Espíritu y materia
por Diego
Sztulwark
"Félix ya no tenía nada que ver con las reuniones
militantes, con la acción política. Ya no existía ninguna acción política que
no fuese de resistencia. En la resistencia no hay esperanza, porque donde se
resiste se defienden configuraciones conceptuales e imaginarias que han perdido
su presa sobre el mundo. Donde se resiste se sustituye el deber al deseo, y
esto no puede funcionar si tenemos en mente un proceso de tipo creacionista".
Franco Berardi
“Crear las condiciones
de surgimiento, con motivo de una reapropiación de los resortes de nuestro
mundo, de un nomadismo existencial tan intenso como el de los Indios de las
Américas precolombinas o de los aborígenes de Australia”
Félix Guattari
***
El 9 de diciembre, en el Bar La Tribu, vamos a estar
presentando el segundo número de la revista HUMO.
En esta ocasión, su tema será “el fin”, entendido no tanto como santo y seña de
una coyuntura, sino como condición de época. El número recorre distintos
ámbitos y experiencias donde aquella dimensión se encuentra presente, o
presente por ausencia: los ciclos, la violencia, la infancia, los afectos, el
carnaval, la música, el barrio, la escritura, la amistad. Nos interesaba leer
qué pensaban algunos amigos sobre esto y así fue que comenzamos a invitarlos Compartimos
la nota escrita para la revista por Diego Sztulwark.
***
Cuando comencé a preguntarme por la expresión “fin de
ciclo”, encontré proto-ideas sobre el modo en que la maquinaria social y
comunicacional trabaja nuestra experiencia del tiempo y de la crisis, así como
sobre las pasiones que componen las prácticas llamadas autónomas. La falta de
entusiasmo con la coyuntura histórica reciente y la incapacidad de una
escritura más sistemática son sólo síntomas de un problema mayor que aquí
apenas si se esboza: el de las relaciones, para la política, entre nihilismo y
devenir.
I. La
crisis
El Tentador
Que las ideas se materializan en modos de vida más que en
enunciados ideológicos explícitos es algo que notamos a diario. El ensamblaje
entre neoliberalismo, televisión y redes sociales no es sino la correcta
interpretación de una derrota sufrida en la política de los cuerpos: modos de
atención narcisista que compensan, en este nuevo cuadro, la ansiedad y el
vacío; pero también medio individual para creación de renta personal. Envueltos
como estamos en los hábitos del espectáculo, vemos cómo se restituye lo
convencional en política. La economía política. Como si nada hubiese pasado
estos largos años en nuestro país, hemos vuelto a encerrarnos en confortables
“estuches” privados a compartir partidos de fútbol y elecciones. En suma:
conectividad y confort.
No hay a quien reclamar. Los movimientos de rechazo a las
políticas neoliberales durante fines de los años ´90 no pasan de ser hoy un
recuerdo inoportuno. Y hasta una memoria miserabilizada, reapropiada por la
cultura del cálculo mercantil. Si escuchásemos desde la ventana el batir de
unas cacerolas y los gritos de “que se vayan todos” no repetiríamos el gesto
espontáneo del paso a la calle, dejando la televisión encendida, hablando
sola.
Ontología zombi: todo lo que merecía morir revive
adecuándose a la exigencia de la crisis continua. Todo lo que entraba en crisis
renace mejorado con el saber de su propia provisoriedad.
Si le sacamos la voz a la escena que observamos y
acallamos la polémica ideológica que –se dice– “divide a viejos compañeros”,
nada nos permitiría advertir qué es lo que hace una diferencia real entre modos
de vida demasiado similares. Lo que ocurre no parece pasar tanto por el régimen
de la opinión declarada, sino por la doxa que estimula la vida práctica, la
cotidiana.
La política se ha recreado como pasión por la gestión del
estado. Si no fuera porque cada tanto irrumpen escenas de una guerra civil de
modos de vida, podríamos soñar con anestesiar el órgano de la intuición que
permite captar la diferencia vital que se juega entre este nihilismo pasivo de
lo cotidiano y las ansias de deserción. Ese órgano, que se atrofia con la
aspiración a la posición dominante y al éxito social, es el del rechazo. Ya que
sólo en base a rechazos se transforma el mundo. Pero es difícil, porque son
justamente esas módicas hazañas de Narciso las que a diario compensan
frustraciones. Tal vez sea por eso que el éxito es tan poco elegante: es el
orden y no la virtud del sujeto lo que en éxito se consuma. Es tan triste como
las recompensas.
Si no es éxito, ¿es fracaso? El rechazo está más del lado
de la insistencia que de la derrota. Se trata de fracasar “cada vez mejor”. El
único fracaso que es derrota es aquel en el que se sucumbe ante el peso de las
representaciones sociales. No hay “raje” efectivo sin situarse más allá del
premio y del castigo. Más acá: en una libertad, en un alivio.
La fuga requiere trabajo “en contra”. No porque sea negativa,
sino porque afirmar un deseo supone una guerra. Siempre ronda el Tentador, el
gran seductor que comprende como nadie la ganancia de lo social. No hay huida
sin desafío. Como escribe Santiago López Petit, “hacer del propio dolor un
desafío”. No es que lo colectivo se disuelva en el dolor individual, sino que
su potencia se teje en el desafío de sus miembros. La guerra de la que habla en
su libro Hijos de la noche se rebela
promesa del Tentador de un “proyecto de vida”.
Peronismo
Con la crisis encima, siendo la crisis y a partir de la
fuerza de la crisis, ¿de qué otro modo pensar la política? Aunque si la crisis
es lo real de la política, es al mismo tiempo lo real que la política esconde.
El kirchnerismo es un cuerpo a cuerpo de este tipo. Ni un acontecimiento que
vino a cambiarlo todo, ni una mera reacción conservadora. La pregunta por el
“qué” es un mal punto de partida: quiere descubrir una esencia simple donde
sólo se dan dinamismos y multiplicidades. La pregunta por la autenticidad o la
falsedad es inconducente y dificulta la comprensión de la naturaleza de los
desplazamientos operados.
El peronismo es la expresión que mejor elabora la crisis
como régimen de existencia. Su historia –mil veces contada y aún así portadora
de una inacabable capacidad de sorpresa– es la de las mutaciones políticas
del movimiento que operó el ingreso pleno de las fuerzas del trabajo en las
categorías de los derechos y de la economía política. Sin embargo, sus mejores
momentos fueron los de desborde. Según un ilustre vecino –bien peronista el
hombre–, sin la “resistencia” de los obreros después del ´55, Perón hubiese
sido Franco. El peronismo revolucionario de John W. Cooke aspiraba a que esa
resistencia entroncara con Marx y con el Che Guevara. Desde mediados de los
años sesenta, León Rozitchner le discutía que a Perón, para ser un líder
revolucionario, le faltaba estar “loco” como el Fidel Castro de esos años. El
líder revolucionario actualiza fuerzas a partir de sueños y disidencias
dispersas. Sin un precursor de ese tipo, sólo queda el significante vacío, una
forma humana cuyo contenido cuerdo no llega a hacer la diferencia.
Lo que atrae del peronismo, la razón por la cual se lo
pensó como maldición (y hoy se lo piensa como tragedia), es lo que tiene de
capacidad para contactar con la crisis: su fuerza de contención. Ya sin teoría
de la revolución, hay quien lo concibe como instrumento pactista, un vehículo
de los sectores medios y bajos para imponer a las clases dominantes mejores
condiciones para una coexistencia pacífica. Genial hasta el delirio, Espía
vuestro cuello, de Javier Trímboli, concibe al peronismo como un accidente
histórico salvífico: es el precio que pagan las clases dominantes argentinas
por sus delirios, sus deseos de fugar las condiciones que obligan a quien
ejerce el dominio político.
La hora de la Gran política
Junto a Néstor Kirchner, Jorge Bergoglio demostró ser uno
de los grandes lectores de la crisis. Su transmutación en Francisco no parece
haber alterado la naturaleza de su proyecto político. El pasaje estratégico que
lo instala en la práctica política mundial le permite desplegar lo que hasta
hace unos años, cuando se oponía al kirchnerismo, sólo podía enseñar excátedra.
Francisco papa propone reposicionar a la Iglesia católica a partir de una renovación
del amor cristiano a los pobres como premisa para la acción de los movimientos
sociales. Su amor y la fe como refugio y compañía ante los violentos flagelos
de la pobreza neoliberal. En tierra indígena pidió disculpas por la
colonización, como Néstor en la ESMA.
Francisco es impensable sin la renuncia del anterior papa
Ratzinger. Giorgio Agamben considera que ese gesto está cargado de un profundo
significado teológico y político que fuerza a la Iglesia a una
reflexión sobre el desacople entre legalidad y legitimidad que afecta a las
instituciones políticas de occidente. ¿Es pensable el liderazgo de Néstor
Kirchner sin la renuncia –cierto que forzada por hechos criminales antes que
por consideraciones teológicas– a la presidencia de Duhalde? Las secuencias se
parecen, una vez más.
La gran política consiste, para el teólogo y filósofo
Rubén Dri, en la producción de gestos de renovación capaces de abrir espacios
que no son automáticamente controlables. Aperturas que activan disputas y
conflictos. Se trata de liderazgos que exigen ser juzgados no por coherencia
personal previa, sino por la conmoción que producen sus actos en los momentos
cumbre. Más que la consecuencia programática o ideológica, el gran político de
estos tiempos pide ser juzgado por su capacidad para leer lo que ya no se
soporta y por su aptitud para abrir nuevos escenarios en circunstancias de
crisis.
Lo decisivo en la gran política del presente no es la
subordinación a las condiciones, sino la capacidad para captar las
circunstancias como desplazamientos en curso. Si Menem fue la conciencia
obediente de la unipolaridad global con vértice en los EE.UU, el kirchnerismo
supone la comprensión móvil del cambio de hegemonía del mercado mundial a favor
de Asia. Mientras el menemismo derivaba en guerra social, el conflicto en el
kirchnerismo es contenido por el estado, o bien desplazado hacia zonas
consideradas no políticas.
II. La
representación
Libertarios 2015
“¿Cómo deben afrontar los libertarios el año 2015?”: esa
pregunta fue lanzada durante la presentación del libro En nombre de mayo. El impresente político, en La Tribu hacia fines
del año pasado. Y viene a cuento de la tesis que allí se propone sobre la
naturaleza de la política. Según su autor, el historiador Bruno Nápoli, las
narraciones con las que sucesivos movimientos políticos han ido ocupando el
estado no han aspirado nunca a alterar la programación patriarcal y asesina del
estado, sino que se han dedicado a producir narraciones a fin de poder
habitarlo: del mismo modo en que el alfonsinismo se encargó de delimitar a las
fuerzas armadas la responsabilidad de lo ocurrido durante el período del
terrorismo de estado, el kirchnerismo confina su lectura de los años de
neoliberalismo duro de los noventa al gobierno de “los mercados”. La labor del
político sería la de producir justificaciones, contenidos para activar
creencias sociales a fin de volver gobernable la maquinaria estatal cuyos fines
permanecen inmodificados: la reproducción de las fronteras internas; el
tratamiento “especial” de territorios y de los cuerpos de quienes son
considerados peligrosos, sobre cuya explotación se pueden hacer diversos
negocios (indios, gauchos, comunistas, putas o villeros). A la luz de semejante
razonamiento, la pregunta ¿qué hacer? no refiere a la táctica electoral de los
anarquistas, sino a cómo atravesar el clima electoral cubierto por un espeso
consenso conservador.
La cosa no se presenta de modo fácil puesto que lo
conservador, que funciona en el corazón mismo de la representación, se nos
propone ahora como defensa de aquellas políticas públicas y aperturas
institucionales de los últimos años que vale la pena cuidar frente a la
ofensiva neoliberal salvaje. Lo
conservador se nos presenta con dos caras: la de la preservación de aquello que
se aprecia (determinadas políticas públicas, apertura de espacios de
participación) y –más profundamente– la de un modo de valorar que lo capta todo
a partir de un tratamiento mediático-estadístico. Sólo que la representación no
es –como hemos repetido mal, demasiadas veces– una afección ideológica del
sujeto que percibe, sino un estado desplegado de todo fenómeno. No se da sólo
por la vía de la represión burguesa de una presencia más profunda o auténtica,
sino también por la vía sintética que agrupa acontecimientos infinitesimales en
conjuntos capaces de ingresar en los umbrales de percepción correspondientes al
régimen de lo dado, de lo actualizado como finalizado.
Si representar es captar el efecto abstracto o completo
de un movimiento (sólo lo representable
deviene representado), el sujeto de
la representación no puede ser considerado como defectuoso sin caer en un
moralismo que sustituye el ser de lo que es en virtud de lo que debería ser. No
llamamos “conservadora”, por tanto, a una política que contempla la representación,
sino a una que hace de tal representación la premisa exclusiva o dominante de
lectura de lo social. Conservadora es la política que desconoce y devalúa la
dimensión sub-representativa, aquella en la que se esbozan los trastrocamientos
del orden, que subyace como su condición a la representación.
Las
cartografías de la representación ignoran el drama bajo el logos. Sucede con la
sofisticada filosofía de Ernesto Laclau, en que el mundo intensivo de los
afectos es desplazado hacia un plano simbólico-discursivo. No es que se conciba
que pueda haber política sin afectos, sino que lo afectivo pierde su carácter
constituyente, se lo hace funcionar según reglas que no le son propias y se lo
atribuye –como recuerda Beasley Murray en Posthegemonía– a las estructuras del orden. En una insólita
entrevista televisiva, el profesor Jorge Dotti señalaba hace poco un
isomorfismo entre la lógica de la significación del populismo teórico y la del
dinero expuesta por Marx en El Capital: el significante flotante subsume
y ordena los particulares concretos al modo del equivalente general
dinerario.
Paradojas
La política reducida a la representación traduce flujos
afectivos dinámicos en estadísticas, imágenes y conceptos. Capta como conjunto
estable lo que en su proximidad vivimos como pluralidad inestable. Son las
grandes agencias electorales, detrás de los candidatos, las que operan la
conversión de lo micro en macro. Quienes producen los códigos aptos para las
substanciación. Los publicistas del macrismo creyeron al menos por un tiempo
que había que proponer un “cambio". Consideraban que esa era la mejor
síntesis de las aspiraciones de una parte de la población fastidiada con lo que
vive como intromisión de una mediación estatal y retórica arbitraria, abusiva y
excesivamente significante.
Los estrategas del "cambio" piensan en términos
de modernización e incluso juegan hasta cierto punto con el prestigio de la
transgresión de cierto izquierdismo liberal. En sus momentos más osados, Macri
ha antepuesto al gobierno "vertical" de Cristina una alternativa
desde abajo, innovadora, basada en la inteligencia colectiva, un nuevo tipo de
democracia más horizontal. Son momentos de perplejidad que se resuelven
inevitablemente a favor de la lengua empresarial del armado de
"equipos". Su idea de cambio tiene límites demasiado precisos: nunca
se quiere decir más que adaptación a los estándares de un capitalismo global
idealizado, presentado como mundo sin trabas, pura subjetividad flexible, de
utópico bienestar inmediato para todxs.
Pero ni siquiera nuestras clases dominantes son demasiado
sensibles respecto de esta módica y reaccionaria utopía liberal. Un poderoso
instinto de supervivencia organiza su racionalidad en torno a cuestiones de
gobernabilidad. De allí que no acabe de serles nunca del todo ajeno aquello de
la "defensa del modelo" en la que se mezcla kirchnerismo y peronismo.
Scioli, agradecido alumno de su maestro, ha acabado por posicionarse en el
lugar estratégico de la defensa de los salarios e ingresos de la población
frente a la agresiva crisis global. Astucias del conservador: sólo es posible
“defender logros” (de los juicios a los responsables de la última dictadura a
la AUH, etc.) interpretándolos como articulaciones menores sometidas a las
articulaciones mayores del consenso convivencial: los derechos humanos junto a
las políticas de “seguridad”; la distribución de parte de la renta a políticas
de “desarrollo”.
La máquina sólo quiere funcionar. Se trata de fugar hacia
adelante, como sea. El tiempo de la política es el instante a instante de la
comunicación. Vértigo artificioso y conectividad febril conforman la trama
conectiva en la cual el valor consiste en estar lo más próximo posible al
centro emisor. La hiper-conexión da estructura a la charla, la obnubila. No
deja ver los procesos de gestación, ni distinguir los puntos de inflexión de
los inocuos. El consenso conservador comenzó a gestarse hace un año y medio a
partir de dos episodios convergentes: la consagración del papa Francisco (a
quien se lo caracterizaba como “populista de derecha”) y la derrota del
oficialismo en las elecciones de medio término del 2013: en el lapso que va de
las PASO a las elecciones, el FpV se apropió de buena parte de la estética (la
candidatura de Insaurralde) y del programa (Granados a la Secretaría de
Seguridad en la Provincia) de su competidor triunfal: Sergio Massa.
III. Pasiones
La fiesta
El bicentenario fue la más contundente demostración de
adhesión popular a los nuevos tiempos. “Pueblo en la calle”, fiesta y sorpresa
al ver los símbolos de las viejas militancias críticas recogidas en las nuevas
narraciones estatales de la historia. Fueron días ajetreados de paseos,
reuniones, correos, llamados y de conversaciones. Varixs amigxs se sentían
exultantes por la naturaleza de la presencia de la gente en la calle: vibración
alentadora, activación de una materialidad afectiva, una presencia democrática
que aliviaba la angustia producida por el avance de las derechas más
reaccionarias, a las que Carta Abierta llamaba “destituyentes”. Beatriz Sarlo
identificaba la novedad en curso en el hecho de que la gente tenía dinero para
completar el paseo comiéndose una pizza. Mientras tanto el diario Clarín publicaba un fenomenal ensayo de
Christian Ferrer sobre la fiesta como modo de gobierno de las multitudes
frustradas en el cotidiano del trabajo y los afectos interpersonales (el texto
había sido escrito en otra coyuntura, pero según parece, el diario tomó la
decisión de retener el texto y publicarlo en medio de los festejos).
Las expectativas surgidas en torno al 2001 de la
constitución de un espacio cultural y político nuevo capaz de introducir
elementos libertarios en una atmósfera largamente hegemonizada por lo
liberal-social, o lo nacional-popular se cerraba a pasos acelerados: ¿Fin de la
anarquía coronada? ¿Dónde escribir de ahí en más sobre nuestras contrariedades?
¿Qué hacer con nuestros archivos vitales en el nuevo contexto?
Cuando la cosa va “en serio”
A partir de los años ‘90 en América Latina se fue
elaborando, bajo el impulso de luchas sociales y comunitarias, una nueva
radicalidad política capaz de eludir la hipoteca que pesaba sobre el mundo de
las izquierdas: desprestigio del socialismo de estado. Consignas como
"cambiar el mundo sin tomar el poder" no querían ser realistas, sino
abrir el espacio para un inédito contrapoder cuya potencia se desmarcaba tanto
del discurso del progreso como del antropocentrismo y del estadocentrismo.
Luchar sin programa no fue un límite, sino una formidable condición de
posibilidad.
El variado tapiz de subjetividades de la crisis se reveló
muy pronto en las figuras de un nuevo protagonismo social que surgía de un
renacer de mundos indígenas, de luchas urbanas y juveniles, de luchas de la
mujeres pobres, de los trabajadores sin empleo. El 2001 argentino, visto desde
la óptica piquetera, junto al 2003 boliviano, fueron las salientes
insurreccionales principales de ese proceso de impugnación generalizada,
mientras que el zapatismo fue la expresión más sofisticada de un tipo de
resistencia creativa que asumía, en y desde el bíos, la esterilidad de la política en el plano de la
representación convencional.
A partir del 2003, la llegada de los gobiernos llamados
progresistas en varios países de la región supusieron, en cada caso, un
replanteo de las dinámicas de movimientos y/o comunitarias.
El relanzamiento de la acumulación de capital en los
países en donde las resistencias populares habían llegado más lejos supuso
modificaciones de distinto tipo en la constitución de los estados, dando lugar
a un compuesto de elementos surgidos de la capacidad de impugnación de los
movimientos y de la capacidad de las clases dominantes de replantear su
inserción en el mercado mundial. Los modelos llamados neo desarrollistas/neoextractivos
dieron lugar, durante la primera fase del ciclo de los llamados gobiernos
progresistas, a una articulación entre distribución de renta y aumento de los
consumos.
De modo paralelo, se verifica un desplazamiento en la
enunciación política en detrimento de los movimientos sociales y comunitarios y
en favor de los gobiernos.
Contra el anarcocapitalismo y las coyunturas dominadas
por la austerity, este nuevo impulso
sudamericano fue caracterizado por la presidenta Cristina como “capitalismo en
serio”: un tipo de capitalismo que articula producción de renta con presencia
de estado, y que requiere de mucha "gestión" para que la disputa
entre sectores diferentes de la acumulación (la economía extractiva de
exportación; la acumulación financiera pura y aquella que gira en torno al estado,
las economías del mercado interno y de la economía popular) no vuelva a
dirimirse en las calles, bajo la forma de la crisis.
Es este el contenido efectivo de la consigna progresista
del mando de la política sobre la economía. De la democracia sobre las
corporaciones. El corazón del viejo alfonsinismo resuena triunfal en el
discurso kirchnerista. Esta exterioridad socialdemócrata de lo político
regulando a la economía (los mercados) constituye el avance grandioso y el
límite absoluto de la voluntad democrático-desarrollista, que se regula sin
transformar. Se politiza (hasta cierto punto, pues en sus aspectos globales la
dimensión nacional sigue siendo débil) la regulación, no la producción. La
política entera se convierte en un esfuerzo de compensación de desequilibrios,
de amortiguación de efectos. El entero régimen
de la crueldad del que habla Rita Segato cabe en esta expresión, “efectos”.
Si de amortiguar lo maquinal se trata, no es extraño que sea Francisco quien
"primeree” (neologismo con el cual el pontífice explica, en su exhortación
Evangelii Gaudium, que es el amor de
la iglesia el que debe llegar primero).
Adrenalina o depresión
La política convencional se atribuye a sí misma la
potencia invistiendo la gestión con los atributos de la acción heroica y en su lenguaje
abunda la referencia a la proeza sexual y a la experiencia de animación en base
a drogas. Lo político se vive "al palo". Sin “poder”, ya se sabe, no
se transforma nada. Y nadie que le haya probado el gustito a la política “se
jubila", es adictiva.
Una espontánea psicología reconoce en este juego de
intensidades el reparto del tipo ganador/perdedor. El derrotado es el
impotentizado, alguien que "duerme afuera", "sin mojar".
Alguien que ha quedado "acostado", mordiendo la almohada. Son
estribillos que fascinan a la prensa y a los llamados analistas de coyuntura. Y
a las militancias que sostienen la fiesta en las buenas y en las malas. Que no
decaiga: ¿no es Podemos el más
adecuado de los nombres para esta pasión gestionaria de la política transformadora?
La profesionalización de la potencia a la orden del día.
Nada que objetar. No vale la pena repetir a Guy Debord. Alcanza con tenerlo
cerca. Vale la pena, sí, distinguir entre una “imagen de la potencia”,
adrenalínica y viril, de una potencia sin
imagen: un poder-hacer sin representación adecuada, inasible para los
hábitos sensibles consagrados. En el juego ganar-perder lo que se opone al goce
del poder es la imagen de la impotencia. La potencia que se forja “sin imagen”
ya es parte de otro juego. Es el tema de las micropolíticas, el de una
afectividad adecuada a una "potencia sin imagen", por fuera del par
fiesta-depresión que anima el juego de lo político.
En la sociedad-espectáculo lo potente deviene
imperceptible. Y difícil. Porque lo sensible mismo es arrastrado a modelos
preconcebidos de consumo y felicidad. En su lugar se elaboran imágenes de
potencia asociadas a la motivación y al acelere, insumos imaginarios vitales en
el proceso de legitimación del estado.
Militancias y comunidades
Félix Guattari se ha convertido en uno de los principales
operadores de las lecturas izquierdistas de la filosofía de Foucault, dominante
en el campo llamado crítico. Y no precisamente porque vayamos a encontrar en
sus textos explicaciones de su obra (nada de eso, Guattari es lo que es para
nosotros justamente por no haber sido un profesor), sino por su exaltación de
lo transversal (entre teoría y práctica; entre vida y pensamiento; entre afecto
y concepto) que bloquea las apropiaciones neutralizantes: sea la liberal, sea
la académica, sea la esteticista. Sin Guattari no tendríamos cómo leer –en
intuiciones que bordean la genialidad y la locura– las alternativas psíquicas
implicadas en la praxis que desafían la voluntad de mando del capital. Fue él
quien inventó la lógica de las conexiones maquínicas para poner los problemas
de subjetividad junto a los de las tecnologías y las militancias.
Uno de sus jóvenes amigos de los buenos años, Franco
Berardi (Bifo), le ha dedicado un libro, Félix,
en el que reflexiona sobre la profunda tristeza en la que acabó, según dice, la
vida de su maestro. Bifo quiere aprender algo más sobre las relaciones entre
deseo y activismo de ese impensado hundimiento. Guattari “sabía” muy bien,
escribe, que "la resistencia es lo contrario del creacionismo", y aún
así se sumergía en las grises dinámicas de las militancias, andaba día y noche
al palo con su agenda desbordante: "iba a todas esas reuniones, con gente
que no lo seducía, a hablar de cosas que lo distraían, a tomar notas y compromisos".
Lo que Bifo busca comprender en la depresión de Guattari,
nunca confesada, es una “impotencia de la voluntad política que no hemos tenido
el coraje de declarar". Y es entonces la estructura misma de esta voluntad
de potencia carente del coraje lo que corresponde revisar: "la depresión
nace de la dispersión de la inmediatez de la comunidad”, y esta dispersión
concierne sobre todo a la comunidad proliferante de la "política autónoma
y deseante". Cuando la comunidad potente decae, "lo social se vuelve
el lugar de la depresión". Lo que Bifo busca pensar es la estructura de
una potencia sin imagen, apta para asumir la condición provisoria de las
comunidades como base para la comprensión del carácter provisorio del sentido.
Elogio de la desilusión
Diez años antes del acontecimiento del ´68, el régimen
comunista chino forzó al exilio a los lamas tibetanos propiciando una difusión
inesperada del budismo (una especie particularmente religiosa, conocida como
budismo "tibetano") en buena parte de occidente. En los Estado Unidos,
esta corriente budista confluyó con los gérmenes de una nueva contracultura
fundada en la experimentación de los modos de vida. En Despertar, de Jack Kerouac, la vida de Buda es escrita como manual
práctico de una sabiduría en lucha contra el nihilismo y la tentación. El
enemigo de quien fuga es el Gran Tentador, aquel que nos devuelve a la realidad
reforzando la estructura de la ilusión. El no apego y el no sufrimiento no son,
para Kerouac, deseo de nada. Tal vez Nietzsche tuviese razón al encontrar en el
budismo y en su abstención de toda destrucción de seres vivos, así como del
poder maléfico de la belleza del joven cuerpo femenino (una de las formas más
poderosas de la Tentación), una versión sofisticada del nihilismo cristiano:
una religión de "cansados". Pero estos nuevos budistas parecen
apropiarse del desapego movidos por un impulso libertario de otra índole.
¿Buda como insumo de una redefinición izquierdista de la
estructura de la potencia? Bifo sostiene que "el deseo es la tensión
utópica que proyecta la conciencia hacia el mundo, el origen y la motivación de
la proyección en el mundo”, y que “es en esta tensión que la depresión echa
raíces". Esa tensión está "destinada a plegarse, apagarse y
replegarse dada la irreductibilidad de la existencia, la descomposición de la
materia orgánica, el ser para la muerte". La tradición budista denomina
con el nombre de Maia a la ilusión
que brota del apego. Y Bifo encuentra que
Maia está presente en el deseo tal y como hemos aprendido a pensarlo en el Antiedipo.
La experiencia de la iluminación
y de la suspensión del deseo revela el carácter ilusorio de la realidad, su
vacuidad y su impermanencia. Contra el nihilismo pasivo del “último hombre” que
encontraría aquí nuevas razones para justificar su desear la nada, su mera
sobrevida (confort y conectividad), Bifo observa que "el Iluminado puede
vivir el deseo, pero no permanece implicado, goza la ilusión, pero su alma no
depende de ella".
Esta enseñanza budista no lleva a Bifo más allá de
Deleuze y Guattari. Más bien lo obliga a desplazar su interés hacia los textos
de los años ´90. En el libro ¿Qué es la
filosofía?, Bifo encuentra que los autores proponen una "utopía
senil" (nombre antipático para las sensibilidades juvenilistas del
“creativismo” neoliberal) según la cual las figuras de la potencia colectiva
como la amistad no deberían ser aceptadas con sus componentes de alucinación e
impermanencia, de "disolución de la dependencia y del apego que traducen
deseo en depresión". La posición que plantean Deleuze y Guattari consiste,
según Bifo, en un vivir y al mismo tiempo "trascender" el deseo. Un
trascender no meramente intelectual, sino también "experiencial, estético
y sensual".
Desplatonizar los afectos
Luego del 2001, la filosofía del ´68 ya no puede ser retomada
como filosofía de la juvenil transgresión sin perder su potencia de revuelta. O
eso es al menos lo que creía Ignacio Lewkowicz en Pensar sin estado. En la era de la fluidez el problema de la
constitución ya no puede ser exterior al de la insurrección. Lo que pierde
fuerza es una determinada imagen del Acontecimiento (justamente, la que
requiere de mayúsculas) como revelación divina, abstraída de las capas que toda
praxis está llamada a conmover y elaborar; una ruptura capaz de realizar un
tránsito súbito desde la detención burguesa en que se encuentra el sujeto y la
reanudación del libre juego de sus relaciones aleatorias, sea por la vía deconstructiva o analítica.
No es la belleza imperecedera del clinamen, o
materialismo “subterráneo”, como le llama Althusser, lo que se cuestiona, sino
la inserción en la materia del materialismo aleatorio de una distancia teórica
interna que abstrae y devalúa la actividad afectiva como fuente de comprensión
y conocimiento: su cartesianismo.
Es cierto que Althusser insistía en que la posición
materialista en filosofía no aspiraba a funcionar como sistema, sino como
afirmación siempre táctica en un campo de batalla, una máquina de guerra en la
teoría. Sólo que esa práctica creativa queda esterilizada cuando se la entiende
como pura creación de conceptos y no como creación de relaciones entre afectos
y conceptos. Cuando se acepta la disyunción entre modos de vida y comentario
filosófico-pedagógico (incluido el contra-pedagógico de la transgresión), la
teoría queda a cargo de la explicación que adecúa lo afectivo-imaginario al
orden de la comunicación.
Sometidos a esta espiritualización, los discursos
materialistas pierden contacto con lo
somático, con lo vital de las resistencias (“el conjunto de las funciones que
resisten a la muerte”). A lo sumo se adopta la vía fácil de tematizar al
“cuerpo” como concepto comodín o palabra fetiche. Un pensamiento que quiera
encontrar un punto de partida en la materialidad afectiva, que intuya que sólo
creando afectos nacen nuevos posibles, tiene que pasar la prueba de
desplatonizar los afectos. Este tipo de trabajo es el que encontramos en lo
“ensoñado” de León Rozitchner, en la noción de “desafío” de Santiago López
Petit y en el “poema” de Henri Meschonnic.
Política de lo involuntario
Deleuze y Guattari hablan en su último libro de un no estilo como trascendencia de la
filosofía formal, universitaria. Se trata de un tipo de vejez o de jubilación en el sentido de un situarse
allí donde por fin la presión de lo social como estructura ya no nos solicita:
medianoche de la inmanencia o libertad.
Pero un vitalismo como éste, de inmanencia lograda, sin
trascendencias que combatir, corre el riesgo de pasar por un saber indiferente.
De ser banalizado por figuras de una vitalidad sin sombras ni riesgos, cuyos
éxitos no alteran el orden. Una formulación más ajustada ofrece Deleuze a
propósito de Foucault: “vitalismo sobre fondo de un mortalismo”. La vida resituada como victoria transitoria sobre la
muerte. ¿No debe también el pensamiento de los llamados intelectuales y
militantes ajustarse a fórmulas de este tipo?
Un vitalismo tal no se da al modo de una sabiduría desafectada,
sino sobre el fondo de un mortalismo.
Porque la vida no se aprende ni se enseña, sino que se extrae a la línea de la
muerte mediante actos de resistencia. Ese es el valor ontológico de las luchas
en todas las escalas: desplazamientos o pliegues de subjetivación autónoma
sobre el fondo de saber-poder propio del régimen
de la crueldad. Un atravesamiento decisivo, porque en él todas las
creencias van a resultar cuestionadas. Allí se juega el discernimiento de las
figuras del nihilismo y de los devenires: todo depende del valor que se le de a
la pregunta ¿es necesario creer para seguir?
Buenos Aires, agosto de 2015