Operación de pinzas
Diego
Sztulwark y Mario Santucho
Dos hechos
comunicacionales de envergadura (no uno) condimentaron el desayuno del primer
día del país macrista. Gestos que no resultan para nada anecdóticos. No sólo
porque parecen fríamente calculados para marcar a fuego cabezas aún abombadas
por el golpazo electoral, sino también porque afectan al nervio mismo de la
vitalidad popular y democrática de las últimas décadas. Si alguna vez se pensó
que Cambiemos era una plataforma política
desideologizada, y que su retórica liviana evidencia un vacío conceptual, es
hora de parar con el boludeo. La juerga, el bailecito, los globos y la
espontaneidad calculada, son apenas espuma para la tribuna.
Nos referimos, por un lado, al sonado
editorial de La Nación: No
más venganza. Por el otro, a la conferencia de prensa inaugural del
presidente electo, ladeado por los tres principales cuadros del PRO. La
primera, una puñalada letal al corazón de las luchas que signaron el ciclo
largo de la transición, y los años de gobierno kirchnerista: la política de
derechos humanos. La segunda, una apelación reiterada a la reunificación
nacional, al estemos todos juntos, al sin sentido del desacuerdo, como si la
conflictividad social fuese un mal chiste del pasado.
Podría pensarse que estamos ante
señales contradictorias emanadas del mismo comando. Tal vez se trate de la
explicitación de un diferendo que pone en tensión a la nueva derecha. De un
lado, una perspectiva más tradicional que vuelve una y otra vez hacia el
pasado, con la intención de trastocar lo que considera una derrota cultural
inaceptable. Es cómico ver cuan en serio se toman al viejo Gramsci los
reaccionarios argentinos, incrédulos ante el hecho de haber ganado una guerra
en el terreno militar, para luego ser derrotados en los escritorios. De otra
parte, un ímpetu posmoderno, incluso posthistórico, que se sacude los lastres
del origen y se regodea, atentos a los modales básicos de la corrección
política, en un presente hecho pura imagen. El propio Mauricio Macri se
encargó, en la conferencia de prensa aludida, de ratificar que dejaría actuar a
la justicia “libremente” en los casos de Lesa Humanidad. Este liberalismo
aggiornado nos dice que la Justicia también está gobernada por una mano
invisible, como el mercado, lejos de cualquier influencia política. Semejante
neutralidad en la materia es, en realidad, una posición doctrinaria, cuyas
consecuencias pueden preverse: diluir las responsabilidades penales de los
civiles que colaboraron activamente con la dictadura y, sobre todo, refrenar
los intentos actuales por determinar quiénes fueron los empresarios cómplices y
beneficiarios económicos del “proceso de reorganización nacional”.
Vale la pena, sin embargo, tomarse un
poco en serio a quienes dirigen y sostienen lo que quizás sea la principal
institución del liberalismo vernáculo. La pregunta es: ¿fue un simple
exabrupto, que rápidamente pasará al olvido? ¿Algún dinosaurio ansioso que
metió la pata y volverá mansamente a su redil, anoticiado del daño que puede
hacerle al proyecto hegemónico de sus camadaras? ¿O hay algo, tal vez
in-orgánico, que articula estos enunciados, una línea racional (y temporal) que
los dispone como una verdadera operación de pinzas?
Tribuna
de doctrina
“La elección de un nuevo gobierno es
momento propicio para terminar con las mentiras sobre los años 70 y las
actuales violaciones de los derechos humanos”, dice la “Editorial Abierta” de
La Nación. Hay un timing específico del intelectual orgánico, pero la línea que
separa la intervención virtuosa de una torpe bajada de línea a veces se evapora
con facilidad. Ya había sucedido en mayo de 2003, también ante la resolución de
un escenario de balotaje, cuando uno de los hijos dilectos del periódico
“fundado por Bartolomé Mitre”, Claudio Escribano, dictó con tono de amenaza un
pliego mínimo de exigencias al entonces recién llegado Néstor Kirchner. Las
respuestas no se hicieron esperar, y el panfleto cumplió exactamente el rol opuesto
al imaginado por su autor: un recetario de lo que no debería hacerse. Esta vez
la reacción fue más contundente aún, pues los propios periodistas del matutino
fundado en 1870, reunidos en asamblea, manifestaron su desacuerdo y hasta
difundieron un comunicado de repudio, que fue publicado en la propia web del
diario en cuestión.
Volvamos al contenido del artículo: las
causas judiciales por violaciones de lesa humanidad son el resultado de una
versión mentirosa de la historia, que se adjudica a una “izquierda
ideológicamente comprometida con los grupos terroristas que asesinaron aquí con
armas, bombas e integración celular de la que en nada se diferencian quienes
provocaron el viernes 13, en París, la conmosión que sacudió al mundo”. En
términos prácticos, el nuevo gobierno debe terminar con la venganza que puede
constatarse en dos puntos concretos: “el vergonzoso padecimiento de condenados,
procesados e incluso de sospechosos de la comisión de delitos cometidos durante
los años de las represión subversiva y que se hallan en cárceles a pesar de su
ancianidad”; y cesar la “la persecución contra magistrados judiciales en
actividad o retiro”, en referencia a los cómplices de la dictadura que aún
sobrevivien en el aparato judicial.
Pero la demanda central consiste en
corregir la pedagogía política estatal del gobierno que se despide, para poner
la lente sobre los “responsables de haber incendiado al país en los años
setenta”. “Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar”, claman los
dueños de La Nación, luego de una arenga verdaderamente brutal más no
irracional: “La sociedad dejó aislados a esos 'jóvenes idealistas', mientras el
terrorismo de Estado los aplastaba con su poder de fuego, sin más salvedades
que las de algunas voces aisladas, sin más ley que la de la eficacia de
operaciones militares que tenían por objetivo aniquilar al enemigo y sin una
moral diferente, en el fondo, que la de los rebeldes a quienes combatían.”
Violencia
y política
En el centro de la escena televisiva,
sin embargo, las nuevas autoridades derrochan optimismo y ofrecen concordia,
inaugurando un estilo descontracturado donde no hay lugar para la discordia, ni
para la venganza. Ellos y sus asesores insiste en que han pasado de pantalla,
instalados en pleno siglo XXI, lejos de las confrontaciones ideológicas. Pero,
intuimos, hay una conexión virtual que unifica ambos eventos mediáticos.
Si La Nación se siente urgida a “poner
las cosas en su lugar”, es porque junto a la “causa de los derechos humanos” lo
que emerge es un problema persistente en nuestra historia pasada y presente: el
de la intensificacion de la conflictividad social y junto con ella, el de la
violencia política. La inminencia de la crisis, y la incertidumbre que suponen
los planes de reestructuracion económica en danza, reflotan el fantasma de la
violencia estructural, que no puede ser tratada exclusivamente bajo la forma de
una violencia patológica a erradicar. No es casual, entonces, que se compare a
las organizaciones revolucionarias de los años setentas, sin el más mínimo
rigor histórico, con las recientes y repudiables acciones terroristas en París.
Quizás sea este temor secreto ante un
posible resurgir de la protesta popular, el que brotó inmediatamente al
confirmarse la mutación en el escenario político. No es ilógico. Una nueva
derecha que se propone reformatear a la sociedad desde los parámetros
empresariales, con sus criterios de éxito y su prédica emprendedora; que
apuesta a construir un nuevo sistema político, mas allá del formato impuesto
por el peronismo; y que añora reinsertar al país en el concierto global
dominado por el neoliberalismo, no puede abstenerse de brindar una narración de
la historia reciente. No alcanza con la estética y el manual de estilo. Si es
cierto que no estamos ante una mera continuidad del liberalismo conservador que
sembró de muerte el siglo XX argentino, con su Partido Militar como
herramienta; si tampoco fuera del todo preciso comparar lo que viene con el
menemismo noventista, privatizador y extranjerizante; no es sólo por una cuestión
de buenas intenciones. Y la versión PRO del universo social tiende a
identificar ligeramente los males que nos acosan (narcotráfico, clientelismo y
corrupción), sin pensar el fondo orgánico de los conflictos y la naturaleza
estructural de las tensiones sociales.
Un tema crucial salió a luz en este
primer debate de la era macrista: la noción misma de democracia que supimos
conseguir. Solo un pensamiento sumido en la más estricta banalidad, o una
visión expresamente maniquea, ignora que la paz nunca es ausencia de guerra,
sino el precario estado de equilibrio que permite tramitar los desacuerdos con
arreglo a ciertos marcos. Cuando la conflictividad social se mantiene dentro de
los contornos previstos por el ordenamiento republicano, no es porque tales formas
institucionales contengan en sí mismo el atributo de la perfección. Y no hay
que viajar a los años setenta del siglo pasado para hallar ejemplos de
verdaderos desbordes destituyentes, que ponen en jaque al sistema de
representación, impugnando los dictados del poder constituido.
La democracia que heredamos es, ante
todo, la difícil construcción de una tregua permanente. Después del 2001,
durante el kirchnerismo, y como respuesta a la experiencia insurreccional, se
procuraron poner límites a la represión de la protesta y a la lógica del ajuste
económico (no siempre de forma consecuente). ¿Cuál será, en los hechos, el
tratamiento del nuevo gobierno que inicia el diez de diciembre respecto de la
conflictividad social? La proyección discursiva, justo cuando amanecía “el
cambio”, de un relato que insiste con la demonización de las antiguas políticas
revolucionarias, al mismo tiempo que invita a una reunificación genérica que
tiende a negar la posibilidad misma del conflicto, es un indicio de las
polémicas que vendrán. Y no es momento para hacerse el avestruz.