Odisea 2001
(O sobre cómo leer de manera no
ilusoria el tránsito de las resistencias colectivas a la invención política)
por Diego Sztulwark
“Pero todo lo que es hermoso es tan
difícil como raro”
B. Spinoza, Ética
1.
Cada tanto renace el interés por el 2001,
creyéndose encontrar allí el origen de ciertas determinaciones del
presente, o bien las vías para huir de él. Aunque la retrospectiva más
habitual, la que manda con respecto a la memoria del pasado reciente, sigue
siendo la de un recuerdo amargo, desprovisto de todo valor o condición
positiva, siquiera cognitivo. 2001 subsiste como el año de una crisis y de un
estado de lo social carente por completo de cualquier potencia propia.
A este estado de cosas probablemente contribuya un
cierto modo de fijación del deseo político que resume la multiplicidad de
dimensiones convergentes en el 2001 en el único factor de lo explosivo,
haciendo de ese resumen un modelo de acción por venir. Sin nada que reprochar a
ese deseo de explosividad, su cristalización escamotea la actualización de las
tensiones que podrían en el presente darle nueva vida.
¿Qué es lo que habría que buscar aun hoy en esa
multiplicidad compleja nombrada como 2001? La pregunta misma conecta con una
vocación problematizadora, con cierto fastidio por la escasez de recursos
con los que cuenta el presente para autoexplicarse.
2.
Resulta casi imposible avanzar en responder a esta
pregunta sin considerar, aunque sea mínimamente, el largo periodo actual al que
solemos llamar “kirchnerismo”. En él actúa una ambigüedad fundamental, que
explica tanto su fuerza como su debilidad: el kirchnerismo ha sabido dar forma
a una voluntad normalizadora a partir de la apropiación de un deseo de ruptura
procedente de la movilización social de fines de los años noventa.
La conmoción política que ha supuesto la
activación de la división antagonista que recorre lo social fue un
acontecimiento de orden perceptivo: la inscripción en el espacio público de una
perturbadora escena de guerra. Una suerte de grado cero de lo político, en el
cual el máximo oscurecimiento coincide con el develamiento más radical del
juego de la constitución democrática y de su confiscación.
Es la doble lección
del 2001: ser la síntesis de todas las fracturas soportadas, la genética de una
enrome capacidad de impugnación colectiva y ser, también, la lección mejor
aprendida por los diseñadores de las técnicas de gobierno. Son estas técnicas
de gobierno las que mejor comunican al 2001 con el presente. Puesto que son las que vehiculan una añoranza, siempre frustrada y siempre desplazada,
de superación de las grietas subsistentes en el cuerpo social.
En efecto, la coyuntura actual posee su propio
diálogo, tal vez demasiado elíptico, con el 2001. Con el propósito de terminar
con lo que se considera un tiempo de enfrentamientos e incomprensiones entre
argentinos, los principales candidatos a la presidencia –siguiendo a pie
juntillas el espíritu de conciliación que trae el nuevo Papa hacia el país-
intentan situarse como garantes de la superación de una brecha que divide
apasionadamente a “kirchneristas” de “antikirchneristas”. La propia presidenta
supo tener palabras en el sentido de la unidad y la reconciliación. Más allá
del terrible riesgo que estos discursos poseen para políticas concretas como la
de los juicios de derechos humanos, el ideal de armonía y reencuentro puesto en
circulación apunta a conjurar el fantasma de la división social tal y como lo
heredamos del 2001.
3.
El neoliberalismo es más que una política entre
otras: es un estadio del capitalismo. Y se hace presente entre nosotros tanto a
partir de las grandes racionalidades del mercado mundial, como de una densa
trama micropolítica. De allí que podamos pensar lo neoliberal como un diagrama
de fuerzas, de poder.
El diagrama de fuerzas del neoliberalismo conecta
un régimen de la crueldad con una racionalidad de tipo empresarial para la
gestión de la vida. En ambos casos, se trata gestionar la vida entendida como
un fenómeno de intensidades. De un lado, se trata de explotar una
vitalidad de masas -aplastándola, sumergiéndola, devaluándola, victimizándola,
hiper-precarizándola, sometiéndola a un nivel insoportable de violencia física
y psíquica. De otro lado se trata de suscitar vitalismo subjetivo,
autogestionado y espiritualizado, obediente y adaptable a los valores de mando
que emanan de los designios del mercado.
El neoliberalismo se hace vitalista y modifica
incluso las subjetividades en lucha que atravesaron y, en cierto modo
determinaron, la crisis. Los últimos años el interés por las figuras más
activas de la crisis (de los movimientos piqueteros, trabajadores de fábricas
recuperadas, juveniles y de derechos humanos, entre otros) cede lugar ante las
subjetividades neoliberales que surgen de estas vías de la recomposición
neoliberal: las formas de mando fundadas en la crueldad, y los dispositivos de
captura empresariales de la energía colectiva.
Sea el mundo del trabajo sumergido, los nuevos
barrios o la inclusión subordinada -donde la vitalidad colectiva queda regulada
por nuevas formas irregulares de soberanías territoriales y económicas-, o sea
la movilización como autovalorización que guía los proyectos de vida que se
realizan según las prescripciones de mercado, lo que queda reprimido/desplazado
bajo el peso de estas líneas diagramáticas del neoliberalismo es la potencia de
un vitalismo capaz de
constituirse sobre fondo de un mortalismo: modalidad en que la
vida resiste y crea contra la evidencia mortífera hecha mundo.
4.
Planteando el problema de cómo se asume la
realidad de la guerra y el deseo de transformación, León Rozitchner ha
desplegado una sostenida polémica desde la década del sesenta contra las
persistentes ilusiones que la izquierda argentina (peronista o no) se
hace sobre las posibilidades del triunfo de un proceso de transformación
revolucionaria. Sólo que luego de la última dictadura estos problemas han sido
continuamente sublimados en el campo político.
Guerra y deseo son, para Rozitchner, operadores de
inmanencia respecto del juego de las fuerzas en pugna y marcadores afectivos de
una materialidad actuante tanto en el campo individual como en el colectivo. En
su lenguaje, cabría hablar de un “índice de verdad” que acompaña a los sujetos
a la hora de evaluar la propia experiencia, organizando una coherencia entre lo
personal y lo histórico, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre conocimiento y
deseo. Sus libros pueden considerarse casi enteramente a partir de estas
preocupaciones: Scheller y el plano práctico de los afectos escamoteado en el
campo del saber universitario y la razón; la Revolución cubana como ejemplo de
guerra popular victoriosa; el ser judío como índice propio a partir del cual
inscribirse en una historia política más amplia; Freud como toma de conciencia
de los mecanismos subjetivos imprescindibles para la formación del militante
revolucionario; Perón como evaluación de una dolorosa derrota, en clave de amor
y de guerra, y como enigma que la izquierda debe enfrentar sin acudir para ello
–como ha sucedido- a las categorías de su enemigo (alucinación); Simón
Rodríguez (un contra-Perón) en tanto que testimonio de otro nacimiento y otra
elaboración de las fuerzas históricas en nuestro continente; Malvinas (un
post-Perón) como ejercicio de intelección política sobre la eficacia
militar bajo condiciones de terror extremo; La cosa y la cruz como
una evaluación de largo plazo sobre las fuerzas que actuaron, imperceptibles,
en el fracaso del socialismo soviético: Rozitchner descubre la persistencia de
elementos mitológicos cristianos en el tejido mismo de la producción de las
relaciones sociales, tanto del capitalismo como del socialismo; Levinas como
testimonio de unas filosofías de inspiración monoteísta cuya eficacia en
América Latina posterior a las dictaduras es la de la introyección religiosa o
racionalizante la derrota; el Materialismo ensoñado como
contra-ofensiva e intento por descifrar la fábrica afectiva de la potencia
humana desmontando –poéticamente- el ensamble teológico político que sobrevive
en el discurso filosófico y analítico.
La filosofía de Rozitchner dramatiza una tortuosa
confrontación, un desdoblamiento entre deseo revolucionario y
afectividad como campo de elaboración sobre su imposibilidad
histórico-práctica, al menos en la Argentina de las últimas décadas. Ni el
presente kirchnerista, ni los revoltosos años del 2001 con su proliferación de
organizaciones sociales y nuevas militancias conmovieron la firme certeza de
Rozitchner respecto de lo difícil que es constituir procesos históricos
efectivamente transformadores de los cimientos del orden fundado en terror que
se concentra en la economía, y se refuerza por el dominio del capital global.
Malvinas es un eslabón de una cadena histórica más
amplia, que sucede al establecimiento de la dictadura, y luego al menemismo,
que nos ha miserabilizado y sin la cual no se explica el sentimiento de
impotencia política actual.
5.
En especial en su libro Malvinas, de la guerra
sucia a la guerra limpia, León Rozitchner ofrece una articulación –que uno
estaría tentado a llamar “metodológica”– de al menos tres niveles de análisis,
habitualmente desconectados: una filosofía de los afectos; el análisis
histórico de una coyuntura de guerra; el trabajo de explicitación tanto de su
propia inserción en el proceso histórico en el cual la guerra irrumpe como
acontecimiento oscuro, como de su lugar de intelectual que elabora, situado,
problemas y conceptos.
La eficacia de este complejo se ha pasado por alto
en nombre del valor moral o de testimonio que normalmente se le reconoce.
Escrito durante abril-mayo, cuando Inglaterra aún no respondía militarmente a
la operación de “recuperación” de las islas por parte de la dictadura,
Rozitchner polemiza con las muchas expresiones de la izquierda que apoyan la
guerra y les advierte que al relativizar la barbarie criminal de las juntas lo
que se pierde de vista es la capacidad de comprender que sobre la base del
aniquilamiento de la resistencia de los cuerpos y la privatización de la
economía la victoria militar no es sólo indeseable sino, sobre todo,
materialmente imposible.
Y ni siquiera allí, en un trabajo inscrito en una
coyuntura tan concreta, se propone una estrategia alternativa concreta.
Solamente se limita a confesar su deseo disidente: que las FFAA de la dictadura
genocida sea derrotada. A cambio sostiene férreamente un principio: el de la necesidad
de refundar el poder político en el país a partir una comprensión radicalmente
diferente de la soberanía política, no limitada a la ciudadanía jurídica, sino
al soporte corporal en el cual lo jurídico debe leer su realidad más profunda.
Ese principio, que prohíbe toda complicidad subjetiva con las fuerzas de la
dictadura, sólo encontraba como referente práctico en el país, en mayo del 82, a las Madres de Plaza de Mayo.
6.
El campo imaginario, donde florece lo ilusorio,
pertenece por derecho propio a la subjetividad. León Rozitchner no contraponer
lo fantástico-ilusorio a lo transparente-racional, como sucede en el proyecto
cartesiano de las ciencias. Su polémica contra lo ilusorio parte de realzar esta
dimensión afectivo-imaginaria para descubrir, a partir de allí, los modos en
que nuestros afectos-imágenes resultan políticamente modificados.
El campo alucinatorio de la ilusión viene
determinado, para León Rozitchner, por el terror (de base cristiano) que nos impone
una separación interna (cuerpo/alma) y una adecuación al orden del mundo
(economía, derecho, política), bajo amenaza de muerte. El fetichismo del que
hablan Marx y Freud se corresponde con
este tipo de pliegue de lo subjetivo-objetivo. Mientras que el proyecto
racional-científico no es sino una vertiente laica de esa misma modalidad:
aquella que triunfa dentro de la modernidad y que consiste en ocultar los
presupuestos imaginarios para dar lugar al mito del individuo sin mito. El
materialismo científico y el despliegue de las tecnologías vinculadas a la
ganancia capitalista pertenecen enteramente a este proyecto.
Esta mutua implicación entre racionalismo e
ilusión está en el corazón de la crítica que realiza Rozitchner a la izquierda
(sea o no peronista). El hecho que su racionalidad política –sea para la
revolución, sea para la reforma- venga ya predeterminada por un corte y una
adecuación, un sometimiento a los datos objetivos de la llamada realidad.
La filosofía de León Rozitchner es un materialismo
ensoñado de raigambre spinoziana, que procura habilitar una zona sensible
diferente a partir de una restitución plena del plano afectivo-imaginario como
lugar de resistencia a los poderes del capital global y del terror soberano a
su servicio. En lo ensoñado reside lo resistente: la sensibilidad que es
premisa para la potencia. A ella se oponen las razones de los poderes, que
querrían siempre adecuarla, envilecerla, devaluarla y entregarla dócil al mando
de los mercados. Lo ensoñado no es ni un proyecto utópico, ni una nueva
representación realista del mundo, sino una premisa –o una memoria– que sobre
la experiencia sensual y afectiva primera se extiende como un tejido
material-vivo a la naturaleza y hacia los otros, fundamentando con una nueva
racionalidad (democracia, contrapoder o común): la cooperación.
7.
¿Tiene razón León cuando nos señala, en Odisea 2001, que no hay motivo alguno para el entusiasmo
intelectual o político con relación a los movimientos sociales de aquellos
años, así como no lo hay ahora, con los gobiernos de Néstor y Cristina
Kirchner? Y sobre todo, ¿qué querría decir aquí la idea de tener “razón”?, ¿qué
sería no tenerla? Y puesto que el propio Rozitchner ha descartado
términos como “optimismo”/“pesimismo”, a las que consideraba categorías de derecha, ¿cómo evaluaremos su propia posición aparentemente escéptica?
Durante la entrevista citada, León Rozitchner se
pregunta amargamente qué pasó tras el asesinato de Kosteki y Santillán. A sus
ojos los grupos resistentes quedaron reducidos a “quistes”, incapaces de
afectar al conjunto del cuerpo social. Y argumenta que habría que haber sido
capaces de advertir que junto a la “atracción” que producían estos movimientos
actuaba la repulsión y el “temor”. La distancia de León con respecto a los
movimientos piqueteros de 2001, ¿manifiesta una carencia de proximidad que ya
entonces en 2001 no le permitía conocer a fondo lo que ocurría, a nivel de las
resistencias, en provincias y barrios de todo el país o es más bien al revés:
su eterna prevención a las ilusiones militantes respecto de las relaciones
reales de fuerzas es lo que le disuadió (“no hay que exagerar”, nos
avisa) de compartir nuestro entusiasmo de entonces?
Lo que perturba de la posición de Rozitchner no es
lo que podría pasar por una lucidez escéptica (eso, de por sí, no nos llamaría la
atención), sino lo que tiene de tensión irresuelta entre un deseo de
transformación al que no renuncia y una comprensión vívida del juego de las
fuerzas que la impide. Esa tensión interna es la que une de un modo singular lo
que tiene de resistencia –a la vez ética y política– y la fuente de sus ganas y
de su brillantez. También de su arbitrariedad. No se trata de una actitud
cómoda ni gratuita, sino de una posición largamente conquistada. Que conlleva
una batalla radical contra todo aquello que denigra nuestra capacidad
(capacidad que es igual a nuestro derecho) de elucidar en nosotros mismos el sentido
de lo que –nos- pasa. De sentir lo que pasa en nuestro entorno como indicador
fundamental desde donde elaborar las posibilidades de un fundamento alternativo
(“un lugar que está más abajo”, “para suscitar una especie de eficacia
política”). Nos toca ahora a nosotros –sus lectores- responder a la
pregunta que nos hace: ¿de dónde surgen nuestros entusiasmos, los que animan
nuestras militancias, nuestras clases o escritos?
Por el momento, lo que nos
impacta de León es el modo directo de formularnos este tipo de
preguntas. Tal vez en el trabajo de responderlas podamos situarnos en un punto
nuevo, en las puertas de una filosofía y una política propia.
Bs-As, 16 septiembre de 2015