“El colonialismo es una cadena de opresiones que nos hemos metido dentro” // Silvia Rivera Cusicanqui
Aunque
Silvia Rivera Cusicanqui se reconoce como una cultivadora del silencio, su
visita a Costa Rica dejó germinando muchas palabras nuevas. Sus ideas
contagiaron desde las montañas de Talamanca hasta los pasillos universitarios
de Estudios Generales de la UCR, con un aire de compromiso y rebeldía. Pese a
que su agenda estuvo más que cargada, UNIVERSIDAD encontró el momento justo
para conversar con esta socióloga y activista boliviana. Dentro de un taxi
rumbo a Heredia –para dar otra conferencia–, tejimos un diálogo ameno de
diversos temas de la teoría cultural, los pueblos indígenas y las ciencias
sociales.
Me llamó la atención que usted
habla castimillano: algo así como una mezcla entre castellano y aimara, una
expresión de su mestizaje. ¿Cómo ha sido para usted esa experiencia de juntar
esos dos mundos, de reconocerse mestiza?
−Es una experiencia que sale de que en una familia de clase media
hay una “nana” aimara, y te identificas con ella. Piensas que es tu mamá, y de
pronto viene el trauma de que no es tu mamá. Y todo ese amor se ve cuestionado
por una sociedad que te quiere meter a un camino de olvido y de negación. Todo
eso se tradujo de algún modo en una toma de posición más o menos temprana de
cuestionamiento de una serie de esquemas; primero de la izquierda y,
posteriormente, de todo el conjunto de elementos dominantes de la sociedad.
Hay
un momento en los años 70 en que decides irte al campo. ¿Por qué?
−A mí me aburrió mucho el discurso de la Alianza Obrero Campesina,
porque había unos señores que andaban con el Libro Rojo de Mao, hablando de la
alianza entre obreros y campesinos. Yo decía: ¿habrán hablado alguna vez con
una persona campesina más allá del modo imperativo?
Me aburrí, de verdad me harté de la universidad, de la exuberancia
de los discursos izquierdistas, y me fui a buscar trabajo en el Ministerio de
Educación como profesora rural. Me tocó ir a un lugar donde nadie quería ir. Me
encontré que había una opresión basada en la cultura, en el color de la piel,
una discriminación brutal. Caminaba con los alcaldes indígenas y cuando llegaba
a un restorán a servirme un té les ponían a ellos un cuero de oveja en el piso
y a mí una silla; a ellos les daban una taza de lata y mí una de loza. Entonces
ahí vi la brutalidad.
Esto
que decías de cuando llegaban los alcaldes es muy interesante, porque nos
recuerda que más que colonialidad como solo un discurso, una teoría o una moda,
son prácticas de la vida diaria.
−Por eso digo que es un colonialismo internalizado, porque la
señora que hacía eso, que era la dueña de la pensión, vestía polleras, un traje
de chola, pero por tener un estatus de pueblerina se sentía muy superior a los
indígenas. Por ser comerciante y no cultivar la tierra, ya se sentía muy por
encima. Es eso lo que me llevó a pensar que el colonialismo es una cadena de
opresiones que nos las hemos metido adentro. No es una bisagra entre blancos e
indios, sino una cosa que afecta nuestra subjetividad.
Has hablado de modernidad de lo
indígena. A mí lo que se me viene a la cabeza son los grupos de rock y rap que
hay en idioma maya.
−Claro. A la persona que está dentro de una mentalidad
eurocéntrica le gustaría ver indios puros, y le molesta el mezclado. El
manchado no entra en el repertorio de los atractivos turísticos; entonces rompe
con esa visión del espectáculo étnico, de la autenticidad. Eso es lo que me
gusta de los hiphoperos aimaras, que les vale que para el europeo, para el
curioso de afuera, ellos no sean puros. Ellos expresan su realidad, y esta es
mezclada, es urbana y está sometida a diversos influjos.
¿Cuál es la diferencia entre el
mestizaje que vos hablas, que es el ch´ixi, y conceptos más comunes como
hibridación o sincretismo?
−La hibridez apela a que al cruzarse un caballo con una burra sale
una mula. Y la mula es estéril. Eso siempre dicen en las comunidades: “Nosotros
no somos híbridos, porque eso es ser mula”. Pero la idea de fusión, hibridez,
sincretismo, supone un tercero, que es lo nuevo. De dos opuestos sale un
tercero del cual quedan borradas las diferencias entre los dos polos
originales. El mestizaje oficial es el hombre nuevo, en el cual ya no hay
huellas del sufrimiento y la opresión; lo blanco y lo indio se han unido en una
ciudadanía universal mestiza. Esa es la ideología oficial del Estado y el
sentido común dominante. El ch´ixi reconoce la contradicción, pero de esos dos
opuestos se saca la energía descolonizadora. El choque entre esos opuestos
energiza.
¿La historia oral puede
considerarse una práctica descolonizante?
Sí. Se
puede pensar eso siempre que superes los discursos de lamento, que son
funcionales al miserabilismo y a los discursos de la pobreza. La historia oral
puede tener un filo miserablista: te acercas al subalterno para que te cuente
su sufrimiento y te haga sentir culpable. La otra distorsión de la historia
oral es creer que esa voz es “la” voz del subalterno y que no está mediada. Si
tú te das cuenta cuánto está mediado el proceso de emisión de esa voz, por el
hecho de que eres universitario, tratas de hacer un diálogo; esa persona ya
tiene un cierto condicionamiento de pensar que tiene que decir lo que a ti te
parece interesante. Y eso va a crear una falsa objetividad.