Trabajo, autogestión y territorio
ficciones
verdaderas de una escuela y sus formas de vida
Diego
Picotto – Sergio Lesbegueris
“Desalojemos de nuestra inteligencia la idea de la facilidad. No es tarea fácil
la que hemos acometido, pero no es tarea ingrata. Luchar por un alto fin es el
goce mayor que se ofrece a la perspectiva del hombre. Luchar es, en cierta
manera, sinónimo de vivir: se lucha con la gleba para extraer un puñado de
trigo. Se lucha con el mar para transportar de un extremo a otro del planeta
mercaderías y ansiedades. Se lucha con la pluma. Se lucha con la espada. El que
no lucha, se estanca, como el agua. El que se estanca se pudre.”
Raúl Scalabrini Ortiz (revista Qué, 1957)
“Una idea tendrá fuerza de expansión en la medida en que consiga
presentarse como una promesa y, al mismo tiempo, como una amenaza”.
Ernest Gellner
“No hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos
por los cuerpos. Son necesarias fuerzas ficticias”.
Paul Valéry
Unos días atrás circuló por el
patio de la escuela un texto-balance de la
política argentina de los última larga década, Odisea 2001, en el que un
gran amigo, filósofo él, sugería una lectura “no ilusoria” del tránsito de las resistencias
colectivas a la invención política y se preguntaba “de dónde surgen nuestros
entusiasmos, los que animan nuestras militancias, nuestras clases o escritos”. O los que impulsan a la construcción diaria, y a veces tediosa, de una escuela
de oficios en un barrio algo perdido pero muy singular de la ciudad. Una
escuela fundada precisamente en el 2001, como deriva posible de aquel ciclo de
resistencias colectivas, una secuela más en la serie de destituciones y
desfondamientos que le sirvieron de escenario.[1]
Una escuela producto de una imaginación política por aquellos años proliferante.[2]
Pero ¿puede ser una escuela una invención política? ¿Es posible
disponerla como espacio común de
encuentro y composición? ¿Cómo ejercitar la sensibilidad a los flujos de afecto
que la atraviesan y constituyen? ¿Cómo poner en valor la cooperación sobre la
que inevitablemente se sustenta como base de una comunidad siempre posible y
siempre amenazada?
El CFP24 es una escuela pública,
estatal, que asume la post-estatalidad como condición de época. Ni llora el desmantelamiento del Estado ni festeja su mentada “recuperación”:
navega –es decir, lucha–[3]
sobre su mutación, susceptible al viento y a la tensión entre dos lógicas, dos
racionalidades: la estatal/mercantil, y la del común. Sobre esa tensión, y
sobre la ambigüedad que adquieren las prácticas que le son propias, se hace
escuela. Un poco a tientas e inventando un lenguaje propio.[4]
Discutiendo jerarquías y desigualdades. Y asumiendo el desafío de no cerrarse,
dócil, sobre su “natural” matriz burocrática (y más bien lanzarse a la apertura y la experimentación. Esto implica, es sabido, un corrimiento. Se puede decir, incluso, que es una
institución viva por los desplazamientos que fue operando a lo largo del
tiempo. Porque el que se estanca se pudre: ficción verdadera que nutre la tendencia irreversible de la escuela, en
estas condiciones, a mutar, a transformarse a sí misma a partir de la fuerza de
sus propios delirios y problematizaciones. Las metáforas constitutivas se han
disuelto; toda solidez institucional se ha desvanecido y, con ella, las
promesas y premisas de muchas de las imágenes y acciones que orientaban nuestro
hacer.
De ahí el laburo constante de leerse en sus deshilaches,
de escucharse entre sus sospechas, de ir inventándose imágenes y formas de nombrarse
al calor de sus ardores: “escuela patchwork”,
“escuela retazos”, “escuela vitraux” son figuras que emergen entre
esos escombros, y remiten a esta disposición a lo abierto y heterogéneo. A una
institución hecha de fragmentos disímiles, singulares, arbitrarios. Una escuela
que no busca confirmarse, y mucho menos conformarse, con las imágenes heredadas
y sale en búsqueda de visiones propias, a la conquista de su propio desierto. O
aquella otra de escuela constelación, que envía de modo similar a la
articulación posible de elementos heterogéneos que se con-forman un todo
abierto, un territorio común, incluso una comunidad. O la muy simpática centro
excéntrico –en ininterrumpido trabajo de desbaratamiento de sus
centralidades supuestas. La principal, aquella que enuncia la formación para el trabajo.
Trabajo
El CFP24 es una escuela de
oficios que parte de poner en tensión la relación entre educación y trabajo. Su
primer gesto político es profanar lo que se presenta consagrado: ¿Aprender qué,
cómo, de quién, para trabajar cómo y dónde? ¿Y cuánto realmente hay de propio
en el propio hacer? Formar para el trabajo sin problematizar los mismos
términos de la enunciación es forjar esclavos, de otros o de sus propias vidas.
O eternos frustrados (constructores de malestares, de esos que hoy abundan). Incluso,
de entrada, la relación –permeable hasta la indistinción en el caso de esta
escuela– entre el que sabe y el que aprende mientras que hacen. Sobre todo, sus
vidas. ¿Cómo se hace una vida y qué lugar ocupa en ella, el trabajo? O más
atrás: cómo se constituye materialmente, aquí y ahora, el trabajo, con su
fisonomía polimorfa, monstruosa, siempre en exceso en relación a las
representaciones y los discursos que se instituyen para capturar las “milagrosas
aptitudes de los vivos para vivir, para habitar lo inhabitable”, como dicen
otros amigos.[5] Lo
inhabitable es Buenos Aires, o el corazón de cualquier otra metrópolis.
Una escuela de oficios que no aspira solo a su
reproducción, entonces, no puede evitar preguntarse por las múltiples formas de
trabajo realmente existente, por los mil modos de ganarse la vida. O
perderla fruto, entre otras cosas, de la diseminación social del consumidor
endeudado, encadeno a la necesidad de ingresos y un aparente desenganche de las
lógicas productivas más clásicas por parte del capital. Insistimos, entonces, el
CFP 24 es una escuela de oficios que mira al interior de sí misma y se
interroga por las formas que cobra efectivamente el trabajo en la ciudad:
¿Qué vitalidades captura y explota? ¿De qué cálculos se nutre? ¿Es posible conciliar
el goce con el trabajo y la vida?
De ahí que ensayemos formas de
desnaturalizar el trabajo y las relaciones materiales que
lo constituyen como principal organizador de afectos, hábitos y subjetividades
sociales. Perforar las obviedades de las que se nutre para abrirse a procesos
de experimentación, de boicots sobre las propias vidas organizadas sobre el “hormigón armado de este mundo” que es el
capital. Poner entre paréntesis las representaciones dominantes (mayormente
vacías y desbordantes de moralismo) sobre el trabajo y estropear la maquina social
que funciona capturando haceres colectivos, más alegres y libres. Sobre estos últimos ponemos va nuestra apuesta: en los trayectos formativos y
cursos, y en los proyectos que los articulan y exceden. Esos haceres y proyectos
que no son, sino flechazos (muchas veces al aire) que ansían agujerear ese
hormigón; y
que, a su modo, no hacen sino preguntarse cada vez por qué es la comunidad. Son
esos puntos de apoyo de un nosotros
que logra sustraerse al dominio de los yoes,
puntos de existencia y partida actuales, sobre los que se monta la maquinaria.
El trabajo y la vida como
pregunta y problema puesto en centro de un hacer colectivo que, casi involuntariamente,
encarna en proyectos: una milonga con mucha magia, una feria y un cine popular,
una casa (de los comunes y de los anómalos), una radio comunitaria, un (proyecto)
antena (muy alta y hecha con las propias manos), un Portal de Servicios, un Observatorio del Trabajo Sumergido, un
colectivo de consumo solidario y popular, un (potencial) sendero, como apropiación
común del espacio público, un bar, muchas ideas, textos, afectos… Los proyectos
como modos de multiplicar los lugares de encuentro, de diálogo; meras excusas
en el devenir comunidad en su desbaratamiento.
Proyectos y comunidad
El proyecto es el
caballo de Troya dentro del que se ocultan proliferantes imaginarios,
encuentros y haceres. Nombra un deseo y una disposición, creativa. Pero también
una forma de captura: el proyecto (“de vida”) como unidad de la movilización
general bajo la exigencia contemporánea de hacerse a sí mismo, “yo-marcas”
que no expresan sino el modelo triunfal de la empresa como forma de vida. Sobre
esa tensión la escuela (constelación/patchwork/retazos/vitraux) apuesta a producir
comunidad. O, para decirlo con Lewkowicz, la escuela sólo tiene un sentido (pedagógico)
si participa de manera activa de la formación de ecologías sociales y
culturales, es decir, si logra forjar las armas necesarias para intensificar su
propia existencia: esta serie de estrategias suelen reunirse bajo el apelativo
genérico de proyectos.[6]
Palabra clave,
entonces, tanto en empresas como en organizaciones sociales y derivas
individuales, entre nosotros la noción de proyecto
implica la puesta en marcha de tentativas,
dinámicas colaborativas; concertación de fuerzas durante determinado tiempo que
permiten articular energías y procesos de aprendizaje, creación y modificación
de un estado de cosas, y en especial de los modos de vida de los directamente
involucrados. Y no hay proyecto que no entrañe una ficción verdadera: la
(auto)fabulación es un elemento constitutivo, así como la propensión a
contagiarse (o enojarse), que permite abstraerse de la indiferencia y del
cinismo ambiente.
Dinámicas
constructivistas desde el conflicto o las ganas que dan lugar al despliegue de
comunidades experimentales que comparten un hacer común, una producción
colaborativa en acto. Proyectos que cobran la forma de redes, incluso de
rizomas: conjuntos abiertos no codificables a partir de los gestos y
operaciones propiamente “modernas”, soberanistas o disciplinarias.
Proliferación de modos de hacer, de afectos, de conexiones que inician e
incentivan momentos de conversación e improvisación, de invención de formas de
vida en común.
Una práctica
productora de colectividad, de una comunidad en estado latente que solo
llega a existir en virtud de esos proyectos que se logran sostener (y mientras
se sostienen). Una colectividad que permite desarrollar, calibrar, intensificar
la cooperación (y la conflictividad) social misma. Los proyectos son estrellas
con una luz singular, especialmente potentes por su capacidad de nutrirse de intuiciones,
ideas e instituciones, de imaginarios y prácticas, de modos de vida y objetos,
en función de dinámicas colaborativas, más politizantes que políticas.
Proyectos colaborativos que intervienen socialmente poniendo (y disputando) en
dominio público una serie de problemas a ser comúnmente abordados, e impugnando
de esta manera, la naturaleza gestionaría y privada que se nos impone como
obviedad. Es decir, intervienen del modo inverso a como lo hace la política
convencional: problematizando, impulsando procesos abiertos y participativos
entre distintos, produciendo vínculos, rastreando - y no delegando - la
experimentación de formas de vida en común. Son tanteos que intentan reescribir
la historia para volverse visibles (y sensibles) mientras se cuida el anonimato
para devenir comunidad.
Autogestión y cooperación
Conquista y necesidad, autogestión remite a un
modo de organización en el que sus participantes –en este caso, docentes,
estudiantes y vecinxs– se implican en un número creciente de decisiones que
hacen al funcionamiento institucional, cooperan y fortalecen un proyecto común
como modo (político) de potenciarse a
ellos mismos.
La autogestión remite, también, al desarrollo de
estrategias tendientes a resolver la auto-reproducción, la propia existencia
material de la escuela en contextos de desfinanciamiento y desvitalización
general. Pero al mismo tiempo remite, también, a la creación del propio espacio
y del propio tiempo: una autonomía de las lógicas pedagógicas, institucionales,
políticas.
El “éxodo” es su
condición de posibilidad. Del abandono de la partida de ajedrez que se le/nos
impone. De desistir en querer robarle a las blancas la iniciativa, intuyendo
que si bien las negras intentan siempre despojar un turno al contrincante,
estarán bailando siempre al son de otros ritmos (incluso al de las negras
devenidas blancas). Se trata, justamente, de patear el tablero y rearmarnos sin
que se nos exija, en principio, ningún posicionamiento. En ese abandonar el
juego, desplazar el juego de “las piezas a mover” al “espacio en donde nos
podemos mover”. Abdicar para investigar de qué manera nos ponemos a lo que nos
ha sido dado.
Esta autogestión no se funda tanto en la conciencia
o en la voluntad de los individuos, no es una opción ideológica, sino por la
tendencia de la propia especie a la cooperación; favorecida por ciertas
condiciones materiales y subjetivas del presente, y a un impulso vital que
orienta las acciones hacia zonas de mayor autodeterminación conjunta e
inmanente.
Territorio
El CFP 24 se recorta sobre el
territorio como un nodo de resistencia más de una red difusa pero con activas y
creativas dinámicas de cooperación y de lucha. Es
agenda cultural y comunitaria con los más próximos y red de experimentación política a lo largo del país. Las posibilidades son infinitas, como las potencias. Uno nunca sabe lo que una
escuela que muta puede. El sentido más
obvio tiene que ver, precisamente, con asumirse como una institución territorial,
situada, que funciona y hace su historia bajo condiciones no elegidas –como
diría un Marx de vulgata–, pero sobre las que construye un tiempo y un espacio
singular. A esa capacidad y tensión entre lo instituido y lo instituyente se
podría llamar territorio, en una declinación que la aproxima al sentido
que suele dársele cuando se habla de animales territoriales. Si la institución
remite a la reproducción de un orden social, el territorio lo vuelve sitio en
disputa.
Nodo, entonces, de una red difusa que se actualiza cada
vez que se conquista un hacer común, un devenir común. Una red que nunca está
dada y que jamás se reduce ni a opción ideológica ni a meras afecciones
electivas, y que experimentan con las fuerzas materiales que permiten
contrarrestar la pulsión de muerte que porta en sí toda institución: la
tendencia conservadora y empobrecedora a cerrarse sobre sí mismas, a ahogarse
en su propio vómito. Por el contrario, asumirse parte de un territorio a
construir –no necesariamente físico y naturalmente problematizador –
implica la disposición a componerse con otras fueras, a afectar y ser afectado
y a transformarse a partir de esas afecciones. A volverse común, comunidad.
El territorio se
construye profanando. Perforando, rompiendo lo sagrado, los encadenamientos que
lo establecido ha petrificado y separado. Es la acción contraria a consagrar.
El territorio es aquello que en principio desorganiza lo dado, y tiende a
fundar de modo singular lo decible, lo pensable, lo vivible, y sus recorridos
posibles, poniendo en jaque las fuerzas (materiales y ficticias) configuradoras
de la realidad. Propone un fugarse del tablero de ajedrez que se nos asigna. Un
desplazamiento (más que una crítica) que nos exige ver las cosas y mirarlas
desde otros sitios: Éxodo del trabajo; Autogestión; Territorio. Ficciones
verdaderas, construcciones de sentido, menos autorreferenciales y más
necesarias y vitales para poder respirar en esta ciudad de pobres corazones.
(fuente: Campo Grupal Nº 182 - Octubre de 2015)
[1]
Para un relato “no oficial”, pero verdadero de la historia de la escuela, véase
“Una escuela con historia y mucho trabajo”, en Nuestro Barrio.
[2]
Véase Sergio Lesbegueris, “La escuela: territorio de exploración. La ventana”,
en Revista Novedades Educativas,
Nº237, septiembre 2010.
[3]
O “Disfraces de amarillo PRO para pedir por una escuela”, en Tiempo Argentino: http://tiempo.infonews.com/nota/26232/disfraces-de-amarillo-pro-para-pedir-por-una-escuela
[4]
Cooperación directa y cooperación indirecta, por ejemplo,
alude a aquellas racionalidades, así como Cooper-acción,
provisión solidaria de insumos e inventario comunitario intentan nombrar
pliegues de ese común.
[6] Este apartado
sobre la imagen de proyectos es una variación libre sobre las elaboraciones de
Reinaldo Ladagga en Estética de la Emergencia: la formación de otra
cultura de las artes (Adriana Hidalgo Editora, Bs-As, 2006)