Todos somos París, excepto los que no lo son
Isidro López // Emmanuel
Rodríguez
Desde el pasado viernes
sangriento hemos asistido a la repetición de dos rituales políticos. El primero
se refiere a la inevitable representación del poder del Estado, antes dueño de
la vida y la muerte de sus ciudadanos, hoy principalmente de un derivado de lo
mismo: su «seguridad». El segundo es la remisión al «Islam radical» en tanto
enemigo absoluto, interno y externo de la civilización europea. «Civilización o
barbarie» decía Rajoy en días pasados.
Vamos mal si nos situamos, de
una u otra forma, en esta tijera que dibujan el problema (el Islamismo) y su
solución (el Estado). De los rituales de Estado apenas se puede decir más que
sólo sirven para validar instituciones y figuras que sólo son eso, «poder de
Estado», tan impávidas y frías respecto a la suerte de sus poblaciones en esta
crisis, como respecto a lo que ocurre en las guerras que han estallado
alrededor de sus fronteras. Contra este poder, el mejor remedio consiste en
repetir que la guerra de Siria (como la de Libia, Iraq o Afganistán) son guerras
europeas y que un muerto vale lo mismo que otro muerto, con independencia de lo
que cotice su color de piel o su nacionalidad en la bolsas políticas de
Occidente. Valga decir que lo que le interesa al Estado no es tanto el número
de muertos como su valor en términos de «seguridad», esto es, la amenaza que
esto supone para las atemorizadas clases medias europeas y la prueba que esto
supone a la acción del Estado. Prueba de fuerza: el bombardeo de ayer de
aviones franceses sobre una ciudad Siria según un patrón que esta declinante
potencia lleva probando desde hace meses. Resultado: probablemente más muertes
de civiles que en los atentados del viernes pasado en París. Tanto le preocupan
a Rajoy y al resto de líderes occidentales los muertos de París (y de Siria),
que ayer estaban tranquilamente en Turquía, uno de los principales estados
valedores del DAESH, haciéndose sonrientes fotos con Erdogan.
Respecto a lo segundo, el
análisis vuelve a ser complejo, sobre todo si atendemos al enorme grado de
desconocimiento que existe en Occidente sobre su puerta de atrás, yacimientos
principal de «sus» reservas energéticas. Sunnies, chiies, varias ejércitos y
milicias islamistas muchas veces enfrentados, líneas de financiación cruzadas
de EEUU, Arabia Saudí, Rusia y la UE a distintos Estados y a veces a las mismas
milicias, amén del viejo contencioso Isreal-Palestina, todo ello dentro de una
región en la que la situación de guerra civil abierta o larvada se respira
desde ya más de medio siglo; donde los niveles de vida, salvo excepciones, son
peores que los de hace tres décadas; donde un puñado de países han sido
descuartizados y vueltos inviables con la inestimable ayuda de EEUU; y sobre
todo donde todos (Islam radical y países occidentales) han coincidido en
marginar o destruir cualquier alternativa laica y progresista en la región, que
pasara por la nacionalización del petróleo y la construcción de estados capaces
de proveer unos mínimos de bienestar y democracia a sus poblaciones.
Pero es que el problema no
viene, al meno no sólo, de Oriente Medio. La mayor parte de la organización de
los atentados del viernes en París reside en el propio París o en la vecina
Bruselas. Sabemos pocas cosas acerca de los atentados del viernes, una de ellas
es que eran ciudadanos franceses pasados por el sistema escolar francés,
formateados según unos valores republicanos (¿se acuerdan “libertad, igualdad,
fraternidad”?) que ya no tienen ningún valor en las periferias, las famosas
banlieues, de las que proceden. Se trata del mismo material que los 7.000
ciudadanos europeos que hoy combaten en Siria al lado del ISIS. Nótese bien
7.000: ninguna organización política de Occidente sería capaz de mandar ni la
mitad de voluntarios a cualquier guerra extranjera. Los tiempos de los
brigadistas internacionales ya pasaron. Por eso resulta mejor apuntar al flujo
de refugiados sirios que aceptar que hay una brecha interna en las sociedades
europeas. Al fin y al cabo, esta es una acusación funcional al modelo
securitario que quieren imponer los Estados tras este tipo de atentados.
En apenas unas décadas, las
banlieues francesas han pasado de hablar la lengua de SOS Racismo rápidamente
asimilada y neutralizada por el socialista Mitterrand, a los estallidos
violentos e incomprensibles (para las clases medias) de 2006, en los que había
sin embargo tintes de protesta social; para finalmente ser la base de la
organización de los atentados del pasado viernes. La explicación cultural («es
el Islam») olvida que son franceses y que hasta hace bien poco querían ser
franceses. La explicación progre («es la educación») olvida que fue la
izquierda la que dejó a su suerte este espacio social.
Observando estos días a los
hombres y mujeres de Estado, parece que se repite un clásico modelo de
acción/reacción frente al terrorismo, de acuerdo con la gran apuesta política
neocon de principios de este siglo dirigida a recuperar la renqueante hegemonía
norteamericana, el New American Century de Bush y Rumsfeld. El objetivo es
generar orden interno en los países occidentales. Las llamadas abstractas a la
unidad, la crítica a cualquier “politización” de la interpretación de estos
atentados, el cierre de filas en torno a las políticas de Estado, forman parte
de este modelo, como quedó claro después de los atentados del 11M en Madrid. En
este contexto, caer en las trampas de la “responsabilidad de Estado” ha sido el
error fatal de la izquierda europea, y en las que convendría que Podemos no
cayera.
Lo cierto es que hoy resulta
dudoso que, en la Europa en crisis, con un estancamiento económico secular, se
pueda construir un nuevo orden social, al menos únicamente sobre el reflujo
securitario que provocan los atentados islamistas. Mucho más sencillo lo tienen
partidos como el Front National de Le Pen con un pie en la radicalización de la
onda de reflujo securitario y otro en la crítica nacionalista de la austeridad
europea. En cualquier caso, conviene repetir que lo que falla no es la
brutalidad de Le Pen ni el terror de los jóvenes islamistas de la periferia
(esto son dos simples datos de la involución de nuestro tiempo), sino la
izquierda y su incapacidad para trabajar con los problemas reales de aquellos
que no forman parte ya de su menguante público bienpensante.