Carta de Maurice Blanchot a Roger Laporte

(Traducción: Isidro Herrera)


22 de diciembre de 1984 [1]
Gracias, queridísimo Roger, por su silencio. Gracias por haberse sentido en la amistosa obligación de romperlo hoy. Pero una precisión en primer lugar, apenas útil, sin embargo. Ni el análisis ni el juicio crítico de Todorov me afectan. Porque este juicio también le juzga. Y que yo pertenezca o no al pasado carece verdaderamente de importancia. «Todo se borra, todo debe borrarse.» Meschonnic, con sus tomas de partido, necesarias para él —y él no es un mediocre—, se lo tomaba muy de otra manera mucho más interesante (su lancinante hostilidad con respecto a Derrida hacía que aparecieran sus dificultades).
Usted conoce mi principio. Dejar que cada cual se exprese según su responsabilidad. ¿Me he quizás equivocado al aplicarlo también a la política y a la historia personal? Esto ha comenzado con el libro titulado Les Anticonformistes de droite. Se me ponía allí en tela de juicio (por lo que me acuerdo), no de una manera agresiva, sino muy frecuentemente errónea, errores, algunos, de poca importancia (por lo demás, para mí incomprensibles: se decía que mi hermano era médico o bien se me asignaba en Le Journal des Débats un papel que no era exactamente el mío); los más graves se referían a Jeune France. ¿Pero qué hacer? No se puede nada contra un libro, sino escribir otro, y de verdad yo no veía su exigencia, eso no concordaba conmigo mismo y yo no me daba suficiente importancia para eso. Sobre todo teniendo en cuenta que el proyecto de reunir a los no conformistas de derecha y a los no conformistas de izquierda —lo que yo  llamaba las disidencias— no me había sido ajeno en la época.
Hay que fijarse en que este período de la anteguerra fue un período turbulento, confuso y (para mi) extremadamente angustioso. Por todos los lados, a derecha, a izquierda, la democracia se ponía en tela de juicio. Parecía haberse agotado durante la Gran Guerra, y nadie dudaba de que la «victoria» se debía a que los demócratas (Clemenceau) momentáneamente habían renunciado a serlo.
De ahí, tanto las múltiples tentativas tan bien encarnadas por las metamorfosis del Surrealismo como los intentos efímeros (por ejemplo, L’Ordre nouveau de Aron y Dandieu, escritores de talento y justos, pero este título daba frío en la espalda: el orden nuevo era también lo que pretendía ser el fascismo; por eso es por lo que no acepté colaborar). Combat fue una de esas tentativas, de entre las más modestas. Yo había puesto mis condiciones para cooperar en él. En primer lugar que Brasillach fuera excluido: Brasillach, que estaba separado de mí por una antipatía recíproca, casi odio, representaba con talento las ilusiones más peligrosas de un fascismo «gozoso», identificándose con la fiesta, la juventud, la dicha de un nuevo mundo donde reinarían la fuerza del mito y el mito de la fuerza (lo que conducía al rechazo enloquecido del mundo sin mito que expresaba el antiguo judaísmo). La otra condición: la puesta aparte de la Action française, que por otra parte estaba en su ocaso, pero que seguía ejerciendo una influencia compleja. (La Action française era un símbolo, el símbolo de un nacionalismo corto de luces que detenía el tiempo en la Revolución, ciertamente entonces muy hostil al nazismo, pero marcado por un antisemitismo detestable y, por otro lado —para mí, era importante—, por una concepción literaria tradicional que yo no soportaba.) Combat tuvo en la época muy escasa importancia. Nunca estuve cómodo ahí. Al igual que L’Insurgé que no estaba dirigido por nadie y donde descubrí un día con estupor un artículo execrablemente antisemita. Se me pidió entonces tomar su dirección. Lo rechacé y obtuve que fuera barrenado de inmediato. (El dinero que permitía la publicación de todos estos periódicos venía de los «Aceites Lesueur», representados por un hombre muy hábil e hipócrita, Rigaud, que más tarde buscó intervenir entre de Gaulle y Giraud.) Otra tentativa fue Le Rempart, diario del que Paul Lévy era director, y Georges Mandel inspirador (brazo derecho, antaño, de Clemenceau), mientras que yo asumía teóricamente la jefatura de la redacción. El objetivo de este periódico, violento o más bien vehemente, era claro, simple y estaba desgraciadamente más allá de los medios de los que disponíamos: el combate contra Hitler y, en particular, el combate militar para impedir que éste recuperara la Renania. Mandel, hombre notable, judío demasiado poco preocupado por el judaísmo, patriota convencido, necesitaba un apoyo de la opinión pública para obligar al Gobierno en esta intención que era justa, pero a la que se oponía Inglaterra. No tiene éxito, y esta derrota, como lo escribí, fue la premisa de Munich, fue el verdadero Munich.
Tras este fracaso desastroso, Mandel, hombre de paz y hombre de guerra, que tenía relaciones casi diarias con Paul Lévy, «mi» director, no tuvo ya otra preocupación: ganar tiempo con la esperanza de que el ejército francés se reconstituyese modernizándose — de ahí su hostilidad con respecto a Blum que tenía sobre todo preocupaciones internas; de ahí su desconfianza con respecto a los judíos emigrados que por el contrario pensaban que una guerra inmediata desconcertaría a Hitler. Es preciso decir que la emigración, que encontraba junto a Paul Levy un apoyo constante, casi constituía entonces mi medio natural; la verdad sobre el extremo peligro que representaba Hitler se evidenciaba allí claramente, pero también entre rumores fantasiosos (que Hitler estaba gravemente enfermo, que estaba loco — y cómo no asimilar a una especie de locura sus intenciones políticas horrorosas: el incendio del Reichstag, la Noche de los Cristales Rotos, la aniquilación de sus más cercanos camaradas). Otros, los más numerosos, decían lo contrario: no exageremos nada, hay que ser prudente, reservado, poner en guardia a los judíos contra ellos mismos. De ahí es de donde han venido los textos que, con razón, se me reprochan. Pero sería odioso hoy arrojar sobre otros una responsabilidad que es mía. A eso se añadía la desconfianza de los judíos franceses asimilados con respecto al sionismo. Levinas me había enseñado la importancia y el significado de la Diáspora, la errancia infeliz que tenía como contrapartida la «diseminación» de la singularidad judía, su exclusión de todo nacionalismo como verdad última, su participación en la historia bajo una forma totalmente distinta. Por eso es por lo que he podido verme obligado a decir una palabra (una palabra de más) sobre la «nueva doctrina» de Israel.
Pero yo sería muy incompleto (lo soy necesariamente) si no añadiese que la mayor parte de mi tiempo profesional estaba ocupado por el Journal des Débats. Este Diario, nacido en 1789, la tribuna de Benjamin Constant, de Chateaubriand, etc, es decir, de un liberalismo entonces de oposición, sobrevivía a esos tiempos gloriosos, supervivencia que disimulaba su declive, pero que mantenía cierta libertad en comparación con su gran competidor, Le Temps, aunque estos dos diarios estuvieran respaldados por el Comité des Forges. Confieso que yo era bastante feliz en este medio de hombres envejecidos, espirituales, instruidos, que no se tomaban nunca muy en serio. La política exterior no merecía en él apenas críticas. El nazismo y el hitlerismo se combatían sin desfallecer; si se mostraba demasiada indulgencia con Mussolini, es en la frágil esperanza de que éste se volviera contra su aliado, como ocurrió en el momento del «Anschluss». En cuanto a la política interior, era el liberalismo de origen, el de Adam Smith y de Ricardo, la ley del mercado.
Ésta es la razón por la que, hoy, asisto como a una mala comedia a la vuelta de un liberalismo ya entonces caduco. ¿Cuál era mi papel? Aprender a hacerlo todo para poder hacerlo todo. Y a menudo era un placer. Trabajar con los tipógrafos, rehacer en los últimos minutos artículos que eran demasiado largos o demasiado breves, corregir pruebas y suprimir textos peligrosos (como se enseñaba con ironía, había tres tabúes: la Academia —había de montones de académicos en este diario—, la Iglesia y el Comité des Forges). En realidad, mi tarea esencial era escribir — escribir «brillantemente», según el brío de la casa y en el mínimo de tiempo, editoriales cuyas sustancia y orientación se habían discutido previamente con el director. En el fondo, había, y yo me apercibí de ello poco a poco, había dos clanes dentro y fuera del diario. Uno estaba representado por Chaumeix, no solamente académico, sino maestro de la Academia (nadie podía ser elegido sin su acuerdo, y él es quien hizo entrar a Maurras). Aparecía poco por el diario, traía su «papel» y se eclipsaba. En política interior, su principal ámbito, se inclinó cada vez más hacia una derecha extrema. Tras el armisticio, se dice que fue el principal consejero de Pétain y contribuyó quizá a arrastrar a Maurras por el camino execrable que éste siguió. El otro clan estaba representado por el director del diario (hombre muy simple, aunque conde) y el conjunto del equipo periodístico. Su política seguía siendo tradicional: un patriotismo moderado y un liberalismo heredado de los grandes antepasados. Sólo poco a poco me apercibí de sus intenciones. Al nombrarme o al hacerme nombrar redactor jefe, pensaba encontrar en mí al sucesor que mantendría contra Chaumeix las viejas tradiciones. En eso no había nada deshonroso. Pero los acontecimientos decidieron de otro modo. Sobre estos acontecimientos, y cuando todo pareció perdido, intenté en vano pesar recurriendo a P. Reynaud (presidente del Consejo). Ante todo me parecía necesario evitar el armisticio, evitar a Pétain y evitar ceder a la debacle aceptando la propuesta de Churchill, el cual deseaba vincular constitucionalmente nuestros dos países. Esta propuesta fue rechazada por todos, incluido de Gaulle, incluso si éste se hizo su honrado intérprete. He sabido incluso que Weygand deseaba la derrota de Inglaterra para que la vergüenza de la derrota no estuviera reservada únicamente al ejército francés. Tales eran las intenciones de los menos gemanófilos de nuestros dirigentes. Le he contado a usted, creo, cómo tuve el triste privilegio de asistir en Vichy a la capitulación de la Asamblea nacional, poniendo fin ilegalmente a la IIIª República y confiando todos sus poderes a un viejo astuto de quien sólo se podía esperar una política interior y una política exterior detestables, bajo simulacros engañosos.
Mi decisión fue entonces tomada inmediatamente. Era el rechazo. Rechazo naturalmente frente al ocupante, pero rechazo no menos obstinado con respecto a Vichy que representaba a mi parecer lo más degradante que había. Por eso, a partir de mi regreso a Clermont-Ferrand a donde se habían replegado casi todas las publicaciones, supliqué al director de los Débats sabotear el diario (todos los editoriales que escribí entonces, durante algunos días, fueron censurados: era la prueba de que no se podía ya escribir nada sin entrar en compromisos que ningún pensamiento honrado podía aceptar). Se negó, no por razones políticas, sino por razones de carácter privado que no puedo desvelar. Así, pues, partí, me separé de todo. Pero me parecía que, según mis medios, era en el país mismo y bajo la amenaza más cercana posible (la zona ocupada) donde el rechazo podía decidirse mejor.

He dejado de lado lo que durante este tiempo (sin duda desde 1930) había sido mi verdadera vida, es decir, la escritura, el movimiento de la escritura, su oscura busca, su aventura esencialmente nocturna (sobre todo teniendo en cuenta que, como a Kafka, sólo me quedaba la noche para escribir). En este sentido, he estado expuesto a una verdadera dicotomía: la escritura del día al servicio de tal o cual (no hay que olvidar que entonces escribía también para un arqueólogo famoso que necesitaba la ayuda de un escritor) y la escritura de la noche que me volvía extraño a cualquier otra exigencia que no fuera ella misma, cambiando al mismo tiempo mi identidad u orientándola hacia algo desconocido inaprensible y angustioso. Si hubo falta por mi parte, está sin duda en este compartimiento. Pero al mismo tiempo aceleró una especie de conversión de mí mismo abriéndome a la espera y a la comprensión de los cambios perturbadores que se preparaban. No diré que hay una escritura de derechas y una escritura de izquierdas: eso sería una simplificación absurda y además sin alcance. Pero así como se descubre en Mallarmé una exigencia política implícita que es subyacente a su exigencia poética (Alain Badiou a menudo ha hecho alusión a ello), así mismo quien se vincula con la escritura debe privarse de todos las seguridades que un pensamiento político preestablecido puede procurar (una política conservadora limita las incertidumbres — por algunos lados, la política nazi fue abisal; reclamaba la nada para todos los que no se ajustaban a sus reglas (su concepción racial de la humanidad), pero no se ponía nunca en cuestión; Hitler, se decía a menudo bastante neciamente en la época, era también un pequeño-burgués conservador — por eso es por lo que Bretón, en las polémicas injustas que siguieron a «Contre-Attaque» trataba a Bataille de «surfasciste», lo que no tenía más sentido que una injuria).

He aquí lo que puedo decir por el momento, no sin dificultades. Hasta cierto punto, siempre he tenido cierta pasión política. La cosa pública me provoca a menudo. Y el pensamiento político está siempre quizás aún por descubrir. Discúlpeme por todas estas observaciones que son poco importantes. Si no obstante quiere transmitírselas a Philippe Lacoue-Labarthe, le ruego que no se enfade por no comunicárselas directamente, mientras que son también una respuesta a su carta tan amistosa. ¿Puede uno alegar como excusa sus débiles fuerzas? No lo creo. Las fuerzas son de cualquier manera demasiado débiles, y la fuerza no es nunca deseable.


[1] Jean Luc-Nancy, Maurice Blanchot. Passion politique, Galilée, París, 2011, pp. 45-62.