Elecciones en Argentina. Algunas reflexiones urgentes
Miguel Mazzeo
Son las 21 horas del domingo 22 de noviembre de 2015 y la televisión
argentina registra los festejos de la coalición derechista “Cambiemos”. La
tendencia ya es irreversible, Mauricio Macri es el presidente electo. La
estética de shoping center que nos eriza la piel, la anti-fiesta estandarizada
y guionada que nos abruma, la sustancia desagradable que fluye desde lo
inauténtico y lo desarraigado y que se manifiesta en el ritual un poco rígido y
bastante hueco, no oculta el aspecto verdaderamente inquietante del
acontecimiento.
Una parte
importante de la sociedad argentina acaba de escribir una página infame de
nuestra historia. Sujetos aislados, despolitizados, privatizados, entretenidos,
asustados y alejados de lo público y lo colectivo; seres satisfechos, prejuiciosos
e impiadosos, altamente influenciados por discursividades punitivas y ganados
por la lógica del espectáculo y por una filosofía práctica confeccionada con
pequeños fastidios cotidianos y con grandes alienaciones, conducidos por una
élite de tecnócratas, liberales y fascistas en disponibilidad, han demostrado
que las mayorías electoralizadas y molecularizadas pueden ser innobles.
Es la primera
vez en la historia argentina que una fuerza política que se presenta y se asume
como “de derecha” gana una elección nacional. Antes, los sectores más
retrógrados de la política argentina llegaban al gobierno por los medios
tradicionales: golpes militares, fraudes, proscripciones. O eran,
sencillamente, derechistas encubiertos y empíricos. Vale decir que, por lo
general, eludían esa definición político-ideológica. Preferían llamarse
conservadores, liberales, demócratas, organizadores o reorganizadores del
Estado y la Nación, occidentales, racionales, técnicos, hombres de orden, o de
centro, etc. Ahora la derecha argentina puede seducir a una parte importante de
la sociedad, mejor: puede venderse y puede ser comprada. No es casualidad que
su numen haya sido un especialista en marketing. En el sentido común de amplios
sectores de la sociedad argentina la derecha ha dejado de remitir a una
condición vil y sórdida. Más grave aún, para millones ha dejado de remitir a
alguna condición.
El gobierno
saliente contribuyó de mil modos a este proceso de despolitización de las
clases dominadas y a la politización de las clases dominantes. Contribuyó al
avance del capitalismo en todos los planos, pero fundamentalmente en el plano
de las superestructuras. Poco hizo para contrarrestar las pasiones egoístas y
otros fundamentos ideológicos del neoliberalismo. La izquierda, la de los
partidos y la otra, tampoco logró construir una alternativa viable en la última
década. El desenlace es lógico.
El gobierno
saliente coartó las posibilidades de todos los espacios de politización
autónoma (no liberal) y deliberación colectiva. Jamás apostó a la construcción
de instancias de construcción identitaria de sujetos transformadores, a la
autoorganización de base y de autorregulación de la convivencia social más allá
del Estado y el capital.
Por cierto,
nada de esto estaba en su ADN, a pesar algunos excesos retóricos y algunos
entusiasmos pasajeros. La “grieta”, la desunión nacional, en realidad fue sólo
superficial, fue un argumento frívolo y reaccionario que la derecha logró
instalar como lugar común. Y si bien la idea de una fractura en la sociedad
nutrió por momentos cierta épica militante, el gobierno saliente no abandonó
jamás su funcionalismo integrador de tensiones y conflictos. Nunca impulsó una
real polarización entre el pueblo y las clases dominantes. A pesar de la obvia
derechización, difícilmente estemos ad-portas de una “reacción burguesa”.
Paradójicamente la derecha argentina, por incapacidad congénita para componer una imagen de igualdad formal y por falta de destreza hegemónica, puede llegar a ser más eficaz en esa función polarizadora.
Paradójicamente la derecha argentina, por incapacidad congénita para componer una imagen de igualdad formal y por falta de destreza hegemónica, puede llegar a ser más eficaz en esa función polarizadora.
Claro está,
no podía resultar muy seductor el proyecto de armonización de las necesidades
de acumulación del capital con la agenda del Papa Francisco, esa combinación de
la recomposición de la rentabilidad empresarial con la redistribución del
ingreso. La versión derrotada no ofrecía ningún margen para participar,
criticar, empujar, para vivir una gesta popular o algo parecido. Sólo convocaba
al “desgarramiento” y a la resignación con inclusión. Dialéctica cero. Tragedia
cero. Mística cero. Su principal mérito terminó siendo la condición
anti-utópica y abiertamente pro-mercado, pro-colonial y pro-imperialista del
rival.
Cabe destacar
que el “voto contra Macri” (ya sea el espontáneo o el fogoneado por algunas
organizaciones populares) puso en evidencia, además de cierta racionalidad
económica y política primordial, muchas virtudes y muchos núcleos de buen
sentido de nuestro pueblo. Pero los deméritos y la opacidad de la versión
derrotada apilaban argumentos que hacían inviable la sospecha de que estaban juego
dos sistemas éticos contrapuestos e irreconciliables. Fue una versión muy al
ras del piso, reacia a todo barniz progresista. Incapacitada para asumir el
cambio como movimiento ascendente (en los términos del “progresismo”), terminó
derrotada por quienes conciben al cambio en su otra acepción: lo que elimina el
recuerdo, el tiempo y la memoria.
La política
concebida y ejercida como gestión vertical del ciclo económico, del Estado y
las instituciones; la política como “poliarquía”, (más allá de que este
concepto niegue la existencia de una clase dominante), se reduce
indefectiblemente a la administración de los intereses de las clases dominantes
por parte de un conjunto de aparatos y élites. Esa administración puede ser más
o menos progresista, más o menos inclusiva, puede estar más cerca de unas
fracciones de la clase dominante que de otras, puede apelar a discursividades y
estilos diferentes, pero jamás podrá aproximarse a un “gobierno popular”.
La política
como gestión vertical es, entonces, un “formato político” de clase, muy
adecuado para la acumulación de fuerzas en el campo de las clases dominantes y
para la desacumulación en el campo de pueblo. Aunque esa gestión de cuenta de
otros intereses más extensos, “nacionales” y/o “populares”, aunque promueva una
integración “semántica” de las clases subalternas, el eje de la política como
gestión vertical es la reproducción del poder de la clase dominante. El formato
fija coordenadas estrictas, propone una disputa por el grado de integración de
los intereses económico-corporativos de las clases dominadas. Una disputa
instituida que, obviamente, resulta muy limitada. Además, este formato
subalterniza al pueblo, promueve la elipsis de la realidad social, despolitiza,
fragmenta, aliena, confunde, derechiza…
La política
como gestión vertical no modifica las relaciones de fuerzas en la sociedad y
gira en torno de los quehaceres inmediatos, por eso debe asumir concepciones
estratégicas flexibles. La política como gestión vertical carece de
inteligencia dialéctica. Sólo sabe elaborar discursos y planes coyunturales y
parciales. No va a los problemas de fondo, ignora las corrientes históricas más
profundas. No crea oportunidades para la praxis popular. Además, está obligada
a desperdiciar la experiencia popular y a promover a personajes oportunistas,
vanidosos, frívolos, superficiales y mediocres. Entonces, no resulta una tarea
sencilla instalar la idea de una contradicción sustantiva cuando se comparte el
marco fundamental. Como tampoco era fácil para el candidato derrotado abandonar
a último momento el sitial que lo entronizó: el lugar de la indefinición
permanente, de la no-lucha en relación a los significados de los signos.
Ahora la
versión conservadora y abiertamente pro-imperialista de la modernización sin
pueblo y sin nación acaba de ser legitimada por la vía electoral. A diferencia
del gobierno saliente, esta no cargará con los límites que imponen las
conciliaciones, los compromisos, las regulaciones, las mediaciones y las
mistificaciones populistas. Esta vez la derecha encontró la forma de articular
cierta conciencia reformista inadecuada promedio con las fantasías
reaccionarias de una parte de la sociedad. (Incluyendo una actualización de las
fantasías gorilas, las fantasías tecnocráticas y las fantasías que aspiran a
erradicar el conflicto en la sociedad).
Ahora la
derecha tiene vía libre para la subordinación absoluta al poder hegemónico
mundial. Tienen vía libre el capital concentrado y su lógica de acumulación.
Pero el pueblo es su límite. La máscara búdica-shankárica caerá pronto y
quedará expuesto el verdadero rostro hobbesiano, misántropo y paranoide. Cuando
se silencien las voces preelectorales de los negadores de la materia, el tiempo
y la causalidad, aparecerá la voz y la palabra inequívoca de la rancia derecha
argentina: iniciativa privada, libre mercado, democracia de bajísima
intensidad, pigmentocracia, meritocracia, progreso, orden, represión… ¿Qué
puede representar la palabra libertad en la boca del empresario Mauricio Macri?
Los
vendedores de la ilusión de que puede haber política sin conflicto, los
paladines de la dialogicidad, de la política ligth, encontrarán sus límites
frente al primer conflicto importante. La estrategia de auto-victimización no
podrá sostenerse por mucho tiempo. Es muy probable que el proyecto de la
burguesía gane en agresividad pero pierda en consistencia. Tendrá más
dificultades a la hora de exhibir una ideología que no sea accesoria, un ideal
cultural propio y con capacidad de representar a la nación. El marketing jamás
podrá proveer estos requisitos. Tampoco los cuadros fabricados por las
universidades privadas y las ONGs.
Pero el
pueblo argentino no está totalmente desarmado en esta coyuntura. Existen
infinidad de redes de relaciones productivas, sociales, culturales, comunicativas,
territoriales. No faltan los ámbitos, las experiencias y los libretos con
perspectivas emancipadoras. La praxis será la partera de las nuevas
identidades. Existen condiciones para construir una política emancipadora desde
los territorios. Ninguna filosofía o doctrina podrá colonizar la acción
política popular. Es mejor abandonar esta pretensión ante el nuevo ciclo
político que se inicia. Las sectas doctrinarias, atrincheradas en sus verdades
eternas, no hicieron, no hacen, no harán revoluciones. Asimismo, debemos
reconocer las limitaciones de las actitudes reactivas y coyunturalistas frente
a los conflictos y aprender a no despreciar los momentos inmediatos de la
política sin traicionarnos, sin rebajarnos a las reglas impuestas, sin sumarnos
a los proyectos ajenos.
Tal vez se
nos presente la ocasión de superar el sectarismo endémico y el espíritu de
bando, de ponernos a trabajar para articular pasiones y razones socialistas en
una agenda identitaria y democrática común. Esto es: construir un movimiento de
movimientos y de redes que integre demandas diversas, fusionar a las izquierdas
sociales, culturales, en una sola mediación política pluralista, sin caer en el
fetichismo de las estructuras y lejos de las ilusiones reformistas. Sin olvidar
que el pueblo y sus organizaciones de base, –no el Estado– es la fuente
originaria del poder constituyente. Tal vez haya llegado la hora de una fuerza
política que asuma el proyecto de transformar las estructuras del Estado para
hacer del Estado un potenciador del poder popular. Tal vez sea el tiempo de
comenzar a romper definitivamente con el imaginario de la civilización
industrial, modernizadora, desarrollista y extractivista. Esto es, romper con
la idea que nos propone como único horizonte posible la integración (subordinada)
a esa civilización. Tal vez sea el tiempo de exceder el plano de la disputa por
el grado de integración de los intereses económico-corporativos de las clases
dominadas. Para que las señoras de los barrios cerrados y del viejo Barrio
Norte y los tilingos de los suburbios le tengan miedo a algo mucho más terrible
que a un morocho que les orina la vereda o a una empleada doméstica que les
exige el pago de los aportes patronales. Por ejemplo: miedo a una subjetividad
colectiva basada en la autoorganización y el autogobierno popular, una
subjetividad antiimperialista, anticapitalista y antipatriarcal. Tal vez sea el
tiempo de plantearse muy seriamente la posibilidad de que los morochos y las
empleadas domésticas manden, que organicen la economía, la sociedad, la
cultura, que construyan una vida arraigada, rica, múltiple y propia.