¡Afuera!
por Sandro
Mezzadra
(Traducción: Maura
Brighenti)
Hay imágenes
que es difícil no mirar. Porque esas imágenes nos miran. Un niño en
la costa del mar, en una playa turca. Parece que se durmió. Está muerto. Una
marcha de miles de mujeres y hombres en una autopista húngara, encabezada por
un hombre con una bandera de la Unión Europea: esa misma bandera que durante
los días anteriores circulaba alterada en las redes sociales, con el mar que
formaba el campo azul y un círculo de migrantes sin vida que sustituía a las
estrellas.
En estas dos
imágenes, en el contraste tan fuerte entre ellas, está contenida la experiencia
del verano europeo de este año. La llegada de prófugos y migrantes a las costas
del Mediterráneo no es un hecho nuevo, es cierto. Ni lo son las muertes en mar:
miles y miles en los últimos veinte años. Pero este verano tanto el número de
los arribos como el de los naufragios y los muertos han sido efectivamente
impresionantes. Y a la ruta por mar, en particular hacia Grecia e Italia, se
agregó una ruta por tierra, a través de los Balcanes, recorrida en masas, a pie
y con medios azarosos, para llegar a Austria y Alemania. Pasando por Hungría.
Los que
llegaron fueron miles y miles de mujeres y hombres que huyeron de las guerras
que marcan la frontera externa de la Unión Europea, en el Sur y en el Sureste.
Siria, en primer lugar. Pero también Libia. E Iraq, Afganistán, Nigeria y
Eritrea, y también muchos otros lugares que trazan un arco de crisis que desde
África subsahariana llega al corazón de Asia. En estas guerras, Europa está
profundamente implicada. Desde el punto de vista histórico, por la herencia
del colonialismo y del imperialismo. Pero también por las intervenciones
militares de los últimos años: una vez más, en Iraq, en Afganistán, en Siria,
en Libia…
Estas mujeres y
estos hombres que huyen llegaron a una Europa paralizada por el miedo y la
crisis económica. El impacto de la crisis de estos años ha sido violento
especialmente en el sur del continente, y aun más el del ajuste elevado a dogma
por la gestión de las instituciones europeas. El enfrentamiento entre las
“instituciones crediticias” (Comisión Europea, Banco Central y Fondo Monetario
Internacional) y el gobierno griego de Syriza, en los últimos meses, mostró
hasta qué punto la rigidez de este dogma es incompatible con las
reivindicaciones de los movimientos democráticos reales. Y en esta situación,
en muchos países europeos, proliferan nuevos nacionalismos, más o menos
abiertamente racistas y a menudo fascistas.
Durante meses
Europa ha sido incapaz de reaccionar frente a lo que estaba ocurriendo.
Consolidación de Frontex (la agencia europea para el control de las “fronteras
externas” de la Unión), de las patrullas por tierra y por mar, fantasías más o
menos veleidosas de intervención militar en Libia (¡cómo si no hubiera sido
suficiente el éxito desastroso de la de 2011, que llevó a la caída de
Gheddafi!): nada más. Se construyó, en particular, un nuevo hostis
humani generis (enemigo del género humano), como un tiempo se llamaba
al pirata: “traficantes de ser humanos”.
Es cierto:
existen redes criminales que hacen de las migraciones y de la fuga un próspero
objeto de negocio. Las crónicas nos han ofrecido muchos ejemplos de la crueldad
de algunos de estos “traficantes”. Pero ¿cómo nace su negocio? Muy simplemente:
por el cierre de las fronteras europeas que impide a prófugos y migrantes
llegar a la costa norte del Mediterráneo con medios legales, más económicos y
sobre todo más seguros. Se habló de acciones dirigidas a destruir -con los
fantasmagóricos drones, por supuesto- las embarcaciones de los “traficantes”.
Y, luego, ¿qué harían los miles de mujeres y hombres en la espera de una
oportunidad para atravesar el mar? Se habló también de una nueva “trata”, de un
nuevo esclavismo. Olvidando una pequeña diferencia con la trata y el esclavismo
organizados por las potencias europeas en el corazón de la modernidad: las
mujeres y los hombres quienes estamos hablando quieren atravesar el
Mediterráneo.
Además,
mientras que en las “fronteras externas” seguían sin tregua los desembarcos y
los naufragios, la crisis involucraba uno de los fundamentos de la Unión
Europea, la libre circulación interior al llamado espacio de Schengen. Llegados
a Italia o a Grecia, los prófugos y los migrantes seguían su viaje hacia
Francia, Alemania o Inglaterra, donde tienen familiares o conocidos, o donde
simplemente imaginan poder encontrar mejores condiciones de acogida y de vida.
A Ventimiglia, en la frontera entre Italia y Francia, en el Brennero, en la
frontera entre Italia y Austria, han sido reintroducidos los controles,
mientras que se formaban aglomeraciones de prófugos y migrantes que, a menudo,
podían contar sólo con la solidaridad de las redes militantes que de inmediato
se activaban. Desde Calais, en la Mancha, de a miles intentaron llegar a
Inglaterra. Y el gobierno de derecha húngaro construyó una muralla en la
frontera con Serbia.
Son sólo
algunos de los muchos lugares de Europa donde se ha difundido lo que ha sido
definido por los medios como la “crisis migratoria” (un verdadero “estado de
excepción”, según la definición de Étienne Balibar), determinando una
multiplicación de fronteras internas: un espejo de la fracturación del espacio
europeo que se intensificó radicalmente en el contexto de la crisis económica
de los últimos años. El cierre de Inglaterra y de buena parte de la Europa del
Este frente a la hipótesis de hacerse cargo de pequeños “cupos” de prófugos y
migrantes mostró cómo este derrumbamiento se determinó también en ejes
geográficos diferentes de los Norte/Sur a los que más comúnmente se hace
referencia. En particular, mostró hasta qué punto el neoliberalismo radical que
dominó la transición pos-socialista en la Europa del Este favoreció –no
paradójicamente- un rígido cierre nacionalista en aquellas sociedades.
Las policías
checas que marcaban con un marcador indeleble un número en los brazos de
prófugos y migrantes es otra imagen de este verano europeo que no se podrá (y
no sé deberá) olvidar.
Se ve bien, por
lo tanto, cómo la “crisis migratoria” implicó radicalmente a Europa, poniendo
al descubierto sus contradicciones y, en el fondo, su debilidad. La propuesta
de la Comisión Europea de distribuir los prófugos y los migrantes llegados en
las costas griegas e italianas entre los países miembros de la Unión (superando
el llamado sistema de Dublín, que prevé que los prófugos tienen que presentar
demanda de asilo en el primer país europeo a donde llegan) ha sido un primer
intento para hacer frente a esta situación. Pero de inmediato se ha topado,
como ya se dijo, con la resistencia obstinada de muchos países (y sirve
recordar que estamos hablando, de todos modos, de pequeños números, si
pensamos, por ejemplo, que sólo Líbano hospeda a más de un millón de prófugos
de la guerra siria).
Por otro lado,
el sistema de Dublín reglamenta el asilo y pone así el problema de la
distinción entre prófugos y refugiados: una distinción que –lo reconoció en más
de una ocasión el propio Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los
Refugiados (UNHCR)- es cada vez más arbitraria. Más en general, es el sistema
entero de control de las “fronteras externas” europeas y de gestión de la
migración lo que entró en crisis en Europa. Es un sistema que, en los últimos
años, apostó a la determinación de lo que muchos definimos (críticamente) como
una “inclusión diferencial” de los migrantes, vale a decir: una gestión
flexible y selectiva de la migración en función de las exigencias del mercado
del trabajo y de las sociedades europeas. Este sistema entró
en crisis en los últimos años, bajo la presión de la crisis económica y de los
revividos nacionalismos. En el verano de este año la crisis se volvió
dramáticamente evidente.
Sin embargo, en
esta situación estancada, de parálisis y bloqueo, algo nuevo ocurrió. En muchos
de los lugares europeos donde llegaron o fueron bloqueados los prófugos y los
migrantes se hizo evidente su determinación, la naturaleza política de
su movimiento, la reivindicación del derecho de acceso al espacio europeo. Fue
evidente en las palabras de muchos de ellos, en los carteles que mostraban a
los periodistas y a la policía, en la obstinación con la que se resistían a
cada intento de “rechazarlos”. Ninguna muralla los pudo parar. Como ya ocurrió
en 2011 después de la revolución tunecina, fue evidente que estos
prófugos y migrantes llevaban consigo la experiencia y el lenguaje de los
movimientos democráticos y radicales que atravesaron el gran “Oriente Medio”
–especialmente a partir de las llamadas “primaveras árabes”.
Esta
determinación y esta obstinación encontraron una extraordinaria manifestación
en la gran “marcha por la libertad” que comenzó el 4 de septiembre, cuando
miles de prófugos y migrantes se pusieron en camino en la autopista que desde
Budapest lleva a la frontera con Austria. La potencia de esa marcha
-simbólicamente capaz de representar un deseo de libertad relacionado con la
experiencia migratoria y aun más fuerte a consecuencia de las terribles
experiencias de los naufragios, pero también de los meses de resistencia y
lucha- se conectó con un extraordinario movimiento de solidaridad, en
particular en Alemania. Y, de alguna forma, obligó al gobierno alemán y al
austríaco a abrir las fronteras y recibir a los refugiados.
¿Un happy
end para este terrible verano europeo? No exactamente. La imagen de la
“marcha por la libertad” no borra las imágenes de los naufragios y de las
muertes en el mar y en las costas, es cierto. La propia Alemania, además,
bloqueó nuevamente la frontera con Austria, después de aproximadamente diez
días, prefigurando un movimiento sincopado de apertura y cierre de las
fronteras totalmente funcional a un renovado diseño de filtro y selección de
los migrantes. Es necesario corroborar, en efecto, que tanto Alemania como
Europa en general tienen necesidad de los migrantes, por razones
económicas y demográficas, pero apuestan, de todos modos, a “incluirlos” de
manera subordinada al interior de la ciudadanía y del mercado
del trabajo.
Las brechas que
la obstinación y la determinación de los prófugos y los migrantes abrieron en
la rigidez del régimen europeo de control de las fronteras es, sin duda, una ocasión para
repensarlo radicalmente. Y repensar el control de las fronteras significa, en
el fondo, repensar, al mismo tiempo, tanto la forma de las sociedades europeas
como la relación entre Europa y su “afuera”. Mientras existe quien trabaja para
reajustar la máquina de la “inclusión diferencial” y mientras los jefes de los
gobiernos inglés y francés anuncian nuevas intervenciones militares en Siria y
en Libia, la marcha de la libertad busca continuar. Por ejemplo, en el interior
de muchas ciudades europeas que, adhiriendo a una convocatoria promovida por la
intendente de Barcelona Ada Colau ( “Nosotras, las
ciudades de Europa”), decidieron declararse “ciudades refugio”.