquilos y perspicaces.
Ni Sarmiento, ni
Mitre, ni Roca la pasaban bien en esas páginas llenas de acidez y
sarcasmo. ¿Es comparable este gesto corrosivo de grandes dibujantes –en su
mayoría exilados españoles-, con las recientes tapas de la revista Noticias,
que realizan montajes de carácter ultrajante con el cuerpo o el rostro de
Cristina Kirchner? El tiempo transcurrido ayuda a buscar semejanzas y
desemejanzas. Pero la extrema calidad de la pluma de esos caricaturistas
de 1890 no fue jamás repetida, y los ataques que el complejo mediático dirigía
últimamente al “gobierno de la pauta publicitaria”, solía basarse –por lo menos
en la revista que mencionamos y la editorial que la sostiene- en
descalificaciones que rondaban el enunciado psiquiátrico, ya sea implícito (la
palabra “crispación”) o vocablos desprovistos de toda rigurosidad, (como
“bipolar” y otros) sacados de una neurología improvisada, de faltriquera y
portamonedas. Papilla de escasa monta. Pero efectiva a la hora de carcomer los
pilares del gobierno –decisiones y personas- alcanzados por el demiúrgico
veredicto de corrupto.
De todas maneras,
la observación condenatoria de una caricatura de Sábat en Plaza Pública, en
medio de un encendido discurso por la Presidenta (recordemos que se trataba del
grave encontronazo con las nuevas clases agro-técnicas-mediáticas, no era
adecuada) Y no porque no fuera ofensiva, o parte de una campaña mayor, sino
porque también heredaba dos condiciones relevantes: una, evidente, la gran
tradición satírica del caricaturismo rioplatense, autónomo en sí mismo de toda
maniobra mayor de la política (aunque sus efectos sí fueran políticos), y
luego, porque en lo específico, heredaba la tradición de El Mosquito, uno de
cuyos dibujantes, como se sabe, era un ascendiente -creo que indirecto-
del propio Sábat. Era mejor –allí- que la Presidenta no quedara expuesta con
una pieza fácil de ser vista como acción de censura. La lucha que entonces se
inició tuvo tal dureza que, quizás, exigió cuidados y sutilezas mayores que las
muchas que de todas maneras se tuvieron, sobre el trasfondo de las grandes
movilizaciones ocurridas.
No era un
espectáculo nuevo ni una situación nueva. El juicio incisivo (despectivo o
calumnioso) sobre las figuras más encumbradas del país, sobre todo las que
ocuparan en algún momento la presidencia, es un campo específico de la historia
nacional. Un género dramático habitual. Alberdi atacó a Sarmiento y Mitre
cuando eran presidentes, bajo la clásica argumentación de que prometían lo que
luego no cumplían, en especial, prologando arbitrariamente la guerra
contra el Paraguay. Pero su desprecio era filoso y amargo, así como el de
Sarmiento era fáustico. Ambos tiraban a matar. Incluso Sarmiento sugirió los
“intereses comerciales” de Alberdi en el diario chileno desde donde lo atacaba.
Rosas fue un motivo de grandes conflictos de interpretación, en vida, y después
de muerto. Esos conflictos interpretativos aún perduran. Sus culpas, para sus
detractores y por supuesto, para sus partidarios, se alivian con un exilio
austero, de farmer pobre pero ultra-reaccionario. Yrigoyen
recibió en vida la fuerte campaña del diario Crítica, cuyas razones son
complejas, pues lo somete a tecnologías de escarnio de estremecedor calibre,
pero luego este diario fue clausurado, paradójicamente, por Uriburu, el
golpista.
Es posible
conjeturar que el diario de Botana creyó que era factible adherirse –y luego
fomentar- un sentimiento de hastío que los sectores medios argentinos, que
también lo habían votado al “Peludo”, sentían frente a un presidente que era un
blanco absorbente de críticas en relación a lo que ya eran las grandes percepciones
sobre el miedo urbano, las noticias sobre grandes crímenes, y el ancestral tema
de las corrupción de las elites gobernantes. Casi diríamos que fue Botana el
que inició a los grandes públicos en estos tópicos. Si lo comparamos con la
campaña de Rivera Indarte contra Rosas, ésta se basaba en elementos más
primarios, como el del gobernante degollador, y otras temáticas truculentas que
concluían en la conocida consigna “es acción santa matar a Rosas”. Éste, como
se sabe, acusaba de “salvajes” y otras yerbas a los unitarios. Alberdi, en su
juvenil y moderado rosismo, había excluido la injuria de sus publicaciones de
época, sobre todo el impulso sacro que tenían, y a su periódico La Moda (1837),
solo lo hacía encabezar con la austera consigna “Viva la Federación”.
Con Perón no fue
muy diferente, pero se agregaba ahora, por expresarse bajo su nombre, una
fuerte irrupción de un lenguaje desacostumbrado, extraído de una raíz militar,
que obligó a los medios más importantes de la época a realizar un pasaje
semántico que antes no había hecho Crítica: declarar que ese
lenguaje era ficticio y que encubría fórmulas espurias de conducirse en los
repliegues del Estado. Se trataba de la idea de “conducción”, que impuso Perón
en la sociedad política argentina –hasta hoy- y que era analizada
académicamente, con severidad resignada, por un José Luis Romero, y al mismo
tiempo tomada en solfa por un humor cotidiano sigiloso y corrosivo, que veía en
esa lengua (que también era académica, pero de academia militar), un rasgo
de encubrimiento respecto, primero, al lenguaje político clásico, y segundo,
respecto a cuestionables hábitos personales de Perón –en sordina, esa fue una
crítica que lo acompañó siempre, desde sus comienzos a su caída- pero
principalmente a su desligamiento súbito de los “sagrados manteles de la misa”.
Era un gobierno, el
de Perón, de origen electoral, que “lavaba” con un gran plebiscito democrático
su origen golpista –un golpe que poseía complejas ideologías en su interior,
reflejos amortiguados de la guerra europea-, y que luego instituía evidentes combinatorias
entre apoyo popular masivo y liderazgos fuertes. El resultado era una
democracia áspera sostenida en movilizaciones y afiliaciones sindicales
intensivas y enérgicos indicios de redistribución de la renta con escalas de
justicia avanzada. El desplazamiento de los “refutadores de leyendas” consistía
en verlo como totalitario o tiránico, y desde el punto de vista de la
convicción más sensibilizada de los sectores intelectuales, como “monstruoso”
(el famoso cuento escrito por Bioy y Borges).
Pero ya Natalio
Botana, nombre del publicista angustioso que efectivamente nos interesa, el
director de Crítica, había llamado loco a Yrigoyen. Quizás la
historia de estos malentendidos, voluntarios o no, fundados en estrategias
fijas y de ritos circulares de la vida nacional, introducen elementos de no tan
remoto origen psiquiatrizante al debate. La “historia de la locura”, querría
ser, para muchos de los poderes efectivos del mundo –en contra de los que, a su
vez, se dirigieron con sorna Erasmo y Artaud-, la verdadera historia de los
políticos y luchadores populares. Desde una visión más profunda, el “instante
de decisión” puede ser equiparado al “momento de la locura”. Pero sería entrar
a terrenos propicios a las filosofías de un C. Schmitt o un J. Derrida, lo que
poco les importaría a los editorialistas de La Nación o Clarín.
Si leyeran estas
breves observaciones, solo conseguirían exacerbarse y convencerse que la esfera
de lo político, con sus intereses específicos, es un mundo desorbitado y en
estado de permanente delirio cuando aparecen escenas, todo lo imperfectas que
se quieran, de un gobierno popular. Mucho de este linaje de disensiones entre
el periodismo enjuiciador clásico y los procesos llamados populistas –con menor
o mayor precisión en el uso de este vocablo- se repiten ahora, con asombrosos
parecidos a las prosapias y genealogías injuriantes del pasado. Se dedicaban
ahora a la presidenta Cristina Fernández, y enfocaban su estilo, su
discursividad y sus a veces inesperadas decisiones, como arena privilegiada de
una analítica del hundimiento de una forma de gobierno, haciéndola motivo de un
naufragio político, ético y moral a su principal exponente.
La Presidenta, es
evidente, tenía en tanto tal, un estilo sumamente particular. Su oratoria
estaba compuesta de innumerables planos y escorzos, y con incesantes
referencias “personalizadas” a los focos inmediatos y mediatos de sus
alocuciones, a fin de buscar retóricas confirmaciones de lo que se decía, o
diseminar una suerte de imaginarias preferencias sobre tal o cual circunstante.
Cuando interpelaba a los asistentes de sus actos oficiales, no lo hacía - no
podría hacerlo-, en términos de crear una relación igualitaria. Evidentemente,
era la Presidente generando simbolismos y alegorías de acción, que hacían de
cada acto un cierto arquetipo donde se esfumaba necesariamente las figuras
singulares con las que aparentemente hablaba. ¿Cómo juzgar ese hecho?
Ellos han merecido críticas demoledoras y escandalizadas, como si en estas
espesuras de la dicción de toda figura pública, no estuviera siempre la
composición de requisitos alegóricos de ésta índole. No obstante, podría
decirse que la Presidenta los empleaba en demasía.
Sobre esto, se
podrían también poner en discusión –en esta democratización de los estilos
ceremoniales que parecen estar en juego- los demás modos de expresión conocidos
en este momento. La Presidente, como dijimos, era “regaladamente” alegórica a
través de desplazamientos que solían costarle al día siguiente
entusiastas y facilitadas críticas de los periodistas encargados de triturarla
con sus estiletes semiológicos.
En el talante
presidencial de ese momento –podemos dar ejemplos-, las “cadenas” del Combate
de Obligado pasaban a ser los pensamiento encerrados en “cadenas” que había que
cuestionar; la transmisión abierta del fútbol llevaba a la tan criticada idea
del “secuestro de goles”; y en algunos momentos, alusiones del argot popular de
carácter picaresco, no se privaban también de ser incluidos por la Presidente,
en atrevidos pasajes discursivos para que los analistas de signos de turno,
desafiados, pusieran en su cosechadora de desprecios y acusaciones la crítica a
la “frivolidad”. La indetenible cadena metonímica que ponía en juego la
Presidente era muy interesante –contrastante con el parvo laconismo de los
demás magistrados, ni qué decir de Macri- pero como lo demostraron los hechos
posteriores, era tan atractivo como riesgoso.
Otras veces,
anuncios fundamentales eran hechos por la Presidente en estilo coloquial, que
no parecerían pertinentes a la voz del Estado en su manera circunspecta. El ex
presidente uruguayo Mujica, llevando al máximo estas expresiones de
familiaridad en el lenguaje y a un toque un tanto rebuscado la exposición
frugal de su figura pública, era casi siempre festejado, así como por mucho
menos fue estigmatizado Chávez, inventor de un discurso que mezclaba drama,
comedia, vida intelectual y expresiones populares del vivir común, no chulas
sino basadas muchas veces en finuras de la lengua. Claro que acompañadas de
énfasis sin duda hiperbólicos. Un rasgo específico de la Presidenta es algo que
no suele tomarse en cuenta por la necesidad de hacer pasar a primer plano la
llamada “crispación”, usada, dijimos, como sinónimo de “locura” e incomprensión
de los otros –grave acusación pues significaría ni más ni menos una ausencia de
escucha de las máximas autoridades-, y se trata de un rasgo que alude a su
capacidad de reflexionar sobre la cualidad del tiempo, la fugacidad de las cosas
y la excepcionalidad del luto. Se pasan por alto estos momentos de
autorreflexión muy interesantes, no emanados de un cálculo sino de una
conciencia desgarrada, pero que suelen interpretarse por los críticos
profesionales, como parte de un amplio empaquetamiento de imposturas. Creemos
que no es así y que hay mucho más para decir sobre esto
.
Para todos,
sería interesante que se hubieran desandado varios planos de este excesivo
estilismo –analizar los procesos históricos como si fueran solo rastros estetizados
de estilos oratorios, o bien indumentarios, o bien muletillas de expresión-,
para analizar los complejos problemas en curso, donde sin abandonar las
cuestiones expresivas y estéticas, se tuviera más en cuenta las bien conocidas
dificultades universales, no solo argentinas, para recrear los vasos
democráticos comunicantes entre Estado y sociedad. Eso no ocurrió. Y el debate
sobre los dichos presidenciales se nutría en la misma proporción de la amplia
reiteración con que la Presidente hacía públicas sus palabras, sea en la
plaza pública, en patios internos de la Casa de Gobierno, por twitter o
video-conferencia. ¿Y?
Una pieza
discursiva que se le escuchó a menudo a Cristina fue la noción de “presidenta
militante”. Esto tiene sus problemas, acechanzas y novedades. El riesgo de
declarar “militancia” cuando se asume la primera magistratura, es el de
desaprovechar esa instancia universalista que abre la institución presidencial
para entrarle novedosamente a la entraña última de los problemas, lo que no
obstante estaba presente cuando la Presidente mencionaba a los “cuarenta
millones de argentinos”. Sin embargo, esa frase inevitablemente adquiría una
forma dispersiva cuando invocaba bajo la insignia de la militancia, la
condición transformadora específica del gobierno, con medidas desequilibrantes
de alcances sectoriales pero no facciosos.
No obstante, poner
decisiones urgentes y traumáticas bajo la acepción “militante”, implicaba más y
mayores debates que los que –según mis recuerdos- se atinaron a hacer. En su
reemplazo apareció “el mal debate”. Las fórmulas acusatorias fáciles se
extendieron a todas las áreas de actividad, y por lo tanto se acrecentaron
también las rápidas respuestas defensivas. El “periodismo militante” fue
acusado de “despreciar los hechos”, y entonces se respondía con la idea de que
todo hecho es igual a la singularidad soberana que tienen sus más diversas
“interpretaciones”. Pero éstas rápidamente eran devueltas, por los
contradictores de la voz militante, como un signo de sectarismo que ignoraba la
necesaria “objetividad” de la vida y el mundo
El llamado a la
militancia en el ejercicio de la función pública, sin embargo, posee un
evidente atractivo, que corre parejo a sus inconvenientes. El atractivo es el
de poner los ruinosos y oxidados estamentos del Estado en una situación
desentumecida, aireada respecto a los innumerables pasadizos de la lúgubre
burocracia tamizada por invisibles “peajes” obligatorios, o como se los llame.
Hay un aroma libertario en la consideración por la cual no se da el tajo final
que escinde el funcionario del militante. Visto del ángulo opuesto, el
militante en el interior del pliegue estatal, se presta como fácil blanco de la
acusación de “politización” de lo que, de “antemano”, posee una apacible “neutralidad”.
Los críticos del “Estado militante”, desde luego podían ver allí la excusa de
una ingeniosa fenomenología del latrocinio.
Bastante
consiguieron inducir a la visión del político estatal como un comediante de su
propio interés personal. No hubo tal; hubo, sí, una falta de calidad en la
concepción del Estado. Eso fue algo que habitualmente suele llamarse
“oportunidad perdida”. Lo otro, lo que ahora vemos, parecería que viniera a
restaurar una racionalidad mecánica en el Estado, que “antes” parecía
“orgánico”. Se trata de “desgrasarlo”. Esto es, algo no explicado nunca, como
no sea con la guillotina de una lúgubre Razón lineal y expulsiva.
Un Estado como el
que pretenden será un anexo de las agencias de “management”, la suma de las
desmesuras que, por su reverso, componen los pretendidos momentos cristalinos
de toda una sociedad supuestamente transparentada hacia sí. Una aséptica
vitrina decisionista donde máquinas humanoides tomarían providencias exactas. Y
que como ente no sólo de la racionalidad tosca, sino del juicio disecado,
vendría a reparar, convirtiendo automáticamente en réprobos y cabecillas del
robo nocturno de documentos, a los miles de funcionarios que bajo cualquier
título ocupamos cargos de dirección en instituciones notorias. Y entonces, bajo
la imagen de un desplome de los vampiros del Estado, succionadores de arcas
públicas y retenedores de los llamados “vueltos”, se construirían imágenes casi
parecidas a la caída de Hussein o a los momentos finales de Kadaffi. El sistema
metonímico, el de más fácil transferencia imaginaria de una parte interesada y
dramática de un acontecimiento, desplazado a una difusa totalidad que se ha
congelado previamente con toda clase de objetivaciones en torno a la
corrupción, tiene un papel formidable en esta filosofía a martillazos de las
comunicaciones Gran Mediáticas.
Creo, por fin, que
no se planteó bien la idea de una militancia en articulación con el ejercicio
de políticas públicas. Lo que se hizo, sin embargo, tiene más consistencias
–aun ofreciéndose a legítimas críticas- que el pseudo-universalismo o la pseudo
neutralidad del macrismo. Ahí sí que el Estado es un botín de empresas
globalizadas o de “capitales nacionales” –siempre entrelazados con las
anteriores- que no solo incurren en los viejos vicios nepotistas que nunca
dejaron de existir, sino que simulan que el Estado es una máquina “robótica”
(el “equipo”) que no está atravesado por intereses particularistas y la espesa
confusión entre lo público y lo privado. Solo que aquí hay que buscar al HSBC o
a las Telefónicas, y no a un ministro “cabeza fresca”.
Para terminar estas
desordenadas líneas, me refiero a ese ministro. No sé bien lo que hizo, solo
conjeturo. Lo que sea, debe contar con más explicaciones. Como mínimo, las
irregularidades en Ciccone (tanto ésas como otras también notorias, ya las
mencioné antes), pero al mismo tiempo deben considerarse, muy especialmente,
las decisiones públicas de ese ex Ministro en torno a los fondos de
jubilaciones (que lo convirtieron en un objetivo inmediato de los grandes
grupos económico financieros) y por otro lado, sus estilos personales, fáciles
de subsumir en una serie de frivolidades rampantes… Todo ello debe ponerse en
la imaginara “balanza” del juicio que se le debe a los hechos acontecidos. Por
mis funciones, hablé varias veces con Boudou. Amable, simpático, muy “Mancha de
Rolando”, sin abandonar un aire de “rockero maduro”, conversaba de temas
económicos con pertinencia, aunque hubiera aspectos en que no se concordara
enteramente. Estampa viva del kirchnerismo, incluso en el abandono al que ahora
es sometido, según creo y percibo. Inclusive escuché que su grupo de rock ya
toca en el stand de Clarín en Mar del Plata.
Dada la
envergadura que adquirió la inmediata demonización que ocurre cada vez que es
pronunciado su nombre, se exige que un juez probo intervenga en las causas que
tiene abiertas. Muy lejos estoy de pensar que Oyarbide sea esa figura. Muy
lejos estoy de pensar que nada y algo de esto sea fácil. Y muy lejos estoy de
pensar que éstos, mis pensamientos, alcancen. Quizás haya una segadera
preparada para el cuello de cada uno de nosotros. Sin embargo, se trata de
llegar verdaderamente a la “facultad de juzgar” –ente de la razón crítica que
para Hannah Arendt era la subvención máxima que se le debía otorgar a la tan
proclamada república-, que sin embargo, parece constantemente retirarse de
escena. Es que toda vida, en esencia, es trágica.
(En el capítulo
6 trataré la cuestión de Malvinas, en el clima de “negocios” que incluso sobre
esas islas ha diseminado el macrismo).
Buenos Aires, 12 de
febrero de 2016
Fuente: La Tel@ Eñe