Componerse con la ciudad
por
Pablo Sztulwark
“Es lícito
comparar, y no de manera metafísica (…) una ciudad con una sinfonía o un poema;
son objetos de una misma naturaleza. Posiblemente más preciso aún, la ciudad se
sitúa en la confluencia de la naturaleza y el artificio (…) Es a la vez objeto
de naturaleza y sujeto de cultura, individuo y grupo; vivido y soñado, la cosa
humana por excelencia”.
Claude Levi-Strauss, Tristes Trópicos.
En las primeras páginas de este libro planteábamos que
el campo del proyecto se estructuraba sobre algunos interrogantes
fundamentales. Uno de ellos se refería al aspecto material de toda
construcción, es decir a aquella manipulación material que involucraba
dimensiones tanto técnicas como simbólicas. El otro interrogante constituía a
la ciudad como la escena primordial donde transcurre la vida social humana.
Ciudad y civilización, tal como indica la etimología, son
dos conceptos emparentados. Los modos de hacer ciudad son también modos de
hacer cultura. Esta es la razón por la cual el rol de los arquitectos y
diseñadores es fundamental para indagar en los modos de habitar que presenta
una cultura, puesto que la tarea de ambos tiene directamente que ver con la
construcción de un mundo de sentido.
En esta pregunta por la materialidad de la vida, nos
detenemos ahora en la ciudad. No vamos a hacerlo al modo de un tratado acerca
de las formas urbanas, ni a la manera de una historia de alguna ciudad
determinada. Vamos a presentar más bien una serie de reflexiones organizadas
bajo la forma del ensayo y a desarrollar algunos conceptos. Estos conceptos,
además de ser enunciados sobre la ciudad, con todo lo que esto supone, pueden
oficiar de cañamazo para desplegar una práctica pedagógica.
Podríamos comenzar diciendo que la construcción del mundo cultural se
produce desde la materialidad del proyecto mismo. Formas y espacios se
articulan con un mundo cultural preexistente y resignifican ese mundo convirtiéndolo
en un nuevo universo de sentido.
La ciudad es la condición material por excelencia del relato urbano y se
expresa en materialidades múltiples y cambiantes, que como dice Jorge Sarquis
constituyen una cultura material. Todas las disciplinas del Diseño actúan de forma
indistinguible a la manera de una polifonía para construir el mundo urbano,
pero debemos recordar que construir y habitar son procesos sociales: no se
habita sino con los demás, y la ciudad es el espacio de “lo común”. Por eso los
procesos de la construcción material del mundo humano son consecuencia de
múltiples factores y actores proyectuales que equivocadamente considerábamos
subsidiarios de la Arquitectura y el Urbanismo, pero que hoy resultan difíciles
de separar de la dinámica de la construcción de la materialidad urbana y que
conjuntamente van produciendo lo que conocemos como segunda naturaleza o
naturaleza construida. Así pensada, la ciudad es producto del despliegue de la
vida misma, y no de la mera acción del diseñar.
Por un momento, dejemos de pensar en términos de diseñadores y no
diseñadores para reflexionar acerca de esa construcción colectiva que es la
ciudad misma. Seguramente de las obras que ha construido
el hombre la ciudad sea la más grande y compleja. Desde
la Antigüedad, la actividad urbana, modelada según cada cultura, fue el
epicentro del movimiento y el cambio de la vida social. Por eso dentro de
nuestras reflexiones nos interesa considerar a la ciudad como algo que se
emancipa siempre de su formalidad en el plano. La construcción material de ese
escenario de la vida va a ser ahora el centro de nuestra atención y el foco de acción
y pensamiento en el campo del proyecto.
El
continuo
Podríamos usar una magnífica imagen que nos ofrece Spinoza[1] en la que lo real se
define como todo aquello que se causa a sí mismo, es decir, que no está
determinado por nada exterior a sí, y a la vez como aquello que se está
haciendo todo el tiempo. A esto lo denomina “causa sui”. Aquí podríamos
utilizar la palabra real o la palabra naturaleza.
Vamos a intentar hacer una analogía con la ciudad y
concebirla como esa realidad material que está en perpetuo autoengendramiento, la
dinámica con la cual podríamos componernos.
Definir de este modo a la ciudad es convertirla en objeto de
composición y fuente de conocimiento. Y esto nos permite volver a las palabras
de Levi-Strauss: una ciudad es a la vez objeto de naturaleza y sujeto de
cultura. La realidad urbana, percibida como naturaleza por el hombre, es una
construcción social de enorme complejidad que se encuentra, precisamente,
naturalizada, es decir, homologada a lo natural. La ciudad se revela ante el
hombre que vive en comunidad como uno de los modos primarios de la naturaleza
social, o sea, como el modo más palpable de la realidad. Como veremos, esa
realidad no es una e inmutable sino que está en construcción permanente. Lejos
de ser un escenario dado, la ciudad se hace de capas en movimiento, y esas
capas en movimiento constituyen una dinámica. Es condición de lo humano ser
parte de esa dinámica, ser actor y a la vez hacedor de la ciudad en sus
múltiples dimensiones.
La ciudad, desde esta perspectiva , podría ser ese continuo
factible de ser percibido en sus distintas dimensiones. La ciudad puede ser
vista como una física, como una
organización material, también es posible concebirla como una geometría, como
una morfología, y ser entendida, por supuesto, como una estética y una
sociología. Pero además, puede ser vista como una poética, como un cuerpo que
va produciendo su propia lengua, un devenir que contiene un ritmo a la manera
de una música. Como decíamos, una polifonía.
La ciudad es ese continuo donde la vida va construyendo
mundo. Por eso pensamos a la ciudad como fuente de conocimiento y objeto de
composición, particularmente para nosotros, arquitectos y diseñadores.
La ciudad está ahí para ser interrogada, y en esa interrogación
la ciudad nos afecta al mismo tiempo que resulta afectada. La afección de la
ciudad es un modo del conocimiento en el que vamos a detenernos, y la mirada es
la herramienta fundamental en ese acercamiento. Esa es la razón por la cual
partimos de la mirada, o más bien de las
miradas, que son múltiples y que condensan un conjunto de operaciones y
procedimientos con los cuales construimos el mundo, o construimos mundo. Si nos
referimos a la ciudad, mirar no es aplicar el ojo a un dispositivo técnico para
descubrir algo que estaría vedado a la mirada “natural”, sino abrir la
sensibilidad, descubrir nuevos modos de sentir y pensar cada una de las
configuraciones urbanas que se abren ante nosotros.
Formas
de mirar
Todas las disciplinas que forman parte de nuestro campo están
presentes en la ciudad. Si sacáramos una foto al azar mientras caminamos por la
calle, en esa imagen podríamos reconocer la interacción de todas ellas. Y si
multiplicáramos el ejercicio, en una sucesión de fotos aparecerían los diversos
diseños con diferente grado de intensidad construyendo mundo. Si quisiéramos
poner el énfasis en uno de los diseños en particular, aun si voluntariamente
pretendiéramos aislarlo, nunca lo hallaríamos en estado puro. Parece imposible encontrar un
diseño actuando en soledad, y cuando observamos los diseños, siempre asistimos
a su interacción. Solo una mirada pre-constituida en lo disciplinar puede
operar sustrayendo una disciplina del Diseño.
INSERTAR FOTO ANA AMOROSINO
En otras palabras, una disciplina del Diseño no está situada
en un determinado lugar de la ciudad para cumplir una función específica, sino
que ocupa un determinado lugar, desempeña la parte que le toca en una
construcción de sentido general. Diseño y arquitectura están presentes en todas
partes e, insistimos, a la manera de una polifonía: desde las fachadas de los
edificios hasta la elección del embaldosado de las veredas, desde la señalética
que orienta o desorienta transeúntes hasta las gamas cromáticas que fundan su
identidad, una ciudad habla en múltiples sistemas de signos.
No hay diseño que no esté incluido en el mundo espacial. Al
mismo tiempo, cada uno de los diseños contiene de algún modo a los demás. Y
cada objeto que nos rodea podría ser una prueba de ello. Por ejemplo, si me
detengo en la ventana que está frente a mí, puedo preguntarme a qué mundo
pertenece, si al del Diseño Industrial, si es un objeto de la Arquitectura, si
es parte de la imagen del edificio, si pertenece al mundo de la comunicación o
a cualquier otro mundo del diseño. Y sucede lo propio con cualquier objeto del
Diseño Industrial que pueda contemplar en una fotografía. Por más que la
conciencia del diseño a una escala tan vasta (en la inmensidad de lo grande y
en la vastedad de lo pequeño) sea relativamente reciente, éste se presenta en
la urbe desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, fue la Modernidad la que hizo
foco en el diseño como práctica, y esto sucedió porque primero había
problematizado a la ciudad misma.
Esa misma Modernidad nos había habituado a concebir la
ciudad como un determinado modo de la organización material de lo existente en
conglomerados humanos supernumerarios. Para esa mirada sobre la ciudad, el
concepto clave es la planificación, la organización y la administración de lo
existente. Lo que escapase a la planificación, lo espontáneo, aquello perpetuo
producto de la vida y que nunca se detiene, no era tomado en cuenta por las
estrategias de los Estados nacientes. De allí que esta mirada centralista y
planificadora jerarquizara los lugares y los recorridos. En Ficciones de lo habitar pusimos en
cuestión este concepto de planificación que es nodal en las estrategias
macropolíticas modernas, y lo hicimos apelando a
algunos conceptos de la psicoanalista y curadora brasileña Suely Rolnik.
Rolnik diferenciaba dos modalidades de captura de lo
existente a través de dos tipos de mirada radicalmente distintos: la mirada
cortical y la mirada subcortical. La cortical es aquella asimilable a la mirada
“objetiva”, distanciada, en cierta medida desapasionada. Es la mirada moderna
por excelencia, la exigida y enseñada en las instituciones disciplinarias. La
mirada subcortical, en cambio, proviene de las vísceras, como hermosa metáfora
para decir que se estructura desde el cuerpo, desde esas vivencias y experiencias
corporales que determinan una forma sensible de leer lo existente. La mirada
subcortical supone abandonar la contemplación fría y distanciada, mirar según
la afección del mundo, poner en primer plano la subjetividad en la
consideración de lo que se mira.
Recuperando estos dos tipos de mirada y aceptando cierto
grado de esquematismo en su presentación, podemos distinguir dos modos de
relacionarnos con lo urbano. Un primer modo, acorde con la mirada cortical,
jerarquiza y pondera los lugares en función de una supuesta importancia
(histórica, cultural, simbólica). El segundo modo, acorde con la mirada
subcortical, sería aquel que está abierto a la contingencia, que da primacía a
las situaciones y a las vivencias singulares de la vida de la ciudad. Y si
distinguimos estos dos modelos, no es para privilegiar uno sobre otro, sino
para reconocer distintas modalidades de entrar en relación con el mundo, de la
misma manera en que, cuando nos referíamos al enseñar, reconocíamos los
dispositivos jerárquicos modernos y también nos deteníamos en aquello que
Deleuze denominaba composición con el mundo como forma de aprender. Enseñar,
aprender y construir son procesos paralelos y hermanados.
Considerando aquello que denominamos realidad, habíamos
visto también cuán fértil resultaba la idea de Spinoza acerca de lo real como “causa
de sí", como perpetuo autoengendramiento, pues lo real es, según esta
mirada, un devenir. Y esa dinámica que es lo real mismo, que se conecta con
nuestra idea de realidad, también está en continua metamorfosis. La realidad
tiene una materialidad tan mutante como la materialidad urbana: por eso podemos
decir que la realidad urbana es perpetuo autoengendramiento, y que entonces
forma parte de “lo continuo”.
Sin embargo, las primeras miradas que nos legó la Modernidad
respecto de cómo considerar la ciudad eran precisamente lo inverso de esta idea
de “causa de sí”. La Modernidad, que en los distintos contextos estaba
interesada en construir una historia nacional anclada en hitos espaciales concretos
y definidos, propuso un enfoque que podemos asimilar claramente al concepto de
mirada cortical. Esa primera problematización moderna de
la ciudad nos legó dos modos de pensarla, dos perspectivas que se corresponden
con la reacción ante esa multiplicidad de factores complejos que significó,
tras la primera Revolución Industrial, la afluencia de poblaciones periféricas
hacia los centros urbanos.
La primera de esas perspectivas es la que considera a la
ciudad como un objeto de estudio al cual hay que se acceder como conjunto de
conocimientos para luego actuar sobre ella. Es una concepción que supone
primero un relevamiento y luego cierta acción sobre la materia relevada a fin
de obtener determinados resultados. Desde ese punto de vista, la ciudad es una
estructura de relaciones que pueden ser pensadas, planificadas y previstas.
Pero podríamos inferir que cualquier planificación o concepción fuera del
autoengendramiento, que se le impone al autoengendramiento, es la producción de
un “discontinuo”.
Así, en un ejemplar singular de la Enciclopedia Británica,
una entrada relataba las aventuras y desventuras de Tlön, y otro texto toda su
mitología, su cultura, arquitecturas y lenguas. Y bajo este afán descriptivo,
el cuento de Borges no hace sino narrar la vida imaginaria de una ciudad
inexistente. La descripción en todos los detalles, en todas las minucias, no
puede ser sino otra forma de la ficción.
La segunda mirada, también de cuño moderno, tiende a ver a
la ciudad como a un organismo vivo en perpetua metamorfosis. En un linaje
spinoziano, la ciudad se ve como una entidad en perpetuo autoengendramiento, pero
en el sentido en que puede ser autoengendramiento la misma naturaleza. Así como
la naturaleza es en Spinoza “causa de sí”, la ciudad tiene una dimensión de “causa
de sí” en la medida en que podría homologarse a la naturaleza del hombre. La
comparación que fue tan propia en la Modernidad entre ciudad y organismo no solo
tiende un puente entre una construcción humana y algo dado del orden de lo natural,
sino que también supone que la ciudad es el medioambiente “natural” de los
seres humanos, su modo más básico e instintivo de vivir juntos, y que por eso
la ciudad debe ser tratada como un continuum
de lo natural.
Desde esta perspectiva, la acción de quien está trabajando
sobre la ciudad o reflexionando sobre ella se deriva de cómo está implicado en
ese derrotero, en esa dinámica, de cómo se involucra funcionalmente con ese
organismo que es la materia urbana misma. Ya no se trata aquí del punto de
vista de una planificación desapegada u objetiva: esta segunda mirada supone
pensar a la ciudad envuelta en los propios ritmos y atravesada por las propias
dinámicas y producida por sus propias temporalidades.
Es en este sentido que nos interesa sumar a nuestra reflexión
las ideas de Henri Meschonic, pensador francés que inscribe su pensamiento en
la filosofía de lo continuo, es decir en esa tradición filosófica que discute
con la herencia de la metafísica griega de raigambre platónica. Para esta
tradición, se plantea un primer problema en los discontinuismos que jalonan la
historia del pensamiento occidental, desde la teología política al
contractualismo liberal, desde la filosofía de cuño heideggeriano al
estructuralismo como modo “científico” de organizar ciertas ciencias humanas.
El problema es que todas estas formas de mirar dividen el mundo entre un campo
privilegiado y otro de menor jerarquía, y que dentro de este último suele
quedar la materialidad corporal y la heterogeneidad de lo sensible. Meschonic
critica precisamente este aspecto del pensamiento discontinuo: que privilegia
un eje de la existencia y luego deriva el resto de él, como si fuera causa de
un efecto necesario. Aun más: Meschonic invierte la relación lenguaje-cuerpo
para afirmar el vínculo cuerpo-lenguaje. La lengua, entonces, ya no es para él una
matriz semiótica-sintáctica que “explicaría” un mundo dado; por fuera de toda
prefiguración: ve a la lengua como una corporeidad poética y rítmica en la que
el signo nunca es sino contraparte del ritmo, ya que éste es su corporeidad. La
lengua se constituye en y con la realidad.
Entonces, partiendo de Meschonic, podemos ver a la ciudad en
sus continuidades, es decir, por fuera de las prefiguraciones y representaciones, por fuera de las “ideas” previas,
de modo tal de intentar percibir el continuo de su sentido no traducible
semánticamente sino bajo la forma de sensibilidades, como potencia autora de su
propia lengua. Si consideramos que hay una relación entre el continuo que es la
vida, el mundo y la ciudad, podemos considerar también que la vida misma
construye la ciudad y arma ese sentido que va cambiando incesantemente, sin
idea de trascendencia como plan prefigurador que “baja”, o se aplica, a una
realidad sensible.
Contexto
Si delineamos estos distintos tipos de mirada, es por dos
razones específicas. Una de ellas responde a que son producto de la Modernidad,
interesan en la medida en que suponen la primera conciencia de sí de la ciudad
y están en el origen de aquellos estudios que constituyeron ese urbanismo
arcaico –aunque moderno– del cual el urbanismo actual es heredero. En segundo
lugar, porque son perspectivas muy naturalizadas aun fuera del campo específico
de quienes realizan estudios sobre la ciudad, y por ende, tienen efectos
concretos en múltiples prácticas que se desarrollan en la urbe, y no solo en
aquellas que se relacionan con la planificación misma. Delinearlas nos permite
comprender por qué se implementan ciertas estrategias y por qué se dejan de
lado otras.
El hecho de determinar estrategias
tiene que ver con el concepto de jerarquización. Por esa razón señalábamos que
el urbanismo moderno se estructuraba alrededor de una idea de planificación que
jerarquizaba diferentes espacios sobre otros. De un modo paralelo a cómo se organizaba ese conocimiento moderno y disciplinar,
así se organizaron los espacios. Y por eso nos interesa traer el concepto de sabiduría que nos ofrece
François Jullien en su libro Un sabio no
tiene ideas. Este concepto de sabiduría consistía en tener varias ideas en
juego sin que ninguna primara sobre las demás, sin que hubiera una jerarquía de
ideas sino un equilibrio entre múltiples puntos de vista que abrieran una nueva
instancia de consideración de lo existente. Ese sabio no “poseía” ideas, por lo
tanto no se arrogaba un saber acerca de lo real que permitiera dictaminar sobre
él, es decir, jerarquizar y –por qué no– planificar. Más adelante desplegaremos
las ideas de Jullien de manera más directa, pero nos es necesario adelantar
algunos planteos básicos para aproximarnos a estos problemas.
Poner en cuestión la planificación
es, por lo tanto, intentar no romper el continuo sino componerse con él, es
decir, permanecer abierto a ese fondo del mundo. No tener ideas, si pensamos en
el espacio urbano, podría significar no privilegiar en el sentido de las
jerarquías, no plasmar sobre el mundo visiones preconcebidas, manteniendo sobre
esa materialidad una visión abierta y sin posiciones fijas. Dicho de otro modo,
dejar por un momento de lado todas aquellas ideas que en la Modernidad
sustentaron las prácticas de planificación urbana.
Observo la ciudad, la conozco, puedo hacer, por ejemplo, un
estudio acerca de cómo está estructurada.
Pero eso que parece conocimiento sobre la ciudad es solo una lectura que
deja afuera a otras, en la medida en que parte de un punto de vista fijo. De
aquí nuestro interés en volver a Jullien para intentar que nuestros acercamientos
iniciales no partan de un punto de vista predeterminado, pues esa primera
mirada, por más despojada que parezca, ya incluye un saber que es organizativo
del modo en que esa mirada se vuelca sobre el mundo. Es lo que sucede cuando,
considerándome afuera de un determinado objeto de estudio, lo tomo, lo
clasifico y lo organizo. Sucedería con cualquier objeto, pero es particularmente
claro con la ciudad: si ese objeto que tomo entre mis manos es la ciudad misma,
dejo necesariamente afuera otras dimensiones que resultan tan importantes como aquellas
que elegí como punto de partida. Este problema es central para la consideración
de la Arquitectura y los Diseños, pues la palabra “contexto” pasa a referir a
una composición de extrema complejidad. Lejos de ser un “marco”, eventualmente
un escenario dado, el contexto me involucra y me convoca desde el mismo acto de
componerlo. El contexto, de hecho, es una forma de la mirada. Por eso también
es una forma de la afectación. Si el entorno físico puede ser establecible, el
contexto me incorpora, me interpela y me hace imprescindible.
La
ciudad, una experiencia espacio-temporal
Si nos preguntamos por la materialidad de la ciudad,
encontramos dos atributos primordiales que la constituyen. Ellos son la
espacialidad y la temporalidad, pues la ciudad no es solo trama de relaciones
espaciales donde cualquier punto puede construir sentido. La ciudad es también
una experiencia temporal. ¿Pero por qué nos referimos a temporalidad, y no
meramente a tiempo? ¿Por qué hablamos de espacialidad, y no solamente de
espacio? ¿Por qué no podemos pensar ambas dimensiones sino en relación? La
ciudad, de hecho, es una experiencia espacio-temporal A eso nos referiremos en
las líneas que siguen. La práctica que propondremos está signada por estas cuestiones.
Para abordar nuestra problematización de lo urbano, nos
interesa qué tipo de relación es la que se da por obvia entre tiempo y espacio.
Para la cultura espacial (y por ende proyectual) el punto de inicio es una
realidad que supone al espacio dado como materia. Se parte de la idea de un
espacio objetivo, medible, clasificable y estudiable. De la misma manera, se da
por supuesto un tiempo que es medible y objetivo. Pero así como existe una
duración subjetiva que cada uno de nosotros puede corroborar respecto de una
extensión temporal cualquiera, existe un modo de vivir el espacio que es
también singular y subjetivo.
El espacio como entorno
físico y material, tiene una dimensión que es pasible de ser medida y
estudiable, y por ende planificable. La espacialidad, en cambio, es el
resultado del acto subjetivo de habitar y nominar el espacio. La espacialidad
refiere a una constitución de sentido a partir del habitar que excede totalmente
al espacio como mensurable y objetivo. Si consideramos un espacio cualquiera,
por ejemplo, uno que mida tres metros por cuatro de largo y ancho y otros tres
metros de altura, ese espacio será “objetivamente” igual aquí o en otro lugar
del globo. Pero si a ese volumen lo denomino “aula”, abro un tipo de espacio
que no será igual a ningún otro espacio similar en medidas, ni siquiera en
funciones, pues aquello que se abre en el nombrar es la dimensión misma del
habitar, tan singular como la cultura y sus prácticas.
Con el tiempo y la temporalidad sucede lo mismo. De hecho,
la temporalidad es ese modo de habitar el tiempo que proviene de la vivencia
propia. Pero así como en la perspectiva moderna el espacio era concebido como
dado e inamovible, el tiempo, en esta perspectiva, se consideraba como aquello
que va transcurriendo en un espacio dado como marco. Esta manera de ver las
cosas, sin embargo, podría invertirse: ¿qué sucedería si consideráramos, por el
contrario, que “hay” un tiempo (que sería la materia que constituye el sentido)
y un espacio que transcurre en el tiempo? Este segundo modo de enunciar las
cosas tiene mucho que ver con el enfoque que considera a la ciudad como una dinámica,
como un devenir, mientras que el primero se vincula claramente con aquel que supone a
la ciudad como agrupación de puntos prefigurada y jerarquizable en el sentido
de construcción de una historia. A partir de estas razones, vamos a considerar
de aquí en adelante que espacio y tiempo están mutuamente involucrados: el
espacio-tiempo es el modo de despliegue de lo humano.
El autoengendramiento se está haciendo todo el tiempo: en
nuestra perspectiva, la materia no es el espacio y sus objetos, sino la temporalidad.
El objeto de la ciudad, entonces, es la temporalidad. Pero considerando el tema
desde este ángulo, se nos hace necesario adentrarnos más en la idea de
temporalidad, y para ello podemos hacer una diferenciación entre duración y
temporalidad.
Vamos a denominar duración, tal como señala Bergson, a
aquello del tiempo que puede ser medible, y denominaremos temporalidad a todas
las dinámicas que, como tales, no pueden ser medibles sino interpretables o
habitables. Este abordaje supone cuestionar esa línea de tiempo que había
desplegado la Modernidad según un ideario de progreso: siempre mejor, siempre
adelante. El sueño de la razón era la prosecución de la Historia hacia un
futuro de mayor bienestar, es decir, un tiempo que avanza desde el pasado hacia
el futuro, como una flecha ascendente. Nuestras sociedades occidentales también
naturalizaron este sentido del tiempo: un tiempo que siempre avanza.
Podemos pensar que la espacialidad del tiempo es una manera
de estar en el tiempo, y para eso podemos evocar una anécdota que relata el
diálogo entre un antropólogo y un habitante del Amazonas en su recorrido en
canoa por el río. A propósito del tiempo, el antropólogo le señalaba a su interlocutor
que el futuro se situaba adelante porque es lo que está por venir, mientras que
el pasado se hallaba a nuestras espaldas, porque contenía lo conocido.
Asombrado, el habitante del Amazonas encontraba que, por el contrario, el
pasado se sitúa adelante, ya que lo puedo ver –sé lo que sucedió–, mientras que
el futuro está detrás, dado que no puedo verlo –va a suceder–. La ubicación
espacial del tiempo (futuro hacia delante, pasado detrás) ya supone enormes y
complejas operaciones de conceptualización. ¿O acaso Agustín, el primero en
tematizar el tiempo desde un discurso introspectivo, no consideraba al futuro
como viniendo hacia el alma y corriendo hacia el pasado?
Distintas paradojas se activan si
consideramos el tiempo. La propia idea de cronología queda en jaque. La
cronología supone que hay diversos instantes, por ejemplo A, B y C, que
transcurren “en orden”, “sucesivamente”. Ahora bien, ¿no era Borges, cuando
consideraba a Kafka y sus precursores, quien señalaba que no habría precursores
de no existir el mismo Kafka, es decir, de no estar primero el sucesor, que forja
al precursor? ¿Y no observaba Deleuze que la repetición se constituye cuando el
segundo estímulo resignifica al primero, dándole al primero carácter de primero
y al segundo carácter de segundo?
Tiempo,
ciudad, memoria[2]
El problema del tiempo, de la temporalidad y de la duración
queda en evidencia si observamos cómo se despliega en lo urbano la dimensión de
la memoria. Si la ciudad es la memoria (o, como se dice en algunos casos, la
“contiene”, la “conserva”), si pensamos que esta última está condensada en
puntos jerárquicos, monumentos, museos, archivos, etcétera, nos haremos una
determinada idea de qué es esa memoria, y de qué es esa ciudad en función de su
historia. En cambio, si pensamos que la ciudad es una suerte de enorme
superficie de memoria donde se construye una trama de sentido a partir de las
múltiples memorias, nos haremos una idea radicalmente distinta sobre qué es la
memoria y qué es la historia de la ciudad y de la comunidad.
Según la primera consideración de la memoria, aquella que la
encuentra nucleada en lugares específicos, esta memoria puede organizarse. Así
procedió el modo histórico tradicional de construirla: mediante archivos,
monumentos, museos, y una serie de marcas que se imprimen en la misma ciudad.
La organización de la memoria da lugar a una determinada escritura de la Historia.
Esa tarea fue una de las primeras que llevaron adelante los Estados-Nación
modernos, en la necesidad de dotarse de elementos que permitieran una
identificación comunitaria y una determinada soldadura en mundos de sentido
asociados a “lo nacional”. La marcación de la ciudad tuvo así un lugar
relevante en dicha constitución de sentidos, y por eso esas marcas, esas
huellas, son las que comienzan a discutirse a lo largo del siglo XX junto con
una problematización del sentido de la Historia con mayúsculas.
Decíamos que hay otro modo de considerar la memoria y la
memoria urbana, y que esta segunda manera apela a la implicación en la trama de
sentido de la ciudad, a la no jerarquización de experiencias de la Historia y a
la no condensación en puntos específicos. Desde este horizonte la historia de
la comunidad habla desde cada una de las piedras de la ciudad. Desde ya que
esto también supone la existencia de marcas en la superficie de la urbe, las
cuales no están regimentadas a partir de una posición jerárquica o central,
sino que obedecen más bien al modelo de la inscripción
colectiva. Y esa memoria urbana, colectiva, habla polifónicamente y sin
discontinuidades, es pura potencia desplegada del cuerpo social que la va
construyendo en su propia lengua.
Desde este último punto de vista, podemos afirmar que la
memoria es la ciudad misma, y no una producción estatal, gubernamental, o
institucional. La memoria es imprevisible, porque se amolda a lo vivo de la
experiencia. Y no sería memoria si no tuviese conexión viva con esa experiencia
que, desde el tiempo, todavía tiene la capacidad de inquietarnos. La ciudad no
sería ciudad si fuera piedra estratificada, inmóvil, lugar de marcas y trazados
abstractos. La ciudad no sería ciudad si no fuera ese devenir que
incesantemente buscamos interpelar. Sucede que más allá de la estructura, la
dinámica de la vida hace ciudad, porque el hombre es el ser viviente que sabe
crear espacio-tiempo más allá de la literalidad del espacio, que sabe armar para
moverse entre distintas capas de sentido. Esa es la razón por la cual
postulamos “lo continuo” como relación constitutiva entre “vida-ciudad-mundo”.
Desde los múltiples tejidos de sentido, desde sus dinámicas
y su perpetuo movimiento, nuestro campo, el campo del proyecto, participa en la
construcción de mundo y en la articulación con las memorias: precisamente de lo
que se trata es de volver la mirada hacia cómo se produce esa construcción.
Mencionábamos los modos que asume la memoria porque poníamos
el énfasis en cómo se consideraba a la ciudad como contexto (descriptivo, o
cargado de informaciones de índole histórica, etcétera). Pero hay además una
experiencia espacio temporal que se asocia con las dinámicas de la vida en la
ciudad, y que es propia de este modo de vida y de ningún otro. Y esa relación
entre espacio y tiempo, que para cualquier moderno es obvia, se construyó a lo
largo de siglos y supuso una nueva vivencia de lo urbano.
Tiempo
y actualidad
Quizás demos por sentado que el
pasado ya ha transcurrido, está fijo y es inmutable. Sin embargo, para un
historiador se trata de lo contrario: lo que cambia continuamente es el pasado.
Basta con observar las sucesivas líneas interpretativas en la historiografía
para constatar que si existe algo sobre lo que no hay acuerdo es el pasado
mismo. Quizás lo que suceda, y este es otro tema en el que debemos detenernos,
es que el tiempo, para la experiencia humana, es totalmente heterogéneo, más
allá de que tenga una dimensión de apariencia homogénea y que por lo tanto sea
medible.
Quizás la imagen más potente que
podemos utilizar para referirnos a la relación espacio-tiempo en el sentido en
que la planteamos es la que nos ofrece Paolo Virno. En El recuerdo del presente, Virno no elige la sucesión
pasado-presente-futuro como dinámica del tiempo sino que postula la relación
virtual-actual como constituyente de eso que denominamos realidad. El
antecedente es Bergson, quien planteaba a propósito de la experiencia del déjà-vu que la existencia llamada “real”
estaba duplicada, de algún modo, por otra existencia a la que denominaba
“virtual”. Ahora bien, esta virtualidad actuaría a la manera de una imagen
especular sobre cada instante, siendo entonces cada momento una instancia
doble, con dos aspectos, uno actual y otro virtual, el primero que corresponde
a una modalidad de lo real, y el segundo a una de lo posible.
De hecho, la operación de inmanencia más asible es la
operación de actualización: así la heterogeneidad del tiempo, como propone Virno,
se pone de manifiesto de modo paradigmático en la experiencia ya mencionada del
déjà-vu. Éste es para Virno la
representación del tiempo histórico en una concepción de tiempo inexplicable
desde la tríada pasado-presente-futuro. Por eso es fundamental la tensión virtual-actual:
toda experiencia temporal es para Virno una actualización de una virtualidad, y
también de una espacialidad. A esta actualización permanente es a lo que
denominamos “lo continuo”, o autoengendramiento.
Una forma de la actualización de lo
virtual sería esa relación que se expresa a cada instante entre
vida-mundo-ciudad, de modo tal que podemos retomar esta idea considerando la
vivencia espacio-temporal de la urbe. La experiencia urbana puede ser vista
como una actualización temporal, como una virtualidad que se actualiza en
permanencia. Tomemos como ejemplo la oposición
conocida, en algunos espacios urbanos, entre “ciudad vieja” y “ciudad nueva”: no
habría tales ciudades que se suceden una a otra, sino múltiples ciudades, de
distintas dataciones, todas ellas contemporáneas y actualizadas a través de las
miradas, de la experiencia vital.
Así, las miradas sobre la ciudad son de actualización. Unen
diferentes puntos de virtualidad que no refieren a una única actualización, ni
a un conjunto de miradas preestablecidas y ya discontinuadas. En esto radica el
interés que tenemos por volver al tema del dispositivo, y por plantear desde
allí una serie de ejercicios que son, a su vez, actualizaciones de esa
virtualidad infinita. En esas actualizaciones se despliegan modos de mirar que
intentan no ser puntos fijos ni confirmaciones de saberes previos; más bien aspiran
a conformar dispositivos que nos provean de imágenes inéditas en el sentido de
nuevas configuraciones de lo mismo.
Esas miradas van a apelar a lo que
Virno, retomando a Marx, denominaba general
intellect. En Marx, esta expresión refería a un saber científico, a un tipo
de conocimiento patrimonio de una época. Ese general intellect eran abstracciones sobre lo existente que
determinaban lo existente. Por eso nuestro autor enfatiza que el general intellect “es el estadio en el
cual las abstracciones mentales son inmediatamente, de por sí, abstracciones
reales”[3], desde el momento en que
son lugares comunes del pensamiento que tienen directa conexión con lo
existente. En la actualidad el general
intellect se hace presente como comunicación y autorreflexión, pero en sí
mismo no es un conjunto de conocimientos obtenido de forma colectiva sino una
capacidad de pensar, una facultad, tal como la
llama Virno, propia de la especie, más allá de su realización. El general intellect, entonces, es parte
del conocimiento social, y forma en gran medida esa idea de composición con el
mundo que luego hace cada individuo singular, componiéndose con ese continuo y
con la vida que se va haciendo ciudad.
La ciudad es una dinámica propia, causa de sí que se hace a sí misma con
sus propias potencias. Percibir a la ciudad no desde las dinámicas sino desde
la forma exterior suscita el riesgo de que el diseño sirva únicamente para disciplinar
las formas de vida que la componen.
Por ello elegimos una teoría de la ciudad como continuo,
donde aquello que en tantas oportunidades fuera leído como violencia pueda
leerse ahora como la afirmación de cuerpos que componen bajo designios
diversos. La dinámica de lo real se encuentra constituida por la causa sui; ontológicamente, es de
carácter relacional. Nosotros somos parte de ese proceso, no observadores o
actores externos, pero también podemos ser causa del mismo: creando afectos,
estéticas, lenguajes, nuestra acción sería de actualización de una virtualidad,
y no de planificación, ni prefiguración, ni disciplinamiento, de modo tal de
abrirnos un espacio propio de pensamiento en tensión con otras fuerzas.
Una
práctica
Comenzamos a imaginar una práctica con toda esta ambición
teórica tratando de experimentar dispositivos que nos ofrezcan otros modos de
construir saber, modos de composición con el mundo.
Sabemos que el modo de saber dominante mira a la ciudad de
manera descriptiva y enumerativa, y por eso debemos encontrar los medios para
que otras imágenes puedan aparecer. Comenzamos entonces a experimentar con
modos operativos, diseñamos procedimientos que se constituyen en una especie de
“máquina para mirar”, una máquina que provea de esas imágenes que la mirada
preconfigurada suele ocultar.
El dispositivo que usamos orienta la mirada a dejarse
afectar no solamente por aquello que está jerarquizado como trascendente en la
ciudad, sino por todo lo que la mirada orientada pueda descubrir, por qué no
inventar, es decir, el espacio-tiempo y los objetos que lo conforman en su
estado de inmanencia.
Si la ciudad es vista en su dinámica espacio-temporal, la
ejercitación deberá presentarse bajo la forma de distintos relatos posibles
sobre ella misma, muchos relatos, relatos incluso superpuestos unos con otros,
ya que la experiencia urbana es precisamente el entramado de múltiples relatos
entrelazados en recorridos que la van constituyendo. Relatos de realidad
material que van construyendo contexto, distintos contextos.
Además, el dispositivo deberá dejar de lado la posición del
saber y el no saber, y plantear problemas, hipótesis frente a los cuales
debamos -todos– volver a pensar, descubrir, inventar; deberá aspirar además a
producir una composición con el mundo como el nadador con el agua.
Veamos algunos ejemplos:
Si tomamos un tramo de una calle, una avenida, un área o
simplemente un recorrido en la ciudad y pedimos un relato compuesto por
imágenes, dibujos o fotografías, es muy probable que lo que recibamos como
primera respuesta sea un relato que vea al espacio urbano que se está
observando, con una mirada prefigurada, jerárquica. ¿A qué llamamos mirada
prefigurada? Nos referimos a que ese relato estará compuesto por las imágenes
ya cargadas previamente de sentido. Los
monumentos, los edificios representativos, los puntos esenciales en el
recorrido, plazas, esquinas, usos habituales, etc. No negamos la importancia de
este relato, simplemente lo consideramos uno más, y además pensamos que
invisibiliza otros infinitos relatos posibles, que aunque no visibles, están
presentes y actuando en la construcción de mundo que estamos tratando de hacer.
Además insistimos en que lo que llamamos contexto y su
complejidad, es un entramado, una maraña compuesta de múltiples relatos
superpuestos y que solamente son perceptibles si podemos atravesar la mirada
prefigurada. Si podemos inducir a otras miradas intencionadamente dirigidas a
verlos, si podemos suspender la mirada automática. Porque que no se vean
automáticamente, no quiere decir que no estén ni estén actuando.
Por eso aspiramos a construir puntos de vista que incluyan
esas distintas miradas, que serán personales pero que se trabarán con otras
tantas con el objetivo de construir entre todas ellas la mirada más
complejizada posible de lo que llamamos contexto en nuestro campo, la
construcción de mundo, mundo material .
Los trabajos que presentamos intentan dar cuenta de los
procedimientos enunciados y del lugar de enunciación que asumimos como cátedra.
***
* El presente texto es el cap. V de Componerse con el mundo. Modos de pensamiento proyectual, de Pablo Sztulwark (Sociedad Central de Arquitectos, 2015)