Hegemonía: Gramsci, Togliatti, Laclau
por Toni Negri
(Traducción:
Diego Picotto y Verónica Gago)
El discurso de
Laclau representa para mí una variante neo-kantiana de lo que se podría definir
como socialismo post-soviético. Ya en la época de la II Internacional el
enfoque neo-kantiano funcionó como aproximación crítica en relación al marxismo:
el marxismo no era considerado el enemigo, sino que la aproximación crítica,
más bien, intentó sujetarlo y, en cierto modo, neutralizarlo. El ataque estaba
dirigido contra el realismo político y la ontología de la lucha de clases. La
mediación epistemológica consistía, entonces, en ese uso y abuso del
trascendentalismo kantiano. Mutatis mutandis, esto es lo que me parece también,
si nos situamos en época post-soviética, la línea de pensamiento de Laclau,
considerada en su movimiento. Permítanme ser claro, aquí no se discute el
revisionismo en general, a veces útil, a veces insoportable. Se discute el
esfuerzo teórico y político de Laclau, en la época post-soviética, para
confrontarlo con la contemporaneidad.
Partamos de un
primer punto. La multitud caracteriza a las sociedades contemporáneas –nos dice
Laclau–, pero la multitud no conoce determinaciones ontológicas y, mucho menos
–hoy– reglas que puedan presidir su composición. Sólo desde el exterior (acorde
con su naturaleza) será posible recomponer la multitud. Es la operación
kantiana del intelecto que se enfrenta con la “cosa en sí”, irreconocible de
otra manera que bajo el sello de la "forma". La operación es la de la
síntesis trascendental.
¿Es posible y
deseable que subjetividades sociales heterogéneas se organicen espontáneamente
a sí mismas o deben, en cambio, ser organizadas? La pregunta es insistente y
está en la base del criticismo. A esta cuestión Laclau responde que hoy no
existe ningún actor social para sí, “clase universal” (como era definida
marxianamente la clase obrera) y ningún sujeto producto de la espontaneidad
social, de una self-organization, podría siquiera reclamar hegemonía. Entonces,
el marxismo clásico había operado una simplificación de la lucha social de
clase bajo el capitalismo y había construido un sujeto, un actor de la
emancipación, en el que coincidían autonomía y centralidad. Pero en la actualidad es precisamente ese terreno el que se descompone. Se
impone, en cambio, un terreno compuesto de heterogeneidad: solo una
construcción política puede hoy moverse en este espacio de no homogeneidad
social (cuando se entiende por "homogeneidad" tanto aquello que se
debería presuponer como cuando se limita a la constatación de lo que existe: en
ambos casos la homogeneidad desaparece). He aquí lo que la teoría laclauniana
de la hegemonía se propone abordar. Ésta no niega que haya momentos de
autonomía auto-organizada ni subjetividades fuertes que surjan del momento
histórico: descubre entre estas figuras subjetivas una "tensión" – e incluso piensa
que ellas deberían ser “puestas en tensión”. Laclau considera esta tensión
"constitutiva".
Es la
imaginación trascendental en acción. Laclau –me parece– considera que el
contexto político se presenta como un Jano de dos caras y sitúa la tensión
entre estas dos caras, como si se tratase de espacio y de lugar, como tejido y
trama, que cada construcción de poder debe recorrer y trascender, resolver y
determinar. Nace, así, la hegemonía/poder.
Segundo punto.
Debe quedar claro que la inmanencia, la autonomía y la pluralidad constitutiva
de la multitud no sólo son incapaces de construir poder, sino que representan
verdaderos obstáculos para la constitución de cualquier escena política. Por
este motivo, prosigue Laclau, si la sociedad fuese totalmente heterogénea, la
acción política requeriría que las singularidades fuesen capaces de
desarrollar, sobre un plano de inmanencia, un proceso de
"articulación" con el fin de estructurar aquella tensión a la que
referí brevemente y definir, entre las singularidades, las relaciones
políticas. Pero ¿son éstas capaces?
La respuesta de
Laclau es negativa. Y esta negación reenvía a un motor trascendental. La
articulación es situada, así, sin alternativa posible, sobre un terreno formal,
entendiendo bien que “forma” no significa en este caso “algo vacío”, sino más
bien "envoltorio constitutivo". A fin de que sea posible una
articulación de la multitud, Laclau insiste en el hecho de que debe surgir una
instancia hegemónica por encima del simple plano de inmanencia –una instancia
hegemónica que sea capaz de dirigir el proceso y que funcione como centro de
identificación de todas las singularidades. “No existe hegemonía sin la
construcción de una identidad popular a partir de la pluralidad de demandas
democráticas”.
Si el contexto
social se configura a partir de una multitud des-homogénea, es necesario
establecer una fuerza de articulación entre las diferentes partes de esta
deshomogeneidad para garantizar su propia integración. La insistencia en la
auto-organización o la remisión a sujetos preconstituidos no deben eliminar ni
olvidar la necesidad de crear temas comunes y lenguajes homogeneizantes que
circulan a través de las diferentes organizaciones locales. Tal
articulación/mediación no puede en ningún caso repetir los viejos modelos de
las “fuertes” organizaciones tradicionales (partido, iglesia, corporaciones,
etc.). Esta articulación/mediación debe ser abordada, sobre todo, a partir de
la noción de “significante vacío”. Ya habíamos precisado que “significante vacío”
no significa aquí formas vacías de unidad dogmáticamente ligadas a un
significado preciso, significa más bien
“envoltorio constitutivo”. No estamos más sobre el terreno kantiano de la
estética o de la analítica, sino sobre el de la imaginación trascendental.
Hay un momento
en el que Laclau, desde un enfoque diferente, vuelve a proponer el tema del
significante “flotante” y “vacío” frente a la heterogeneidad de lo social en
términos muy potentes –yo diría, si no fuera un forzamiento, ontológicamente
productivo. Cuando Laclau aborda el tema de la “articulación” de diversas
luchas sociales, ese momento (ya caracterizado en Hegemonía y estrategia
socialista, en 1985) es un modelo de “antagonismo constitutivo” –casi
un doble poder “débil” que, surgiendo
del conflicto y la disgregación, sobre una
frontera “radical”, constituye de conjunto una síntesis entre los viejos
derechos de la soberanía y los derechos democráticos de autogobierno. Lo
subrayaron bien Mezzadra y Neilson en La frontera como método (Duke
University Press, 2013). Acercándose a la idea de una dialéctica de
contrapoderes en conflicto, Laclau interpretaba entonces un primer pasaje,
mejor, una primera emergencia, de un sentir común de los militantes
socialistas, implicados en la crisis de la izquierda, desde los años ‘70, que
se negaban a ver su caída a un ritmo implacable. En esa condición, dada la
insuficiencia de instrumentos dialécticos, se volvía necesario reconstruir “un
pueblo”, producir la unidad: esto será reconocido por Laclau como acto político
“por antonomasia”. En 1985 se pregunta, con fuerza y rebelándose contra un
amplio consenso, si la apertura de lo social a lo político era más que una
"estructura discursiva", una “práctica de articulaciones” que
constituye y organiza las relaciones sociales. Pero este punto de vista será
pronto invertido. Cito a Laclau: "En las sociedades industriales avanzadas
se individualiza una asimetría fundamental entre la proliferación creciente de
las diferencias –un excedente de significado de lo “social”– y las dificultades
que enfrenta cualquier discurso que intenta fijar estas diferencias como
momentos de una estructura estable de articulaciones”. Entonces, es necesario
distanciarse de la noción misma de sociedad como una "totalidad autodefinida"
en la que lo social se fija a sí mismo. Por lo general, se identifican “puntos
nodales” que producen sentidos y direcciones parciales y le permitan cobrar
forma a éstas o a aquellas formaciones de lo social. Se tratará cada vez más,
por lo tanto, de rechazar toda solución dialéctica propuesta por conceptos como
“mediación” o “determinación”. “La política emerge como problema de las
condiciones trascendentales del juego entre articulaciones y equivalencias que
se constituyen en lo social. La identidad de las fuerzas en lucha está sujeta a
mutaciones constantes y exige un incesante proceso de redefinición”.
El equilibrio de
esta articulación es, sin embargo, difícil de determinar. Se expone a dos
peligros. Al primero lo llamaría “deriva de la demanda” o, mejor, deriva de la
inconclusividad del encuentro de los equivalentes. Véase –veinte años después
de Hegemonía–, La razón populista, de 2005. Allí el discurso
comienza otra vez con una inmersión en lo social, construyéndose alrededor de
estímulos, de conatus multitudinarios que impulsan hacia lo político.
“Ahora –escribe Laclau– la unidad más pequeña de la que partiremos corresponde
a la categoría de demanda social". Por supuesto, esta demanda, por un
lado, empuja hacia la profundización de las lógicas de formación de la
identidad; por el otro, abre al antagonismo. El problema ahora deviene el
siguiente: ¿cómo transformar la competición, el antagonismo dislocado y en
continua proliferación, en un antagonismo visible y dualista? La “cadena de
equivalencias”, ¿no se agota en una proliferación de la que se desconoce el
final? El mismo Laclau parece tomar conciencia de esto: “la especificidad de la
equivalencia es la destrucción de significado a través de su misma
proliferación”. Este indefinido de las potencias de la inmanencia pone en
riesgo (y ciertamente amenaza) la
construcción trascendental del significante.
La segunda
dificultad está directamente relacionada a la consolidación definitiva del
equilibrio tal y cual se presenta en el concepto de "hegemonía".
Un pequeño
paréntesis a propósito de esto. El concepto de hegemonía en Laclau se construye
con referencia a Gramsci. Pero las cosas no son así de simples. Peter D. Thomas
nota que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en Hegemonía y estrategia socialista,
de 1985, sustituyen el dispositivo político de la hegemonía –tal como era
definido por la tradición leninista— por un concepto discursivo, completamente
formal. Estamos, según Thomas, en una fase de reflexión teórica del
“eurocomunismo” que se desarrolla bajo la forma de un gramscismo “blando” y que
señala el pasaje de una política radical a una democrática post-marxista. Más
allá de si se está de acuerdo o no con el punto de vista de Peter Thomas, es
necesario recordar aquí, en todo caso, que el pensamiento de Gramsci se
organiza desde una posición marxista y leninista en la que la dictadura se
presenta no como comando totalitario, sino precisamente como hegemonía; es
decir, como la construcción orgánica de un poder constituyente revolucionario.
No se puede negar que la referencia a Gramsci de Laclau es, en este sentido,
más bien débil, búsqueda retórica de una
supuesta herencia más que verdadera filiación ontológica. El concepto de
hegemonía en Gramsci (de la práctica turinesa de los Consejos a la teoría del
nuevo Príncipe) se construye sobre la lucha de clases, mantiene una “solidez”
materialista y produce un dispositivo de poder de los trabajadores en sentido
comunista. El concepto gramsciano de hegemonía no puede, en ningún caso,
reinterpretarse bajo la modalidad teorizada por Norberto Bobbio, es decir, como
un producto superestructural de la “sociedad civil”, donde sociedad civil es un
concepto reducido a la acepción hegeliana.
Además, lo que
resulta extraño aquí es cómo en Laclau el concepto de hegemonía –al que ya se le sustrajo la potencia
gramsciana– puede ser referido a las políticas del Partido Comunista de
Togliatti: en este punto, el equilibrio entre autonomía de base de los
movimientos y Partido, como significante por momentos “flotante” –pero ciertamente
nunca “vacío”– podía aún orientarse hacia la izquierda, dado que el Partido se
encontraba anclado a las políticas soviéticas. De esta manera, el eje de las
abscisas hegemonía/sociedad y las coordenadas izquierda/derecha podían
mantenerse en equilibrio debido a la imposibilidad del "significado"
de volverse Estado –Yalta lo impedía. Repito: en Togliatti, en el comunismo
italiano, lo “nacional-popular” pudo ser interpretado por izquierda (con los
límites que, de todos modos, tenía toda acción opuesta a la lucha de clases)
sólo porque el Partido Comunista no podía acceder al poder y hasta tanto y en
cuanto, transformándose, accediera. Aquí, paradójicamente, el concepto de
hegemonía se convierte en concepto de "centralidad" política.
En resumen: la
figura y la función de la hegemonía de Laclau nos parece equivocadas: en lugar
de analizar cómo funciona el capitalismo establecen cómo nos gustaría que
funcionase una sociedad política que no conoce el capitalismo, o la confunden
con una necesidad. Creo que se puede decir lo mismo para “pueblo”: brecha en el
bloque hegemónico que Laclau llama "significante vacío", el pueblo
representa la ocupación del Estado por parte de un grupo capaz de determinar
una nueva universalidad, pero esto no es del todo claro. Parece más bien que,
por un lado, el pueblo es una deriva causada por la lucha de distintas
facciones y que, por otro, termina por
representarse como una nueva cristalización de identidades políticas.
Por ello es que,
en la filosofía de Laclau, el significante vacío representa una abstracción
estructuralista que pierde de vista un hecho sin duda central: que lo que
considera vacío es producto de un “éxodo” y no de una modificación estructural
(como bien lo analiza Bruno Cava,
un activista brasileño que estudió bien a Laclau). "Si hay
algo hoy del todo evidente cuando se consideran las actuales formas de la
política, es el distanciamiento del “pueblo” de las funciones de participación
que le fueron consignadas en el derecho público moderno. El significante vacío
se vacía aún más en la situación actual; no
muerde la multitud, sino que es fagocitado por fuertes poderes que no
tienen nada que ver con el pueblo, la nación y todas las bellas palabras de la
política de la modernidad. En cuanto a los movimientos, viven en la
consistencia de una "universalidad concreta" que tiene la función de
suturar y articular los significantes: sin embargo, su potencia reside en la
multitud, que es un concepto de clase".
Otra
consecuencia. Es claro, entonces, que el pensamiento de Laclau se sitúa en una
especie de era post-ideológica, donde la lucha de clases cede su lugar central
a diversas y múltiples identidades (que se pueden investir según varias
declinaciones). Pero me parece que este pensamiento no puede conducir a nada
específico o, más bien, que conduce a un resultado nulo en el marco de las
coordenadas a las que hicimos referencia anteriormente: el eje de abscisas hegemonía/sociedad
y el eje de ordenadas derecha/izquierda. Esta mutación que des-ontologiza los
sujetos, en este sistema de coordenadas, podría muy bien regirse sobre
singularidades que colaboran de manera transversal y construir así, sobre un
plano maquínico (para decirlo con Deleuze-Guattari), las variadas máquinas de
guerra sociales diversas. "Máquinas de guerra" que no serían en
ningún caso efecto de la urgencia de consolidar los contornos de una
“hegemonía” o de una “nación”. La mutación puede representarse, entonces, como
una ilusión. Nuevamente debemos preguntarnos si el "significante
vacío", sometido a estas tensiones, además de ser reducido a una figura
“centrista” de la organización del poder, no sufre otra deriva: la de
inmovilizar el proceso político debido a que su dinamismo, desplazado hacia el
centro, es ahora incapaz de producir potencia. La síntesis trascendental, en
este caso, está totalmente privada de movimiento.
De este modo
llegamos aquí a un último y crucial punto: la concretización históricamente
determinada de la forma trascendental.
El significante
vacío opera en el terreno nacional. Para Laclau, no se puede aceptar un
discurso cosmopolítico, ni siquiera como horizonte. Luego de haber eliminado
todo otro punto de apoyo, el poder tiene necesidad, para tener una consistencia
real, de la identidad nacional. Incluso en la globalización, cuando el poder
del Estado nación declina, el concepto de Estado-nación no puede ser, sin
embargo, abandonado. Abandonarlo no significa solo situarse sobre un terreno
poco realista, sino sobre todo, peligroso. Sin la unidad nacional, la expansión
horizontal de la protesta social y la verticalidad de una relación con el
sistema político serían imposibles. E insiste Laclau, la experiencia de América
Latina en los años ‘90/00 demuestra ampliamente esta condición.
Por el
contrario, nos parece que el movimiento progresista que sacudió a América
Latina en el veinteno que cabalga sobre los dos últimos siglos estuvo
fuertemente comprometido con la superación, "hacia afuera", de un
ámbito nacional en el que, uno a uno, los Estados se doblegaron bajo el dominio
norteamericano y sus valores imperialistas; y "hacia adentro” de América
Latina, donde la horizontalidad de los movimientos se puso a prueba a gran
escala, a veces anticipando y a veces siguiendo un nuevo espíritu continental
que animó a los gobiernos populares y les permitió superar cualquier chovinismo
–reaccionario tanto en la tradición latinoamericana como en la europea. Pero el
nacionalismo de Laclau, es necesario reconocerlo, no puede soslayarse. Data del
comienzo de su obra. En Política e ideología en la teoría marxista, de
1977, en contra de Althusser, ya sostiene que la clase obrera tiene una
irreductible especificidad nacional. Y resalta la experiencia del peronismo que
"tuvo un éxito innegable en la constitución de un lenguaje
democrático-popular unificado a nivel nacional”.
Con esta opción
nacionalista, según Stuart Hall, la posición discursiva de Laclau corre el
riesgo nuevamente de perder toda referencia a la práctica el material y a las
condiciones históricas de la lucha de clases: su potencia es neutralizada, por
así decirlo, en referencia al contexto nacional. No se puede considerar a la
sociedad como un campo discursivo completamente abierto y, sobre esto, fijar la
hegemonía política en un horizonte nacional-popular: esta operación no puede
producir un asalto a Fort Apache por parte de las otras fuerzas sociales en
juego, como sucedió en Argentina. Consecuencia: el esquema laclauniano muestra también
aquí que solo es capaz de disponerse como figura “centrista” de gobierno. No
puede sino ofrecerse –tal como lo hace— como un positivismo de la soberanía
ejercida por una autoridad centralmente eficaz. Es, de hecho, una trascendencia
formal la que materialmente pone y justifica el poder.
Y aún hay que
destacar que en el último Laclau la trascendencia del comando deja de
representarse en términos estrictamente nacionales y en nombre de un
centralismo estatal demasiado aparatoso. Se puede ver, incluso, cierto
distanciamiento de la concepción original hobbesiana que veía el poder con
capacidad de formar el pueblo. Y, no obstante, emerge de pronto una paradoja:
si en efecto la trascendencia del comando, la tentación hobbesian se atenúa
–porque siempre existirán, en la contemporaneidad, irregularidades crecientes
del poder en las relaciones sociales–, incluso esta “imposibilidad
trascendental” de nuevo se concretiza en la obra de Laclau, no buscada pero
encontrada, no construida sino impuesta por la mecánica misma del
trascendentalismo. En lugar de la síntesis de la multitud, el enfoque
trascendental, para fundar lo político, verá compactarse cada vez más, en la
emergencia del “pueblo”, un significante “pleno”. ¿Pasaje de criticismo a una
concepción definitivamente entregada al idealismo objetivo?
Lo que podemos
concluir es que, si Laclau demuestra de forma brillante que el pueblo no es una
formación espontánea ni natural, sino que es constituido por mecanismos
representativos que traducen la pluralidad y heterogeneidad de las
singularidades en unidad; y si esta unidad, a través de la identificación con
un líder, un grupo dominante y, en algunos casos, con un ideal, se convierte en
realidad, esta visión parece aún tributaria, a pesar de todo, de una idea
“aristocrática”, en lugar de democrática, que repite las declinaciones más
profundas y continuas de la historia moderna del estado. Quizás aquí realmente
hay una confirmación de un pasaje del criticismo al idealismo objetivo. La
centralidad, para Laclau, de la función de los intelectuales y de la
comunicación en la organización política es expresiva de esta desviación. Es
completamente superado, de este modo, el concepto gramsciano de “intelectual
orgánico”, dado que se asume una función autónoma del intelectual como una
fuerza auxiliar en la construcción de hegemonía –¿o de leadership? Es exactamente
eso lo que Laclau se negó a hacer durante toda su vida como militante
democrático y socialista – démosle por ello un caluroso reconocimiento. Y,
entonces, ¿por qué esta unidad de la
“autonomía de lo político” y del leadership intelectual?
Para concluir
digamos que este cuerpo a cuerpo con el pensamiento de Laclau se fue repitiendo
en los últimos veinte años. Lo digo con franqueza, como se lo dije a él
directamente: creo que su pensamiento, la misma concepción de populismo, son el
producto de una reflexión, más que sobre el poder, sobre el concepto de
transición, y del poder en la transición en diferentes periodos de su
organización. El populismo de Laclau es la invención de una forma móvil de
mediación, de la y en la transición de los regímenes políticos
–sobre todo, pero no sólo, de los sudamericanos. Una forma que yo aún considero
débil, no conceptualmente sino por la realidad que registra, porque aquel
“vacío” que él asume como problema, a menudo no es un vacío que llenar, sino un
abismo en el que es probable que se caiga. Y esta debilidad se acentúa en
Laclau por el hecho de que, al negarse a abrir una indagación ontológica y
después de dar sentido a la emergencia de lo nuevo, incluso admitiendo que la governance
de una transición no puede ser constituyente, esta constitución incierta acaba
paradójicamente por repetir modelos de la modernidad. En particular, rechaza
toda tensión emancipatoria. Al aceptar situarse en la tensión entre
espontaneidad y organización, pero borrando las dimensiones materiales de la
lucha de clases, Laclau termina regresando a algunos aspectos muy problemáticos
del derecho público europeo. Por ejemplo: cuestionando el tema de los
movimientos sociales, Carl Schmitt define su figura mediante el reconocimiento
de que estos constituyen la trama de la composición popular del Estado –reconocimiento
de arriba a abajo que politiza la sociedad a fin de construir una
identidad nacional. O, por otro lado, la definición schmittiana del lugar de la
representación política como “presencia de una ausencia”; ausencia a llenar si
se quiere que el Estado exista, presencia a vaciar si se quiere que el Estado
se sitúe por encima de las partes, super partes. ¿Hasta qué punto el
"significante vacío" repite el modelo schmittiano de representación?
Pero lo que estamos subrayando son interferencias impropias –seguramente, para
Laclau, simples instrumentos recuperables de los archivos del derecho público
europeo. Porque –y esto es lo que creo– la importancia o, más bien, la grandeza
del pensamiento de Laclau no consiste tanto en resolver la cuestión del
significante político vacío, o por el contrario (visto desde la derecha), en la
negativa a confiar en la lucha de clases y el conflicto social para llenarlo.
Consiste más bien en haber vivido dentro de ese problema. Esa cosa flotante que
vislumbró delante de sí, aquel truc, aquella machin que no era el
viejo modelo de Estado, el Estado moderno, sino una cosa nueva. Hay una tensión
constituyente que se extiende sobre el terreno de la crisis del estado democrático
de la modernidad. No se trata de descubrir que ese Estado que teníamos se
agotó, sino de construir otro. Inventarse un nuevo para una transición
radicalmente democrática. Que el criticismo se exalte en su significado originario,
no como eje de construcción trascendental del Estado, sino como un investimento
problemático de su crisis.
Si se me permite
este pequeño apéndice, quisiera concluir señalando algunos trastornos brutales
de la enseñanza de Laclau. Cuando, por ejemplo, se impone un techo a los
movimientos reales, no como si el techo, sino como si la medida fuese el
problema: es lo que sucede a menudo en el actual debate español. O cuando, en
nombre de Laclau, se remite –para purificar la sucia vitalidad del movimiento–
a la imagen del viejo Partido Comunista Italiano como modelo de escucha y
dirección de la palabra del pueblo, como es cada vez más frecuente, un poco en
todos lados, en la izquierda europea y latinoamericana. Y en miles de otros
casos que, incluso con las distorsiones que sufre, evidencian la extraordinaria
vitalidad del pensamiento de Ernesto.
Maison de
l'Amerique Latine, París, 27 de Mayo de 2015