El fin de la transición
Colectivo Revista Crisis
La sorpresa fue el dato de las
elecciones del domingo pasado, lo difícil es determinar la causa del imprevisto
resultado. Una primera batería de explicaciones indica que la diferencia estuvo
dada por la calidad de los candidatos ofertados, especialmente entre quienes
disputaban la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Una segunda línea de
razonamientos apunta a los errores estructurales de la campaña del oficialismo,
constreñida por una presidenta-conductora que nunca terminará de investir al
candidato-delegado.
Pero quizás estemos ante un quiebre
social de mayor envergadura. Un punto de inflexión política de alcance regional
y nefastas consecuencias. La lucidez suele ausentarse cuando se trata de
definir los contornos de una realidad adversa. Hoy toca comprender un devenir
probable, aunque no deseado.
El triunfo de María Eugenia Vidal fue
un disparo al corazón del peronismo. Estamos ante el impacto tardío pero
inexorable del crac de 2001 en el PJ bonaerense. La pieza maestra de la gobernabilidad
en la Argentina podría ser desmontada en los próximos años. Una larga lista de
verdades que habían asumido la consistencia de dogmas se desvanecieron en el
aire, cuando menos se lo esperaba.
Cuentan que en el búnker del Frente
Para la Victoria asentado en el Hotel Intercontinental se saboreó el triunfo en
la Provincia hasta bien entrada la noche del domingo. Ni las bocas de urnas ni
el punteo de los fiscales del aparato electoral más pillo que haya conocido
este país pudieron detectar las arenas movedizas que lo succionaban.
La deriva de Anibal Fernández es una
parábola del peronismo conurbano y sus inflexiones según el signo de los
tiempos: intendente en el menemismo, duhaldista portador sano, kirchnerista
insolente. Y una carrera política salpicada por su cuota de responsabilidad en
aquel operativo de Puente Pueyrredón, el 26 de junio de 2002, cuando el
peronismo se asumió como un puro dispositivo de orden frente a la protesta
social.
De confirmarse la tendencia actual lo
que se derrumba es el castillo de naipes del sistema político argentino tal y
como lo conocimos durante el siglo XX. Y amanece un nuevo orden conservador,
gracias a la emergencia del primer partido de derecha moderno de alcance
nacional con una clara voluntad de poder.
La reaparición con vida de Cristina
en los balcones internos de la Casa Rosada, si bien demuestra la fuerza de
movilización y la intensa emotividad alcanzada por el movimiento político
fundado por Néstor Kirchner, confirma al mismo tiempo la pérdida de su iniciativa
histórica. El kirchnerismo carece de un programa de futuro para ofrecer. Hoy su
principal arma es la conservación de lo dado. Y el miedo a lo por venir.
El impactante crecimiento de la
figura del empresario Mauricio Macri en los comicios generales del 25 de
octubre parace demostrar que ese capital no alcanza. Luego de doce años al
comando de los destinos del Estado la principal carta de triunfo a la que puede
apelar el oficialismo es la vieja estirpe del peronismo territorializado. Todas
las esperanzas de quienes aspiran a retener el poder están cifradas en un baño
de humildad ideológico, en nombre de un pragmatismo de barricada.
Pero este repliegue confirma los
argumentos que le otorgan a Cambiemos su razón de ser. La nueva derecha
consiguió apropiarse de banderas que suelen estar en manos de la progresía: una
renovación del sistema político, en términos generacionales y de
procedimientos; y el señalamiento de la crisis económica que amenaza el
bienestar de las mayorías.
Quizás sea este último aspecto el más
paradójico. Y el que explique las corrientes subterráneas de antipatía popular
respecto de un gobierno que sin dudas ha beneficiado a los estratos más pobres
de la sociedad pero insiste en negar los dilemas estructurales que ponen
techo a las mejorías, convencido de que habitamos el mejor de los mundos
posibles.
El resultado es la aparición de un
nuevo relato en góndola. La reconstrucción de un horizonte liberal moderado
incluye una moral anticorrupción, la defensa de la propiedad como principal
derecho ciudadano, y la reinserción en el mercado financiero como palanca de
relanzamiento del consumo. A costa de la moneda. Es decir, de la soberanía.
No tiene sentido elucubrar sobre las
posibilidades de éxito de este programa de gobierno. Pero lo cierto es que los
futuros gerentes estatales precisarán mucha pericia política, amplificar la
potencia represiva del Estado, y garantizarle a los grandes jugadores del mundo
globalizado una rentabilidad apetecible.
Es raro: quisiéramos que nuestro
diagnóstico estuviera errado. En otras palabras, rechazamos el cinismo que
calcula cómo acomodarse a la nueva situación, con el fatalismo de los que
siempre caen parados. Votaremos. Y lo haremos por el mal menor. Pero
desde nuestra humilde redacción, ya nos preparamos para la resistencia.
El desafío no es tan distinto al que
venimos sosteniendo desde que iniciamos esta nueva etapa de la revista crisis:
recrear el filo de la crítica, para resquebrajar los consensos reaccionarios de
la época. Sólo que ahora el campo de maniobras se reduce. En una democracia que
ya no es tan joven, ni tan promisoria, ha llegado el tiempo de que pasen a
primer plano los sujetos populares de una democratización real. Los que nunca
se deberían haber consumido. Actores colectivos hechos desde abajo,
subetividades rebeldes en base al incorformismo, sin marcos
prestablecidos. Sólo ellos darán cuerpo a una potente voz plebeya, que en
el propio acto de defender lo adquirido amplie la noción misma de los derechos,
única manera de desactivar la bomba de tiempo que supone el crecimiento de la
violencia en los territorios. Sin tal apertura, la política seguirá siendo un
juego de las élites.