La imagen de uno mismo
Guy
Le Gaufey
La sapiencia antigua siempre vilipendió el amor
propio, y el moralista francés La Rochefoucauld hizo de ello la piedra angular
de su concepción del hombre: prácticamente en cada una de sus acciones, este
hombre estaría determinado por el amor a sí mismo. Algo como el único valor
seguro sobre esta tierra. Pero antes de pisarles los talones a los moralistas,
sería mejor que pusiésemos cuidado en la manera en que estos sentimientos se
dicen, y que nos aventurásemos un poquito en algunos puntos de la historia lexicográfica,
pues ésta nos reserva algunas sorpresas. ¿De cuándo datan las primeras
menciones de la palabra «narcisismo», por ejemplo? En francés, por lo menos, la
cosa es bastante clara: esta palabra surgió como una invención del
psicoanálisis. El famoso diccionario francés de fines del siglo XIX, el
«Littré», lo ignora totalmente. Fue con las primeras traducciones de Freud al
francés, especialmente las de Jankelevitch durante los años treinta, que la
palabra «narcissisme» (así como la palabra «fantasme») hizo su entrada en la
lengua francesa para traducir el curiosísimo «Narzismus» de Freud. ¿Por qué
«curiosísimo»? Porque la construcción regular, en alemán así como en francés,
en inglés o en castellano, debería de haberse hecho a partir del nombre propio de
Narciso, y entonces decirse «Narzißismus». Y Freud la cortó, autoritariamente,
por su propia iniciativa, diciéndole, por ejemplo a Jones, quien le preguntaba
sobre el porqué de semejante decisión de escritura, que a él le parecía más
«eufónico». ¿Qué hay de no eufónico en la palabra «Narzißismus»? Los franceses,
los ingleses, los españoles aceptan perfectamente esta repetición silábica, sin
intervenir en contra del funcionamiento regular de su lengua. Una posible
respuesta ante esta iniciativa de Freud sería más divertida en francés que en
castellano porque en la lengua de Víctor Hugo, la palabra «zizi», que
desaparece con la decisión de Freud de dejar de lado la mitad, significa en
claro «la pirinola, el pajarito, la pija, el pizarrín…».
Desafortunadamente, y a pesar de su carácter
altamente sexual, esta interpretación no sirve mucho para entender lo que hizo
Freud con su tejemaneje del Narzißismus. Lo cierto es que ganó la partida, y
esto puede comprobarse sin dificultad, abriendo cualquier diccionario en lengua
alemana y leyendo : Narzismus = narcissisme (francés), o narcisismo
(castellano), o narcissism (inglés). No se encuentra hoy ninguna huella de
algún Narzißismus en la lengua alemana, y esto se debe por entero sólo a Freud.
Pero con esto no han acabado todavía nuestras sorpresas.
¿De cuándo data la palabra mucho más común de
«egoísmo»? Parece que viene del francés, más precisamente de fines del siglo
xvii (es decir de la época de La Rochefoucauld, quien murió en 1680). Según la
Enciclopedia, monumento del saber del siglo xviii, la palabra francesa
«égoisme» fue una invención de los que llamamos «les Messieurs de Port-Royal»,
los jansenistas, quienes se retiraron a la abadía de Port-Royal des Champs,
contando entre ellos a pensadores tan famosos como Nicole y al que todos los de
aquella época ya llamaban «le grand Arnauld». Estos señores decidieron dejar de
hablar, en sus escritos, de sí mismos en primera persona. La Enciclopedia sigue
diciendo: «Para marcar que rechazaban este empleo, lo pusieron en ridículo bajo
el nombre de egoísmo, adoptado después en nuestra lengua…» Parece normal que el
siglo del triunfo cartesiano de ego fuese también el de la invención y de la
promoción del egoísmo, enfermedad propia de ese ego.
Por su lado, la palabra egotismo tuvo una historia
un poquito más complicada. Aparentemente, un tal señor Addison escribió un
artículo en un periódico inglés de 1714, diciendo que los «Messieurs de
Port-Royal» empleaban la palabra «egotism» para desaprobar el uso de la primera
persona en los escritos de un autor. Era estrictamente la misma historia que la
de mi diccionario francés, pero con una especie de error en la transliteración
al inglés: el égoisme francés se convirtió entonces en un egotism inglés. Pero
lo más divertido es que esta palabra volvió a Francia un siglo después a través
de la anglomanía galopante de Stendhal y también, a fines de ese mismo siglo
xix, de los stendhalianos — empezando con el más famoso de todos: Maurice
Barrés, quien fue el gran cantor del «égotisme» francés de fines de siglo,
antes de convertirse en un gran cantor nacionalista y patriótico. Estos
stendhalianos introdujeron de nuevo en la lengua francesa el «égotisme», ya no
como una fatalidad de la naturaleza humana, ni tampoco como un asunto del
estilo escrito, sino como una preocupación estética de su propia persona,
reservada a los mejores. Finalmente, a los snobs de Londres les gustó muchísimo
esta palabra, marca del «chic» parisino: la adoptaron de nuevo con este sentido
altamente positivo, y se puede considerar que el más famoso de todos los
egotistas fue Oscar Wilde, por lo menos en la primera parte de su vida, antes
de que las puertas de la cárcel de Reading se cerrasen detrás de él.
Obviamente, la pasión por sí mismo no data de un
siglo en particular. Podemos suponer, sin dificultad, que existía desde el
inciertio origen de la especie humana: Narciso, entre otros, es un mito griego
en el que lo esencial ya había sido dicho en pocas palabras. Lo increíble es
que se necesitaron dos etapas distintas en nuestro siglo para encontrar de
nuevo toda su verdad: me refiero a Freud y después a Lacan.
Freud, como lo he mencionado anteriormente,
introdujo tanto la palabra Narzismus como el concepto que lleva el mismo
nombre. Es importante entender bien qué fue lo que lo llevó a actuar así
cuando, en 1914, habiendo terminado el análisis del hombre de los lobos, se
dedicó a discutir enérgicamente las iniciativas teóricas de Jung,
arreglándoselas también con sus propias dificultades en lo que se refería a su
teoría de las pulsiones. Hasta entonces, había distinguido dos tipos de
pulsiones: las sexuales, que apuntan hacía los diversos objetos de satisfacción
sexual en su nuevo y amplio sentido, y las del yo, o pulsiones de
auto-conservación, de suerte que el yo aparecía como algo ajeno a cualquier
sexualidad. La concepción que Freud se hacía de la paranoia lo condujo, entre
otras cosas, a poner patas arriba su concepción anterior de las pulsiones, y a
introducir el yo como nada menos que el primer objeto de la sed sexual,
nombrando esta situación inicial como narcisismo primario.
Ese punto [del narcisismo primario], Freud lo
admite de inmediato, es menos fácil de captar por observación directa que de
confirmar con un razonamiento recurrente a partir de otro punto.
Es decir que el narcisismo tiene un fundamento –el
narcisismo primario– pero ésto no se encuentra nunca directamente como tal.
Pues bien, hay que considerarlo como una afirmación altamente teórica, más
requerida por la consistencia de la teoría que por un hecho procedente de la
observación directa. Según un modo de pensar muy habitual en Freud, lo
observable está planteado como una producción secundaria –como es el caso con
el sueño manifiesto, la represión, la banda de los hermanos en Totem y tabu, el
narcisismo. En cada uno está implicado, cada vez, un nivel anterior, luego
concebido como «primero», pero que nunca se pueda observar como tal: el
contenido latente del sueño, la represión primordial, el asesinato del padre,
el narcisismo primario. Todos estos «primeros» son hipotéticos, y requieren de
reconstrucciones a posteriori, de tal modo que, posteriormente, se pueden
explicar las formaciones secundarias como viniendo cada una de su primario
gracias a un trabajo psíquico con el que Freud piensa poder manejarse.
Pero ¿cuál es el objeto del narcisismo secundario
según Freud? Ya no puede ser el yo en sí mismo, tan débil frente a las tareas
diversas que le impone el aparato psíquico, sino que es esta pequeña parte
extraída del yo que Freud ¿inventa? ¿descubre? por lo menos llama: el «ideal
del yo» (en su texto Para introducir al narcisismo). No quiero comentar más
este punto tan conocido por los freudianos de todas denominaciones, sino que
tengo ganas de subrayar el movimiento formal que hace Freud en este texto crucial.
Al considerar al yo como un todo, hace falta inscribir un punto fuera de esta
totalidad, por lo menos para contestar a la siguiente pregunta: ¿de dónde viene
este amor narcisista, y hacia dónde se dirige? Respuesta:
Es a este yo ideal que se dirige ahora el amor a sí
mismo del cual gozaba el yo efectivo [das wirkliche Ich] durante la infancia
Aquí se encuentra la diferencia mínima entre la
fuente y la meta del amor narcisista según Freud, sin insistir más sobre la
complejidad que implica pensar un narcisismo primario. La fuente puede ser
imprecisa en su forma, en sus límites; importa esencialmente su energía, su
capacidad para dar rienda suelta a cantidades que van entonces a investir otra
cosa. Por el contrario, es menester que una meta sea limitada, que tenga un
perímetro, y que aparezca como algo finito.
Si quisiera yo expresar concretamente la
complejidad a la que llegó Freud con su Narzismus, podría resumirla con la
pequeña historia siguiente: ya que no puedo amarme en calidad de yo, tan débil
e insatisfecho como me siento ante de las necesidades de la vida (Not des
Lebens), voy a hacerlo por otra vía, de otra manera, si es que, como lo planteó
muy claramente Freud con su concepto general de narcisismo, amarme forma parte
de mi naturaleza, al punto de que no tenga yo ninguna libertad de no amarme,
cualquiera que sea la forma de este amor. Luego, voy a amar a este otro yo
mismo que ya no es yo, que sólo es yo relleno, colmado de esas cualidades que,
lo sé de sobra, me faltan. ¡Tan simple como el huevo de Cristóbal Colón! Pero
con una consecuencia inmediata, e inmediatamente terrible: el otro en sí mismo
huye, se aleja, resulta intocable, conduciéndome hacia un perfecto e infernal
suplicio de Tántalo. Entre más me acerque a algún otro, más lo amaré, y más
este otro se me escapará. Siempre estaré ante, si no de yo, al menos de una
proyección de yo siguiendo lo contrario de yo, o lo complementario de yo, o
ambos (a estas alturas, una contradicción ya no significa mucho para mí). La
introducción del narcisismo construye así, de un solo golpe, una cárcel de
cristal en la cual el otro en sí mismo desempeña, en el mejor de los casos, el
papel de azogue gracias al cual me miro tan bien en este tipo de cristal que se
llama espejo. Un espejo mágico que, deformándome ventajosamente, me devuelve la
buena imagen de mi mismo, como el de la madrastra de Blanca Nieves, hasta el
punto en que las cosas cambian totalmente y que me deprimo ante esta perfección
tan cercana y tan ajena. Ciclo maníaco-depresivo del pobrecito yo y de su
majestad imperial e imperiosa, la del ideal del yo.
Lacan contaba — no me acuerdo cuándo, ni a quién,
ni cómo — que había encontrado ahí uno de los puntos más enigmáticos que lo
decidieron a analizarse con alguien, al acabar su tesis. Como si fuera un
escándalo tan sorprendente que necesitara averiguar más detenidamente. El Yo,
aun bajo la forma del ideal del yo, ¿sería la cosa más centellante, más
refulgente de todas? Este encerrar en la cárcel de cristal, digno de un gran
asceta, ¿sería sólo un encerar para brillar, como un perfecto imbécil? ¡Qué
maldición! Y sin embargo tenemos que reconocer que las cosas empeoraron aún más
cuando Lacan, casi al final de su propio análisis, presentó en el congreso de
la IPA en Marienbad, en 1936, el primer esbozo de lo que iba a nombrarse «el
estadio del espejo».
Esta invención suya se encuentra en la encrucijada
de numerosos caminos. En primer lugar, se debe tomar en cuenta el trabajo del
psicólogo francés Henri Wallon, quien acababa de publicar, al inicio de los años
treinta, un estudio muy preciso de las diferentes etapas a través de las cuales
el niño descubre, poco a poco, la importancia de su imagen corporal, y consigue
identificarse con ésta. Pero en sus textos nunca se encuentra la expresión de
«estadio del espejo», como tampoco una idea tal. Para él, no existe claramente
un momento clave que merecería ser apuntado con semejante precisión
terminológica. Hay sólo integraciones multiples y complicadas entre los
sistemas interoceptivo, exteroceptivo y propioceptivo. Sin embargo se debe
subrayar aquí que para Wallon la identificación con su imagen corporal era lo
que marcaba la entrada del niño en el mundo de la «representación». La imagen
del cuerpo propio era algo así como la primera representación conocida como
tal, que introduce al niño en el mundo del simbólico y de la significación.
Por un costado completamente distinto — y a pesar
de que no puedo saber si Lacan leyó este trabajo atentamente o no — me parece
importante un texto altamente filosófico, y aun metafísico, del filósofo alemán
Edmund Husserl: las Meditaciones cartesianas . Éste dictó en 1929, en La
Sorbonne, algunas conferencias en alemán que fueron publicadas en su traducción
francesa en 1932, bajo este título de Méditations cartésiennes. No intentaré
ahora resumirlas de cualquier manera; puedo únicamente precisar, lo que a mi
juicio es bastante importante, que Husserl se arriesga a recorrer de nuevo el
camino prestigiosísimo de las Meditaciones de Descartes –establecer el yo en su
certeza de existir a partir de su solo pensamiento–, pero ya sin asegurar el
reencuentro con el mundo gracias a un Dios llamado el «Dios no-engañador».
Husserl ya no se permite recurrir a un Dios cualquiera, y, consecuentemente,
tiene que buscar otra salida para la ruptura inicial entre yo y el mundo
–ruptura instalada por las dos etapas de la duda, la primera en lo que se
refiere a las sensaciones, y la segunda, la hiperbólica en lo que se refiere al
entendimiento. Esta salida, Husserl la encuentra, o, mejor dicho, la construye
al establecer nada menos que la existencia del prójimo. Es un camino bastante
difícil, dado que este prójimo no puede encontrarse como tal en la esfera
trascendental del yo, en la cual no hay ningún otro yo, digamos: por
definición. Pero Husserl, al final de este ejercicio filosófico y retórico
apasionante, llega a la conclusión de que si bien no se puede, de ninguna
manera, tocar directa e inmediatamente a este prójimo, sí resulta posible sin
embargo concebir un acceso indirecto y mediato hacia él, planteándolo como
«otro yo» a pesar de que se requiere un largo rodeo para establecerlo con
cierto rigor trascendental. Era una manera muy moderna de conservar la
problemática fundamental del sujeto cartesiano, de ego, sin detenerse más en la
necesidad de ubicar a un Dios calquiera para fundarse en él.
No se sabe bien, aun ahora, con estricta exatitud
histórica, lo que incitó o simplemente permitió a Lacan dar con la idea central
de su así llamado «estadio», sino que se puede describir como una encrucijada
entre lo que venía de Wallon –la importancia de la imagen del cuerpo y de su
reconocimiento por el niño como perteneciéndole– y lo que venía de Freud: la
invención del narcisismo, término que no se encuentra para nada en Wallon, y
todo esto en un universo de discurso en el cual ya no había ninguna necesidad
de un Dios para sostener, rigurosamente, el concepto de sujeto como si fuera
Descartes.
Esto implicaba nada menos que una concepción del yo
distinta de la de Freud. Hay que señalar aquí que, a pesar de su naturaleza
tanto neurónica como psicológica, el yo freudiano es algo bastante similar al
sujeto clásico, que se confundió, después de Descartes, con la conciencia. Su
clara aparición data del texto llamado el «Proyecto», que Freud escribió en
1895, como una larga carta a su amigo de entonces, Wilhelm Fliess. En este
texto, en el capitulo 14, el Yo está «introducido» como una red de neuronas
permanentemente investidas, a la que se le atribuye el papel, para decirlo en
pocas palabras, de diferenciar lo que viene de la percepción y lo que viene de
la memoria, de tal manera que encuentre el objeto que anteriormente había
traído satisfacción. Este yo es un agente activo, y cuando Freud estableció su
segunda tópica, le dió primero al yo el territorio de la conciencia así como
también una pequeña parte del preconciente. Todo estaría bien con semejante yo,
si éste no fuese también el sujeto de la representación clásica, para el que
cada representación vale en calidad de representación, es decir: una
representación totalmente conciente. De tal manera que Freud, al fundar su yo,
tomaba la concepción más clásica del sujeto que funcionaba de acuerdo con la
representación conciente, para rellenarlo con su invención de un inconciente
poblado con representaciones del mismo nombre. Mezcla que desdice y que generó
tantas dificultades para los freudianos, menos atentos que el mismo Freud a la
contradicción que irrumpe ruidosamente con la expresión de «representación
inconciente».
¿Que podría ser semejante «representación inconciente»?
Una representación conciente, para empezar por esto, es una marca cualquiera,
una huella impresa por algo ajeno a la huella propiamente dicha. Esta
diferencia entre la huella y lo que la imprimió no se puede considerar sin
poner en juego un «alguien» a quien sean dados, al mismo tiempo, estas dos
cosas: la huella y, digamos, su sello, de tal manera que se pueda concebir
entre ambos, la relación que los define recíprocamente. Nunca una huella vale
por sí misma, sino que vale para designar, para alguien, otra cosa más allá de
ella misma, a la que está representando de ese modo. Según la excelente
definición de signo que Lacan retomó del filósofo estadounidense Charles
Sanders Peirce, un signo es algo que representa algo para alguien. Sobre la
naturaleza de este «alguien», Peirce mismo era abiertamente ambiguo. En una
carta que le escribió a Lady Welby, le decía:
Hablé de «alguien» como para dar de comer a
Cancerbero, porque me desespero por hacer entender mi propia concepción, la
cual es más larga.
Se entiende que, para él, este «alguien» no es
necesariamente una persona humana, podría ser también otro signo. Pero
independientemente de lo que esté hecho este «alguien», es imprescindible como
término tercero en el pensamiento clásico del funcionamiento del signo;
mientras que la «representación inconsciente» de Freud tiene que ser, muy por
el contrario, un signo que representaría algo para… nadie. El inconsciente es
definido por Freud como pensamientos sin pensador alguno. Ahora bien, sin la
ayuda de este «alguien», se derrumba la posibilidad de pensar cualquier
representación que sea, pese a que ésta resulta ser indispensable en el orden
freudiano, acoplado con el adjetivo «inconsciente».
Por el contrario, cuando Lacan dió –a fines del año
1962– su definición del sujeto como representado por un significante para otro
significante –definición tan extraña para orejas no preparadas para escucharla–
podía hacerlo porque su definición de partida del yo había sido totalmente
diferente de la de Freud: si el «yo» era, nada más, el resultado de la
identificación del niño ante un espejo con su propia imagen especular, si por
este hecho, la unidad que era una de las propiedades más importantes del yo
freudiano, resultaba ahora la de esta imagen, entonces la vía quedaba libre
para alguna nueva definición de un sujeto que ya no tuviera que confundirse con
un «yo» à la Freud. Para decirlo con pocas palabras: el sujeto tal como lo
concebía entonces Lacan ya no era el encargado de ser una fuente de unidad;
esta fuente de unidad dependería, a partir de entonces, del trabajo del yo, por
estar fundado en una imagen especular, una por definición.
Esta diferencia entre el Yo y el sujeto en Lacan
traía una distinción crucial en lo que se mantenía en una perfecta ambigüedad
en el «Ich» freudiano. En éste se encontraba, al mismo tiempo, el sujeto
gramatical propiamente dicho –Ich–, y también, cuando se le agregaba un
artículo neutro — das Ich — una entidad psicológica que, como cualquier entidad
nombrada por un sustantivo, parece poseer naturalmente, por sí misma,
estabilidad y capacidad de perdurar sin demasiada alteración durante largo
tiempo. Al contrario, un sujeto es algo mucho más fugaz, que está más o menos
ligado en nuestra mente a un acto vía la conjugación.
Se debe notar aquí la fuerte ayuda que Lacan
encontró, sin buscarlo, de ninguna manera, en la lengua francesa, la que
propone sin rodeos a sus usuarios una diferencia máxima entre «moi» y «je»,
cuando el castellano no logró hacer de la palabra «mí» una traducción posible
del «Ich» freudiano. Aquí, el castellano se acerca mucho al alemán, mientras
que el inglés, contrariamente a todos los demás idiomas, resultó ser totalmente
incapaz de aceptar la terminología freudiana. Se sabe que Strachey tuvo que
inventar una trilogía latina con algo de tufo a medicina culta y a latinajo: el
ego, el superego y el id. Verdad es que el «superI» o el «superme» no tenían
ninguna oportunidad de hacer una carrera en el mundo anglosajón. Pero hay aquí
una real dificultad en el pasaje de las lenguas, y se pierde algo de la
naturaleza de esta distinción lacaniana, muy fuerte (una casi oposición), entre
el «je» y el «moi» cada vez que pasamos al castellano o, peor aun, al inglés.
El lingüista francés Emile Benveniste había notado, en un artículo famosísimo,
que las categorías fundamentales de Aristóteles tenían algo que ver con las
categorías de la gramática griega; se podría decir lo mismo con esas
articulaciones nodales del saber psicoanalítico.
Lo importante, para que podamos volver a lo de la
imagen de uno mismo con un saber un poco diferente del de los moralistas de
siempre, es asegurarnos de lo que permitió a Lacan no confundir su estadio del
espejo con la triste historia de Narciso –en la que, no debemos de olvidar, se
encuentran dos muertes: la ninfa Eco y el joven Aminias, que murieron ambos de
amor por él, claras prefiguraciones de su propia muerte. Por suerte para
nosotros, esta diferencia entre la invención de Lacan y la estricta historia de
Narciso se puede ejemplificar con el pequeño detalle sobre el que Lacan
insistió sólo al fin último de su trabajo respecto a lo que se llama en su
enseñanza el «esquema óptico»: me refiero al giro del niño.
Cuando fue publicado (en 1962) su artículo
intitulado «Remarque sur le rapport
de Daniel Lagache», en el que daba su escritura de lo que acabó por llamar
(humorísticamente, a la manera de Einstein y de su relatividad) «el estadio del
espejo generalizado», Lacan introdujo el pequeño añadido siguiente: después de
reconocerse en su imagen especular, el niño, muy frecuentemente, dirige los
ojos hacia el adulto que lo está cargando y, en este giro de su cabeza y de su
mirada, encuentra furtivamente la mirada de este adulto. Esto podría pasar por
un detalle muy pequeño, tan rápido como inesencial, pero me parece importante
subrayar aquí que durante 25 años (después de 1936, fecha de Marienbad y de la
primera presentación del estadio), a pesar de las muy frecuentes veces en que
Lacan habló (o escribió) de su estadio del espejo, nunca, absolutamente nunca,
dijo una palabra refiriéndose a ello. Aparentemente, en aquel año de 1962, el
tiempo le había llegado de darle toda su amplitud a este ademán del niño, y
podemos saber un poco por qué, por lo menos en la medida en que todo su
esfuerzo, hecho entre 1953 y 1962 bajo la denominación de «esquema óptico»,
tendía a hacer funcionar el estadio del espejo de su juventud con las tres
dimensiones –imaginario, simbólico y real– que formaron los pilares de su
enseñanza a partir de 1953.
Si la imagen especular daba forma y existencia al
Yo, concebido pues como una instancia imaginaria, la cuestión de saber desde
dónde se ve esta imagen no podía, en efecto, no plantearse. Mientras que sólo
tenemos la imagen en el espejo y, digamos, lo que está en frente de este mismo
espejo, mirándose así con curiosidad y aun alguna perplejidad, no se entiende
bien por qué y cómo se interrumpiría lo que el mito griego describe como la
pasión mortífera de Narciso por su imagen. Conjugar el narcisismo de Freud y lo
que se impone, viniendo de la imagen especular, como forma específica de cada
individuo de esta especie, esto acarreaba la necesidad de ubicar un tercero,
algo fuera de la pura confrontación narcisista.
Este último no podía ser más que el nuevo sujeto,
concebido como el puro lazo, el puro vínculo que corre a lo largo de la cadena
significante, determinado por un significante y sólo para otro significante.
Aquí está la dificultad: semejante sujeto no tiene ninguna interioridad, ningún
ser íntimo a partir del cual se podría plantear y definir reflexivamente, como
algo que tendría que pertenecer a sí mismo. Esta falta de interioridad y
reflexividad que proponía Lacan respecto al sujeto era precisamente lo que iba
en contra de las maneras clásicas y comunes de pensar en un sujeto, aunque
fuese obviamente una vía para concebir un sujeto fuera de la noción de
conciencia, es decir fuera de la noción de reflexividad. Al contrario, nos es
más natural pensar en nosotros mismos con la noción de profundidad, de una
tierra siempre más secreta y peculiar, siempre capaz de desdoblarse, de
desplegarse, indefinidamente. Desafortunadamente para el psicoanálisis la idea
de inconciente que acabó por pasar a la cultura de hoy va exactamente en este
mismo sentido: cada loco con su tema, pero cada uno con su inconciente. En el
fondo de cada ser humano, un poquitito más abajo de su alma (que pertenece a
Dios), se encontraría un sin fin de trastiendas y casas de campo, en las que se
encontraría la sombra de un sujeto siempre más retirada, y luego más alargada y
estirada: impresionante. El destino común del inconsciente freudiano es el de
convertirse, paranoicamente, en un trasconciente que siempre haría aparecer
otro homúnculo, tras el hombrecillo, al interior del hombre. Basándonos en el
modelo del farwest, podemos decir que a nuestra época le encanta el
farconscious, y de esta manera se sigue confundiendo una conciencia ajena con
el inconsciente freudiano. Pero esto sobrepasa nuestro tema.
El sujeto lacaniano es, por su parte,
definitivamente un efecto de superficie, sin conciencia ni profundidad alguna,
puro efecto desencadenado por la regla fundamental tal como la propuso Freud y
la mantuvo igualmente Lacan: decir sin reticiencia lo que ocurre en la mente
durante el tiempo de la sesión. Pero: ¿qué relación existe entre este sujeto
totalmente superficial y el giro del niño?
Aquí surge una de las hipótesis más fuertes de
Lacan. Nadie sabe con exactitud lo que el niño busca en tal movimiento, de tal
manera que se necesitan, en este lugar, conjeturas y suposiciones. La de Lacan
viene a hacer de esto la búsqueda de un asentimiento que viene del otro que
está cargando al susodicho «niño». Después de que éste se haya reconocido en la
imagen especular, después de que la identificación crucial y, en el fondo,
misteriosa, lo hubiera hecho considerar como suya esta imagen, Lacan supone que
este «niño» busca, en la mirada del otro, un asentimiento.
¿Qué es un asentimiento? Esta no es una palabra
cualquiera en la boca de Lacan en la medida en que, en aquel momento, y en
otras ocasiones también, mencionó explícitamente el libro del cardenal Paul
Henry Newman que se intitula en inglés: An
Essay in aid of a Grammar of Assent. A pesar de que este libro fue escrito
en referencia a la problemática de la fe, se encuentra en él una noción del
asentimiento como la manera más fuerte de «decir que sí». Una manera tal que no
se podría negar, porque no se podría fragmentar. El asentimiento es uno e
indivisible, dice Newman; razón por la cual nunca se expresa mejor que por los
ojos, o por un movimiento de los párpados y de la cabeza, digamos un signo
mínimo en el que queda claro que lo esencial está in petto.
Lo importante aquí es la no fragmentación de lo que
Lacan nombrará con la letra «I», primera de la expresión «Ideal del yo». La
unidad de la imagen en el espejo no se puede concebir con un solo criterio de
la unidad, hay que agregarle de inmediato otra unidad, una unidad de otro tipo.
De la misma manera que en Freud, cuando éste introdujo su Yo como la primera
totalidad apuntada por la sexualidad, se vio obligado a introducir también su
«Ideal del yo», una unidad más restringida, pero, según sus propios términos,
sin conflictos, es decir: indivisible.
Aquí está el punto que más me importa: me refiero a
estos dos tipos de unidades necesarios para pensar la imagen de uno mismo,
estas dos unidades que Lacan llamó, a diez años de distancia, el «unario» y el
«uniano». Es interesante subrayar también que, hace más de un milenio, a fines
de la gran crisis iconoclasta, en la ciudad de Byzance y al inicio del siglo
IX, cuando el patriarca Nicéforo escribió un texto de guerra contra los
emperadores iconoclastas, su Discours
contre les iconoclastes, él también, ante la tarea de describir propiamente
el funcionamiento de un icono (es decir: de una imagen que no era una
representación, ya que, en aquella época, ni siquiera se encontraba la noción
misma de representación), el distinguía entre la circunscripción y la
inscripción.
La circunscripción requiere, para cualquier imagen,
de un perímetro, sea en el espacio, sea en el tiempo, sea en el entendimiento.
Una cosa que no tiene perímetro no podía, según el, ser puesta en imagen. Pero
había una segunda necesidad para él, que se entiende bien con este pequeño
detalle que Nicéforo toma para darse a entender: obviamente hay una
circunscripción del ciclo anual, pero no se puede concebir ninguna inscripción
de este ciclo, y tampoco se puede enfocar hacer un icono de ello, porque «no
cae bajo la mirada». Entonces, habrá inscripción de algo que tiene
circunscripción sí y sólo sí se puede tener presente un punto de mirada. La
circunscripción, en sí misma, no basta para que haya inscripción, para que haya
icono.
¡Vaya el montón de dificultades para llegar a algo
tan simple! Para que se pueda hablar de la imagen de cualquier cosa, se debe
tomar en cuenta un perímetro cualquiera de esta cosa y un punto de mirada fuera
de él. No necesitamos un Einstein para entenderlo. Pero lo instructivo, en la
perspectiva de Lacan, va a ser que él va a poner el punto de mirada claramente
fuera de lo que está en frente al espejo, fuera de lo que se reconoce en la
imagen especular y que, ahora, llamo, por pura facilidad, el «niño». Esto es
nuestro último esfuerzo para entender bien uno de los cambios en la imagen de
uno mismo en este siglo.
La dificultad viene principalmente de la facilidad
con la que adoptamos el hecho del reconocimiento del niño en su imagen
especular. ¡Menos mal que se reconozca en su imagen ya que es la suya!. En la
postura nefasta del observador que tomamos, sin siquiera notarlo, comparamos,
sin ningún esfuerzo, la cara del niño de un lado y la imagen del otro lado,
concluyendo tranquilmente: ¡es lo mismo!. Pero esta comparación es exactamente
lo que el niño no puede hacer, en cualquier momento que sea. El debe alcanzar
su identificación concluyente sin nunca poder comparar su cara con la imagen de
su rostro. Entonces, para entender bien lo del espejo, según Lacan, tenemos que
ubicarnos en la misma postura que la del niño y prohibirnos, rehusarnos a hacer
cualquier comparación entre lo que aparece en el espacio virtual del espejo y
lo que aparece en el espacio de tres dimensiones, para ocupar mejor y con
determinación sólo el sitio del niño. Debemos entender, para decirlo de otra
manera, ya sin la ayuda de este pesado niño, lo que pasa cuando estamos en un
museo en frente de este tipo de cuadros que, a veces, se intitulan: «retrato de
un desconocido».
En este cara a cara, en este frente a frente no se
puede saber quién mira a quién. Si tengo la sensación que estoy mirando la
imagen en el espejo –como cada mañana cuando me rasuro–, puedo saber a quién
miro. Pero ¿cómo asegurarme de ello? Porque si, al contrario, tengo la
sensación que es la imagen la que está mirándome, toda la inquietante, la
angustiosa literatura del doble me abre sus puertas. La cuestión entonces ya no
es tanto la de la semejanza. Dada esta semejanza, a partir de la identificación
(y no lo contrario), el inevitable vaivén de la mirada crea un circuito
aparentemente sin salida: yo miro lo que, mirándome, me invita a mirarlo, aún
más, para descubrir al fin quién mira a quién. La tragedia de Narciso, una vez
más, es como la de algunas miradas amorosas que también, a veces, se
intensifican, aspirando a un goce de un tipo un poco especial, sin ninguna
palabra, ni ningún movimiento. Aún los diferentes rasgos de la cara de enfrente
entonces se desvanecen, y no queda nada sino la unidad sin partición, la unidad
infraccionable de una mirada de la cual no se puede uno apartar.
Salvo que… se aparta. El giro del niño es el
prototipo de este movimiento por el cual la pasión narcisista se interrumpe
momentáneamente, ubicando, localizando la fuente de la mirada a través de un
intercambio de miradas. El que miraba a su imagen, que evidentemente lo miraba
en reciprocidad, de repente, al voltear, se hace objeto de otra mirada; se hace
ver como el que estaba mirando esta imagen consideraba como la suya. En el
cruce geométrico de estas dos trayectos –el de la mirada con su imagen, y el de
la mirada con el otro– ahí está lo que nunca este «niño» verá: su cara en
directo, quedando obligado a confiar en dos cosas bastante diferentes y ajenas:
su identificación con una imagen, y este asentimiento que viene de otro
reducido, para el efecto, a una mirada furtiva. Identificación imaginaria, e
identificación simbólica.
De un lado, encontramos una imagen, que tiene
superficie y perímetro, es decir una unidad fraccionable, un conjunto móvil de
rasgos diferentes, y del otro lado la unidad infraccionable de un asentimiento
fugaz y decisivo, que desaparece en cuanto acaba de efectuarse, tan rápido como
la pincelada de un pintor japonés o el rasgo de un mandarín chino trazando una
letra.
Última precisión: un asentimiento no es una
cuestión de amor. El asentimiento es seguramente un «decir que sí», pero se requiere
que no se sepa bien a qué se dice que sí. Una vez más encontramos la
problemática clásica de Dios. En Newman, obviamente, el asentimiento estaba en
el corazón del misterio de la fe. La fe está hecha para los que no saben.
Cuando Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, pregunta si el Cristo tenía las
virtudes teologales, su respuesta es perfectamente clara respecto a la fe: el
Cristo no tenía fe, porque él no la necesitaba dado que él conocía al Padre.
Los seres humanos, por el contrario, requieren de la fe porque ellos no pueden
saber –lo que se llama saber– ni a qué ni a quién dicen sí en su acto de fe. La
fe dispone la meta que el amor investirá, más o menos, bien o mal. La fe y el
amor, mientras estén dirigidos a Dios, no se confunden, de la misma manera que,
en las cosas humanas, un grado más abajo, tampoco se confunden la confianza y
el amor que, muy a menudo y desafortunadamente, no obran en concierto.
Y entonces, para bien o para mal, amamos a nuestra
imagen, cambiante e yerta, emocionante y plácida, insegura y expresiva,
fastidiosa y generosa, compañera cotidiana frente a la que no existe la menor
perspectiva de divorcio, absoluta fatalidad ésta que no logramos olvidar, ni
perder de vista, ejercitándonos sólo y sin tregua para difractarla en las mil
caras de nuestros amores: un hombre, un rincón solitario, una mujer, una casa
de campo o de sueño, un hijo perdido, un proyecto de trabajo, un perro, una
lengua extranjera, no sé qué más. Lo que no amamos, en cambio, sin siquiera
odiarlo, porque no conseguimos hacerlo, es solamente este pequeño vínculo con
la dimensión del simbólico que ejemplifiqué, siguiendo a Lacan en este asunto:
el giro del niño. En este movimiento fugaz, el trazo de un asentimiento –que
todos siempre quieren ahogar en lo del amor– se da como la mancha ciega a
partir de la cual una mirada cualquiera puede desplegarse. No más allá, sino
aparte de lo bueno y de lo malo, aparte pues del amor y de sus vicisitudes,
aquí está el sujeto que, a la inversa del yo, es suspendido por entero al orden
simbólico en la exacta medida en que es extranjero a su imagen.
De tal manera que, agravando aún más el dominio del
amor propio tal que lo habían concebido los moralistas, Freud y después Lacan
lograron poner de manifiesto este lazo con el orden simbólico que está tanto a
la raíz del síntoma como al exterior de este todo entre los todos que llamamos
en adelante –ya sin tomar en cuenta la decisión «eufónica» de Freud: el
narcisismo.