A la izquierda de Bergoglio
por Bruno Nápoli
A la izquierda de
Bergoglio, la pared. Entre los dos, muchos cuerpos.
“Colaborador de la
dictadura”, “homófobo”,” delator”, “encubridor”….desde diferentes sectores
políticos y periodísticos, se han cansado de escribir estas cosas sobre
Bergoglio, mientras ocupaba su lugar como cardenal primado de la Argentina.
Nada tocó su imagen. Porque la imagen lo es todo. Juan Domingo Bergoglio lo
sabe.
Tanto en la Iglesia
Católica, como en el Peronismo, una
impronta supera su propia intención: saturar la imagen con una santería
sagrada, inmaculada, sin mella. Las dos “familias” saturan el significante de
su nombre, que nunca estará vacío, nunca. Sus máximos exponentes pueden mostrar
su humanidad en el error, en la caída que los pone a prueba y luego, erguirse
como los hacedores de un mandato que está más allá de las riñas
callejeras.
Veamos: de Perón no
solo se han dicho muchas cosas, como fascista, anticomunista, aplicador del
terror de estado desde la Triple A, etc etc etc, sino que el mismo se encargó
de demostrar que eran ciertas estas acusaciones; alcanza con recorrer archivos históricos,
para verlo al viejo anunciando la “aniquilación” de los infiltrados marxistas,
y tantas otras barbaridades de las que no solo el puede hacer gala, pero que en
el suenan estridentes.
Con Bergoglio
cardenal, sucede algo similar. Su desopilante declaración en 2010 en el juicio
por la causa ESMA, en la que haciendo uso de todos sus privilegios, declaró en
su residencia oficial sin tener que ir a un tribunal (eso si, viajaba en subte todos
los días…..)es imperdible. Y no se ahorra ninguna sandez. Dice no recordar nombres, habla de sus dos
encuentros con Massera (nada menos) explica que se enteró “hace unos diez años”
(es decir a fines de los noventa) que había niños desaparecidos, etc etc etc.
Pues bien, estas
cuestiones, que solo pueden hacer execrable la acción de cualquier alto
funcionario, pues es una verdad de Perogrullo que la Iglesia Católica argentina
fue partícipe directa del genocidio perpetrado por la Dictadura militar corporativa
de Videla, Massera y el resto de los asesinos, en nada tocan la imagen de
Bergoglio. De hecho, una de las últimas
acusaciones que recibe Bergolio (de parte de Estela de La Cuadra, hermana de
una desaparecida) es que tiene información sobre el robo de niños en Argentina
durante la dictadura. Esta acusación se basa en las misivas y gestiones que
realizó ante él y otros prelados su madre, Alicia de La Cuadra por la
desaparición de su hija (hermana de Estela) y el nacimiento de su nieta durante
el cautiverio de la joven. Por esta acusación, había logrado una nueva citación
a declarar. Esta nueva citación se perdió en la vorágine de Bergoglio
transformado en Papa.
Pues bien, nada de
esto toca a Bergoglio. ¿Por qué? ¿Qué sucede que ninguna de estas cuestiones
pone en duda su imagen? ¿qué sucede en los sectores críticos a la Iglesia y su
rol durante la dictadura , para que nada de lo que dicen mansille su
imagen? ¿Qué sucede con movimientos
políticos como el peronismo o el cristianismo para que su actuación política en
actos tan perversos como un genocidio, no toquen su imagen, no decaiga su
prestigio, no se desate una estampida desde sus propias filas?
Más allá de la
potencia propia que tienen las acusaciones, por su fuerza, su contundencia o su
rigurosidad, es dable pensar que los pensamientos religiosos, santificados,
tanto en la política como en las creencias sacras, completan una imaginería que
los poderes fácticos, reales, materiales (sea la Institución Iglesia Católica o
cualquier otro) saben corporizar, pues existen, están, son, ejercen, hacen
política real sobre la cotidianeidad más que sobre la dependencia de las
posibles sanciones del pasado reciente. Y aquí, aclaremos antes que oscurezca:
el genocidio tiene materialidad, la participación directa en el también, la
muerte y la desaparición también. Pero no constituyen un centro de poder
material; son la aplicación de ese poder materializado en instituciones reales
y sus discursos de circulación llenos de imágenes. Si algo prioriza una institución con poder
material real es su capacidad de saturar de imágenes el discurso circulante. Y
esta saturación, conforma la representación de lo que existe tanto en la
superficie de los discursos como en su penetración en los cuerpos saturados.
Pensemos en clave
histórica: si el cristianismo, a través de la Institución Iglesia Católica,
completa al cuerpo humano, atravesado por el miedo político de su existencia
contemporánea (y lo hace desde hace siglos) cualquier crítica desde lo
cotidiano es vana. Ninguna implicación en actos de violencia puede satisfacer a
la indignación por el acto, en un cuerpo religioso. Pues un cuerpo religioso es
un cuerpo violentado por la violación sistemática de la carne, en pecado, en
culpa, en disciplina, en formación. ¿Por qué motivo terrenal el padre de la
Iglesia debería ser culpado de haber pecado, cuando el mismo padre de la
Iglesia y su doctrina nos saturan de imágenes de perdón por la culpa? “Por mi
culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” sostiene un rezo insistente del cristianismo
titulado “Yo confieso”, que comienza diciendo: “yo confieso (…) que he pecado
mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. La confesión, que el padre de
la Iglesia repite en sus ceremonias, lo exculpa del castigo de los hombres, mas
no de la disciplina de “confesar” siempre que ha pecado. La disciplina del
cuerpo ante las violencias desatadas por el hombre terrenal, que equivoca su
camino, pero que llegado el descubrimiento de ese error, sucumbe ante Dios y
sus hermanos, y comienza un largo peregrinar para difundir una palabra de
perdón a todos los que pecaron, incluido el mismo.
Es por eso que
Bergoglio hecho padre de la Iglesia, pide perdón por el genocidio contra los
pueblos originarios, y en ese perdón, fuerzas que están mas allá del entendimiento
de los hombres vuelven a saturar el significante “Papa” o “Cristianismo” de
sentidos encarnados por siglos en la carne. En el cuerpo de cada uno de los
oidores universales de esa palabra, estén en el lugar que estén. Y por eso, cualquier crítica que se le haga a
Bergoglio en su calidad de testigo de actos que son aberrantes para los
hombres, queda sin efecto por la inmensa fuerza de un rezo de milenios. El
problema no es Bergoglio ni lo que hizo; el problema es que ahora Bergoglio hecho
Papa (y no puré por el peso de sus actos) sea escuchado en clave política, en
lugar de optar por otros posibles lugares de audibilidad. Tal vez, y solo tal
vez, la opción sea discutir en términos religiosos o doctrinarios con un Papa.
O tal vez, la opción, y tal vez la mas sana y redituable, sea no oírlo, o oírlo
sin creer una palabra de lo que dice. Pues pensemos que la calibración de cada
gesto del Papa (por ejemplo ir con sus polleras a cambiar los lentes a una
óptica del centro de Roma, para que todos digan “que maravilla, es tan simple
como cualquiera” aunque luego use sus privilegios para no entrar a un Tribunal
a declarar) está destinada a recuperar credibilidad, que no es otra cosa que
creencia. Alguien dijo una vez que el Estado desaparecería solo cuando se deje
de creer en el. Pues bien, con varias instituciones puede suceder lo mismo. La
Iglesia Institución sabe de su poder en generar creencia, a veces pobre (como
con el anterior Papa inquisidor) a veces muy efectiva (como la de este genio
del Marketing).