Espectros de las finanzas
Joseph Vogl
Joseph Vogl. El filósofo alemán llega la semana próxima a
Buenos Aires. Aquí analiza la organización del poder en torno de los mercados y
de las alianzas entre los estados y los poderes económicos.
Lo que se llama liberalismo, lo que se llama liberalismo
económico, en realidad nunca existió en la historia como una regla que obedece
a mecanismos puros de mercado. Muy por el contrario. Desde el siglo XVIII, el
liberalismo intentó regular toda la esfera social con principios económicos.
Desde el surgimiento de los estados territoriales europeos, buena gobernanza
quiso decir gobernanza económica. Y esto significó una transformación
importante de estructuras de mando y control. El liberalismo del siglo XVIII en
adelante es inseparable de un estilo de gobierno que, por introducir
estructuras de mercado, espera conseguir la optimización de la práctica de la
gobernanza. Se supone que el mercado debe completar y perfeccionar la práctica
gubernamental. Esto se hace aún más notorio, pienso, en los programas y
prácticas actuales de lo que se llama neoliberalismo. Desde los ochenta, los
economistas –incluidos los ganadores de los premios Nobel como Gary S. Becker–
hablan de manera bastante positiva, bastante afirmativa, de “imperialismo
económico”, que es la respuesta a la pregunta de cómo es que todas las áreas de
la vida social pueden estar sometidas a los “principios económicos”: la
educación, salud, familia, procreación, sexualidad, amistad, relaciones,
criminalidad, en suma, todo lo que se pueda llamar “capital humano”. Se
establecen entonces precios sombras para las instituciones educativas, precios
sombras para el cuidado de bebés o el altruismo a fin de crear “incentivos” en
esos campos. Y desde los años ochenta, los micromercados, la competencia y el
ruido de la competencia se implantaron con éxito en el cuerpo de la sociedad.
Por último y no por ello menos importante, la denominada “Nueva gestión
pública” intenta funcionar en las instituciones políticas, funcionar en las
estructuras administrativas, de manera que puedan adaptarse al ídolo del
mercado. Cuando la gente habla de “gobernanza”, quiere decir: la consecuente
fusión de las estructuras burocráticas con la dinámica económica. Un aparato de
gobierno de tipo sombra no parece achicarse, sino agrandarse.
La oposición de Estado y mercado, de estructuras políticas y
dinámica económica, es en el mejor de los casos una leyenda liberal, que
probablemente surgió de la batalla, de la muy legítima batalla contra los
remanentes de feudalismo y absolutismo. Esta leyenda seguramente tuvo la
función de ser la narrativa inspiradora en la batalla por la libertad
individual y la emancipación civil. Pero esta oposición distorsiona nuestra
visión de los vínculos del poder concreto en el “capitalismo democrático” y, en
cuanto a este capitalismo democrático, me interesan mucho más las funciones de
una máquina gubernamental bipolar, en la que política y economía se influencian
consiguientemente entre sí. Esta práctica gubernamental sólo se puede
comprender hoy como un complejo político-económico. Me gustaría entender esto
como un reto (aún incumplido) para una teoría política realista: el asunto de
cómo la organización del poder se entrelaza con la producción de valor o la
plusvalía.
Estrategias del poder
Considerando estos entrecruzamientos, se puede observar o
registrar un cambio desde los años setenta, pienso, tal vez una reorganización
drástica de las relaciones de poder. Por supuesto que esto se nota en el
aumento del poder de las organizaciones transnacionales como la OMC, el FMI, el
Banco Mundial, la OCDE, es decir, organizaciones en las que se iniciaron las
políticas de los programas de austeridad, de los “programas de ajuste
estructural”: la implementación de reformas de política económica, pero
también, por ejemplo, reformas de política educacional más allá de las
fronteras nacionales. Pero sobre todo, pienso que la liberalización de los
mercados financieros –y esto desde mi punto de vista es fundamental– incrementó
la dependencia recíproca entre los sistemas de mercado globales y los estados
nación. La denominada desregulación de los mercados, especialmente de los
mercados financieros, no sólo creó nuevas condiciones y oportunidades para la
acumulación de capital; también debe entenderse como un nuevo orden de
gobierno, como la realización de nuevas estructuras en la coordinación de la
economía y el poder del Estado. Hemos llegado a una situación que se
caracteriza por una financialización de las instituciones y las estructuras del
Estado.
¿A dónde deberíamos mirar para obtener una visión de todo
esto, para registrar estos cambios en las estructuras de poder? Creo que todo
esto queda particularmente claro cuando observamos el rol, en la función y el
estado de los bancos centrales, nacionales o de reservas que representan un
factor esencial. Los bancos centrales y de reservas se fundaron a partir del
siglo XVII con frecuencia como compañías privadas, que entonces recibían un
monopolio, un monopolio del Estado sobre la autorización de billetes bancarios
y moneda, un monopolio para la creación de dinero. Así sucedió en 1694 con el
Banco de Inglaterra, y también muy posteriormente, en 1913 y después de largos
debates, con la Reserva Federal en EE.UU. Hasta en sus formas, en sus estructuras
institucionales, estos bancos centrales son un híbrido público-privado,
interfaces público-privadas o, si prefieren, conversores de intereses públicos
y privados. Con estos bancos se ha creado un nexo fundamental Estado-finanza.
El crédito público, es decir, la deuda del Estado, no sólo fue producto del
establecimiento de estados territoriales fuertes, un sistema fiscal confiable,
ejércitos permanentes y el poder de la seguridad de Estado; la función de los
bancos nacionales y el crédito público consistió más en poder proveer garantías
del Estado para esfuerzos privados, y como ustedes saben, no es la menor de sus
funciones servir como “entidad crediticia de último recurso”, es decir, regulan
la circulación de deuda y crédito, son la precondición para el establecimiento
de estructuras de financiación estables. Y pienso que uno puede verdaderamente
reconocer en estos bancos la instalación de un nuevo contrato social: la
instalación de relaciones económicas y sociales de obligación que están implícitas
en la circulación del crédito, en la circulación de la moneda de crédito, en la
circulación de deuda. En todo caso los bancos son los nuevos factores en la
organización del poder político y económico. Por lo menos desde el siglo XIX,
se ha producido un corrimiento del poder de las instituciones políticas a los
bancos centrales. Es interesante que alrededor de 1800, los observadores
alemanes, los Románticos, los representantes del romanticismo político como
Adam Müller ya estaban diciendo, por ejemplo, que el Banco de Inglaterra se
había convertido en el verdadero “centro” del Estado inglés, que el Banco de
Inglaterra era la “personalidad de todas las personas” y el “baluarte del
estado de bienestar social” y que el crédito público era en realidad el “alma”
del Estado –los bancos centrales son, en cualquier caso, dicho en forma
provisoria, las agencias centrales del capitalismo financiero emergente.
Allí uno puede ver un cambio significativo en los años
setenta, es decir, desde el fin de los Acuerdos de Bretton Woods. Hubo
consecuencias por la cancelación de estos acuerdos. Voy a enumerar unos pocos
elementos fundamentales: las tasas de cambio flotantes, la desregulación de los
mercados financieros, la llamada revolución de los derivados, la liberación de los
mercados financieros de los pisos en el comercio bursátil, la fusión de los
mercados financieros y bursátil (1986), la eliminación de la Ley Glass-Steagall
(1999), la multiplicación de la relación de volumen comercial en los mercados
financieros y los mercados de bienes y servicios. Sólo un ejemplo: en 2007, el
volumen de los mercados financieros fue 73 veces mayor que el Producto Bruto
Interno (PBI) a nivel mundial, pero esto sólo como un pie de página. En estos
mercados, que fueron emergiendo gradualmente a partir de los setenta y que se
establecieron en los noventa, se desató una dinámica de interacción directa con
la función política y pública de los bancos centrales.
Del banco al mercado
Aparecen nuevos instrumentos financieros, los derivados, y estos
derivados tienen una capacidad milagrosa, artística (y esto es fundamental),
tienen principalmente la capacidad de transformar cualquier forma posible de
capital en moneda, es decir, de hacerlo líquido. Estos derivados funcionan como
sustitutos de la moneda, como moneda potencial. Esto significa que los mismos
mercados financieros ahora tienen la aptitud de crear dinero, de crear
liquidez. Y esto a su vez quiere decir (y creo que esto no es una atracción
secundaria o un argumento secundario) que se produjo una transferencia del
monopolio de liquidez de los bancos centrales a los mercados financieros. Por
lo tanto uno podría decir: el valor de las monedas –y de todo lo que está atado
a ese valor, todas las consecuencias que tiene para las economías nacionales–
el valor de las monedas tiene una base nueva; esta base es el comercio privado
con los productos financieros privados. Esto tiene por lo menos tres
consecuencias, que sólo puedo insinuar y dar amplias generalizaciones (aquí me
baso en estudios recientes).
Primero. Con esta creación de liquidez, es decir, con la
eliminación del límite entre moneda y capital financiero privado, la cantidad
de moneda se libera del límite de moneda existente hoy. Cualquier orientación
sobre sumas concretas de dinero se hace difícil e ilusoria. Y las políticas
monetarias de los bancos centrales: ahora nos enfrentamos con la imposibilidad
de controlar las sumas de dinero en circulación.
Segunda consecuencia. Los bancos centrales empiezan a adoptar
un nuevo rol. Como se hizo evidente en la última crisis, estos bancos, alguna
vez “entidades crediticias de último recurso”, es decir, un salvavidas para los
mercados de capitales, se transformaron en inversores o prestatarios de último
recurso. Los bancos centrales y los estados monetizaron las obligaciones de los
mercados de capital, se convirtieron en actores en estos mercados y esto quiere
decir que, las deudas de los bancos privados se financian tomando deudas en los
bancos privados. Nos enfrentamos entonces con procesos compensatorios, pero
conectados. La nacionalización de las deudas del sector privado se corresponde
con la privatización de las deudas nacionales. Los mercados financieros se
integran directamente a la administración de la deuda pública.
La tercera y última consecuencia –y pienso que esta es la
consecuencia más dramática para nosotros– es que la interdependencia de la
dinámica del mercado y las estructuras del Estado se intensifica. O más
precisamente, las reservas soberanas se transfieren. La financialización de las
décadas recientes no sólo condujo a la acumulación más severa de capital en
unas pocas manos privadas, no sólo condujo –como se expresa en el análisis de
Jeffrey Winters– a una poderosa oligarquía, que arrastra una política de
“defensa de la riqueza” radical a través de herramientas formalmente
democráticas. El mercado y sus actores se transformaron en una suerte de Dios
acreedor, cuya autoridad final decide las monedas, las economías nacionales,
los sistemas sociales, las infraestructuras públicas, los ahorros privados y
más.
Mi última tesis se relaciona con el movimiento o
transferencia de los componentes de la soberanía política y el poder para
adoptar decisiones hacia la dinámica, las operaciones y los agentes, hacia el
poder de decisión de los mercados financieros. Con mis tres tesis muy someras,
quise echar luz sobre las relaciones de poder de nuestro régimen económico,
observando el funcionamiento de una máquina bipolar que se caracteriza por la
interdependencia –también podríamos decir, interpenetración– del Estado y el
mercado. Estaban en juego –y lo recordaré nuevamente– primero, una
informalización de los consorcios políticos y los procedimientos de toma de
decisiones, segundo, los imperativos de la gobernanza económica, es decir, la
colaboración de los actores políticos y económicos (especialmente en la
doctrina de corte liberal), y tercero, el movimiento o transferencia de las
reservas soberanas a la dinámica de los mercados. En varios aspectos se puede
entonces hablar de efectos de soberanía, de los efectos de un poder cuasi
soberano que se liberó de su código político, formal, legal o institucional y
dejó ligada la esfera política a la inestabilidad o a los riesgos de los
mercados financieros.
Tomados en conjunto, la informalización de las decisiones
políticas, las máximas de la gobernanza económica y la transferencia de las
reservas soberanas –todo ello representa un reto práctico y teórico. Por una
parte, sólo aquellas intervenciones políticas que reduzcan la dependencia de
las instituciones estatales de los mercados –y de los financieros en
particular– pueden abrir una perspectiva en la que los procedimientos de toma
de decisiones sean devueltos al horizonte del proceso democrático. Todos los
planes o proyectos presentes (como los “frenos del déficit”, el “pacto fiscal”
en Europa), todos los “regímenes de austeridad” tienen un efecto secundario
fatal: programan una autovinculación directa de las economías nacionales y las
sociedades con el poder de decisión, pero también con la inestabilidad de los
mercados financieros.
Por otra parte –y esta sería una consecuencia teórica– el
tema de la soberanía, y la discusión y el estado de la soberanía se deben
separar de la aplicación universal de la vieja teoría política y se debe
reformular en el terreno político-económico. Con respecto a esto, la soberanía
no solo perdió su lugar, probablemente sea mucho mejor hablar de una reserva de
soberanía errante y vagabunda, de un arcano flotante y cambiante. Y soberana ya
no es solamente la persona que decide sobre el estado de excepción –como
escribió Carl Schmitt–, aquí soberano es aquel que tiene éxito, como en estos
últimos años, en transformar sus propios riesgos directamente en peligros para
todo el resto.