Crítica de la acumulación
Gerardo Muñoz
1. – ¿Qué es y cómo se define una crítica de la acumulación? No se trata de repetir la clásica crítica marxista del capitalismo, no porque dicha crítica sea extemporánea o ineficiente, sino porque no sabemos muy bien cómo definirla en primera instancia. Ya sea que pongamos énfasis en los procesos técnico-materiales relativos al desarrollo de las fuerzas productivas y a la composición del valor, o que pongamos énfasis en los procesos histórico-sociales relativos a las relaciones sociales de producción, la división del trabajo y la configuración de identidades políticas articuladas por la repartición y/o apropiación del valor, lo cierto es que ni siquiera hemos comenzado a ponernos de acuerdo sobre las condiciones de una crítica de la acumulación antes y ahora. ¿Cuál es el estatus de esa crítica y en qué medida no es ésta una más en el horizonte moderno definido como Era de la crítica[1]? Diría que hay, al menos, dos formas de confrontar este problema; por una lado, la posibilidad de repensar el marxismo, Marx y sus diversas apropiaciones, según su historia, sus filologías y tradiciones, para determinar la “verdadera” imagen de Marx, hacerle justicia a su corpus, exonerarlo de los excesos de la tradición y traerlo al presente según una nueva actualidad. Por otro lado, sin renunciar a un cierto horizonte materialista y aleatorio, la posibilidad de elaborar una crítica de la acumulación no desde dentro del corpus marxista, sino en relación con la facticidad del capitalismo contemporáneo, según las transformaciones de la acumulación, de la composición orgánica del capital, de la renta, de los mercados y de la historicidad radical del presente. En este segundo caso, la crítica de la acumulación ya no es un compendio de los pronunciamientos de Marx o de cualquier marxista sobre los procesos de acumulación, sino que es una interrogación de la complicidad misma entre crítica y acumulación, es decir, un cuestionamiento de la relación de copertenencia entre crítica y valoración según la moderna división social del trabajo (teoría y práctica), división universitaria que llega más allá de la universidad. Romper con el marxismo universitario no es un acto advenedizo, sino un cuestionamiento del mismo lugar que le cabe a la crítica y al saber en los procesos de acumulación contemporáneos.[2]
Es en relación con la segunda alternativa que quisiera
proponer ahora un horizonte general de interpretación de la actualidad
latinoamericana, para lo cual intentaré relacionar la dimensión política de la
llamada Marea Rosada con problemas relativos a la relación entre soberanía y
acumulación. Lo primero que me gustaría decir, a modo de advertencia, es que la
misma noción de Marea Rosada no parece ser ni rigurosa ni justa para
caracterizar la heterogeneidad socio-política e histórica de los diversos
procesos latinoamericanos, ni menos permite hacer jerarquías o valoraciones
fáciles sobre los aspectos positivos o negativos de los gobiernos identificados
con ella.[3] Sin
embargo, intentaremos un cuestionamiento de los procesos de acumulación
dirigidos o custodiados por gobiernos retórica y políticamente identificados
con una agenda social re-distribucionista que intenta corregir lo ajustes y
miserias propugnados por las administraciones anteriores, gruesamente identificadas
como neoliberales. En este sentido, me parece que es en la relación entre
soberanía y acumulación donde se juega la especificidad de nuestra ocasión
histórica y es en relación a ella que nociones capitales para el imaginario
político latinoamericano deben ser reconsideradas.
En efecto, es la indeterminación radical de la
relación entre soberanía y acumulación la que nos exige pensar más allá de la
filosofía de la historia del capital y más allá también de una de sus variantes
fundamentales, la filosofía sacrificial marxista y su relato redentor y
teleológico; relato según el cual todo sufrimiento presente se justifica en
función de un futuro mejor. Pensar más allá de esa filosofía de la historia –o
de lo que también podríamos llamar, para citar a John Kraniauskas, el aparato
total del desarrollismo–, es renunciar a una serie de presupuestos
de inteligibilidad con los que se suele evaluar lo real.[4] En
principio, las mismas nociones de soberanía y acumulación como aparatos
conceptuales y técnicos o disciplinarios propios de discursos jurídicos,
institucionales o económicos son ejemplos fundamentales. En otras palabras,
para elaborar la pregunta por el presente necesitamos entender que la crítica
de la economía política no es parte de la economía política, ni la reflexión
sobre la relación soberana es privativa de la ciencia jurídica o de la teoría
convencional del Estado. Sin embargo, antes de abordar estos problemas
“teóricos”, permítasenos volver a la pregunta por la actualidad latinoamericana
desde el punto de vista de la relación entre democracia y acumulación. ¿Es la
acumulación, vía híper-explotación de recursos naturales, una condición sine qua non de la democracia? Y de serlo, ¿de qué
tipo de democracia hablamos? O si se prefiere, ¿es el desarrollismo una etapa
inevitable en el largo camino por construir una sociedad mas justa?
2. – En efecto, la llamada Marea Rosada en cuanto
noción genérica y abusiva, intenta capturar el giro dado por varios gobiernos
latinoamericanos desde la década de 1990 hacia políticas públicas y sociales
opuestas a la orientación neoliberal que caracterizó, en general, al continente
en las décadas previas. Estas nuevas políticas también se distancian de los
viejos y desgastados ideales del partisanismo revolucionario, intentando una
crítica del neoliberalismo que no se reduce a una ruptura radical (e imposible)
con su lógica de acumulación, sino que intenta adaptarse a él y dotarlo de un
rostro “más humano”.[5] A
pesar de las retóricas anti imperialistas y nacionalistas reflotadas en algunas
izquierdas regionales, lo cierto es que en la mayoría de los casos lo que
impera son gobiernos abocados a corregir la injusta distribución del ingreso,
heredada de las décadas previas, y a mantener la disciplina fiscal y la
gobernabilidad para facilitar la integración al mercado mundial en contextos de
relativa “sustentabilidad”. Aún así, las nacionalizaciones que han ocurrido
recientemente en Venezuela, Argentina y Bolivia parecen contradecir la más
mesurada retórica y práctica de los gobiernos regionales, precisamente porque
como iniciativas parecen responder a una vieja agenda propia de la geopolítica
imperial clásica y anti imperialista, desbaratada por la globalización contemporánea.
En tal caso, no es extraño que el caso chileno todavía sea utilizado como
paradigma para desvirtuar opciones aparentemente más radicales.
Recordemos que Chile
logró su transición (formal) a la democracia a comienzos de los años 90,
después de sufrir una de las más largas y sanguinarias dictaduras militares en
la región (1973-1989). Sin embargo, lo que le daba cierta notoriedad al caso
chileno no era solo su democratización “pactada”, sino el que, como país,
constituía el modelo ideal de implementación de políticas neoliberales en
condiciones autoritarias. Mientras que las mismas políticas neoliberales se
implementaron durante periodos transicionales o de pacificación en el resto de
América Latina, en Chile, ya desde mediados de los años setenta el Estado había
tomado un claro curso neoliberal, amortiguando el descontento social con una
sostenida represión basada en la retórica securitaria anti-comunista. A su vez,
desde la transición a la democracia, formalmente acaecida el año 1990, Chile se
ha dedicado a administrar las políticas macroeconómicas puestas en práctica por
la ingeniería neoliberal de la dictadura, atenuando el costo social de éstas
con una tibia política redistributiva basada en bonos y asignaciones
excepcionales, sin alterar mayormente la “estructura de clases” ni la
distribución de la riqueza y de la propiedad de la tierra.
A esto habría que
sumar la condición puntual del elevado precio internacional del cobre, producto
fundamental del país, debido al ingreso de China al mercado (y a la demanda)
mundial. Este incremento produjo una abundancia excepcional del presupuesto
fiscal que permitió financiar múltiples iniciativas redistributivas sin alterar
mayormente ni las políticas monetarias ni las tasas de interés a la propiedad y
a la ganancia, ni las condiciones del intercambio internacional (recordemos que
la minería cuprífera no fue totalmente privatizada debido a que de ella
dependía el presupuesto militar del país). Durante los años que siguieron a la
dictadura, los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia se
dedicaron a administrar políticamente el modelo y a suplir su propia carencia
de política efectiva con una estrategia permanente de diferimiento y duelo
forzado, incapaces de avanzar de manera decisiva en el esclarecimiento de los
crímenes de la dictadura y en la sanción correspondiente de los criminales,
muchos de los cuales fueron reciclados en los aparatos administrativos y de
inteligencia del Estado.
La experiencia del PT brasileño, del MAS en Bolivia, o
la misma transformación del Estado iniciada por el Kirchnerismo en Argentina,
podrían servir de contraste para precisar el caso chileno, donde los procesos
de radicalización social y de organización popular que pusieron en evidencia la crisis
de mando de la
dictadura en los años ochenta, fueron re-apropiados por la reconfiguración de
la vieja “clase” política nacional que se constituyó como el actor “más”
relevante en la política oficial desde el mismo fin de la dictadura (lo que nos
muestra una variación de la acumulación por desposesión, ahora de legitimidad
política). A partir de ese proceso de superposición de las viejas lógicas
partidarias y de sus actores, levemente reciclados por la renovación socialista
y la socialdemocracia europea, se rearticuló una lógica hegemónica en la cual
los actores centrales seguían siendo el Estado, el Ejército y los partidos
políticos. De ahí que sean los años noventa los que vean emerger un discurso
securitario dirigido contra el conjunto de la “población”.[6] La
apuesta era una sola, las decisiones políticas se resolvían en el parlamento y
entre los partidos, no en la “sociedad civil” ni en sus organizaciones. Había
que desactivar a los movimientos sociales que, a pesar de todo, no han dejado
de ocupar las calles para mostrar las incongruencias de la democracia chilena.
Por otro lado, una de las más claras manifestaciones
del límite institucionalista o juristocrático del proceso chileno está,
precisamente, en la postergación indefinida de las demandas y reivindicaciones
de su población indígena, la que había sido fuertemente castigada en tiempos
dictatoriales y sometida a las políticas expropiativas puestas en marcha por la
banca y las industrias madereras y de la celulosa. La democracia chilena,
recuperada en esos años según el discurso oficial del Estado, no significó ni
significa hoy casi nada para el pueblo Mapuche. Casi nada, salvo la proclamación
constitucional del carácter multicultural y multiétnico del país, y la
correspondiente otrificación o fetichización de un indígena totémico que
permite desviar la mirada desde la continuidad de las políticas represivas
aplicadas al pueblo Mapuche (y otros pueblos originarios), hacia la
representación folclorizante de un indígena de catalogo turístico. La
apropiación por desposesión no puede ser más evidente, pero no solo en el
periodo dictatorial, sino también ahora, bajo la excusa de las necesidades del
desarrollo y las nuevas políticas energéticas.
Paralelamente, la concentración de la riqueza, la
precarización de la vida de los ciudadanos comunes, el incremento de la
plusvalía financiera en la administración de los fondos de retiro, en la salud,
en la banca en general, en el endeudamiento público y las criminales tasas de
interés sobre préstamos de consumo, además de una sostenida tendencia a la
privatización de los recursos naturales, a la transferencia de fondos públicos
a corporaciones privadas, y la circulación de las elites al interior del aparato estatal (baste
mencionar cómo se turnan las mismas familias en los cargos estatales y
corporativos), no solo confirman el carácter limitado de la transición chilena,
sino laperpetuación de la
dictadura en la democracia. La reciente re-elección de Michelle Bachelet en el
país, después de una serie sostenida de protestas sociales que marcaron la
ingobernabilidad de la administración de centro-derecha en el periodo anterior,
se hizo sobre la promesa de reformas estructurales a la Constitución, a la
salud, a la ley tributaria, a la educación, etc., reformas que no han tenido
lugar y que se han ido suavizando y reacomodando de acuerdo con la captura
institucional y principalmente parlamentaria de los procesos de lucha social de
los últimos años. Chile, el modelo ejemplar de una administración de
centro-izquierda que responsablemente hizo la transición a la democracia es, en
rigor, el ejemplo de una administración gubernamental responsable con el modelo
neoliberal y sus políticas macro-económicas, a manos de una poco creativa clase
política que logró apenas reinventarse superficialmente en los años recientes,
dejando su antiguo nombre, La Concertación, para pasar a llamarse La Nueva
Mayoría. Sin embargo, su marco de acción sigue siendo dictado por la
Constitución de 1980, que como una verdadera trampa juristocrática es el
verdadero legado de la dictadura chilena.
3. – Quisiera ser
enfático en señalar que la descripción que se ha hecho de Chile no es
generalizable al resto de América Latina, ni está basada en un descontento
político o en una denuncia moral. En rigor, creo que el caso chileno, pero no
de manera exclusiva o excluyente, hace posible la pregunta por la forma y la
función del tardío Estado latinoamericano. Un pregunta que se hace fundamental
en estos momentos.
Primero, me gustaría precisar qué entiendo por tardío
Estado latinoamericano. Básicamente, no se trata de una noción evolucionista o
historicista, sino que intenta llamar la atención sobre el proceso de
refundación institucional que ha vivido y que está viviendo gran parte de la
región. Desde los procesos constituyentes y las nuevas constituciones en
Venezuela, Colombia, Bolivia y Ecuador, hasta las reformas electorales en Chile
o Centroamérica, esta refundación está asociada con el fracaso evidente del
proyecto republicano post-colonial surgido del proceso emancipatorio de
principios del siglo diecinueve. No se trata de un fracaso puntual asociado con
la globalización como universalización del patrón flexible de acumulación
propio del capitalismo contemporáneo, sino que la misma globalización habría
sido el golpe de gracia al proyecto republicano
post-colonial que siempre habría estado en crisis. De tal forma, el tardío
Estado latinoamericano refiere al proceso de refundación del pacto social que
se ha venido dando durante las últimas décadas en la región, refundación que
abarca no solo a las nuevas constituciones, sino incluso a los procesos
transicionales y de pacificación que, en la misma producción de sus informes de
derechos humanos, sientan las bases para el nuevo pacto social. Lo que incomoda
de este nuevo contrato social, sin embargo, no es solo su limitación
institucional y jurídica, sino el hecho de que, como tal, repite las mismas
limitaciones de la primera oleada fundacional de principios del siglo
diecinueve, a saber, la sobre-codificación de sus aspectos democráticos y
republicanos desde los imperativos mercantiles y ahora neoliberales de la
acumulación. Es ahí donde una crítica de la acumulación no solo se vuelve
políticamente relevante, sino que se convierte en una práctica política en sí
misma, pues de lo contrario estaríamos sosteniendo una variación circunstancial
de la vieja tesis del determinismo económico. En la medida en que soberanía y
acumulación se co-determinan, entonces siempre hay espacio para radicalizar,
vía crítica de la acumulación y crítica del aparato total del desarrollismo,
las limitaciones juristocráticas e institucionales de la política realmente
existente.[7]
Segundo, me parece importante además preguntar cuál es
la función y la forma de este tardío Estado latinoamericano. La forma, en
principio, porque se trata de discutir no solo la diferencia entre Estado como
instancia institucional que se movería a un nivel estructural, y gobierno como
instancia política que se inscribiría a nivel contingente. Eso no es
suficiente. La pregunta por la forma Estado es la pregunta por el estatuto de la
ley y del poder y, a la vez, nos permite tomar distancia de concepciones
monumentales que tienden a limitar la política según diagramas más o menos
sofisticados de la dominación. De la misma forma en que el discurso genealógico
contemporáneo rompió con las representaciones monumentales o molares del poder,
necesitamos pensar el Estado no como una inseminación trascendental e
inmodificable, sino como un campo de lucha, según, por ejemplo, lo han definido
los miembros de Comuna en
Bolivia o su mismo vicepresidente Álvaro García Linera (El
Estado como campo de batalla 2010).
De una manera
similar, más que pensar la soberanía como una instancia atributiva propia del
orden jurídico o estatal, ya siempre pre-definida, y como clave de la
gubernamentalidad moderna, es decir, soporte jurídico de la clausura
biopolítica de la experiencia contemporánea, sería pertinente pensar la
soberanía como nombre de una relación indeterminada. Lo mismo habría que decir
del derecho, antes de pensarlo como un simple suplemento ideológico de la
dominación o como una forma de violencia mítica abocada a la conservación del
orden social, sería pertinente pensarlo en cuanto práctica performativa y forma
abierta a la creación de jurisprudencia. Creo que es esto lo que está en juego
en los debates teóricos contemporáneos, es decir, la posibilidad de pensar el
Estado, la relación soberana y el derecho ya no solo como mojones que limitan
la vida social, sino también como instancias indeterminadas en las que se da la
lucha política por la misma definición del presente. En tal caso, la pregunta
por la forma del tardío Estado latinoamericano es la pregunta por las
instancias donde ese Estado, lejos de ser un simple aparato ideológico de
reproducción y confirmación de las relaciones de clase y dominación, en un
ámbito en el que se está articulando dicha dominación, pero también en el que
ésta puede ser interrumpida.
Finalmente, la pregunta por la función de este tardío
Estado latinoamericano está relacionada con la posibilidad de hablar o no de un post-neoliberalismo o, alternativamente, con la
posibilidad de hablar de un neoliberalismo de segundo orden que, usando al mismo Estado como katechon o contención y mecanismo de
desactivación de los movimientos sociales, mediante formas y grados diversos de
represión y persuasión, asegura la hegemonía del capital cuidando el escenario
macroeconómico indispensable para el despliegue de formas flexibles de
acumulación en la actualidad. En este sentido, si el neoliberalismo fue
implementado, ejemplarmente en Chile, en el marco de un gobierno autoritario
que produjo las llamadas medidas de ajuste fiscal, contracción del gasto
público, reducción del Estado y desregulación monetaria, precarizando
infinitamente la vida de los trabajadores y de los ciudadanos en general; el neoliberalismo
de segundoorden no
parece necesitar de dictaduras militares, sino que se articula inteligentemente
con un Estado que ya no parece interventor y al que se le dejaría cierto margen
de maniobra en el ámbito de políticas compensatorias o redistributivas, pero
cuya responsabilidad sería asegurar los procesos productivos y extractivos que
están a la base de lo que Maristella Svampa ha llamado el
consenso de las mercancías (2013).
Quiero reparar en
esta aporía: si por un lado, la forma Estado nos indica que éste está abierto a
las luchas por el cambio social, por otro lado, la determinación de su función
es la que nos indica finalmente hasta qué punto las iniciativas de
transformación social emprendidas por los gobiernos de la Marea Rosada
latinoamericana tienen viabilidad o son paliativas con respecto a lo que John
Kraniauskas ha llamado “la astucia del capital” (“the cunning of capital”
2014). ¿Hasta qué punto las políticas redistributivas han sido capaces no solo
de producir mejoras sustantivas en la población, sino activar procesos
políticos instituyentes que le den más fuerza política a las instituciones
democráticas del Estado en su lucha permanente con el capital transnacional?
Quizás esta sea, otra vez, la lección a sacar del proceso chileno: lejos de
confiar en el empoderamiento de los actores sociales que disputan el modelo
neoliberal, la “clase” política agrupada en torno a un Estado marcado por la
Constitución de Pinochet, se ha dedicado a expropiar la participación ciudadana
y a remitirla al estrecho ámbito institucional de los debates parlamentarios,
estructuralmente ineficientes dadas las limitaciones impuestas por el marco constitucional
y por el sistema electoral anti-democrático. Repitamos: no se trata de una
crítica de orden moral, sino de una consideración histórica sobre la reiterada
desconfianza que dicha “clase” política expresa con respecto a procesos
instituyentes.
En este sentido, el
hecho indesmentible de que las agendas reformistas y re-distributivas
contemporáneas tengan como limite el proceso de acumulación flexible y
corporativo contemporáneo no nos dice nada sobre las posibilidades abiertas por
una política orientada por una crítica efectiva de la acumulación, del
desarrollismo y de la juristocracia. Ni optimismo ni pesimismo, sino todo lo
contrario, entender la condición material y aleatoria de las relaciones entre
soberanía y acumulación, pues aún cuando “la astucia del capital” nos muestra
al post-neoliberalismo como neoliberalismo de segundo orden, nada de eso nos
condena a mantener nuestras prácticas políticas inscritas en la filosofía de la
historia del capital, o en cualquiera de sus reversos liberacionistas.
4. – Pero acá nos encontramos con un problema
igualmente delicado. Si las estrategias clásicas liberacionistas estaban
marcadas por una política de la identificación (nacional, étnica o de clase),
¿Cómo pensar una política radical que no sea un mero reflejo de la operación
estatal de codificación del campo social? No se trata solo de pensar más allá
de las Identity
Politics contemporáneas,
sino incluso más allá de la lógica de la identificación que se expresa en términos políticos como
sutura del campo de significación en torno a un significante investido
afectivamente con condiciones carismáticas o ejecutivas. Ya sea en las figuras
del clásico líder populista, del militante sacrificial, del líder tecnocrático
o del movimiento social oposicional (configurado todavía por una lógica
identitaria), el imaginario de izquierda latinoamericano, al menos en sus
formas convencionales, sigue estando marcado por dicha lógica y sigue, por lo
tanto, imposibilitado de pensar en una política salvaje, des-inscrita de la representación
y del reconocimiento.
Permítaseme entonces,
a modo de ejemplo, retomar someramente una observación de Nicolás Casullo
(“Populismo” 2000) sobre las experiencias populistas latinoamericanas. Para él
resultaba bastante curioso no solo el hecho de que la palabra “populismo” se
hubiese convertido en un insulto aplicable a todos aquellos que contravenían la
versión gestional de la política, propia del neoliberalismo, sino aún más el
hecho de que cada vez que se refería a la experiencia populista se evocaban
ejemplos europeos vinculados con el nacional-socialismo o con el populismo
fascista, y no se atendiera al hecho de que los llamados populismos
latinoamericanos habían tenido una función progresista, democratizadora e
integradora inigualable en la historia latinoamericana. Ese populismo, que
siempre estuvo presente en las elaboraciones teóricas de Ernesto Laclau y que
constituye el eje de sus últimos trabajos, no es equivalente a nuestra
invocación de una política salvaje, pero no deja de ser relevante para pensar
no solo las crisis históricas de la política de izquierda en la región, sino
también la situación actual de la llamada Marea Rosada.
Recordemos que para Laclau el populismo es
políticamente irrenunciable porque constituye el aspecto más relevante de una
política orientada a la democratización (On
Populist Reason 2005).
En otras palabras, el populismo no es una política en particular (como suele
pensarse) sino un componente de toda política radical orientada por procesos de
democratización y organizada entorno a antagonismos sociales, antagonismos que
no vienen asegurados por ninguna lógica trans-histórica (esa su crítica a la
noción de contradicción hegeliano-marxista, por ejemplo). Si el populismo es
pensado en estos términos, entonces lo que asombra del trabajo teórico de
Laclau es que dicho populismo quede recortado por la misma racionalidad
instrumental o “hegemónica” que articula su discurso, esto es, que el carácter
democratizador y radicalizante del populismo de Laclau quede subordinado a la
lógica equivalencial de las articulaciones hegemónicas, siempre orientadas
pragmática y programáticamente a la conquista del poder del Estado. Alberto
Moreiras ha referido recientemente a la posibilidad de un populismo
post-hegemónico, cuya clave estaría en “liberar” al mismo populismo
de la lógica de la identificación, es decir, en la posibilidad de pensar en un
populismo catacrético que ya no coincida ni con la
identificación étnico-nacional, social-cultural o económica de ninguna
subjetividad política y, por tanto, que ya no coincida ni con la lógica
principial del pensamiento onto-político occidental, ni con la sutura afectiva
de la identificación carismática con el líder o la identificación romántica con
el “Pueblo” (el partido, la clase o el movimiento, etc.).[8]
¿Cómo pensar entonces una relación a esa instancia
heteróclita llamada pueblo, no capturada por las figuras de la identificación
afectiva ni del liderazgo carismático? Esa pareciera ser la tarea para una
política radical, no la de repetir la monserga anti-populista propia de los
sectores conservadores (y juristocráticos), sino la de redefinir la
problemática del pueblo más allá de la lógica de la identificación que es un
rendimiento del aparato total del desarrollismo.[9] En
tal caso, más que la “construcción de un pueblo”, como quisiera Laclau hace
unos años en su debate con Zizek[10], lo que definiría una política radical y
crítica de los actuales procesos de acumulación sería la constitución de formas
de organización y empoderamiento que hicieran de contención de dicha
acumulación. Así, el pueblo del que estamos hablando no sería ni un sujeto
histórico investido estatalmente con una cierta identidad nacional, ni menos un
sujeto étnico-político asociado con el proyecto liberal criollo o su inversión
neo-indigenista y decolonial contemporánea; se trata, por el contrario, de “un”
pueblo catacrético, irrepresentable según las lógicas conceptuales
tradicionales o, como ha señalado recientemente Georges Didi-Huberman, más que
un pueblo
expuesto, en el doble sentido de un pueblo representado, capturado
en la representación y llevado, a la vez, a la situación límite de su propia
extinción, estamos hablando de un pueblo figurante, que desactiva las coordenadas de la
representación jurídica, política, literaria y cultural, contaminando el modelo
populista clásico y su fictive ethnicity, con formas múltiples y enrevesadas
de participación y constitución social.[11]
Entonces, no se trata, otra vez, del
pueblo sino de los
pueblos en los que descansa la posibilidad de interrumpir los procesos brutales
de acumulación, y hacia los que la Marea Rosada en general debió y debe
apostar, no para elaborar cálculos sobre la historia, ni para dotarlos con los
atributos del sujeto emancipatorio moderno, sino para asumir, finalmente, que
la clave de una política capaz de oponerse al orden mundial no está en la reproducción infinita
del aparato total del desarrollismo, la gobernabilidad, la seguridad, la
propiedad y el mercado, sino en la potenciación de formas de poder y
auto-organización social. Una política orientada a la experiencia
plebeya, como diría Martin Breaugh (2013), donde lo plebeyo nombra
el lugar impropio de una comunidad sin atributos, marrana, de la que surge no
el discurso sino la práctica del desacuerdo, condición fundamental de un
republicanismo profano para nuestro tiempo.
De no ser así, como parece ser el caso en muchos de
estos gobiernos, se repetirá la experiencia histórica latinoamericana que dio
paso a las dictaduras y las intervenciones militares en general, aquella
experiencia que las sociologías realistas y gestionales han llamado
clientelismo, cultura demandante de Estado y caudillismo. Lo curioso, en
cualquier caso, es la persistencia de lo que Etienne Balibar llamó “el miedo a
las masas” (1989), pues es ese miedo el que posibilita lo que Claus Offe
caracterizó, en los años ochenta, como “teorías conservadoras de la crisis”;
teorías que terminaron por justificar el desmontaje del Estado de bienestar, el
gran logro de la socialdemocracia europea y, en cierta medida, el horizonte
igualitario de los frentes populares latinoamericanos.[12] Y
son esos mismos miedos los que aparecen en los detractores neoliberales de la
Marea Rosada, pero también, en muchos de los actores vinculados
institucionalmente con sus gobiernos, más preocupados del desarrollo y la
gestión que de la democracia y la participación.
5. – En última instancia, se trata de pensar los
limites históricos de la imaginación política latinoamericana, misma que
necesita trascender la nostálgica identificación con una política
reivindicativa de clases, y radicalizar su vocación popular en una suerte depopulismo salvaje, que ya no se orienta
heliotrópicamente a la conquista del poder del Estado, para una vez allí,
disciplinar a las masas. Un populismo sin Pueblo, pero con muchos pueblos,
heterogéneos y contradictorios, con un énfasis insobornable en los antagonismos
y no en las alianzas, en las figuraciones catacréticas y disyuntivas y no en la
metaforicidad equivalencial y articulativa (radicalizando al mismo Laclau). En
suma, un populismo post-hegemónico que se piensa a sí mismo no como estrategia
para lograr la hegemonía, sino como interrupción de la misma hegemonía en
cuanto lógica de la voluntad de poder onto-política occidental.
[1] Me
refiero al volumen VIII de La historia de la filosofía moderna de Ediciones Akal, a cargo de Félix
Duque, cuyo título es, precisamente, La era de la crítica (1998),
y que sienta con maestría el horizonte inaugurado por Kant y e idealismo alemán
como desarrollo paulatino de una cierta conciencia de si de la época moderna.
[2] Sin
embargo, estas dos alternativas no existen en la pureza de su formulación
teórica, sino que funcionan como polos donde se inscribe el pensamiento
marxista en general, tensado por la necesidad de cuestionar el presente y, a la
vez, tensado por las demandas de prolijidad relativas al mismo marxismo
convertido en tradición, ciencia o método.
[3] Como
lo hace, recientemente, John Beverley en su Latinamericanism After 9/11(2011), al comparar el
proceso venezolano y el boliviano, repitiendo, formal e irónicamente, la
diferencia entre buena y mala izquierda propugnada por Jorge Castañeda en su
“Latin America’s Left Turn” (2006).
[5] Otra
vez, es necesario contrastar esta generalidad con las diferencias entre diversos
países latinoamericanos, y con las diferencias al interior de cada país, sobre
todo si se consideran las condiciones de vida de poblaciones no identificadas
con el relato político estándar: por ejemplo, pueblos indígenas sujetos a
políticas de acumulación por desposesión territorial, comunidades rurales
sometidas a la soberanía bruta de las corporaciones energéticas y, en general,
poblaciones enteras consideradas como dispensables en medio de desplazamientos
territoriales forzados, narco-violencia y desapariciones sistemáticas de
personas.
[6] No
olvidemos que la “población” emerge como categoría relevante de la
gubernamentalidad contemporánea a propósito del desarrollo de las técnicas bio
y anatomopolíticas. Ver Michel Foucault, Seguridad, territorio, población (2006).
[7] No
sostengo una desconfianza generalizada del derecho, del contrato social o de la
constitución, sino la necesidad de una crítica específica de estas formas
históricas del derecho, en nombre de procesos, infinitos e imperfectos, de
institución democrática de lo social. La misma asamblea constituyente que ha
sido central en las nuevas constituciones de Venezuela y Bolivia se muestra
como un requisito políticamente irrenunciable en el contexto chileno, por
ejemplo.
[8] Aún
cuando este giro ya estaba contenido en los tempranos trabajos de Moreiras (The Exhaustion of Difference 2001), y Gareth Williams (The Other Side of the Popular 2002), y también en las intuiciones de
John Beverley en muchos lugares, el reciente desarrollo de estas temáticas ha
marcado las actividades del Colectivo Deconstrucción Infrapolítica. Es necesario
citar de Moreiras “Tres tesis sobre populismo y política. Hacia un populismo
marrano.” (2015), y su texto Marranismo e inscripción (2015), como lugares donde se
problematiza esta serie de cuestiones. En relación a la identificación afectiva
y a los límites de la hegemonía en Laclau, remitimos a nuestro “¿En qué se
reconoce el pensamiento? Posthegemonía e infrapolítica en la época de la
realización de la metafísica” (2015). Todo esto, por supuesto, en diálogo y
tensión con la modulación post-hegemónica de Jon Beasley-Murray (2011)
[9] Ver,
por ejemplo, la reciente compilación ¿Qué es un pueblo? (2014)
con textos relevantes y contradictorios de Rancière, Didi-Huberman, Badiou,
Judith Butler, entre otros, pero todavía muy genéricos en relación a nuestro
problema específico.
[10] “¿Porqué
construir al pueblo es la principal tarea de una política radical”? (2008). Lo
que marca la propuesta de Laclau no es solo la tensión entre clase, pueblo y
populismo, sino la cuestión de la identificación y su respectiva pendiente
afectiva o pulsional como instancias constitutivas del campo político. A esto
apunta también la pertinencia de la intervención de Yannis Stavrakakis (The Lacanian Left 2007)
y su apertura a la cuestión del afecto y del deseo (lugar en que no solo se
asoma la problematización deleuziana del psicoanálisis, sino también la
“destrucción del pueblo” llevada a cabo, incesantemente, por Osvaldo
Lamborghini).