Contemporáneos
Diego Tatián
Es lunes 23
de noviembre y son las seis de la mañana cuando escribo esto. Apenas hay luz.
Es la hora, como decía Borges, en la que la mañana casi no ha tocado a nadie.
Desde la ventana de mi casa de Alta Córdoba veo un basurero limpiar con su pala
el cordón de la vereda; una chica, tal vez estudiante, pasa con sus auriculares
puestos; una señora pasea un perrito. Un hombre mayor, casi anciano, pedalea su
bicicleta con dificultad. Trato de imaginar qué imaginan, de comprender qué
comprenden, de descifrar el deseo que los habita. “Va a ganar Macri –me había
dicho mi hija, aún niña–. Casi todas las personas están insatisfechas con su
vida y por eso predispuestas siempre a seguir a quien les prometa cambios y
felicidad. Después se decepcionan, se enojan con ellos y siguen a otros.”
La frase acierta a definir con bastante exactitud lo que, asombrados por
la oscilación de los afectos (en particular la esperanza y el miedo), los
clásicos llamaban superstición. Prefiero incursionar en las cosas de otro modo,
mediante un ejercicio de la interrogación por un cierto hartazgo de la política
en quienes durante los últimos años se han visto beneficiados por ella. Por el
enigma de los que se hartan de la conversación sobre los derechos, las
libertades y las igualdades obtenidas por la insistencia en la importancia de
esas mismas palabras, que guiaron decisiones institucionales en su favor.
El kirchnerismo es una subjetividad ideológica y una fuerza cultural que
orientó sus políticas públicas por la idea de igualdad, por la extensión de los
derechos sociales, por la transmisión de la memoria, por la construcción de lo
común. Desde el peronismo histórico, nunca una subjetividad social había hecho
irrupción con tanta nitidez y con una proyección generacional tan extensa. En
las antípodas, Macri le habla al pueblo como si se tratara de una muchedumbre
de emprendedores que, gracias al talento individual que él les va a ayudar a
desarrollar, serán exitosos y felices. Para eso es necesario liquidar el
pasado, desentenderse de las dificultades ajenas y “mirar hacia adelante”. El
emprendedorismo individual que promueve el discurso macrista puede efectivamente
ganar elecciones, generar expectativas económicas e introducir cambios
culturales, pero no producir una subjetividad transformadora.
La retórica del cambio más bien desvanece el anhelo de transformación
social y el horizonte de una “vida popular emancipada”, que para mantener
abierta la cuestión de la justicia precisa componer sus rupturas con un
conservacionismo de los bienes comunes, una preservación de la memoria y un
cuidado de la historia. Si fuera el caso de que se abre un tiempo de catástrofe
social que va a dejar en la intemperie económica y educativa a miles de
conciudadanos de los sectores más desfavorecidos, será necesario que ese
reflujo haga el menor daño posible y sea breve. La sabiduría militante obtenida
en estos años de aprendizaje y experiencia colectivos deberá producir nuevas
formas de intervenciones territoriales, y acompañar con el pensamiento (que es
un modo de la acción) y con la acción política (que sin duda es una forma del
pensamiento) lo que decante en el tiempo que nos va a tocar. Toda situación es
buena para pensar y transformar.
Hemos sido –somos– contemporáneos y depositarios de una de las mayores
rarezas históricas de la Argentina y el continente: la rareza de la política.
La política, eso que de manera imprevista le hace un hueco a la historia, no va
de suyo –como sí la administración de los llamados recursos–, ni se produce
siempre en las sociedades. La confianza en la experiencia democrática como
voluntad colectiva que fue capaz de subordinar durante casi trece años los
poderes financieros y corporativos a las instituciones de la república es tal
vez la novedad por la que este tiempo kirchnerista será recordado, y la
inspiración renovada de esa experiencia su mayor contribución a las
generaciones por venir, cada vez que reinicien la pregunta por la emancipación.
Contemporáneos de la política, el retorno de las ideas a la discusión
pública, la hermandad continental como nunca en doscientos años, un país menos
desigual y más justo, una cultura social del reconocimiento, un nítido mensaje
de paz en un mundo en guerra, dejan una sociedad más plena, una marca
libertaria en la imaginación colectiva, y un tesoro cultural y político que no
podrá ser arrebatado. Todo esto no se pierde con una elección adversa, solo
cambia el territorio en el que se inscribe: seguramente ya no el de la
construcción institucional, sino el de la resistencia cultural acompañada de
una gratitud y de una memoria. Y de mucha conversación serena y sin cansancio:
con el señor de la bicicleta, con la chica de los auriculares, con el basurero
y con la dama del perrito, para que esta vez sean contemporáneos de las
disputas por librar de ahora en más, aunque durante este tiempo no hayan podido
o no hayan querido serlo de algo que fue único y volverá con otro nombre.