Silvia Rivera Cusicanqui, la artesana intelectual
–sobre Sociología de la Imagen–
Diego Picotto
Nacida en medio de cerros paceños,
bajo unas determinadas estrellas que no se ven al norte, Silvia Rivera
Cusicanqui se presenta a sí misma como una mujer andina, joven vieja, madura
con el corazón fresco. Una yatichiri callejera.
Una “profe”, dice, condensando sus oficios de socióloga, historiadora,
ensayista, activista aymara, creadora audiovisual. Vida intensa de una mujer
andina tejedora, como no podía ser de otro modo. Solo que ella teje imaginarios,
temporalidades, lenguajes, conceptos; teje un pensamiento singular y creativo.
Y con una potencial ético-político enorme.
Ese pensamiento-tejido es su
arte. Lo es desde la insurgencia katarista, a fines de los años ’70 cuando luego
de larga clandestinidad, las comunidades aymaras asaltan la escena pública, con
sus pensamientos e iniciativas, sus liderazgos e, incluso, su proyecto político
propio. Un mundo y una autonomía andina que afectan a SRC para siempre, volviéndose
nutriente fundamental de su pensamiento y de su vida. Un pensamiento-tejido que
es ético y estético, esencialmente político: hacer artesanal y modo de
encuentro más que elucubración teórica o chorreadera bibliográfica.[1]
Sus referencias, no obstante, no
se reducen a las revueltas indígenas. Las luchas de las primeras décadas del
siglo XX en Bolivia o las que se producen en la actualidad en torno de los
recursos naturales alimentan un pensamiento prolífico, tan prolífico como el
mismo hacer de una vida cualquiera llevada adelante con cierta intensidad. El
pensamiento y la vida son, para SRC, un problema de intensidad. De asumir que
la historia está abierta, que el futuro es albur, que el pasado recubre de sentidos
al presente. Pero sobre todo que el presente es lucha, creación,
auto-constitución. El pensamiento-tejido de SRC alimenta –y alimenta a su vez–
las luchas actuales a partir de inscribirlas en la historia larga de la resistencia andina, en la tradición de
revueltas indígenas y obreras: un pasado bien distinto al de la derrota y la sumisión.
Esa tradición, en suma, impulsa y dota de sentidos a las luchas presentes.
De la sumisión a la rebelión: un
desplazamiento que impide que lo indígena mute en pueblo
originario; es decir, a un “origen” fuera del tiempo y el espacio, relegado
al mundo de lo arcaico e inmutable; a un sujeto puro perdido en los comienzos
pre-coloniales de la historia que los antropólogos deberán redescubrir. Por el
contrario, el pensamiento de SRC es ejercicio de descolonización: el mundo andino-indígena aparece vivo, en
movimiento, en su radical actualidad.
Dos rasgos son constitutivos de
este pensamiento: el primero, su elaboración colectiva, comunitaria. Es un
hacer con otrxs, un volver común.[2]
El segundo, es su carácter ch’ixi. Es decir, un pensamiento que es
práctica vital y concreta, más que mero discurso, constituido a partir de la
coexistencia de elementos heterogéneos que antagonizan y se complementan sin
fusionarse. Una intervención descolonizadora que piensa la historia y los
procesos, o mejor, los encuentros, de modo no dialéctico: sin síntesis, ni
superación, ni progreso. Un pensamiento/práctica, entonces, como producto no
lineal ni previsible de la tensión entre fuerzas antagónicas creadoras. Es sobre
este fluir colectivo y mutante que emerge Sociología
de la imagen como “mirada ch’ixi sobre la historia andina”.
La sociología de la imagen como método
En muchos sentidos, la sociología de la imagen es la
continuidad (desviada) de aquella experiencia pionera de investigación
socio-histórica sobre las comunidades andinas que fue la el Taller de Historia Oral Andina.[3]
Aquel esfuerzo colectivo que continúa consiste centralmente en pensar la historia
desde la lógica propia; una lógica que ni por asomo puede ser reducida al mito
progresista de la escuela y el desarrollo. Por el contrario, la recuperación de
la historia era y es, desde esta perspectiva, una forma de autoafirmación
ética.
En ese marco, ambos dispositivos
–el THOA y la sociología de la imagen– se moldean bajo la sospecha de que la
riqueza del mundo andino no puede ser capturada por la palabra escrita, por lo
que hay que explorar otros registros. No solo por la evidencia de que los medios
audiovisuales afectan la sensibilidad popular con mayor eficacia que la escritura
–siempre tan próxima, por otro lado, al mundo de los colonizadores–, sino sobre
todo porque las imágenes y las palabras habladas logran neutralizar mejor las
censuras y auto-censuras que las palabras escritas. Aprender a escribir con la
voz es el desafío.
Pero la sociología de la imagen va un paso más allá y pone en discusión el
lenguaje verbal en su conjunto a partir de la siguiente hipótesis: “Hay en el
colonialismo una función muy peculiar para las palabras: las palabras no
designan sino que encubren”. De ahí que como práctica de investigación social y
como territorio de experimentación pedagógica, la sociología de la imagen haga
foco en el papel crucial de las imágenes, tanto en la (re)elaboración de una
episteme indígena como en la comunicación intercultural.[4]
“Las imágenes nos ofrecen interpretaciones y narrativas sociales que desde
siglos precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen perspectivas
de comprensión crítica de la realidad”.[5]
La sociología de la imagen opera,
así, una desfamiliarización, una toma
de distancia “con los archiconocido, con la inmediatez de la rutina y el
hábito” a partir de trabajar sobre una multiplicidad de representaciones
propias del mundo visual. No se trata, claro, de hacer ver ni de despertar
conciencias, con su consecuente trasfondo civilizatorio. Es más, ni siquiera es
una práctica que se ejerce sobre otro, o sobre un afuera. Es un
pensamiento-práctica en situación, un hacer en inmanencia.
En sus propios términos, la
sociología de la imagen se presenta como una práctica de visualización crítica
que al reinterpretar y poner en discusión la imágenes de una época permite
construir una narrativa (“como sintaxis entre imagen y texto, y como modo de
contar y comunicar lo vivido”) y una sensibilidad descolonizada.[6]
Práctica teórica, estética y ética, pone en valor una memoria imposible de
sofocar que se vuelve narración, una voz
propia en proceso de constitución. Un arte
del hacer que no reconoce fronteras entre la creación artística y la reflexión
conceptual y política pero que neutraliza tanto el orden del discurso
político-sindical (de las elites de derecha, nacional-movimientista o de
izquierda) como el académico, puras retóricas vacías y autoindulgentes.
La sociología de la imagen se
pone en juego, entonces, en un campo de tensiones montado en torno de una multifacética
y plural memoria colectiva que se actualiza en los conflictos del presente. Y
se actualiza bajo la forma de una acción política que es inmediatamente práctica
subversiva.[7] “La
descolonización solo puede realizarse en la práctica: una práctica reflexiva y
comunicativa fundada en el deseo de recuperar una memoria (que es también
ideación, imaginación y pensamiento) y una corporalidad propias”.[8]
Esta práctica
político-comunitaria de recreación de una memoria histórica se dispone, no bajo
una forma lineal del tiempo, sino bajo la forma cíclica que caracteriza el
tiempo de luchas; una memoria en espiral
tal como expresa el aforismo “qhipnayra uñtasis sarnaqapxañani”: el pasado y el
futuro se encuentran contenidos en el presente. O, de otro modo: un pasado que
podría ser futuro, dado que es el que se habita en los sueños y dilemas del
presente.[9]
Se vuelve, entonces, siempre se vuelve, pero nunca a lo mismo. “La memoria
histórica se reactiva y a la vez se reelabora y se resignifica cada vez en la
crisis y rebeliones posteriores”. Y a donde se vuelva depende de los actos de
cada quien más que de sus palabras.
Indios y ácratas, los desaparecidos de esta historia
Situada sobre esa superficie
porosa en la que la memoria, el lenguaje y las imágenes se indistinguen hasta
conquistar una política, SRC presta atención –tal como se apuntó al comienzo
del texto– sobre dos movimientos insurgentes “borrados de la historia”: el que
encabezaron los caciques-apoderados[10]
y el conformado por los gremios artesanales anarquistas, masculinos y
femeninos, ambos de principios de siglo XX.
La hipótesis fundamental de SRC
que sostiene estas indagaciones es que construcción del Estado y de la
República de Bolivia implicó la invisibilización del mundo indio a partir de un
proceso tanto de cholificación (una identidad de síntesis que vela las
particularidades de los elementos que la componen) como de subsunción
ornamental y culturalista de indios y cholas en el imaginario de la nación
boliviana; un mestizaje colonial que más que homogeneizar la sociedad tendió a
multiplicar sus estratos discriminados y excluidos.[11]
Negando la vitalidad del mundo indígena,
el estado mestizo/criollo presenta a las comunidades bajo formas pre-políticas,
mundos que dan la espalda al progreso y al desarrollo, vidas sumidas en el
atraso, en el aislamiento y la pobreza. Operación que implica desconocer a lo
indígena como alteridad espistémica, es decir, como un modo de vida que habita
el mundo bajo otra codificación, en diálogo con el cosmos, entre muchas otras
fuerzas. “En la revolución del ’52, cuando se volvió dominante el ideal de una
sociedad homogénea a lo europeo o gringo, el lenguaje oficial fue purgado de la
palabra “indio” sustituyéndola por “campesino”.
Las palabras, tal como se indicó,
encubren la realidad más que designarla. La conquista inaugura, así, un “mundo
al revés” que se mantiene, no sin resistencias, a lo largo de los siglos. Cada
uno a su modo, Wuaman Puma, Melchor María Mercado, René Zabaleta y Jorge
Sanjinés registrarán esta situación que la insurgencia katarista encauzará.[12]
Una autovalorización indígena que tensa hasta desbaratar los estigmas y
estereotipos sobre lo indio –producto de largos años de colonialismo– y los
conceptos claves que los capturan y despojan (“civilización”, “desarrollo”,
“progreso”), que alimentan los discursos de “erradicación de la pobreza” que acaba
erradicando al pobre. De lo que se trata al fin de cunta es de borrar la
memoria del indio y de “recluir sus restos en los museos, como raíces arcaicas
de un remoto pasado”.
Lo indio se conjuga en presente
Ante cualquier tentación
folclórica –como la que se esconde tras la noción de pueblos originarios[13]–
SRC insiste: lo indio se conjuga en presente. Su corporeidad en las urbes
actuales tanto como en zonas rurales aún no devastadas es tan significa como
clave su cosmovisión en la actualidad. Porque lo indígena no es un color de piel
sino una episteme, una atmósfera cognitiva que la lleva a buscar sujetos en el
mundo no humano. Y desde allí retomar los problemas centrales de la humanidad:
cómo fundar un sujeto plural y su comunidad; cómo vivir juntos y cuidados.
Lo indígena se conjuga en
presente porque permite pensar la vida en común a partir del ayllu o buscar prosperidad con la ch’alla. ¿No nos es absolutamente necesario
un taypi que ponga en suspenso el
continuum consumo, velocidad, productividad, trabajo, así como la guerra de
modos de vida que está dinámica produce? ¿Quién discute que una noción como la
de lo ch’ixi no es fundamental para
fundar una contemporaneidad que asuma las diferencias y tensiones en lugar de
organizarse sobre la muerte y eliminación del otro?
Se vuelven recurrentes, bajo
estas condiciones, dice SRC, dos interrogantes: cómo poner a conversar esta
memoria con las subjetividades emergentes –es decir, aquellas luchas con las
presentes y por venir– y cómo articular problemáticas locales con “temas humanos
de carácter plantario”.
No se trata, por supuesto, de
mirar estos problemas desde arriba, de hacer un mapa (que no es, sino, una
práctica de estado: delimitar, poner fronteras, organizar verticalmente,
expresión de vinculada a la forma identitaria masculina). Se trata, en cambio,
de intensificar el presente a partir de la exploración de las propias potencias
y afinidades. Del desarrollo, entre el griterío, de una voz propia que enuncie
una verdad ética que fluye por lo bajo. Allí donde domina lo ch’ixi, que es
explosión de fuerza creativa concreta y vital, gesto libertario que no separa el
trabajo del goce y la amistad. Pero que es al mismo tiempo es contención de los
opuestos, equilibrio necesario que permite vivir en medio de tensiones
radicales.
Es sobre entramado afectivo y
singular que esta artesana intelectual teje su pensamiento ch’ixi con toda la materialidad imaginable, hibridando trabajo
manual e intelectual, método y ritualidad, razón y conjuro, mito e historia. Seguir
las líneas de lo femenino la conduce a experiencias de construcción de nuevos
territorios y haceres colectivos, formas comunitarias y organización autónoma.
De ahí su enorme potencialidad ético-política.
[1]
A SRC le gusta decir que a diferencia del comentador o reseñista académico,
toma las “citas” como disparadores, como base para hacer pie y salir
disparando, para decir algo. Resuena, sin duda, aquella máxima de León Rozitchner:
“Hay que se arbitrario para hacer cualquier cosa”.
[2]
De ahí que la creaciones intelectuales de SRC se desplieguen siempre bajo
dinámicas colectivas, del Taller de
Historia Oral Andina (THOA) al Colectivo
2, hasta llegar al Colectivo Ch’ixi
que actualmente integra.
[4]
Un texto aparte merecería la reflexión sobre otra dimensión importante en el
pensamiento y el hacer de SRC como es su labor docente, en especial sus
talleres de escritura de tesis, donde lejos de priorizar las estructuras
formales y enunciativas propias de la situación comunicativa académica, hace
foco en la constitución de una voz propia
que exprese la singularidad de la experiencia de quien aborda un problema
determinado.
[5]
“Las imágenes tienen la fuerza de construir una narrativa crítica, capaz de desenmascarar
las distintas formas de colonialismo contemporáneo. Son las imágenes más que
las palabras, en el contexto de un devenir histórico que jerarquizó lo textual
en detrimento de las culturas visuales, las que permiten captar los sentidos
bloqueados y olvidados por la lengua oficial”.
[6]
“La descolonización de la mirada
consistiría en liberar la visualización de las ataduras del lenguaje y en
reactualizar la memoria de la experiencia como un todo indisoluble, en el que
se funden los sentidos corporales y mentales. Sería, entonces, una suerte de
memoria del hacer”
[7]
“Esta conciencia o sensibilidad permitirá extraer de los microespacios de la
vida diaria, de las historias acontecidas y que acontecen ahora mismo, aquellas
metáforas y alegorías que conecten nuestra mirada sobre los hechos con las
miradas de las otras personas y colectividades para construir esa alegoría
colectiva que quizá sea la acción política”.
[8] Como
en La nación clandestina, de Jorge
Sanjinés, la memoria no es un acto de nostalgia sino una liberación y un
despertar.
[9]
Este aforismo aymara sobre el tiempo es uno de los epígrafes del libro. Todo
vestigio de idealismo antropológico se desvanece con el otro, de Lenin, que
casi traduce el anterior pero aplanado, sin espesor histórico.
[10]
Cuyas luchas por la reapropiación de
sus tierras combinaban sofisticadas alianzas, momentos de disputa legal y
violentas rebeliones.
[11]
Una muestra preciosa de la vitalidad, variedad y complejidad e este mundo
andino, interconectado a través de sus rutas de comercio y de una serie de relaciones
económicas y simbólicas, y de sus tipos humanos lo encuentra SRC revisando el Álbum de acuarelas de Melchor María
Mercado quien registra etnográficamente los hábitos y oficios de la Bolivia
profunda, “sus indefinidas e inhóspitas fronteras, pobladas por nativos de
reputación salvaje”.
[12]
“El levantamiento
katarista-indianista de 1979 planteo a Bolivia la necesidad de una “radical y
profunda descolonización” en sus estructuras políticas, económicas y sobre todo
mentales, es decir, en sus modos de concebir el mundo.
[13] “La noción de origen nos remite a un
pasado que se imagina quieto, estático y arcaico. He aquí la recuperación
estratégica de las demandas indígenas y
la neutralización de sus pulsiones
descolonizadoras. Al hablar de pueblos situados en el “origen” se niega
la coetaneidad de estas poblaciones y se las excluye de las lides de la
modernidad. Se les otorga un status residual, y de hecho, se las convierte en
minorías, encasilladas en estereotipos indigenistas del buen salvaje guardián
de la naturaleza”.