“La filosofía nace como arte callejero”
Entrevista a Marina Garcés
por Ángela Molina
Defiende la filosofía como una forma de
vida. Un arte que nace en la calle y que continúa sin interrupción en el
espacio privado, la casa, un hecho al que han contribuido especialmente las
mujeres. Madre de dos hijos, profesora en la Universidad de Zaragoza y ensayista,
Marina Garcés sostiene que frente a las preguntas inaugurales de la
filosofía –¿cómo vivir?, ¿cómo pensar?, ¿cómo actuar?– debemos dar respuestas y
soluciones desde el compromiso común, pero también “mientras hacemos la comida,
cuidamos a nuestros mayores, riendo, luchando, amando y contando cuentos”.
Primera lección práctica. Esta entrevista se desarrolla en la cocina.
En su libro Un mundo común (Bellaterra,
2013) habla de la filosofía como un medio para la conquista de una vida
compartida, frente al yo y la individualidad. ¿Qué le llevó a estudiarla en una
época, los noventa, en que se consideraba una disciplina muerta y enterrada,
como la historia y como tantas otras certezas?
Era 1992, año de triunfalismo en
Barcelona y en el conjunto de España. También eran los años de la globalización
feliz. El mundo se había unido por fin en un mercado único. Se celebraba el fin
de la historia, de las ideologías, y parecía que ya solo podíamos estar
llamados a triunfar en la sociedad de la comunicación y del consumo. Yo, que
estaba a punto de entrar en la carrera de Periodismo, tuve un presentimiento,
un impulso, una inquietud que me apartó de todo aquello. Tomé la decisión como
un acto solitario y me alejé de aquel ambiente de éxito para ingresar en una
Facultad de gente rara, pasada de moda. Sin embargo, me encontré que las aulas
rebosaban. Aquella decisión me salvó, fue como caer a mar abierto, y así empecé
a encontrar otras alianzas: amigos, interlocutores, gente valiente. También
encontré la aventura del pensamiento y el descubrimiento de la acción
colectiva. La decisión de estudiar Filosofía me permitió pinchar la falsa
burbuja del éxito.
Afirma que “el cuerpo del filósofo
quiere dejarse tocar, es un cuerpo enamorado”. Ese nuevo romanticismo, ese amor
como potencia de colaboración social, ¿es el retorno al ágora griego?
Para mí, la filosofía es la declaración
de un compromiso. Es una forma de interpelación y de encuentro que se inventa
en las calles griegas y que no ha dejado de hablarnos. Aunque no lo parezca, la filosofía nace como un arte callejero. Es una relación
con la sociedad, con el mundo natural y con la propia vida que
implica que los otros también puedan pensar y rebatir nuestras ideas. Por eso
la filosofía, aunque parezca elitista y extraña, es radicalmente igualitaria.
Parte del hecho de que todos podemos pensar, aunque normalmente no lo hagamos.
Y eso implica dejarse tocar por lo que otros han pensado. En este sentido, es
una forma de amor. La palabra “filosofía” lleva en su raíz el impulso del deseo,
philein. El deseo de saber no admite torres de marfil. Implica ir al encuentro
del mundo.
Pero siempre se ha visto al filósofo
como un ser apartado del mundo.
Sí, incluso como torpe, como una figura
que no funciona bien en la ciudad. Y es porque el compromiso de la filosofía es
disfuncional. No acepta la normalidad ni el sentido común. Pregunta cuáles son
los presupuestos de aquello que consideramos bueno, justo, aceptable. Para mí
no hay mayor compromiso que hacernos estas preguntas y asumir sus consecuencias
prácticas, tanto a nivel personal como colectivo.
¿Tiene algún sentido la filosofía en el
espacio privado? ¿Es un traje que uno puede dejar en el colgador cuando entra
en casa?
La filosofía no es un abrigo, es la
piel. No es un vestido, es la carne. No es un papel, es una forma de vida. Por
tanto, no se deja ni en el ropero ni en el puesto de trabajo. Tampoco se deja
en el espacio público. Hay que rectificar cierta idea de la filosofía tal como
la entendieron los hombres griegos, que separaban el ágora, donde tenía lugar
la vida política y la vida filosófica, y el oikos, la casa, donde
tenía lugar la reproducción de la vida. Allí estaban las mujeres, los hijos,
los viejos, la vida corporal y material… Pero allí no se pensaba. Hoy, sobre todo
las mujeres, hemos acabado con esta separación. Se piensa y se transforma el
mundo haciendo la comida, trabajando, cuidando a nuestros hijos y a nuestros
viejos, riendo con los amigos, jugando y contando cuentos. Pensar no es un acto
solemne.
Usted es madre de un niño y una niña.
¿La maternidad puede ser una dependencia positiva?
Hay que distinguir dependencia de
sumisión. La sumisión es una determinada manera de ejercer las relaciones de
dependencia, pero hay formas de dependencia libre y recíproca que son las que
sustentan nuestra vida. Todos hemos nacido del cuerpo de otros y hemos sido
criados por las manos, palabras y mirada de otros. Vivimos en continuidad.
Somos, por tanto, radicalmente interdependientes, pero la sociedad moderna ha
creado la ficción de que podemos ser individuos autosuficientes. Nos hemos
equivocado mucho confundiendo libertad con autosuficiencia y ahora la humanidad
entera paga las consecuencias.
En su último ensayo, Filosofía
inacabada (Galaxia Gutenberg), plantea una misión filosófica frente a
la posible extinción de la vida humana en el planeta.
Siempre podemos reaprender a ver el
mundo, en esto consisten la filosofía, el arte y la poesía. Igual que somos
interdependientes, estamos siempre retomando visiones, representaciones, ideas,
legados culturales. Y el desafío es recibirlos libremente para poderlos
transformar. No puede haber novedad sin receptividad. La novedad por la novedad
es la tiranía del mercado. Lo que ha cambiado, quizá, es que actualmente
estamos en condiciones de acabar con el planeta, o por lo menos con nuestra
vida en el planeta. Este es el problema más serio de nuestro tiempo. Frente a
él, defiendo que la filosofía tiene la misión de “inacabar” lo que amenaza con
agotarse, abrir proyectos posibles en este mundo que se acaba.
Ada Colau, en Barcelona, y Manuela
Carmena, en Madrid, acaban de ganar la alcaldía. Son dos mujeres que piensan
que todavía es posible establecer nuevas relaciones entre igualdad y
democracia. ¿Se lo cree?
Las instituciones democráticas que conocemos no son
garantía de igualdad social, como hemos comprobado en los últimos
años con la crisis. Los países ricos, supuestamente democráticos, contribuyen a
la desigualdad en el mundo y también vemos crecer en ellos nuevas formas de
pobreza. ¿Es posible “una democracia real ya”, como lanzó a las calles el 15-M?
Democracia real es inseparable de igualdad social. Los Ayuntamientos de
ciudades como Madrid, Barcelona, Badalona, Valencia, Zaragoza, Cádiz… tienen
ahora la oportunidad de iniciar un movimiento de transformación de las
instituciones. El reto, para mí, es crear una red de contrapoder municipal
desde el que trabajar tanto en la justicia social como en la transformación
política.
¿Es el éxito de estas mujeres el primer
efecto de superación de la gran desigualdad, en este caso una desigualdad
existencial, que segrega a las personas por su género?
Estamos viviendo una feminización de la
política que tiene lugar a la vez que hay un rebrote muy fuerte del machismo en
otros ámbitos de la sociedad. Fíjese que las profesiones se han ido feminizando
a medida que han perdido poder: la medicina primaria, la vida académica
precaria y ahora la política. ¿Dónde están los hombres que aspiran a mantener
el poder? En los bancos, en los consejos de administración, en los palcos del
fútbol, en los quirófanos… Hay que ir con cuidado y no dejarse engañar. Y,
sobre todo, no hay que dejarse sacrificar, como si dijeran: ahora que la
política está tan desprestigiada, hacedlo vosotras, que le daréis otro aire.
Pero creo que hay que aprovechar la ocasión, vamos a cambiar la política, la
medicina, la vida académica. Y eso quiere decir: vamos a cambiar las relaciones
de poder. Es un nuevo estadio del feminismo, que no pasa solamente por
reivindicar derechos.
¿Es la política un asunto estético?
La política es un asunto de sensibilidad,
y en ese sentido tiene que ver con la estética en el sentido más literal de la
palabra. El peligro es la estetización de la política, que hoy pasa por formas
muy banales de espectacularización. La política tiene que ver con la estética
en el sentido de que solo se puede cambiar la política haciéndolo desde otra
sensibilidad.
Propone la idea de anonimato, de
liderazgos compartidos. ¿Lo entiende bien la sociedad?
El proyecto de Podemos en Madrid no se
hubiera entendido sin la autoridad “moral” de Manuela Carmena, o casos como el
de José Mujica en Uruguay, incluso el del papa Francisco… El 15-M demostró algo
que muchos defendíamos desde hacía tiempo: que los verdaderos cambios políticos
los hace la gente anónima. La fuerza del anonimato no es la de la masa
uniformizada. Es la de cada uno y cada una cuando estamos dispuestos a luchar
juntos. Sin esto, los líderes no son nada. Y acaban siendo sacrificados. Ahora
hay que ir con cuidado: si la gente anónima se retira de su desafío, no habrá
verdaderos cambios políticos.
“La cultura ha sido apropiada por las
marcas corporativas, por naciones, por ciudades-marca”, escribe. Propone
desapropiarla. ¿Cómo hacerlo?
La cultura no puede ser una esfera
separada de la sociedad. No puede ser solamente una opción de ocio, ni un
sector de la industria, ni un apartado del PIB. Hemos convertido la cultura en
un recurso potentísimo del capitalismo a la vez que nos empobrecemos
culturalmente. Desapropiar la cultura es sacarla de esta captura sectorial
capitalista y entenderla como algo vivo que forma parte intrínseca de la vida
humana. Para ello, creo que hay un sentido del servicio público al que no
podemos renunciar, pero que no necesariamente significa estatalizar ni
burocratizar la cultura.
Propondría un apagón institucional, o
un eclipse, de museos, de teatros?
Estamos inundados de opciones
imposibles de digerir y, en cambio, hay muy poco espacio para hacer, crear,
proponer. La cultura convertida en un menú es indigestión, como dice un amigo
mío. Hay que dejar más espacios en blanco y, a la vez, cultivar (cultura es
cultivo) desde abajo, desde la educación. No creo en una cultura consistente
sin una buena educación. Tienen que encontrarse de nuevo en las aulas, en las
calles, en las ciudades y pueblos.
Aboga por una educación expandida que
pueda surgir en cualquier momento y lugar. Es un desplazamiento de la
Universidad a la calle, ese “todos tenemos derecho a pensar”, que fue la
pregunta inaugural de la filosofía. ¿Cómo lo pone en práctica desde su docencia
en la Universidad de Zaragoza?
Lo que me preocupa es cómo crear la
situación para que nos asalten ideas que nos obliguen a pensar lo que nunca
habíamos pensado. Cómo mantener encendido ese deseo de comprender qué es la
filosofía y hacerlo circular dentro y fuera de la academia, en conexión. Y,
sobre todo, cómo evitar que muera. Y tras bastantes años ya de experiencia,
puedo decir que no es nada fácil. La Universidad se está convirtiendo en un
espacio de circulación en el que no se espera hacer experiencia de nada, sino
adquirir “competencias competitivas”. Esto no funciona en el caso de la
filosofía. Y entonces lo que se crea es una extraña situación en la que nadie
sabe muy bien qué hace allí. Hace un par de años les escribí una carta a mis
estudiantes. Les decía: “Solo tenemos dos opciones: o huimos de aquí, como
muchos ya están haciendo, o hacemos de nuestra extravagancia un desafío. (…) El
rendimiento de lo que hacemos ahora no depende de vosotros. La riqueza, sí”.
Usted
ha comparado el éxito de la “marca Barcelona” con la explotación de los
recursos naturales en Latinoamérica. La industria turística de una ciudad no
sería muy diferente de la que rentabiliza una colonia para buscar, digamos,
petróleo, madera.
El turismo no es un fenómeno natural,
es un hecho inducido que tiene una historia muy corta y que en el caso de una
ciudad como Barcelona ha sido promovido por los sucesivos Ayuntamientos,
especialmente desde 1992. Hay que hacer una crítica de cómo hemos llegado hasta
aquí, una reorientación no solo de los efectos, sino también de la concepción
de lo que creemos que es una ciudad y un territorio. Para mí, la industria
turística funciona hoy como cualquier industria extractivista: es decir, que
convierte todo lo que toca en un recurso que explotar de manera intensiva y
destructora. Crea una riqueza empobrecedora. Me alarma ver cómo Barcelona está
tan explotada como una mina o como un campo de soja.
¿Cuál es la gran diferencia entre la
Barcelona de 2015, la de su abuelo, el poeta Tomás Garcés, y la de su padre, el
arquitecto Jordi Garcés?
Mi abuelo nació en 1901, hijo de la
inmigración castellana que llegó a trabajar a Barcelona para construir la Exposición
Universal de 1888. A los 20 años ya era un poeta catalán que gozó de
reconocimiento y toda la vida participó activamente de la vida cultural
catalana, a pesar del franquismo. Mi padre, como arquitecto, ha formado parte
de esa generación que dio a Barcelona una identidad basada en cierto rigor
cultural antes de que empezaran a llegar los edificios emblemáticos y los
fichajes estrella. Yo vivo en Barcelona, pero mi trabajo está en la Universidad
de Zaragoza. En un siglo, por tanto, llegada, consolidación y salida. Aunque en
mi caso la salida de Barcelona sea intermitente, porque me puedo permitir ir y
venir, me siento un poco parte de un tiempo histórico en el que Barcelona ya no
acoge, sino que expulsa. Se ha convertido en una ciudad de paso. Y en muchos
casos en una ciudad de salida. Me preocupa. Porque solo se enriquecen
socialmente las ciudades que permiten llegar, no solo circular por ellas.
Recomiende un libro para una vida de
amor y compromiso.
El Tratado de la servidumbre
voluntaria, de Étienne de La Boétie. Está escrito en el siglo XVI por un
joven francés que veía con ojos muy comprometidos la vida de su ciudad,
Burdeos. Planteó dos cuestiones para mí imprescindibles: por qué obedecemos si
podríamos dejar de hacerlo, y por qué nos maltratamos tanto si lo más natural
es confraternizar unos con otros. Cómo vivir juntos sin dominarnos: esta es la
cuestión imprescindible con la que nos interpela y no deja de inquietarnos, aún
hoy, este libro.