Quién es usted señor Verbitsky
por Diego Sztulwark
“Los ataques a Horacio
Verbitsky son en sí mismos tan graves como injustificables. Pero lo que los
hace más infaustos es que significan también la pérdida devastadora de la forma
clásica del periodismo, en nombre de las nuevas torres de control desde las que
emanan órdenes precisas de destrucción de personas”,
Horacio González
1.
Hay libros
canallescos: son aquellos que toman un gran tema o se proponen pensar una serie
de problemas notables, que invierten en ello cuantiosos recursos (entrevistas,
indagación documental, horas y horas de escritura) e incluso logran -a veces-
atraer miles y miles de lectores y, sin embargo, dejan la sensación amarga de
haber malgastado una excelente oportunidad: en lugar de un nuevo modo de
pensar, ofrecen más de lo mismo, es decir, discursos recostados sobre los
valores dominantes.
Es muy posible que
ésta sea la experiencia de muchos lectores con el libro Doble agente, la
biografía inesperada de Horacio Verbitsky (de Gabriel Levinas, en colaboración
con María Dragonetti y Sergio Serrichio). Aunque puede ser que esto no llegue a
ocurrir, ya que muchos interesados en la cuestión han decidido de antemano no
leer un trabajo al que descalifican tanto por los alineamientos políticos de su
autor como por lo que han entrevisto en los múltiples avances del en los
medios; y que, al contrario, muchos otros lo celebren, obtusos, de antemano: no
deben ser pocos los que se regodean en la esperanza de que este libro ponga fin
al prestigio y la influencia del “perro” Verbitsky.
Para quienes sí
hemos leído el libro, y por tanto hemos abierto –no sin resistencia- una
posibilidad para que el autor nos haga vacilar en nuestras consideraciones
previas; para quienes más angustiados que divertidos por lo que allí se dice probar,
decidimos alejar provisoriamente la primera impresión que nos produce este
“acontecimiento” editorial para pispear qué es lo se ha querido contarnos, nos
topamos de inmediato con un problema de procedimiento –ahí se localiza lo
propiamente canallezco- que afecta íntegramente al texto. La escritura carece
de la más mínima empatía metodológica con el personaje y con las historias que
se analizan. La estructura narrativa viene completamente envicia por esta
animosidad, lo que empobrece toda la exposición: todo lo que se cuenta aparece
tomado de antemano por el juego del engaño y la infamia.
Y todo este juego es
motivado por historias recientes, sí, pero sobre todo por historias de los años
70. Esto es lo más lamentable: es porque necesitamos discutir más y mejor estas
historias que no podemos sino decepcionarnos ante el modo en que Levinas bastardea
el desafío de la comprensión. Todo lo contrario de lo que ocurría, por ejemplo,
con Galimberti, el libro de Larraqui y Caballero: un contra ejemplo
perfecto del modo en que suelen tratarse los años setentas. ¿Montoneros oprime
la conciencia, ya no digamos de los vivos, pero sí de algunos de quienes fueron
sus contemporáneos, personas que sólo desean exaltar o acabar con toda esa
historia? Es tan cierto como obvio que tanto para el biógrafo como para el
biografiado los años setentas continúan siendo parte del conflicto político
actual. Sólo que en una época como esta, en que las pasiones políticas son
parte del exhibicionismo general, no será sobre esta línea de lectura que podremos
hallar algo “inesperado”.
2.
Lo que hace de
este libro astuto un libro sin interés tiene que ver con su funcionamiento
interno: su modo de inquirir desvirtúa todo propósito esclarecedor porque está
despojado de todo deseo de problematización. O mejor dicho, el esfuerzo cuestionador
queda minimizado por el énfasis puesto en el sistema del juicio: dado que Verbitsky
ha presumido ser juez desde un pedestal, se nos dice, se trata ahora de degradarlo,
de situarlo a una altura en la que él mismo pueda ser objeto de una revanchista
voluntad de juzgar. Aunque el problema de quién juzga a quién termine en una
absolutización de lo judicial en la que todos pueden juzgarse mutuamente
olvidando lo verdaderamente importante: cómo determinar cuáles son los valores
con los que se juzga.
Es imposible leer Doble agente sin notar hasta qué punto los valores que enarbola Levinas son los
del sentido común mediático: una pasión por la transparencia que pasa por liberalismo
“político” y que funciona como ideología de dos grandes universales de nuestro
tiempo: el de los derechos humanos y la comunicación.
Nada de extrañar:
estos componentes ya formaban parte del horizonte discursivo del diario Página/12 desde los albores de su
existencia, cuando lo dirigía Jorge Lanata; y forma parte del adn del
progresismo en su conjunto. Como ideal regulador no es peor que otros, y no se
trata, por tanto, de considerarlo errado ni inútil, salvo por el hecho de que estos
universales hace real abstracción de aquello que se juega en el hecho mismo del
juzgar. Los valores considerados como absolutos pierden conexión con las prácticas
y dispositivos que les dan sentido, se desprenden de la atmósfera concreta en
que trabajan.
Lo hemos visto y
lo seguiremos viendo: los derechos humanos que se nombran como bandera por las
grandes potencias occidentales para justificar guerras imperialistas o
coloniales no se tocan en ningún punto con los derechos humanos como política
activa de lucha contra los poderes efectivos que determinan nuestra existencia.
Y, sin embargo, la Argentina actual es una muestra de cómo estas comprensiones
antagónicas de lo que se entiende por derechos humanos pueden convivir, en disputa,
de un modo perverso. Y cosas parecidas podríamos decir de la comunicación,
presentada como realización de la libre inter-subjetividad, no ha dejado de ser
el lugar el más obvio de captura de los deseos colectivos.
El sistema del
juicio, y los valores aéreos que guían el proceder de Levinas, funcionan
facilitando la condena de los fenómenos que tratan sin hacerlos pasar por interrogantes
de auténtico afán comprensivo. Sea Montoneros, o el fenómeno de la violencia, sean
las múltiples ambigüedades atribuidas al “Perro”, estos valores no caen sobre
su objeto narrativo de modo sereno o solapado, sino en caliente. Seguramente
por sentirlos, Levinas, maltratados en la coyuntura kirchnerista de quien
Verbitsky se mostró más de una vez férreo defensor.
En otras palabras:
lo que no funciona en el libro es la pretensión misma de criticar una cantidad
de cuestiones realmente importantes de las militancias históricas y de la
cultura política actual, a partir de la enunciación que proponen todos los días
los grandes medios. Esa continuidad de lenguaje entre el libro y la gran
maquinaria semiótica, funcionaliza la escritura según el código mediático
aplanando y por tanto debilitando lo que en el libro podría tener de legítima
vocación problematizante.
El resultado es un
texto que no agrega, no cuestiona, no hace pensar nada. Si una eficacia tiene el
libro es más bien el abrumar con lo que se nos decía desde siempre: que en
Horacio Verbitsky no se percibe sino monolítico, y que para derribar al falso
ídolo hay que desnudar su arte de la escritura como inseparable del secreto, ya
que lo que se muestra nunca alcanza para comprender el asunto, sino que hay que
ser capaz de detectar también lo que encubre.
Esta redundancia,
este apoyo de lo que se escribe respecto del soporte que los medios ofrecen a
los discursos, esta carencia de autonomía expresiva es -¿paradojalmente?- lo
que le garantiza al libro su difusión en los medios (aunque sea un fracaso en
las ventas!). Aún si no contiene avance alguno desde el punto de vista de la
investigación política. En su favor, hay que decir que “Doble agente” no es tan
estúpido como la mayoría de los libros pretendidamente políticos escritos por
periodistas despechados de la última década: las referencias a Susana Viau,
Julio Nudler y a Miguel Bonasso son parte de esa astucia que intenta remisiones
a momentos más altos de la escritura periodística.
Pero lo canallezco
predomina, y la sensación de oportunidad perdida aparece, ostensible, desde las
primerísimas páginas (escritas por Alejandro Katz), dispuestas como prólogo: se
trata de un correo electrónico dirigido a Levinas alentándolo a publicar el
texto. Es algo así como un paper
argumentos que ofrece justificación a los propósitos comunes. Se afirma allí
que “nadie, bajo un régimen de terror, tiene, ya no la obligación, sino tampoco
la posibilidad de actuar como un santo o como un héroe”. Esto es lo que
se le cuestiona a Verbitsky: que siga objetando la conducta que diversos
actores desempeñaron durante aquellos años. En el fondo, ¿se puede desde el
presente juzgar lo hecho en aquellas circunstancias?. El texto de Katz celebra
que este libro recupere “nuestra propia, frágil, débil humanidad”.
Este es el gesto:
desmitificar a Verbitsky, mostrar que él también es frágil, que precisó de la supuesta
protección de la Fuerza Aérea (Comodoro Guiraldes), acusarlo de haber cobrado
dinero en plena dictadura, remarcar que no se exilió, que no la pasó tan mal: que
no tiene, en definitiva, autoridad para elevarse a no se sabe qué alturas y
juzgar, desde allí, en el presente, aquel pasado. A la historia del heroísmo se
le contrapone la historia de la debilidad. Como si frágil y débil fuera lo
mismo. Como si lo frágil no pudiera ser también condición y cualidad de una
fuerza diferente.
Esta cualidad
diferente es la que escasea por todos lados en el libro, aniquilando la
posibilidad misma de tratar de un modo crítico obstáculos tan reales como pueden
ser el binarismo entre heroísmo y traición omnipresente hasta el delirio en
cierto modo de pensar “setentista”. Y esto es así porque en el fondo la cuestión
de las cuestiones, a los ojos de quienes promocionan el libro como verdad
definitiva, es la publicación de las pruebas que de ser ciertas demostrarían
que “el perro” fue colaborador de la represión. La gravedad de la acusación es
tal que sobre ella se juega toda la credibilidad del libro y la campaña
publicitaria que la sostiene.
Salvo por un hecho
significativo, dejamos de lado la estrategia de defensa de Verbitsky, quien cuenta,
seguramente, con cuantiosos recursos para defenderse. En su libro La verdad
y las formas jurídicas -en verdad un seminario que dio en Brasil durante
1976-, el filosofo Michel Foucault hace una genealogía de aquello que se
consideró en la historia occidental probatorio de verdad. Testigos y peritos
forman parte de los procedimientos a los que hoy confiamos esa tarea. Lo
curioso, en este caso como en otros tantos, es que esos procedimientos son los
que aquí hacen agua. Verbitsky opone dos pruebas pero-caligráficas a las
aportadas por Levinas. ¿Cómo se decide entonces la “verdad”?.
Y tal vez esta sea
la única cuestión realmente interesante de las suscitadas por el libro: ¿de qué
verdad estamos hablando? Porque este modo de preguntar permite oponer al menos
dos regímenes de verdad diferentes. En el caso de Horacio Verbitsky, sus
prácticas de veridicción han sido mayormente las del periodismo de oficio; las
del procesamiento político de la información tal y como se lo hizo entre la
organizaciones revolucionarias posteriores a la revolución cubana (al menos
desde Prensa Latina estas organizaciones intentaron desarrollar tareas de contra
información respecto de las cadenas oficiales de noticias, tareas que abarcaron
funciones de inteligencia y contra inteligencia, que suponen trato oculto con
el enemigo); y las de la historia de los organismos de derechos humanos por
volver públicas las articulaciones jurídicas, económicas, religiosas y
políticas del genocidio.
En todos estos casos,
el vínculo con la verdad se construye a partir de la reserva en el trato de la
información. Pero también del prestigio que otorga ser reconocido –y no
aniquilado- por los poderes en las sombras. Con el tiempo Verbitsky tuvo
también incursiones propiamente mediáticas, de la mano de Lanata. Y si es
cierto que en todos estos planos Verbitsky ha resultado muchas veces
cuestionado, no lo es menos que en ninguno de ellos el libro aporta nada realmente
nuevo.
Los autores del
libro (porque son tres), queda dicho, juegan otro juego respecto de la verdad.
El de ellos se valida en el espectáculo y se funda en una falsa pretensión de
total transparencia. Es este choque de regímenes de verdad lo que permite
comprender lo que está en el fondo del reproche de Levinas y sus colaboradores
a Horacio Verbitsky: que su modo de hacer periodismo (que conciben como
manipulación política de la información) y de ligarse a la militancia de los
derechos humanos no son sino componentes de una estrategia ilegitima de
acumulación de poder que prolonga el proyecto y los hábitos de su militancia de
los años 70.
3.
El problema del
secreto es propio de la guerra y del enfrentamiento. Es cierto que el secreto
se vuelve patético cuando procede como pura forma sin contenido. Patético o
terrorífico, cuando el régimen de signos se vuelve paranoico. Según como se
trate al secreto se considerará a la denuncia, del todo vacía cuando pierde
relación con todo contenido de justicia y se transforma en pura operación
mediática, inútil en un plano pero autovalorizante en otro. El secreto no puede
ser nunca totalmente desplegado, así como tampoco debería sernos confiscado por
los conspiradores de oficio. Cuando quedamos atrapados entre el ideal de falsa transparencia
y la confiscación del secreto, surge el patético infinito policial que todo lo
remite a “para quien trabaja” y “de quien cobra”. Y cuando eso ocurre ya no sabremos jamás para
quienes trabajan unos ni otros, ni qué los hace decir lo que dicen, ni quien
les financia, etc.
No son pocos quienes
cuestionan arbitrariedades políticas y periodísticas de Verbitsky (desde su
actitud frente al ataque al cuartel de La Tablada, hasta el conflicto por los
ascensos de Milani; desde el uso de información con un criterio ligado mas bien
a la operación política y el uso de fuentes non
santas, a la ultra-comprensión con ciertas políticas del actual gobierno), aunque
le sigue faltando, al respecto, es un enfoque auténticamente crítico -una crítica
no canalla-, a partir una afirmación más cuestionadora de hábitos y afectos y
no más complaciente con las relaciones de poder tal y como se reproducen en nuestra
sociedad.
Es en nombre de
esa crítica que falta, que ya existe dispersa en textos y gestos, pero que no
alcanza a cuajar en una fuerza que resista a la consolidación de consensos
ultra-conservadores, transversales a las fuerzas políticas significativas, que
se puede aspirar a discusiones trascendentales sobre los temas que Levinas
apenas si nombra, y sobre los cuales sería siempre interesante profundizar con
el propio Verbitsky.
4.
Levinas apunta
bien: Verbitsky interesa. Tantas décadas de investigación política, de roce con
el misterio, merecen ser consideradas a la luz de una investigación de sus
fuentes, motivaciones y dobleces secretos. Lo que no va bien con este Levinas
–el argentino, no el sabio franco-lituano de mismo apellido de quien Gabriel se
dice pariente- es el modo de yuxtaponer su moralismo liberal, con un muestreo
de odios y despechos, junto con fragmentos (pruebas) que, de por sí y a la luz
de los grandes medios serían concluyentes, eludiendo el mayor rigor que una
teaea como la que se propuso demandaría.
Levinas rechaza la
arrogancia de Horacio Verbitsky. Pero nada, en la factura del libro, ofrece
valores superiores. A diferencia del más equilibrado trabajo que sobre el mismo
tema escribe Hernán López Echague, los testimonios recabados por Levinas son un
compendio de declaraciones movidas por la competencia política o el rencor
personal. Y cuando hace referencia al importante
capítulo de las investigaciones del Perro sobre la conducta de Jorge Bergoglio
en épocas de la última dictadura, no sólo no agrega una coma a lo sabido, sino
que su único interés es capitalizar para sí mismo el efecto de fascinación que
causa, a través de los mismos medios que lo sostienen a él, el Santo Padre.
“Doble agente” es
un avatar interno al mundo de los medios y no tiene valor por fuera de lo que esos
medio prefiguran. Si Verbitsky interesa a ese mundo tal vez no sea sólo por lo
que argumenta el Perro con razón en su defensa –el libro de Levinas como
revancha de los poderosos a los que su pluma ha lastimado-, sino por el modo en
que, como virus, es decir, como un objeto antiguo actuando en el corazón de un
moderno sistema, ha desplegado estrategias pertenecientes a otros contextos,
estrategias que se creían superadas, y que
al final no pueden sino fascinar a los hacedores de la fantasía de
transparencia total.
Que todo este
entuerto sale a la luz en una coyuntura específica, quien podría negarlo. Todo
libro sale en una. Y es cierto que “pegarle” al perro hoy es pegarle a los
“juicios” y acelerar en el mal sentido el célebre “fin de ciclo”. Todo esto es
explicito en el libro. Aunque nada de esto es denunciable, simplemente porque todo
está claramente dicho. El propio Levinas explica en su texto cómo hay que
considerar su inserción en la actual situación: Verbitsky, hábil cultor de su
propia imagen, ha logrado ensamblar las piezas (setentismo ideológico; apoderamiento
de la figura de Walsh; perversión personal; prestigio
acumulado en el ámbito de los derechos humanos; ductilidad para el arreglo secreto).
Su influencia, dice, mete “miedo”. Y en el orden de sus oscuros objetivos
destaca, no sin notoria indignación, la ampliación de los juicios al poder
económico que apoyó la dictadura. Es decir: teme lo que nosotros deseamos. Aún
si en ese deseo nuestro lamentamos la carencia de organización social autónoma,
capaz de problematizar la coyuntura de una forma muy distinta a la actual,
siempre en un sentido opuesto a la que plantea Levinas.
“¿Quién es usted
señor Verbitsky?”, preguntaba polémico David Viñas, y de esa cita se abusa en
el libro, porque esa pregunta, en Viñas, remite a otro mundo de requerimientos
ético-políticos. Ese otro mundo, colijo, es el señalado por León Rozitchner -su
compañero de la revista Contorno- cuando
leía la escena en la que Kirchner baja el cuadro de Videla en el Colegio militar,
escena con la cual Levinas ironiza, diciendo que Kirchner lo hizo para ganarse
en un gesto menos a Verbitsky (dado que la idea fue suya) y a la izquierda, como
un gesto de denuncia del anudamiento entre poder político y terror militar que no
va a ser fácilmente perdonada y que, desde su punto de vista, debía ser
profundizado en actos concretos de cuestionamiento de la concentración
económica. Porque es allí, en la propiedad y en las finanzas, donde el terror presente
subsiste. Queda en el lector, en cada quien, decidir si ese otro mundo, ese camino
de profundización encuentra en la argentina actual cause político alguno, y
quienes trabajan seriamente en ese sentido.