Actualidad de la revuelta plebeya
Por una nueva política de la autonomía
por Verónica
Gago & Sandro Mezzadra
Realismo
de la potencia
Tanto en
América Latina como en Europa la actualidad de una política de la
autonomía está al centro del debate. Se trata, a la vez, de un
balance y de una perspectiva, frente a una ebullición renovada de luchas y
experiencias diversas aquí y allá. Y, sobre todo, la percepción de una
exigencia concreta: redefinir (recualificar y relanzar) la autonomía como
criterio de organización y de acción eminentemente política, criticando tanto su
definición en términos estrictamente “sociales” –en general asociada a una hostilidad de principio
con la confrontación con las instituciones–, como en términos estáticos –una
serie de principios inmutables e identitarios. Este es el horizonte
problemático en el que se inscribe la formulación de un “realismo de la
potencia” propuesto en Argentina por el Instituto de
Investigación y Experimentación Política,
tanto como el trabajo alrededor de la cuestión de las “instituciones
del común” desarrollada en Italia por la red Euronomade. Ambos
espacios, a su vez, en estrecho intercambio con experiencias de otros lugares
en ambos lados del Atlántico.
La base
de estas discusiones remite a los despliegues de las luchas en la última década
larga y las relaciones que han establecido con la cuestión del “gobierno” y, al
mismo tiempo, a una serie de novedades que insinúan un cambio de ciclo. Se
trata, claro está, de relaciones muy diferentes, en América Latina y en Europa.
La experiencia de los “gobiernos progresistas” sudamericanos, posibilitados –de
manera siempre contradictoria– tras un alto ciclo de luchas populares desde
fines de los años 90 ha proyectado una experiencia continental y ha determinado
transformaciones profundas que no pueden ignorarse tanto a nivel de la agenda
política y de las estructuras institucionales como en el propio tejido social.
En Europa, en particular en los países del Sur, las luchas se han desarrollado
en condiciones de fuerte crisis, enfrentando violentos programas de ajuste y austeridad y parecen haber encontrado recientemente (con la
victoria de Syriza en Grecia y con el crecimiento de Podemos en España) una
difícil vía política de reconstrucción.
Lo que
nos parece relevante es que las secuencias de experimentación se van sucediendo
y modificando, de modo que la noción misma de autonomía tiene la tarea de
volverse estratégica al interior de un nuevo
campo de disputas. Nos parece significativo, también desde el punto de vista de
la transformación radical de las coordenadas geopolíticas y geoeconómicas que
caracterizan la fase actual de la globalización capitalista, que en Europa se
observa con frecuencia a América Latina desde el interior de la izquierda como
un “modelo” o como una fuente de “inspiración”. Nuestra perspectiva se
distingue de esta más difundida: nos interesa pensar menos sobre las
condiciones más o menos lineales desde las cuales se importan “modelos” (y
además no creemos que los acontecimientos latinoamericanos tengan “modelos” que
ofrecer), y más bien nos importa enfocar cómo estos procesos ubican y
recualifican problemas sobre los cuales se trata de seguir trabajando. Nuestro
intento, afín con los estilos de diálogo y confrontación que desde hace años
intentamos promover, es producir efectos de resonancia
entre dinámicas, historias, experiencias y estructuras que son también
significativamente heterogéneas. De hecho, estamos convencidos que estos
efectos de resonancia pueden contribuir a iluminar mejor algunas cuestiones
que, por el hecho de presentarse de modo diverso en América Latina y en Europa,
se revelan cruciales desde el punto de vista de una política de la autonomía:
la madurez y la composición de las luchas frente a las transformaciones que
caracterizan al capitalismo contemporáneo y el modo en que estas luchas
invisten de modo directo la cuestión del poder. Poder y
potencia: un reajuste de una fórmula clásica pero bajo la luz
siempre nueva y problemática de las políticas concretas, sus desafíos,
conquistas y dilemas.
Nos
referimos a cuestiones del poder subrayando que este término al mismo tiempo
atraviesa y excede el problema del “gobierno”. Un gobierno “progresista” puede
por cierto contribuir a empujar hacia delante los términos de la disputa social
y política, puede asegurar conquistas específicas y abrir nuevos espacios para
la lucha de clases. Sin embargo, es necesario reconocer realistamente
que un gobierno (un gobierno “nacional”) no tiene el poder suficiente ni
siquiera para regular de modo eficaz y duradero un capitalismo que se ha reorganizado
alrededor de la centralidad de las finanzas y la renta, privilegiando operaciones
que en nuestro artículo anterior hemos definido como extractivas.
Poner de relieve la cuestión del poder significa entonces para nosotros tomar
en serio y resituar el problema del gobierno, puntualizar el reconocimiento del
rol positivo que algunos gobiernos pueden jugar (especialmente en una fase que
a nivel mundial registra un nuevo protagonismo de los estados nacionales como
nodos cruciales para la articulación de los procesos globales), pero al mismo
tiempo subrayando la necesidad de una doble apertura:
“desde abajo”, con vistas a la consolidación de una política de la autonomía,
de una red de instituciones y contrapoderes capaces de confrontar con el
neoliberalismo en el terreno que con Foucault podemos llamar de la “gubernamentalidad”,
de la “conducta de las conductas”; y por otra parte, “desde arriba”, en la
línea de procesos de integración a escala regional y transnacional, en la perspectiva
de un gobierno conflictivo de la interdependencia que constituye una condición
necesaria para enfrentar el capital financiero.
Puesto en
estos términos, el problema del poder y del gobierno, con el objetivo de
reubicar en este terreno la política de la autonomía, nos lleva también a reconsiderar
críticamente una noción clave que se ha utilizado muchísimo en los últimos años
y que refiere a los espacios en los que se desarrollan nuestras militancias: nos
referimos a la noción de movimientos sociales.
En este artículo proponemos un balance sobre esta categoría tomando en cuenta
los desarrollos de los movimientos y sus complejas relaciones con los gobiernos
progresistas en América Latina.
¿Conflicto
o cooptación?
No se
trata aquí de reconstruir una genealogía del concepto de movimiento social, que
hunde sus raíces en la historia de las luchas obreras desde el siglo XIX, así
como –especialmente en América Latina– en
las revueltas indígenas y populares que de manera insistente han desbordado y
ensanchado la categoría misma de clase –todo lo cual resulta difícilmente
comprensible sin tener presente el desafío radical lanzado por Marx y Engels
con su definición del comunismo como “movimiento real que abole el estado de
cosas presente”. Se trata, más bien, de situar a los movimientos y luchas como
precedentes materiales de lo que se ha traducido en la región como un mandato
por una serie de políticas anti-ajuste, anti-austeridad, y como la apertura de
un plano institucional de negociación de ciertas demandas y conquistas sociales.
No es posible plantear el tema de los movimientos sociales en la coyuntura
latinoamericana sin tomar en cuenta, al mismo tiempo, las relaciones entre los
movimientos y los gobiernos “progresistas” que surgieron en muchos países de la
región en la última década. Hay que valorar en este sentido la especificidad de
la coyuntura presente: por un lado, porque
esta coyuntura proyecta su influencia en la manera en que se comprende el
desarrollo de los movimientos desde el comienzo de este siglo; por otro lado,
porque la actualidad está marcada por una crisis de la productividad política
de los gobiernos llamados progresistas que constituye la condición fundamental
de las reflexiones que intentamos sobre los propios movimientos sociales.
En este
sentido, nuestra lectura
va más allá de un modo que ha sido muy difundido a la hora de valorar la
alternativa para los movimientos sociales en los últimos años, leídos bajo el
binarismo de cooptación o conflicto. Esta disyuntiva tuvo como eje principal a las políticas sociales
desplegadas de modo similar en varios países. Para quienes hablan de una relación lineal de
cooptación, las políticas sociales han sido su instrumento privilegiado;
quienes exigieron a los movimientos una relación orgánica con los gobiernos
“populares” (otro modo de la linealidad), en estas políticas se representan las
conquistas fundamentales de los últimos años. Los límites de ambas hipótesis
nos parecen evidentes. Desde el primer punto de vista, se pierde de vista la riqueza
de relaciones y de experimentación que, de modo contradictorio, se pusieron en
evidencia con las políticas sociales, mientras que el segundo punto de vista
deja en un ángulo ciego la calidad del
desarrollo del cual derivan los recursos que financian y del cual dependen los
planes sociales como fuente de una limitada y parcial redistribución. En este
sentido, una reflexión sobre el patrón de desarrollo que se afirmó en el marco
regional en los últimos años, una reflexión sobre la realidad y la naturaleza
del capitalismo hoy en América Latina, se vuelve completamente irreemplazable.
Se trata de un tema que hemos tratado de plantear en
nuestro artículo anterior. Podemos resumir nuestra argumentación del siguiente modo: mientras
las retóricas de los gobiernos progresistas apuntan a la reactivación de un
imaginario “neodesarrollista” y a la continuidad de proyectos históricos de
desarrollo económico y político fundados en la sustitución de importaciones a
través de políticas de industrialización, el modelo que se desplegó en América
latina en estos años tiene como base más bien la hegemonía de la renta y
procesos crecientes de financierización. Esto vale en primer lugar para la
“renta extractiva” en sentido estricto, a través de la intensificación de las
actividades mineras y extractivas en general (entre las que puede incluirse la
agricultura de la soja), que es en buena medida la fuente de recursos para las
políticas redistributivas. Pero vale también para la dependencia (devenida
evidente en los últimos años con el descenso de la demanda asiática) respecto
de las dinámicas financieras y monetarias globales que gobiernan tanto el
precio de las materias primas como el tipo de cambio. Y, finalmente, vale para
los procesos, cada vez más evidentes en los países latinoamericanos, de penetración
de las finanzas al interior de las “economías populares”, en particular a
través de una extensión sin precedentes de los créditos al consumo.
La hipótesis que intentamos desarrollar es que la
forma específica de gestión social de los gobiernos “progresistas”
latinoamericanos consiste precisamente en el intento de articular estas
diversas figuras de la renta, y en particular la renta financiera, con las
condiciones abiertas por la revuelta “plebeya”, cuya vitalidad se traduciría
así al terreno de la economía política. Esta fórmula abre una perspectiva
original sobre la propia relación entre movimientos sociales y gobiernos y permite comprender en toda su
ambivalencia material (considerándola precisamente un “campo de lucha” esencial)
las políticas sociales redistributivas de los últimos años. Al mismo tiempo, abre
la posibilidad de un uso de las categorías de extracción y de “extractivismo” desacoplado
de la simple denuncia de la “re-primarización” de las economías latinoamericanas.
Estas categorías, desde nuestro punto de vista, se prestan especialmente para
indicar el modo bajo el cual el capital financiero preside la “costura”, las conexiones
y las articulaciones de una cooperación social profundamente heterogénea que constituye
la base de la extracción de plusvalor al interior de economías que se presentan
como heterogéneas, abigarradas, “barrocas” (utilizando la palabra en el sentido
que ha tomado en los últimos años en el debate crítico latinoamericano, a
partir del trabajo de un autor como Bolívar Echeverría). El “neo-desarrollismo”
se combina así de formas inéditas con el “neo-liberalismo”, a través de experimentaciones
que, como aquellas ligadas a la financierización de las economías y de los
consumos populares, toman impulso a partir de espacios y sujetos tradicionalmente
considerados “periféricos” (desde el punto de vista de la norma salarial, de la
estructura urbana y de la regulación jurídica) para reverberar sobre la
sociedad en su conjunto.
Interpretadas de esta manera, las categorías de extracción
y de extractivismo ofrecen, por un lado, un punto de vista particular desde el
cual leer las transformaciones, la composición y la productividad misma del
trabajo en América Latina; mientras que, por otra parte, permiten evidenciar la
persistente relevancia de la inserción de la región en el mercado global y en
particular de la intensificación, en los últimos años, de las relaciones con
China. La misma forma-Estado está completamente inmersa en la nueva constelación
del capitalismo a la cual refieren estas categorías y la acción de cada
gobierno está sometida a compatibilidades y límites específicos, que se afirman
de modo diverso respecto de aquellos que han caracterizado la historia de las
relaciones entre Estado y capital industrial. Nos parece que la falta de
reconocimiento de estas condiciones, de estos límites y de esta compatibilidad
está en el origen de la crisis que hoy afrontan los gobiernos “progresistas” de
la región, incluso más allá de las recientes victorias electorales de algunos
de ellos.
Hace falta un diagnóstico muy preciso en este sentido. La desaceleración de los
procesos de integración regional, evidente en los últimos años, no ha simplemente
debilitado a cada gobierno desde el punto de vista de la confrontación con las
dinámicas globales. Como muestran de manera particular los casos de Venezuela y
Ecuador, el consecuente repliegue sobre su dimensión nacional se tradujo
también en un cierre de aquellos espacios de conflicto y negociación, de
interacción recíproca entre política de gobierno y movilización social, de donde
los procesos de transformación habían derivado su propia fuerza y eficacia. En
Brasil, el rechazo del PT a vislumbrar en las revueltas de junio del 2013 una
formidable ocasión para recualificar la acción y el programa de gobierno ha
determinado que recurra hoy a políticas explícitamente neoliberales para
enfrentar la crisis del modelo que se había afirmado durante los años de Lula.
En Argentina, el crepúsculo del kirchnerismo y
en vistas a las elecciones de octubre, muestra una nueva derecha que se
presenta en escena, en particular politizando la “cuestión de la seguridad” que
a escala regional constituye uno de los vectores fundamentales en torno al cual
se está redefiniendo la identidad de un nuevo “partido del orden” – es decir, de
una “clase media” (de una burguesía)
agresivamente hostil a todo proceso de democratización que pretenda incidir
directamente sobre la cuestión de la pobreza.
La violencia de la renta y de la extracción, en las múltiples
formas bajo las que se manifiestan tanto en territorio rural como
metropolitano, es al mismo tiempo el origen de un gran número de nuevos
conflictos sociales en América latina: las manifestaciones contra las mineras
en Perú, las protestas por los servicios públicos en Brasil, los conflictos por
la desprivatización educativa en Chile, los enfrentamientos en Bolivia y en
Ecuador ligados al avance sobre territorios indígenas (Tipnis y Yasuní), las
disputas por las ocupaciones de tierras en Argentina, el despojo sobre las
comunidades y las privatizaciones en México. Son conflictos que los gobiernos,
cuando no intervienen de modo puramente represivo (como en Perú y México), se
cuidan de asumirlos como señal de los límites de sus políticas de “desarrollo”
o de “inclusión social”. Los propios “movimientos sociales”, y este es un punto
muy importante para nuestro análisis, son continuamente sorprendidos por la
forma en que estos conflictos se manifiestan, delegando frecuentemente en la
Iglesia una intervención que, con la pontificación de Bergoglio, se ha hecho
cada vez más insistente, asumiendo formas que ameritan un análisis específico.
Nos parece que, frente al sustancial agotamiento de la
productividad política del ciclo de los gobiernos “progresistas”, estamos
frente al terreno privilegiado para el relanzamiento de una política de la
autonomía en América Latina. Pero más que mirar a los “movimientos sociales” existentes,
que pueden obviamente jugar un rol en este proceso pero que difícilmente sean
los principales protagonistas, se trata de volver a partir de los elementos de
“excedencia” –que son los elementos de mayor originalidad política- que han
caracterizado la acción en los años pasados y que intentaremos evidenciar en
las páginas que siguen. Son estos elementos, justamente, los que frecuentemente
quedan afuera de la conceptualización más común de los movimientos sociales en
América Latina. Sin embargo, los sedimentos materiales de esa serie de acciones
están bien presentes y una nueva política de la autonomía no puede dejar de
asumirlos como base para imaginar un conjunto de rupturas en la continuidad de
un proceso que va en el sentido de la estabilización de un nuevo capitalismo de
naturaleza esencialmente “extractiva”. Y, contemporáneamente, no puede no tomar
como punto de partida las nuevas experimentaciones sobre el terreno de construcción
de instituciones de contra-poder, capaces también de articularse de modo abierto
con los procesos de gobierno renovados en su naturaleza democrática.
El
continente de los movimientos sociales
Creemos
útil puntualizar cómo las discusiones en torno a los “movimientos sociales” –y
también en su interior– están hoy profundamente condicionadas por las capas de
estudios (sociológicos y politológicos) que se abrieron con la emergencia,
entre los años 70 y 80 en Europa y Estados Unidos y a fines de los 90 en
América latina, dedicadas a los por entonces llamados “nuevos movimientos
sociales”.
Independientemente
de la importancia y la riqueza de tales estudios, queremos hacer notar dos
aspectos que nos parecen problemáticos referidos a su desarrollo. En primer lugar, concentrándose sobre los movimientos sociales
cuyo carácter de “novedad” es esencialmente identificado con su distancia respecto
del movimiento obrero, los estudiosos de los movimientos sociales han excluido progresivamente
de su campo de investigación la cuestión del trabajo y de su relación con el
capital (justo en un momento en el cual la relación entre trabajo y capital comenzaba
a transformarse radicalmente, yendo más allá de su forma tradicional, alrededor
de la cual el movimiento obrero se había desarrollado). Y han privilegiado los
temas de la “identidad”, de la cultura,
de los “repertorios” y de los recursos simbólicos para la acción colectiva. En segundo lugar, han contribuido a consolidar la imagen de una
“división del trabajo” entre movimientos sociales y gobiernos según la cual (para
simplificar), a los primeros les toca la organización de campañas más o menos
prologadas y estructuradas para afirmar “reivindicaciones” específicas que
luego los gobiernos pueden tomar o conducir (con un rol de mediación más o
menos significativo reconocido a los partidos).
Teniendo en
cuenta estos aspectos, que se nos aparecen como límites para el desarrollo de
una política de la autonomía a la altura de los desafíos contemporáneos, presentamos
aquí algunos apuntes analíticos y algunas tesis políticas a propósito del
desarrollo de los movimientos en América Latina en el curso de los últimos años.
Por ciertas cuestiones, América Latina puede ser considerada como el
“continente de los movimientos sociales” (y aclaremos: no sólo por la
literatura sobre el tema, tanto la académica como la producida por los propios
movimientos). Nos parece que es propiamente el desarrollo de los movimientos y
de las luchas en América Latina lo que presenta una serie de elementos
característicos que desafían el lenguaje conceptual y la taxonomía elaborada
por los estudios sobre movimientos a los cuales nos hemos referido
sintéticamente. Y también desde este punto de vista estamos convencidos que no
faltan las “resonancias” con otros contextos, y por empezar con el europeo. Es
una cuestión que no abordamos directamente, pero que está presente en la base
de nuestras hipótesis.
En esta
línea, es necesario volver a subrayar que en América Latina, al inicio del nuevo
siglo, la presencia y el protagonismo de los movimientos sociales han efectivamente
determinado un cambio de época y una modificación radical en el vocabulario y
en la gramática política. Su fuerza apareció como el reemplazo –y la crítica–
más consistente en términos prácticos de la forma partido. Incluso, serían
ellos mismos los que renovaran formas partidarias (como el PT de Brasil) o
darían lugar a la formación de “nuevos instrumentos” (como fue el origen del
MAS en Bolivia). Una serie de rasgos se volvieron clave de estas formas de intervención:
por empezar, la idea de “lo social” (su adjetivo) como fuerza directamente
“política”, al interior de luchas y prácticas que atacaban la “corrupción” de
las estructuras institucionales existentes (tanto por sus relaciones con las
dictaduras de las décadas anteriores, como por las transformaciones
determinadas por el neoliberalismo durante el consenso de Washington) y que
prefiguraban horizontes constituyentes. Por otro, la temporalidad de su novedad
era compleja: a la vez que saldaban cuentas con las estructuras organizativas
tradicionales (además de los partidos, especialmente los sindicatos), reponían
linajes de la política radical que trazaban resonancias con los años 60 y 70,
aun subrayando evidentes diferencias programáticas.
La
cuestión del poder no estuvo ausente de las prácticas y los discursos de los
movimientos: se articuló sin embargo de modo “crítico”, empezando por el
descentramiento de la política asociada al Estado como su lugar privilegiado,
la crítica a la representación como mecanismo de la participación democrática y
la desconfianza al derecho como cristalización de beneficios sociales para las
mayorías. Resulta relevante subrayar que los movimientos de principio de siglo expresaban
al mismo tiempo las transformaciones y las dificultades crecientes que
encontraban aquellas formas de una “ciudadanía sindical” que habían
estructurado la fuerza obrera en décadas anteriores. Lejos de desarrollarse
fuera o más allá de estas transformaciones y reorganizaciones más generales del
mundo del trabajo (vinculadas a la descomposición de sus formas tradicionales),
los movimientos ofrecieron una primera expresión e interpretación conflictual
de tales mutaciones.
Considerados
desde este ángulo, los movimientos han, por un lado, respondido a los procesos
que, bajo el signo de la hegemonía neoliberal, de las privatizaciones y la
desregulación, volvieron inestable y precario al trabajo; y, por otro lado, determinaron
una apertura a partir de formas de politización, de experiencias situadas y de
figuras subjetivas que no tenían necesariamente en el trabajo su referencia
exclusiva y que, sin embargo, en el contexto de estos mismos procesos, fueron
progresivamente investidas y puestas en valor por el capitalismo.
Las luchas
por los “derechos humanos” (en particular a propósito del pasado reciente de
las dictaduras), el desarrollo de nuevos movimientos campesinos por el “derecho
a la tierra”, las peleas vecinales por la apropiación de los recursos urbanos y
la innovación de los movimientos de desocupados –para nombrar cuatro iniciativas
fundamentales, que tomaron formas distintas pero caracterizaron el marco
regional en su conjunto–, son ejemplos de experiencias que han ampliado
radicalmente el horizontes político de las luchas, abriendo nuevos espacios y
perspectivas que en el debate latinoamericano han sido conceptualizadas como
“democratizaciones plebeyas” (como parte, desde inicios de 2000, de un
pensamiento colectivo que en Bolivia se articuló en el grupo Comuna). En el entrecruzamiento
de estas dinámicas comenzó a manifestarse también una politización conflictual
de la cooperación social, de la producción de espacios y de recursos fundamentales
para la organización de la vida común, por lo cual conviene subrayar nuevamente
la relación con las transformaciones que se habían producido –sobre el mismo
terreno del trabajo– en el curso de los años de hegemonía neoliberal.
El
despliegue de estos y otros tantos movimientos se dio al interior de un proceso
que puede ser reconstruido retrospectivamente en términos de continuidad de una
dinámica insurreccional de “nuevo tipo”. Es oportuno distinguir analíticamente
este proceso respecto del desarrollo de los propios movimientos sociales. 1989,
el año de la última gran ofensiva militar de la guerrilla en El Salvador (que,
es importante decirlo, no concluye con una derrota), es también el año de la
gran insurrección de los pobres de Caracas contra las políticas del gobierno de
Carlos Andrés Pérez, el Caracazo. Es
suficiente recordar los sucesivos levantamientos
indígenas en Ecuador (a partir de aquel sucedido en 1990), la gran insurrección
del 19 y 20 diciembre de 2001 en Argentina, la “guerra del agua” en Cochabamba en
el 2000 y la revuelta de El Alto y de la sierra contra
la privatización del gas natural en el 2003 en Bolivia, para dar cuenta de la
continuidad y de la circulación a escala regional de un movimiento insurreccional
que será el encargado de decretar el fin de la legitimidad del neoliberalismo.
Al interior de este movimiento tiene un papel fundamental la sublevación
zapatista que en México, pero también a nivel global, desde 1994, marcó un
punto de enorme resonancia sobre el protagonismo indígena, que se constituirá
posteriormente como un elemento esencial tanto de los movimientos sociales
latinoamericanos de los últimos años como de la composición de la dinámica
insurreccional de nuevo tipo de la que estamos hablando.
Efectivamente,
es al interior de esta dinámica insurreccional capaz de abrir espacios radicalmente
nuevos donde debe inscribirse la emergencia de los gobiernos progresistas en
América latina: ellos mismos, si bien no han tenido siempre la pretensión de
representarla, sí han reconocido su potencia aceptando su poder destituyente de
la legitimidad de las políticas neoliberales, pero también su persistente
“poder de veto”, ejercitado una y otra vez en las calles y en las plazas,
frente a a cada “retorno” de aquellas políticas. Los movimientos han devenido
así una referencia esencial para la legitimidad de este ciclo reciente de gobiernos
“progresistas”, que han tomado de modo selectivo una agenda política forjada al
interior de las luchas y de las resistencias que, más allá de la dimensión destituyente, también llegaron a abrir nuevos espacios
políticos programáticos. En países como Ecuador y Bolivia, este “poder de veto”
ha condicionado profundamente los propios procesos constituyentes y ha
encontrado reconocimientos significativos en las nuevas constituciones
aprobadas desde 2008.
Tejido
Esta
combinación de insurgencia y “poder de veto” nos parece un primer elemento que
ha caracterizado la acción de diversos movimientos en América Latina a partir
de fines de los años 90 y que se pone en tensión con las imágenes y las
conceptualizaciones más difundidas de los “movimientos sociales” como
estructuradores de demandas. Queremos señalar al menos un segundo elemento: la inserción
de los más significativos de estos movimientos (de los movimientos indígenas al
de pobres urbanos, de desocupados a la experiencia de las “empresas recuperadas”,
de los campesinos a las luchas de mujeres) al interior de una trama
extremadamente rica, densa y heterogénea de prácticas sociales cotidianas, sobre
las cuales se despliega la reproducción material de la vida de miles de hombres
y mujeres. El debate y la misma iniciativa de muchos gobiernos latinoamericanos
sobre temas de la “economía cooperativa”, “popular”, “social”, “solidaria”
(definiciones que hacen referencia usualmente a interpretaciones y propuestas
también significativamente diversas) son un síntoma del registro de la enorme
importancia de este tejido de prácticas cotidianas en la producción y
reproducción de la vida colectiva. También con este propósito es oportuno
señalar que tales fórmulas –apenas mencionadas– han sido recepcionadas de modos
varios en la Constitución de Bolivia (art. 307), Ecuador (art. 283) y Venezuela
(art. 70).
Propiamente
por la vía de esta “inmersión” en la cotidianeidad, la trama de luchas que
nombramos sintéticamente no puede ser reducida fácilmente a la formulación de
un conjunto de demandas que en un segundo momento serían satisfechas en forma
más o menos completa por políticas públicas. Por cierto, se trata de una
lectura difundida en América latina, que también puede encontrar –sobre un
plano descriptivo– significativas verificaciones en las experiencias de los
últimos años. Pero lo que se pierde en esta lectura es el momento de desviación, desbordamiento, ruptura
y exceso, de la productividad política específica que a partir de
este tejido cotidiano de prácticas ha permitido a los movimientos abrir y
problematizar una serie de cuestiones y de terrenos de luchas no reductibles a
“demandas” específicas. Hablamos de un tipo de empoderamiento que no es sólo
democrático sino también productivo. O que, dicho de otro modo, lleva la
cuestión democrática al terreno propiamente productivo.
Es la
sedimentación material de estas prácticas lo que nos interesa destacar: experiencias
de construcción y gestión colectiva de infraestructuras urbanas, a través de
verdaderas redes “subalternas”, el rechazo de toda gestión “miserabilista” del
tema del derecho a una renta y al trabajo, la politización de formas de actividad
económica que van más allá del trabajo asalariado (desde las múltiples experiencias
de “empresas recuperadas” a las formas también múltiples de movilización y sindicalización
de trabajadores y trabajadoras en los sectores “informales”), la crítica de la noción
misma de “minoría” (reconocida por el multiculturalismo “neoliberal” en muchos países
latinoamericanos) a partir de tramas expansivas de relaciones que han reabierto
de modo original la perspectiva de construcción política “mayoritaria” más allá
y contra todo confinamiento “étnico”, y los nuevos cruces entre temáticas
ambientalistas, luchas por lo “común”, derecho a la tierra, a la casa y a la
“soberanía alimentaria”. Este conjunto de experiencias se han desarrollado transversalmente
respecto de las acciones de cada movimiento social, a través de múltiples
resonancias que contribuyeron a renovar positivamente la escala de
las luchas y su misma relación con el territorio.
Esta es
la razón por la cual el paisaje metropolitano de muchos países latinoamericanos
se ha visto profundamente transformado, impactando también sobre las relaciones
entre espacios urbanos, suburbanos y rurales. Creemos que
sobre el punto de conjunción entre dinámicas políticas de lucha y “economías populares” se ha ido formando una trama de
subjetividad, de modos de vida y de infraestructuras materiales que se escapa
tanto de los imaginarios y de los lenguajes de los tradicionales “movimientos
sociales” como de las políticas de “desarrollo” e “inclusión social” de los
nuevos gobiernos progresistas. Es un tipo de tejido que se valoriza
tanto desde el punto de vista analítico como desde el punto de vista político:
no porque abra perspectivas sobre mundos “idílicos”, que puedan ser tomados
como modelos, sino –sobre todo– porque permite verlos como procesos de fuerte
politización que en América Latina tomaron tanto la forma de organización y de
regulación de la vida y la cooperación social (dando lugar a contradictorias e
inéditas experimentaciones “institucionales” que se ubican más allá de la gran
división entre público y privado), como de experiencias y figuras del trabajo
diversas respecto de aquellas asalariadas clásicas, a partir del protagonismo
de las mujeres, los “desocupados” y los migrantes. Estas experiencias y figuras
del trabajo, lejos de presentarse come “residuos” o “marginalidades” destinadas
a ser reabsorbidos por las políticas de “desarrollo”, se han multiplicado y
fortalecido en los últimos años, transformando y obligando a repensar tanto el
concepto mismo de trabajo como el de explotación.
Experimentaciones
“institucionales” inéditas (que pusieron en juego y modificaron radicalmente
estructuras “comunitarias” pre-existentes) y una necesaria extensión del concepto
de trabajo emergen nítidamente como ejes fundamentales de las dinámicas políticas
latinoamericanas en el momento en el cual se asume el ángulo visual que
definimos desde el punto de vista de la conjunción entre luchas y “economías
populares”. Es oportuno repetirlo: las grandes cuestiones que rotan en torno a
estos dos ejes quedan sustancialmente fuera del campo de visibilidad política
organizado por los mismos gobiernos “progresistas” y, al mismo tiempo, aluden a
formas nuevas, muchas veces extremadamente violentas, de conflictividad social
que se desarrollan según lógicas diferentes a aquellas familiares a los “movimientos”
entendidos de modo tradicional. Sin embargo, es sobre estas cuestiones y al
interior de tal conflictividad social que se juega tanto la posibilidad de
recualificar una perspectiva revolucionaria, de ruptura,
como–y no parece una paradoja– de evaluar la eficacia misma de políticas reformistas
radicales y expansivas.
Laboratorios
de la subjetividad
Hemos
señalado algunas características de los movimientos latinoamericanos de los
últimos años que nos parecen exceder el lenguaje conceptual y la taxonomía
elaborada por los estudios dedicados a ellos. Son características que podemos
resumir y definir desde el punto de vista de las coordinadas temporales de las
acciones de los movimientos. Por una parte, subrayamos la importancia de una
dinámica insurreccional de nuevo tipo, que se tradujo en un “poder de veto” y
cuya acción se ha prolongado más allá de la temporalidad específica de los
acontecimientos que la han distinguido. Por otra parte, nos pareció importante
llamar la atención sobre la inscripción de los movimientos latinoamericanos al
interior de un denso y heterogéneo tejido de prácticas sociales cotidianas, cuya
temporalidad se presenta totalmente diversa respecto de aquellas campañas y
plataformas reivindicativas específicas: es al interior de este tejido de
prácticas cotidianas donde toman forma de modo contradictorio aquello que
Raquel Gutiérrez Aguilar ha definido como nuevos “principios operativos” de
organización común de la cooperación social. La conjugación de esta temporalidad
heterogénea da lugar a un verdadero y peculiar ritmo político,
reorganizando las mismas coordenadas espaciales al interior
de las cuales se coopera, se lucha y se experimentan nuevas formas de
organización popular. Viejos barrios obreros, por ejemplo, fueron radicalmente
transformados y reorganizados a través de la actividad de juntas vecinales y
asambleas comunitarias que impulsaron la ocupación, la reinvención de espacios
y su recuperación como dinámicas productivas tras el cierre de minas y fábricas.
Consideradas
de conjunto, estas características de las luchas, de la acción y de la composición de los
movimientos remiten a procesos y experiencias que plantean un desafío radical a
la modalidad bajo la cual se pensó y organizó la subjetividad política, y no
sólo en relación a los partidos y los sindicatos en las tradiciones de
izquierda, sino también las combinaciones diversas de nacionalismo, “desarrollo”
y populismo tal como se han configurado desde la segunda mitad del siglo veinte
en el continente. El caso de Bolivia es, desde este punto de vista, ejemplar
por muchas razones. Desde fines de los años noventa, el ritmo y la continuidad
de la revuelta indígena quechua-aymara asumió dinámicas incontenibles, sostenidas gracias a la reactivación de
estructuras comunitarias y de una larga historia de resistencias
anti-coloniales, como lo ha mostrado por ejemplo Sinclair Thomson, recuperando
aquella significativa proclama: cuando sólo gobernasen los
indios.
La revuelta
indígena –que también en otros países de la región ha determinado materialmente
la reapertura de los archivos coloniales– no sólo ha jugado un rol fundamental
al poner tope al programa neoliberal en Bolivia. También ha impactado sobre una
violencia jerárquica que ordenaba estructuras económicas, políticas y sociales
sedimentadas en una historia secular marcada por el colonialismo y el racismo.
Así, ha reorganizado en profundidad aquello que Luis Tapia llamó las “estructuras
de la rebelión”, irrumpiendo en el “campo nacional-popular” definido por la Revolución
de 1952 y abriendo el momento que se ha bautizado como “horizonte
popular-comunitario”. El uso que se hizo en estos años en Bolivia del concepto
de potencia o revuelta plebeya, con
frecuencia combinada con una referencia peculiar al término multitud,
intentando poner de relieve la fuerza y la productividad política de esta emergencia
colectiva, fue especialmente relevante en su irrupción en el campo de la
política de las experiencias, lenguas y subjetividades que habían sido
sistemáticamente excluidas.
Si bien
la nueva Constitución incluye formalmente un acento sobre la multiplicidad de
“naciones” y “pueblos” que “conjuntamente constituyen el pueblo boliviano”
(art. 3), a la vez que expresa un tipo de reconocimiento de la productividad
política de la revuelta plebeya, no debe dejar de vincularse aquel momento con
el debate actual sobre el uso de tipo meramente “emblemático” de las identidades
y el carácter reductivista que Silvia Rivera Cusicanqui señala a propósito de
la idea de pueblos “originarios”, al remitir lo indígena o bien meramente a lo
rural, o bien a un prototipo “identificable” (y conectarlo a una revivificación
del proyecto de corte predominantemente estatalista).
Al mismo
tiempo, es necesario reconocer que el problema así planteado pone el
interrogante sobre la continuidad de un proceso constituyente capaz
de asumir aquella revuelta “plebeya” como principio expansivo de apertura e
innovación tanto sobre el terreno de las instituciones y del gobierno como sobre
el terreno de la formación y de la expresión de la subjetividad política. Es
justamente bajo este perfil que en los últimos años, en Bolivia y en varios
países de la región, se determinaron una serie de bloqueos sobre la posibilidad
de poner en discusión la productividad política del ciclo de los gobiernos
“progresistas”.
Es
importante marcar que el uso del términos “plebeyo” no está aquí vinculado a
una apología de alguna condición de “marginalidad” o de “exterioridad” respecto
a la modernidad: por el contrario, se fundamenta en el uso que desde los años
80 el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado otorga a la fórmula sociedad abigarrada (para dar cuenta de una sociedad caracterizada
por una heterogeneidad radical) y que ha sido violentamente investida por
procesos de valorización y acumulación del capital en el momento neoliberal y
que hoy se presenta como fuerza productiva esencial. La noción de sociedad
abigarrada pone en tensión hoy el “horizonte comunitario-popular” con la vuelta
del imaginario neodesarrollista y el cierre sobre la decisión en el Estado y su
retórica de soberanía nacional. Y este es un punto clave para toda la región.
En todo
caso, es sobre ese horizonte de tensiones donde lo comunitario se flexibiliza
como tecnología popular, exhibe una serie de actualizaciones organizativas y se
declina como espacio transversal de cooperación, capaz de combinar
temporalidades y territorios bien diversos. Si hablamos de un pasaje de los
movimientos sociales a una suerte de extensión e incorporación de sus premisas
a unas economías populares lo hacemos como modo de nombrar la materialidad de
un conjunto de dispositivos de gestión urbana, de construcción de autoridad
sobre los territorios y de coordinación de redes productivas y comerciales
trasnacionales “por abajo” que, al mismo tiempo, no se recortan como lugares
estrictamente “alternativos”, “solidarios” o, de modo más complejo aún,
“autónomos”. Se trata de lo que hemos llamado “economías barrocas” porque ensamblan
en las abigarradas metrópolis latinoamericanas un conjunto de formas de hacer,
negociar, laborar y conquistar poder y espacio que no están exentas –y de ahí
también su fuerza expansiva– de una ambivalencia constitutiva que se trama como
un enjambre de “microeconomías proletarias” e ilegalismos populares y que tejen
un nuevo modo de articularse con instituciones y recursos estatales.
La
autonomía en movimiento
Quisimos
ir más allá de la alternativa entre conflicto y cooptación para definir la
relación entre gobiernos progresistas y movimientos por dos razones: porque, de
este modo, la referencia queda encorsetada a una razón gubernamental muy tradicional,
respecto a la cual los “movimientos sociales” se identifican con actores
estrictamente definidos, siempre ya constituidos,
y donde están ya dadas las modalidades posibles
de relación. De nuevo: así se estabiliza el
binarismo conflicto o cooptación como una opción sin salida. Pero, en este esquema,
queda totalmente impensada la cuestión (a la que refieren por ejemplo de modo
poderoso tanto el movimiento de junio de 2013 en Brasil como el largo ciclo de
revueltas estudiantiles en Chile entre 2011 y 2013) de una politización radical
de las condiciones producidas por la acción de los mismos gobiernos
progresistas –al grado de cortar transversalmente la distribución de las partes
entre gobiernos y movimientos. Y el “gobierno”, en particular, continúa siendo
pensado más como una “cosa” que como un proceso, un conjunto de relaciones en
las cuales la autonomía, en su capacidad de dotarse de momentos institucionales
radicados conflictivamente en la cooperación social, funciona como momento
constitutivo de una renovada potencia de la acción misma de gobierno.
La misma
teoría de Ernesto Laclau sobre la “razón populista” y su reformulación del
concepto de hegemonía (relanzada al inicio de los años ochenta, no casualmente
al interior del debate sobre los “nuevos movimientos sociales”) puede ser
considerada como una sofisticada expresión teórica de la reducción de los
movimientos sociales a una categoría gubernamental, en el sentido antes
señalado. En la perspectiva de Laclau, que nos interesa aquí discutir en primer
lugar por la influencia que ha ejercido en ciertos sectores de los gobiernos
que comentamos, los movimientos resultan valorizados por las “demandas sociales”
que expresan, pero el momento propiamente político de la “articulación” de
estas demandas heterogéneas, a través de la producción de “cadenas equivalenciales”,
se congela en su autonomía porque se
vuelve pertinencia de sujetos como el partido y el Estado. También en la
experiencia española de Podemos, sin dudas rica e importante, la referencia a
la teoría de Laclau está frecuentemente asociada a un énfasis sobre la “autonomía
de lo político” que termina por reproponer la centralidad de una imagen
totalmente tradicional respecto del Estado, del pueblo y de la “patria”. Lo que
nos preguntamos, de modo simple y al mismo tiempo “realista”, es si estas
imágenes son las adecuadas para los desafíos políticos que hoy enfrentamos.
Campos
de lucha
En América
Latina el Estado ha devenido actualmente, para retomar el título de un libro compilado
en el 2010 por Álvaro García Linera, un “campo de lucha”. Nos parece sin
embargo que lo propio que surge de estos procesos que contribuyeron a la emergencia
de tal campo de lucha es que el Estado se presenta hoy con ropajes bien distintos
a aquellos celebrados por la teoría política moderna tradicional. Está
atravesado y rasgado por procesos globales que ponen en discusión la misma
figura unitaria, colocado bajo presión de un régimen de acumulación capitalista
basado en la financierización y la renta y, al mismo tiempo, disputado por
movimientos populares que en circunstancias específicas logran cristalizar en
su interior contradicciones y momentos de contrapoder. En la medida en que el
Estado es imaginado bajo formas alejadas respecto de aquello en lo que se ha
convertido efectivamente, la acción misma de los gobiernos “progresistas” tiene
el riesgo de ser vaciada de eficacia. Apuntando
simplemente al reforzamiento del Estado, a recentrar a su alrededor el proceso
político por completo, se puede lograr alguna ventaja provisoria en el terreno
de la retórica política y, tal vez, de la competencia electoral. Pero es
cuestión de realismo reconocer que no se contribuye a construir el poder que es
necesario para sostener en el mediano plazo un proceso de transformación: es
esto lo que ya empezó a verse claramente en varios países latinoamericanos.
La fenomenología de la extracción que intentamos delinear antes
(ampliando la noción de “extractivismo”) busca poner de relieve la complejidad
del capitalismo contemporáneo y, al mismo tiempo, la potencia productiva
reconocida a esta trama que, como señalamos, está organizada por una conjunción
de economías populares y dinámicas políticas de lucha que tensionan y desafían
a la noción misma de autonomía. Es sobre este terreno donde se juegan las
resistencias a los modos bajos los cuales el neoliberalismo persiste como mando
político y norma extractiva y también donde se mide la eficacia de los
“principio operativos de lo común” que alimentan la cooperación social. Hablar
de un realismo de la potencia y de instituciones de lo común implica asumir
este nuevo plano de complejidad al que hemos llegado por la dinámica de
valorización que las propias luchas van produciendo. En este sentido, la
actualización de la revuelta plebeya, tan fértil para el lenguaje y las
imágenes de transformación social en los últimos años, requiere volver a
debatir un horizonte programático en un contexto que se vislumbra teñido de
nuevas conflictividades sociales.
Si nos
hemos planteado aquí una crítica a la noción de movimiento sociales es, para
decirlo de modo sencillo, para evitar cualquier nostalgia que congele las
imágenes de los sujetos colectivos. Pero también para dar cuenta de un
dinamismo que comprende e involucra a buena parte de las premisas desplegadas
por los movimientos, adentro de un proceso de desbordamiento
continuo de sus prácticas y luchas. Nos referimos al cruce que detectamos entre dinámicas políticas de lucha y “economías populares” como modo de nombrar un nuevo
terreno más complejo pero al mismo tiempo más realista sobre el que pensar los
desafíos políticos del presente.
Es en ese tejido ambivalente y abigarrado donde, como
señalamos, se afirman modos de hacer, construir y laborar que no caben –e
incluso hacen fracasar– tanto los imaginarios y los lenguajes de los
tradicionales “movimientos sociales” como de las políticas de “desarrollo” e
“inclusión social” de los gobiernos progresistas. Pero es también allí donde la
cuestión de una democratización de la producción, de una eficacia de la
cooperación social para evidenciar otros criterios de organización y bienestar,
es puesta a prueba, experimentada y, también, enfrenta los problemas que están
en la frontera de lo pensable. Sobre ese terreno evidentemente más complejo se
debate también una nueva síntesis entre la autonomía, su enraizamiento y
traducción institucional y las formas de resistencia a la explotación.
***
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