París, ¿de qué guerra hablamos?
Santiago Alba Rico
Entre las víctimas de la sala Bataclan había extranjeros:
españoles, rumanos, belgas y también tunecinos y argelinos, muy probablemente
musulmanes. Entre los franceses sin duda habrá también hombres y mujeres de
origen árabe y musulmán. Todos ellos tenían algo en común: ganas de bailar,
beber y reír. A los que tratan de encontrar una explicación ideológica en el
atentado a partir del comunicado de Daesh hay que decirles la verdad, mucho más
inquietante: el atentado es un dantesco acto publicitario y una orgullosa,
lúcida y “revolucionaria” declaración de guerra a la moral “burguesa”: os
matamos sencillamente porque estáis vivos. El hecho de que las víctimas rieran,
bailaran y bebieran es importante, pero no porque se trate de prácticas haram,
según una estrecha interpretación del islam, sino porque las convierte en
personas normales con las que todos podemos sentirnos identificados y, a través
de ellas, también afectados y amenazados.
Entre los verdugos, lo sabemos ya, había franceses. Por ejemplo
Ismael Omar Mustafei, de 29 años, nacido en uno de los banlieu de París. Era de esperar. Cualquiera
que conozca la situación de los barrios periféricos de las ciudades de Francia
tiene que acordarse de esa última entrevista que Pasolini concedió el mismo día
de su muerte, hace 40 años, y en la que hablaba de lo que “los burgueses
ignoran”. Decía Pasolini: “ustedes no viven en la realidad. Yo sí. Ahí abajo
hay muchas ganas de matar”. De esas “ganas de matar” habrá que ocuparse más
pronto que tarde si queremos comprender algo y salvar un poco. Si queremos
evitar, de entrada, la única guerra que no mencionan ni Hollande ni Sarkozy: la
guerra civil en Francia.
Habrá que pensar en los asesinos, sí, pero centrémonos ahora en
el dolor -muy nuestro- de la inocencia tronchada. En el dolor, por ejemplo, de
Ángela Reina, flamante esposa de Juan Alberto González, 29 años también,
ingeniero industrial, con ganas de marcha un viernes por la noche. No nos
engañemos. El dolor no sirve de nada. Cada uno lo acarrea como puede sin
librarse jamás de él. No es útil. Pero se puede transportar a un sitio u otro e
iluminar con él otras conexiones y otros cuerpos. ¿Qué hacer con el dolor
insoportable de Ángela y de París? ¿Dónde deberíamos trasladarlo con la
imaginación?
Deberíamos llevarlo, por ejemplo, junto al dolor de los
refugiados, gente también normal que oye música y se lava los dientes,
fugitivos de una tragedia parecida a la de París, pero cotidiana e
ininterrumpida. París nos da la ocasión de comprender a los sirios y de
situarlos a nuestro lado, como víctimas hermanas de una barbarie común. Pero
nos da la ocasión también de trasladarnos hacia el pasado y hacia el futuro para
tratar de conectar el horrendo crimen de París con otros lugares del mundo en
los que Occidente no deja de intervenir de mil maneras. El dolor no sirve pero
sí pide. Reclama. El dolor de París exige a nuestros gobernantes que no vuelvan
a cometer los mismos errores que alimentan desde hace años “las ganas de matar”
y, sobre todo, que no utilicen su dolor sin consuelo para justificar
intervenciones militares en su nombre o en el de Francia o en el de “los
valores de la civilización”.
Ahora bien, el dolor, que es inútil para las víctimas, es útil
para los malos gobiernos y más si, como en España, estamos en vísperas
electorales. Es una “ventana de oportunidad” para justificar blindajes
identitarios y alineamientos irresponsables orientados a controlar a la población
en el interior y a aventar incendios en el exterior. Desde antes, pero muy
claramente desde el 11S y la posterior invasión de Iraq, Occidente ha puesto
siempre a su servicio un teclado de dolores selectivos para impedir la única
solución que podría librarnos a todos, en Europa y en el mundo árabe, del
Estado Islámico y su nihilismo destructor: la democracia. Tuvimos una
oportunidad en 2011, cuando los pueblos de la zona, retenidos a la fuerza en el
cepo de la Guerra Fría, exigieron dignidad y libertad y los abandonamos a su
suerte o a la de nuestros aliados. Llevo años repitiéndolo: en 2011 los pueblos
se levantaron al mismo tiempo contra las dictaduras, las intervenciones
extranjeras y el yihadismo de Al-Qaeda. Esas tres fuerzas mellizas vuelven hoy
con renovada fuerza porque, en lugar de recibir apoyo, las revoluciones e
intifadas fueron secuestradas o descarriladas por la OTAN, por Arabia Saudí
(“nuestro” Estado Islámico) o por las viejas y nuevas dictaduras (del propio
Bachar Al-Assad al general Sisi), y todo ello con la complicidad promiscua de
Israel. No puede extrañar que muchos de los jóvenes radicalmente demócratas
hace cinco años sean hoy radicalmente islamistas. Su radicalidad está cargada
de razón y, si se orienta ahora hacia la barbarie yihadista, se debe en buena
parte a que su rebeldía democrática fue sumergida en la sangre, la pobreza y la
miseria vital. Su deseo de democracia no les sirvió ni siquiera para poder
viajar libremente por el mundo.
Todo indica que el dolor del atentado de París -como antes el
del 11S o el del 11M- lo utilizarán nuestros gobiernos para obcecarse en viejas
politicas que se han revelado trágicamente fracasadas; y fracasadas justamente
porque se han desentendido, al mismo tiempo, de los derechos humanos y de la voluntad
de los ciudadanos de la región. ¿Qué es el ISIS? Una “revolución negativa”,
comodín de casi todas las fuerzas concurrentes en Siria e Iraq, cuyo poder se
alimenta de dictaduras e intervenciones y, concretamente, de la dictadura siria
apoyada por Rusia y del caos iraquí generado por los EEUU. El atentado de
París, en este sentido, tendrá como consecuencias inmediatas las que nuestro
dolor, precisamente, debería excluir: islamofobia y presión en Europa sobre los
refugiados, relegitimación de Bachar Al-Assad y su régimen criminal,
responsable último de la tragedia siria, y agravamiento de la guerra en Siria.
El belicismo demagógico de las declaraciones oficiales francesas, sincopadas
por nuestro ministro Margallo, anuncian ya una intervención terrestre que
convertirá la zona -todavía más- en un avispero multinacional y en una fábrica
-y en un sumidero- de yihadismo. Y hará nuestras ciudades europeas más
vulnerables y menos libres. Con el EI, es verdad, no se puede negociar; hay que
derrotarlo también militarmente. Pero eso sólo pueden hacerlo los habitantes de
la zona y sólo si se se ponen de acuerdo en torno a un proyecto común
democrático y no-sectario. Eso sólo será posible si Europa deja de apoyar
dictadores, de promover políticas sectarias a través de sus aliados teocráticos
o “laicos” y de emprender aventuras militares.
Para derrotar realmente a Daesh necesitamos nuevos gobiernos que
no juegen con el dolor de sus ciudadanos. Necesitamos gobiernos que se tomen en
serio las únicas medidas que, a medio plazo, pueden dejar el EI sin los medios
-y el medio- de su supervivencia. La derrota militar de Daesh por parte de sus
víctimas inmediatas, los habitantes de la zona, en su mayoría musulmanes, es
indisociable de la no.criminalización de los que abandonan sus filas y retornan
a sus países de origen. En Europa, es necesaria la coordinación policial, sin
duda, pero también la integración social, la protección de las comunidades
musulmanas y la pedagogía institucional contra la islamofobia, lo que implica respeto
absoluto de los derechos jurídicos de los ciudadanos de religión islámica. No
olvidemos que el Estado Islámico utiliza sus atentados para alimentar el odio
hacia el islam y presionar así a las comunidades musulmanas de nuestras
metrópolis: la islamofobia es también una fuente de reclutamiento.
En cuanto a la acción sobre el terreno, un gobierno dolorido que
no utilice de manera fraudulenta el dolor de sus ciudadanos debe dejar a un
lado las intervenciones militares y centrarse en las fuentes de financiamiento
de Daech, la prohibición de la venta de armas, el apoyo de las fuerzas
democráticas locales y la promoción de una solución dialogada e inclusiva para
Siria. Nuestro dolor está de tal manera trenzado con el de los sirios (e
iraquíes y palestinos y kurdos) que sólo acabando con el suyo, y democratizando
sus países, garantizaremos la seguridad y la libertad en Europa. Debe ser, en
todo caso, obra suya y nuestro papel debe consistir en retirar obstáculos más
que en provocar nuevos malentendidos coloniales.
Vuelvo al dolor de los que bailaban y reían y bebían. Me pongo
en su pellejo fácilmente, pues me gusta bailar, beber y reír. Y me emociono
sintiéndome parte de “la civilización” y la “humanidad” en que se abrigan en
medio de la tragedia. Pero también me resulta fácil trasladarme desde ese dolor
al de los refugiados y, más allá, al de los sirios y los iraquíes. Ahora bien,
me ocurre entonces que, desde ese dolor “árabe” o “musulmán”, me siento
expulsado cuando los líderes mundiales hablan de un ataque “contra la
humanidad”, contra “la civilización”, contra la “democracia” o “contra los
valores universales”. Porque, desde ese dolor, juzgo hipócrita y hasta tribal
esa defensa de una universalidad que no les incluye, que no trata por igual a
las víctimas del EI en Francia y a las de Beirut el día anterior, que considera
mucho más grave la muerte de un francés en París que la de un sirio en Alepo.
No, los occidentales no podemos exigir ni condenas ni compasión desde estos
presupuestos: “La humanidad somos nosotros, vosotros no”, “la civilización
somos nosotros, vosotros no”, “la universalidad somos nosotros, vosotros no”. Y
finalmente: “merecedores de duelo y de venganza son nuestros muertos, los
vuestros no”. No podemos acercarnos a los otros pueblos -lo explicaron muy bien
Fanon y Aimé- desde estas prácticas y con estos discursos sin perder toda
credibilidad y provocar contracciones identitarias defensivas y a menudo
también agresivas. El atentado de París es una buena ocasión para unir el dolor
de los europeos, hoy sacudidos por la brutalidad del EI, y el de los árabes y
musulmanes, humillados por dictaduras amigas y asesinados por bombas
multinacionales. Si nos blindamos en esas neurosis coloniales que llamamos
“valores” y repetimos los mismos errores, proclamando nuestra superioridad
moral en medio de las ruinas que ayudamos a amontonar, daremos la razón a todos
los bárbaros y nos uniremos a ellos en su obra de destrucción. Se trata, sí, de
civilización: no ayudemos al Estado Islámico a cavar su tumba.