Pensar y habitar el conflicto. Entrevista con Miguel Benasayag

por David Domínguez González



Miguel Benasayag, escritor, filósofo y psicoanalista francoargentino, se sumó con apenas diecisiete años al Ejército Revolucionario Popular para luchar contra la dictadura argentina. En 1975 fue capturado y sufrió tres años de prisión y torturas, aunque gracias a la doble nacionalidad y a una maniobra diplomática fue liberado en 1978 y expulsado a Francia. En la actualidad participa en diversos movimientos asociativos como «No Vox», «Malgré tout», «Laboratoires Sociaux» o «Act Up». Su escritura, a menudo realizada a dúo, gira en torno a tres aspectos recurrentes: la crítica del humanismo y la concepción moderna de la conciencia, el psicoanálisis como clínica y terapia de la multiplicidad y el análisis de las nuevas formas de compromiso o politicidad radical existentes. En 2012, Miguel Benasayag visitó el CBA con motivo de la publicación en castellano de Elogio del conflicto, una obra escrita junto a Angélique del Rey, que trata de reconsiderar el concepto de conflicto al margen de los esquemas identitarios o teleológicos en los que siempre tendemos a enclaustrarlo.

En Elogio del conflicto, Angélique del Rey y usted realizan dos afirmaciones que pueden causar cierta perplejidad. En primer lugar, señalan la necesidad de abandonar una concepción instrumental del conflicto, en tanto que etapa intermedia en pos de algo distinto a ella misma. En segundo lugar, reivindican una comprensión del conflicto en la que este no se agote en una confrontación entre dos entidades en pugna, capaces de existir antes –de hecho y de derecho– de su enfrentamiento. Siguiendo estas líneas, ¿podría explicarnos en qué consistiría la perspectiva de análisis que inaugura esta «ontología del conflicto»?

En realidad, la cuestión del conflicto es central en nuestra sociedad postmoderna. Salimos de una época, la Modernidad, en la que la humanidad occidental se estructuró alrededor del mito del progreso y la creencia en un futuro positivo. Esta cosmovisión partía de la base de que el Hombre, al final de la Historia, iba por fin a ocupar el lugar de la divinidad, emplazando la realidad en una suerte de teleología. El camino estaba jalonado por negatividades que debían desaparecer. Así, la explotación era una negatividad, la miseria o la enfermedad eran también negatividades, que estaban abocadas a desaparecer en el final de la Historia. Es preciso señalar que la Modernidad fue la única cultura humana que apostó por la hipótesis de que la negatividad debía desaparecer algún día: las demás formas culturales han mantenido muy diversas negociaciones con la negatividad, pero siempre se trataba de tratos orgánicos, es decir, que la incorporaban de un modo u otro. En el seno de la Modernidad, el conflicto está siempre en camino hacia su disolución. En el momento en que este dispositivo antropológico e histórico de la Modernidad desaparece –científicamente hacia 1900 y social y políticamente hacia 1980 o 1990–, comienza esta época extraña que se llama hipermodernidad o postmodernidad, una época en la que la negatividad que debía desaparecer vuelve sobre nosotros, y no sabemos qué hacer con ella porque carecemos de un pensamiento del conflicto como algo permanente. Por el contrario, la Modernidad sólo nos ha legado una idea del conflicto como algo que debe desaparecer. Por eso nos parecía central entenderlo no ya como simple enfrentamiento entre unas entidades dadas (individuos, pueblos, clases) sino como base del tejido social.

En efecto, en algunas partes del libro hacen referencia a la idea de que el conflicto no es algo –o no sólo es algo– fenomenológicamente aprehensible, sino que plantea también un modelo ontológico de funcionamiento, como si las cosas se desarrollaran de acuerdo a la modalidad del conflicto. ¿Quiere esto decir que no podemos limitar el significado y el alcance del conflicto a los niveles puramente «representativos» de los grupos humanos?
Desde el punto de vista filosófico más clásico, esta idea tiene dos bases: una es Spinoza, para quien el hombre «no es un imperio dentro del imperio», y la otra es Leibniz, que concibe el existir como conflicto, lo que hace que no todo lo posible sea com-posible. El conflicto tiene una naturaleza ontológica que lo sitúa más allá del campo de las representaciones humanas que, de hecho, pueden considerarse «adecuadas» cuando piensan la realidad en términos de conflicto. Adecuadas a ese movimiento del ser, que es conflicto entre esencias, como diría Leibniz. Dicho en términos más actuales, se trataría de concebir la realidad como multiplicidades sin síntesis, de alcanzar una comprensión de la realidad en la que la incorporación de lo negativo no tuviese lugar en términos de lo que debe ser explusado sino como lo que interviene de forma permanente. Desde este punto de vista, existe una raíz ontológica del conflicto en la medida en que la estabilidad del ser, de lo que existe, está muy lejos del equilibrio. Todo equilibrio es una pérdida de potencia, una pérdida de ser. Y toda forma de estabilidad que integre la vertiente orgánica, la vida y el desarrollo de la potencia, estará lejos del equilibrio.
Entonces, ¿podríamos pensar que se trata de una realidad pre-humana o no-humana, en el sentido de que entraña el comercio de un conjunto de multiplicidades, de agentes no necesariamente humanos, que actúan sin que en su acción medie una finalidad consciente y deliberada?
Sí, por supuesto. De hecho, recupero el concepto de «paisaje» tal como lo elaboran Agustine Berque (enEcoumène. Introduction à l’étude des milieux humains) y Fernand Braudel. El conjunto de lo que actúa no se corresponde con la especie humana; lo incorpora, pero como un elemento más. Lo emergente, que da sentido a las situaciones y crea desafíos, surge de un sustrato que incorpora lo humano y lo no-humano –lo climático, lo geográfico y lo animal–. En ese sentido, la ilusión moderna de que los humanos pensamos el modo en que el mundo debe ser es, en efecto, una ilusión en la que una cierta razón humanista y limitada pretende pensar una totalidad que en realidad la incluye. Esto quiere decir que los hombres somos «actantes» que, como diría Spinoza, nos creemos libres porque ignoramos nuestras cadenas. Ahora bien, una vez que conocemos las cadenas, dejan de ser tales y aparecen como los hilos de la marioneta. Es decir, el conocimiento de las cadenas no las hace desaparecer, sino que las revela como lazos ontológicos que nos fundan y que permiten pensarnos dentro de un conjunto. Ya no se trata, pues, de pensarnos como el «yo» o el «sujeto» de mi pensamiento, sino de «participar» en el pensamiento, en una combinatoria de pensamiento que no es producida solamente por los seres humanos y que no es propiedad exclusiva de los mismos.

¿Y qué papel juega en todo esto el devenir? Hay un momento en el libro en que apuntan la idea de que «pensar en términos de devenir es pensar en términos de sistemas dinámicos». Entiendo, así, que el elogio del conflicto podría entenderse como una apuesta por un modelo de análisis en el que la noción de proceso se identifique con una realidad que se autodetermina en su propio acontecer. Pero entonces, ¿por qué recurrir al término «conflicto»?, ¿por qué no usar simplemente «dynamis» como actividad pura?

Si hablamos de «conflicto» es porque un sistema dinámico dejaría todavía la puerta abierta a la idea de una armonía posible. Una dinámica no tiene por qué ser conflictiva; puede ser una dinámica armoniosa o que resulte en una síntesis. En cambio, la idea de conflicto apunta a un tipo de dinámica sin solución, sin síntesis, en la que la ontología se identifica con esta dinámica permanente y no podemos ya separar la materia del movimiento. La conflictividad como concepto mantiene siempre la apertura a lo no previsible, lo no manejable, y evita así que vuelva a colarse el humanismo y la idea del hombre como medida de todas las cosas.
Una de sus grandes aportaciones es la de haberse atrevido a abordar la temática del sujeto y la realidad desde un punto de vista no meramente filosófico. En su Connaître, c’est agir plantea una reconsideración fisiológica y epistemológica de los mecanismos básicos sobre los que se asentó el esquema moderno de la percepción y la representación cognitiva de la realidad. ¿Cómo puede articularse Elogio del conflicto en el contexto de la estela dejada por otras obras suyas como Le mythe de l’individu, La fragilité o Connaître, c’est agir? ¿Qué aporta de novedoso la introducción de la temática del conflicto?

Elogio del conflicto forma parte de una senda que me ha llevado después a Organisme et artefacte (2010) y a otro libro que voy a publicar próximamente con el biólogo francés Pierre Gouyon. La revolución que tuvo lugar hace treinta o cuarenta años en neurofisiología de la percepción –representada, entre otros, por Francisco Varela, con quien yo mismo trabajé en el Hospital de la Salpêtrière de París– demuestra que el sistema cartesiano de la conciencia, o la ilusión kantiana de la razón que gobierna, son esquemas que no funcionan. Las novedades en fisiología generan importantes desafíos e interrogantes para la filosofía y la política. Quien piensa hoy día tiene que tener en cuenta los elementos fundantes de la complejidad actual, que son al menos tres. El primero es la crisis del zócalo racional en 1900; el segundo es la ruptura del esquema racional y moderno de la conciencia propiciada por el avance de la nueva fisiología, y el tercero es político, en el sentido de que lo que aparece posible en un programa no es com-posible en la realidad porque la negatividad no desaparece. Pensar significa tener en cuenta los desafíos que plantea la época en la que se vive.

Incorporar como elemento de análisis la crítica del humanismo es una aventura arriesgada, especialmente en el contexto de la izquierda tradicional. ¿Cómo cree que condiciona su planteamiento la postura y el imaginario de la izquierda? ¿Cabe plantear en la actualidad una voluntad práctica que no parta del supuesto de un sujeto que construye y dirige la historia? O dicho en su propia terminología, ¿qué significa pensar nuestra capacidad de acción y de potencia en términos de devenir y no de porvenir?
Ante todo, nos situamos en un momento de cambio de paradigma. Desde el punto de vista político, la pregunta se podría formular así: ¿se puede actuar políticamente sin una promesa teleológica y final? La izquierda tradicional apostó por el progreso y por el fin de la negatividad hasta el extremo de que la idea misma de izquierda parece inimaginable sin la promesa de un paraíso sobre la Tierra. Pero lo cierto es que ha sido una miopía de la propia izquierda tradicional, que ha creído que el único motor de lucha por la justicia social es el porvenir, descuidando otro motor inmanente: el que ofrecen las asimetrías situacionales que aquí y ahora determinan diferencias concretas. En la época en que yo luchaba en Argentina contra la dictadura militar, en el grupo en el que yo militaba, existían dos dimensiones: la política, que era el partido, y la militar, que era el Ejército Revolucionario del Pueblo. Yo tenía responsabilidades militares pero nunca estuve en el partido. Personalmente, nunca me hizo falta creer que el mundo iba a ser un paraíso para luchar contra la dictadura. Ni a mí, ni a muchos miles de mis compañeros nos hizo falta la perspectiva de una promesa: no luchábamos por el porvenir de un mundo ideal, sino porque ya no era posible aguantar la dictadura. Las luchas en las que participo hoy en Francia –en apoyo de los indocumentados, de los sin techo, etc.– tampoco necesitan de un motor mesiánico o hipotético. Quienes sí lo necesitan suelen ser los líderes profesionales de la izquierda que viven de las promesas. Yo no tengo ningún problema en oponerme a todos estos profesionales de la promesa, porque lo me interesa es la emancipación y la libertad, que no precisan de promesas ni de prometedores.
Entonces, la «política de la multiplicidad» no sería un modelo ni un vocabulario definido de antemano sino, más bien, una producción novedosa de la experimentación política, un compromiso colectivo desligado ya de las condiciones establecidas por la lógica de la representación, del parlamentarismo y del léxico ‘teológico-político’ de la soberanía, ¿no es así?
La política de la multiplicidad es totalmente conflictiva, porque lo que es justicia en una dimensión no lo es en otra. Durante la Modernidad la hipótesis era que todo progreso científico, político o social convergía hacia el Gran Progreso. Hoy en día no hay ninguna racionalidad que permita pensar en una convergencia de los progresos, inclusive de los progresos sociales. Un ejemplo: en la actualidad las izquierdas democráticas avanzadas no tienen línea política ni teórica para pensar la justicia social sin el desarrollo de las fuerzas productivas. Mantienen una perspectiva desarrollista según la cual es el avance y desarrollo de las fuerzas productivas el que permitiría el cambio de las relaciones de producción (Marx). Ahora bien, el desarrollismo puede permitir una cierta redistribución social, pero supone también la destrucción del ecosistema. En la época del fin del humanismo surgen luchas y derechos múltiples que entran en contradicción entre sí. Los derechos del medio ambiente, por ejemplo, con los derechos de la justicia social. ¿Quiere esto decir que hay uno que es mejor o preferible que otro? No. Hay una complejidad real que hace que las luchas por las justicias legítimas no sean convergentes. Es el problema al que se enfrenta un partido de izquierda que pretende conjugar un poco de feminismo, un poco de ecología, un poco de lucha social y un poco de inmigración, sin ser capaz de apreciar que los derechos de los extranjeros van a estar en contradicción muchas veces con los derechos de los obreros locales. Hay que aceptar que hay niveles de conflictividad que sólo permiten acuerdos transitivos y efímeros en el plano local, acuerdos que pueden crear, como diría Deleuze, una jurisprudencia. Este tipo de planteamientos y de prácticas de lucha difusa existen en muchos sitios; lo que no existe es un partido de izquierda que se anime a pensar esto. Es decir, hay una multiplicidad conflictiva en acto, pero no goza del reconocimiento de la izquierda tradicional.
¿Y esa conflictividad, esa cohabitación con lo negativo, es lo que usted busca en la nueva radicalidad de los movimientos sociales?
Sí. Creo que la negatividad ha de incorporarse orgánicamente y no de una manera «triste», en el sentido spinoziano del término. Lo realmente negativo es la separación entre negativo y positivo: hay que tratar de llegar a una reunificación orgánica de lo negativo, es decir, superar la separación misma de algo que sería «positivo» y algo que sería «negativo».
¿Una reconceptualización del enemigo?
Sí, del enemigo y de los objetivos y modos de lucha.
Otro tema recurrente en su obra es el de la Postmodernidad, la idea del fin de la historia y de toda la serie de metarrelatos modernos. ¿Qué es para usted lo fundamental de este cambio epocal?
Parto de la base de que el ciclo histórico llamado Modernidad se ha cerrado sobre sí mismo, y que la Postmodernidad pertenece a la Modernidad como epílogo. Lo que fueron las bases fundamentales y potentes de la Modernidad aparecen hoy si no como falsas, sí al menos como regionalizadas. El cierre de esa época definida por «lo racional» en tanto que analíticamente previsible, las leyes universales e invariables, la moral kantiana, el sentido de la Historia, etcétera, abre la puerta a dos posibilidades: de un lado un prolongamiento de la Postmodernidad, que sería la posición reaccionaria y neoliberal, y del otro la búsqueda de nuevos modos de alianza, de nuevas unidades de acción.
¿Un tiempo sin tiempo?
Un tiempo sin tiempo lineal, en todo caso. El presente eterno del capitalismo es un presente absolutamente instantáneo que deja a la humanidad en la impotencia. El presente que se abre a partir del fin del tiempo moderno es un tiempo multidimensional, un presente que incorpora el pasado como estructura, el futuro como virtualidad y el presente como lugar de acción. Actualmente presenciamos una contradicción o un enfrentamiento entre dos modos de presente: el presente postmoderno capitalista y neoliberal, que es la instantaneidad permanente en la que se produce la impotencia total y la sumisión a la economía y a la tecnología, y el presente entendido como contenedor de todo, un presente que tiene en cuenta la larga duración y la estructuración del pasado.
En su libro Las pasiones tristes. Sufrimiento psíquico y crisis social, Gérard Schmit y usted plantean una visión interesante de la práctica psicoanalítica, una visión que, sin dejar de lado la función terapéutica propiamente dicha, supone importantes diferencias respecto del tratamiento individualizado y clasificatorio del síntoma. Para decirlo en pocas palabras, se trataría no ya de eliminar los síntomas con rapidez sino de intentar comprender su sentido en el seno de la multiplicidad de la existencia, es decir, manteniendo un diálogo permanente con la cultura y la sociedad para evitar que los síntomas se perciban como manifestaciones de una patología individual. Como facultativo o profesional del campo, ¿le importaría explicar de manera más concreta los modos de proceder de este tipo de terapia?

Permítame empezar contestando a una pregunta que siempre me hacen: ¿por qué continúo reivindicando el psicoanálisis desde una perspectiva de la radicalidad? Porque el psicoanálisis, en principio, es la única terapia que incorporó la negatividad, la única que permite pensar una desacomodación con respecto a la norma y la negatividad como algo constitutivo del ser humano y, por tanto, como algo que no cabe eliminar. El problema es que el sufrimiento psíquico no es un sufrimiento transhistórico, como pretende el psicoanálisis dogmático. Hay una pareja muy cómica y ridícula francesa (E. y M. Ortigues) que escribió un libro titulado El Edipo africano, en el que se pretendía demostrar que el Edipo era una estructura universal, cuando en realidad hay una construcción permanente de los sujetos que es epocal e histórica. Uno no sufre metafísicamente por sufrimientos que siempre se han sufrido: la gente sufre en tanto que pliegues de la época. También podríamos decir que a través de nosotros la época sufre. Y lo que la gente está sufriendo hoy es el fin del humanismo, el fin del modelo de hombre del diario íntimo, de la separación entre lo público y lo privado, etc. Hoy en día lo que acontece es el hombre postmoderno, el hombre Facebook, el hombre panóptico que presenta otro tipo de sufrimiento y en el que la cuestión del deseo encuentra otro tipo de motor y otro tipo de pliegue. Desde un punto de vista antropológico, el sujeto del inconsciente ya no tiene un asidero profundo, porque el hombre está siendo destejido y retejido de otra manera. El desafío radica en señalar que igual que no puedo aceptar la medicalización y la adaptación disciplinaria utilitarista neoliberal, tampoco puedo oponerle una figura anacrónica como sería la estructura edípica transhistórica. La verdadera cuestión hoy sería saber cuál es la figura que remplaza al clásico sujeto individual del inconsciente, y cómo debería ser una terapia capaz de abordarlo. En primer lugar, habría que empezar a pensar al hombre en sus lazos, en sus redes, en sus contextos situacionales, y habría que leer de nuevo el Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. El psicoanálisis se perdió mucho en una visión demasiado individual y ahistórica de lo humano. La idea, por tanto, es saber qué rostro adopta hoy el que ayer llamábamos el sujeto del inconsciente, es decir, saber cuáles son los pliegues en la actualidad, y localizar esos pliegues equivale a señalar el lugar en el que cabe una defensa del pensamiento, del lazo, del deseo y de la potencia.

Precisamente es ahí donde quería llegar. Uno de los temas más recurrentes en su obra es el del deseo. Para quienes no proceden del campo del psicoanálisis el concepto puede resultar problemático, tal vez porque consideran de manera irreflexiva que el deseo se identifica con la apetencia o con el puro voluntarismo individual y ahistórico. Es obvio que usted no comparte este tipo de razonamiento, pero me gustaría plantearle algunas dudas: si las relaciones y los dispositivos de poder son en cierto sentido constituyentes, es decir, si no sólo reprimen sino que también producen subjetividad, entonces, ¿qué estatuto adquiere el deseo tal y como usted lo plantea? O dicho de otra manera, ¿no tiene el deseo componentes de carácter estructural?
Uno de mis puntos de divergencia con Deleuze y Guattari es que no tengo mucho gusto por los neologismos, prefiero referencias más clásicas. Para explicar el deseo como algo que no es endógeno al individuo mi referencia es Leibniz. Leibniz escribe lo siguiente: «A veces podemos lograr lo que deseamos, pero no podemos desear lo que deseamos». Nosotros vemos un deseo que sale del hombre hacia afuera, pero no vemos que el deseo son sólo los hilos de la marioneta –y la marioneta es el hombre–. En realidad, yo puedo desear la libertad, a una persona, un automóvil, etc., pero el individuo no tiene ni la profundidad ni el espesor como para ser él mismo, y sólo él, el autor de sus deseos. En mi opinión, el deseo es uno de los nombres de la dinámica epocal. Nosotros estamos tejidos de época, somos pliegues de la época, y la singularidad de cada uno de nosotros se debe a una realidad múltiple y epocal. En este sentido, tendríamos que abandonar la idea de que existe una etiología endógena del deseo y entender más bien qué deseos nos atraviesan. Una forma de entenderlo es a través del concepto de «participación» de los neoplatónicos. Como decía Deleuze, uno no es libre, sino que participa en movimientos de liberación; uno no piensa, participa en pensamientos, ¿verdad? Lo que hay es una situación de conflictividad en la que sólo en el primer nivel del conocimiento de Spinoza puedo llegar a creerme autor de mis deseos: es posible participar en otros dimensiones o géneros de conocimiento en los que puedo pensarme como una realidad incluida o pensarme en un pensamiento que me incluye.