Del Estado de derecho al Estado de seguridad
Giorgio
Agamben
No es
posible comprender lo que realmente se juega en la prolongación del estado de
emergencia en Francia si no se lo sitúa en el contexto de una transformación
del modelo estatal que nos es familiar. Es crucial, primero que nada, desmentir
el propósito de las mujeres y hombres políticos irresponsables, según los
cuales el estado de emergencia sería un escudo para la democracia.
Los
historiadores saben perfectamente que lo que es cierto es lo contrario. El
estado de emergencia es justamente el dispositivo mediante el cual los poderes
totalitarios se instalaron en Europea. Así, en los años que precedieron a la
toma del poder por Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar habían
recurrido tan a menudo al estado de emergencia (estado de excepción, como se lo
nombra en alemán) que se pudo decir que Alemania había dejado de ser, antes de
1933, una democracia parlamentaria.
Ahora bien,
la primera acción de Hitler, después de su nombramiento, fue proclamar un
estado de emergencia, que jamás fue revocado. Cuando la gente se sorprende de
los crímenes que pudieron cometerse impunemente en Alemania por los nazis, se
olvida de que estos actos eran perfectamente legales, porque el país estaba
sometido al estado de excepción y las libertades individuales estaban
suspendidas.
No vemos por
qué un escenario semejante no podría repetirse en Francia: imaginamos sin
dificultad un gobierno de extrema derecha sirviéndose para sus fines de un
estado de emergencia al que gobiernos socialistas han habituado a partir de
ahora a los ciudadanos. En un país que vive en un estado de emergencia
prologando, y en el que las operaciones de policía sustituyen progresivamente
al poder judicial, cabe aguardar una degradación rápida e irreversible de las
instituciones públicas.
Esto es
tanto más cierto que el estado de emergencia se inscribe, hoy en día, en el
proceso que está haciendo evolucionar las democracias occidentales hacia algo
que hay que llamar, ya mismo, Estado de seguridad («Security State»,
como dicen los politólogos estadounidenses).
La palabra
«seguridad» ha entrado tanto en el discurso político que se puede decir, sin
temor a equivocarse, que las «razones de seguridad» han tomado el lugar de
aquello que se llamaba, en otro tiempo, la «razón de Estado». Hace falta, sin
embargo, un análisis de esta nueva forma de gobierno. Como el Estado de
seguridad no atañe ni al Estado de derecho ni a aquello que Michel Foucault
llamaba las «sociedades de disciplina», conviene arrojar aquí algunas
referencias con miras a una posible definición.
En el modelo
del británico Thomas Hobbes, quien ha influenciado tan profundamente nuestra
filosofía política, el contrato que transfiere los poderes al soberano
presupone el miedo recíproco y la guerra de todos contra todos: el Estado es
aquello que viene precisamente a poner fin al miedo. En el Estado de seguridad,
este esquema se invierte: el Estado se funda duraderamente en el miedo y debe,
a toda costa, mantenerlo, pues extrae de él su función esencial y su
legitimidad.
Ya Foucault
había mostrado que, cuando la palabra «seguridad» aparece por primera vez en
Francia en el discurso político con los gobiernos fisiócratas antes de la
Revolución, no se trataba de prevenir las catástrofes y las hambrunas, sino de
dejarlas advenir para poder a continuación gobernarlas y orientarlas a una
dirección que se estimaba beneficiosa.
De igual
modo, la seguridad que está en cuestión hoy no apunta a prevenir los actos de
terrorismo (lo cual es, por lo demás, extremadamente difícil, si no imposible,
porque las medidas de seguridad sólo son eficaces después del golpe, y el
terrorismo es, por definición, una serie de primeros golpes), sino a establecer
una nueva relación con los hombres, que es la de un control generalizado y sin
límites — de ahí la insistencia particular en los dispositivos que permiten el
control total de los datos informáticos y comunicacionales de los ciudadanos,
incluyendo la retención integral del contenido de las computadoras.
El riesgo,
el primero que nosotros levantamos, es la deriva hacia la creación de una
relación sistémica entre terrorismo y Estado de seguridad: si el Estado
necesita el miedo para legitimarse, es entonces necesario, en última instancia,
producir el terror o, al menos, no impedir que se produzca. Se ve así a los
países proseguir una política extranjera que alimenta el terrorismo que se debe
combatir en el interior y mantener relaciones cordiales e incluso vender armas
a Estados de los que se sabe que financian las organizaciones terroristas.
Un segundo
punto, que es importante captar, es el cambio del estatuto político de los
ciudadanos y del pueblo, que se suponía que es que el titular de la soberanía.
En el Estado de seguridad, vemos producirse una tendencia irreprimible hacia
aquello que bien hay que llamar una despolitización progresiva de los
ciudadanos, cuya participación en la vida política se reduce a los sondeos
electorales. Esta tendencia es tanto más inquietante que había sido teorizada
por los juristas nazis, quienes definen al pueblo como un elemento
esencialmente impolítico, cuya protección y crecimiento debe asegurar el
Estado.
Ahora bien,
según estos juristas, hay una sola manera de volver político este elemento
impolítico: mediante la igualdad de ascendencia y raza, que va a distinguirlo
del extranjero y del enemigo. No se trata aquí de confundir el Estado nazi y el
Estado de seguridad contemporáneo: lo que hay que comprender es que, si se
despolitiza a los ciudadanos, ellos no pueden salir de su pasividad más que si
se los moviliza mediante el miedo contra un enemigo que no le sea solamente
externo (eran los judíos en Alemania, son los musulmanes en Francia hoy en día).
Es en este
marco donde hay que considerar el siniestro proyecto de deterioro de la
nacionalidad para los ciudadanos binacionales, que recuerda a la ley fascista
de 1929 sobre la desnacionalización de los «ciudadanos indignos de la
ciudadanía italiana» y las leyes nazis sobre la desnacionalización de los
judíos.
Un tercer
punto, cuya importancia no hay que subestimar, es la transformación radical de
los criterios que establecen la verdad y la certeza en la esfera pública. Lo
que impresiona en primer lugar a un observador atento a los informes de los
crímenes terroristas es la renuncia integral al establecimiento de la certeza
judicial.
Mientras en
un Estado de derecho es entendido que un crimen sólo puede ser certificado con
una investigación judicial, bajo el paradigma seguritario uno debe contentarse
con lo que dicen de él la policía y los medios de comunicación que dependen de
ésta — es decir, dos instancias que siempre han sido consideradas como poco
fiables.
De ahí la
vaguedad increíble y las contradicciones patentes en las reconstrucciones
apresuradas de los eventos, que eluden adrede toda posibilidad de verificación
y de falsificación y que se parecen más a chismorreos que a investigaciones.
Esto significa que al Estado de seguridad le interesa que los ciudadanos —cuya
protección debe asegurar— permanezcan en la incertidumbre sobre aquello que los
amenaza, porque la incertidumbre y el terror van de la mano.
Es la misma
incertidumbre que se encuentra en el texto de la ley del 20 de noviembre sobre
el estado de emergencia, que se refiere a «toda persona hacia la cual existan
serias razones de pensar que su comportamiento constituye una amenaza para el
orden público y la seguridad». Es completamente evidente que la fórmula «serias
razones de pensar» no tiene ningún sentido jurídico y, en cuanto que remite a
lo arbitrario de aquel que «piensa», puede aplicarse en todo momento a
cualquiera. Ahora bien, en el Estado de seguridad, estas fórmulas
indeterminadas, que siempre han sido consideradas por los juristas como
contrarias al principio de la certeza del derecho, devienen la norma.
La misma
imprecisión y los mismos equívocos resurgen en las declaraciones de las mujeres
y hombres políticos, según los cuales Francia estaría en guerra contra el
terrorismo. Una guerra contra el terrorismo es una contradicción en los
términos, pues el estado de guerra se define precisamente por la posibilidad de
identificar de manera certera al enemigo que se debe combatir. Desde la
perspectiva seguritaria, el enemigo debe —por el contrario— permanecer en lo
vago, para que cualquiera —en el interior, pero también en el exterior— pueda
ser identificado como tal.
Mantenimiento
de un estado de miedo generalizado, despolitización de los ciudadanos, renuncia
a toda certeza del derecho: éstas son tres características del Estado de
seguridad, que son suficientes para inquietar a las mentes. Pues esto
significa, por un lado, que el Estado de seguridad en el que estamos
deslizándonos hace lo contrario de lo que promete, puesto que —si seguridad
quiere decir ausencia de cuidado (sine cura)— mantiene, en cambio, el
miedo y el terror. El Estado de seguridad es, por otro lado, un Estado
policiaco, ya que el eclipse del poder judicial generaliza el margen
discrecional de la policía, la cual, en un estado de emergencia devenido
normal, actúa cada vez más como soberano.
Mediante la
despolitización progresiva del ciudadano, devenido en cierto sentido un
terrorista en potencia, el Estado de seguridad sale al fin del dominio conocido
de la política, para dirigirse hacia una zona incierta, donde lo público y lo
privado se confunden, y cuyas fronteras provocan problemas para definirlas.
Fuente y traducción:
Artillería Inmanente (de «De l’Etat de droit à l’Etat de sécurité», publicado
en Le Monde el 23 de diciembre de 2015).