Edipo amargo

por Matías Luchetta



Hay sentencias que una vez enunciadas pueden llegar a condicionar toda una vida. Es este el caso de una de ellas.

“Matarás a tu padre y desposarás a tu madre” fue mi sentencia. Ante tal afirmación, no había muchos caminos posibles. O vivía despreocupado  y cumplimentaba el destino que me fue otorgado, satisfaciendo la voluntad de quien ha dictaminado la sentencia, sin mucho que reprochar y sin mucho más por hacer, o podría volverme extremadamente cuidadoso en cada una de las acciones de mi vida privada para que tal tragedia no tenga lugar, nunca se realice, a modo de dar batalla a los dioses, a los profetas y a los jueces.

Contra todo pronóstico, ninguna de las alternativas en las que me detuve a reflexionar pudo llevarse a cabo. Lo que ha ocurrido no sería tan digno de ser contado o de ser representado en un teatro o anfiteatro griego de la época, como solía ocurrir con las grandes tragedias. Me resbalé. Sólo eso. Las leyes de la física han sido más reales que cualquier tipo de consecuencias simbólicas que la sentencia pudo haber tenido para la vida de todos los hombres modernos. Incluso más real que los universales de la prohibición del incesto; más real que cualquier estructura social actual; más real que cualquier estructura psíquica. Así nomás. Me resbalé. Caminando por las calles de Grecia, me detuve ante las imágenes confusas y múltiples provocadas por unos espejos ubicados en la puerta de un local. Estaban distribuidos de tal modo en el espacio que su efecto inmediato era el de multiplicar la calle hacia el infinito. Confundido por el descubrimiento de una nueva función en el uso de los espejos  –hasta el momento sólo estaba habituado a su uso cotidiano, el reflejo de la figura y del rostro- digo, confundido, he chocado con uno de ellos, caí al piso y golpeé mi cadera, rompiéndome una de las vértebras y dejándome cuadripléjico por el resto de mi vida.

O los dioses son absurdos, o la vida es absurda, o es absurdo creer en los determinismos únicos. Imagínense: “matar a tu padre”. Hoy en día, imposible sostener una espada, un puñal o cualquier arma blanca de ese tipo; imposible que mis brazos paralizados, mis muñecas inarticulables y mis manos inmóviles tuerzan cualquier cuello; imposible. “Desposarás a tu madre”. Me convertí en el horror de las mujeres; solamente una piedra que habla, una tabla con algunos que otros sentimientos. Nada más. Totalmente impotente. Y ni hablar de aquella resolución trágica de arrancarse los ojos para no ver el destino que se me ha otorgado, o para no querer ver la cadena de acontecimientos de los hechos. No puedo levantar los brazos. No puedo. Y aún así vivo. ¿Por qué?   

El mundo actual tal como lo conocemos, tal como estamos acostumbrados a transitarlo, se sostiene en un engaño. Y encima se auto-engaña: se engaña a sí mismo todo el tiempo y cada vez más porque ignora que está siendo engañado. No hay verdad más efectiva que aquella que conserva su carácter de ficción.