No pudieron con todas
por Verónica Gago
Silvia Federici, la
italiana autora de Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria
–Tinta Limón Ediciones–, estuvo en Buenos Aires para dialogar cara a cara con
organizaciones sociales, políticas, barriales; de resistencia, en definitiva,
porque –dice– es en este tipo de encuentros donde toma cuerpo su palabra
escrita, donde constata que el disciplinamiento de las mujeres requiere, desde
los inicios del capitalismo, volverlas pobres, quitarles sus saberes,
confinarlas a un trabajo reproductivo que después es denigrado. Una crónica de
estos encuentros en los que teoría y práctica se entrelazan y se cobijan para
alumbrar nuevos caminos, nuevas resistencias.
En medio del bullicio de
Retiro, en la boca de un desfiladero que se abre entre las vías y la estación
de micros, un tumultuoso grupo se prepara para entrar a la Villa 31, en el
corazón de una de las zonas ricas de la Ciudad de Buenos Aires. Tras quince minutos
de caminata por los pasillos angostos y altos, en un otoño que de tan
primaveral confunde, se llega a la casa de las Mujeres Luchadoras, del
Movimiento Popular La Dignidad. Allí la feminista italiana Silvia Federici está
almorzando, rodeada de mujeres del movimiento y vecinas integrantes de la
Corriente Villera Independiente que conversan, le ofrecen más comida y le
cuentan de qué se trata lo que hacen todos los días: trabajo barrial, denuncias
contra el maltrato, autoorganización popular, elecciones y conquista de la
conducción de la villa. Silvia tiene una cualidad no tan común. Sabe escuchar.
Disfruta escuchar.
Federici nació en Italia, desde los años ’60 vive
en Estados Unidos, donde fue parte de la red que discutió y se organizó
alrededor del salario para el trabajo doméstico. El Comité por el Salario
Doméstico (1972) bien podría pensarse como un antecedente militante y feminista
de planes sociales que hoy son extendidos en Argentina, como el Ellas Hacen y
la Asignación Universal por Hijo, sólo que por entonces el marco era la
discusión misma de la división sexual del trabajo y se prestaba gran atención a
la consolidación de jerarquías que dividían el trabajo en el interior del hogar
y aquel que, como una invencible frontera, marcaba el afuera público. Una
división conocida como el “patriarcado del salario” y más popularizado con la
frase de la propia Federici, que dice: “Lo que llaman amor, nosotras lo
llamamos trabajo no pagado”. Hoy esas mismas fronteras son más difusas: en la
Villa 31 son estas mujeres las que hacen trabajo político, organizan asambleas,
arman capacitaciones y también, siempre, cuidan niñxs, lavan y cocinan. Hoy
sería interesante volver a pensar la relación entre esos planes sociales y la
idea misma de salario porque, cuando se habla sólo de subsidios, queda
secuestrada la producción de valor social por la cual este dinero es
injustamente etiquetado como dádiva o favor que viene del Estado.
La frontera, sin embargo, aparece bajo otras
formas, en el centro del gobierno racista sobre este territorio: por el pasillo
siguiente a esas habitaciones limpias y decoradas se levanta el muro que se
está construyendo para que no se vea la villa desde el otro lado de las vías,
ese borde que linda con la Avenida del Libertador. Es similar al que ya se
construyó sobre el otro lado de la villa, el que da a la autopista, con el fin
de que no se puedan hacer cortes de ruta cada vez que los vecinxs querían
reclamar algo con urgencia.
Al rato, la actividad se desplaza a una canchita de
fútbol, ya casi hacia la Villa 31 bis, el doble dinámico y expansivo de la
Villa 31. Ya hay más de doscientas mujeres. Muchas tienen pañuelos rojos atados
al cuello. Muchísimas son bolivianas. Más tarde llegan otras, con pañuelos
verdes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto. Como si los pañuelos
blancos quedaran disponibles, capaces de alojar otros colores, otras luchas.
Las mujeres pintadas en los carteles que enmarcan la actividad también tienen
pañuelos, esos reconocibles de las montañas de Chiapas.
Los varones no son tantos. Algunos se ubican con
reposeras por fuera de la asamblea, como espectadores. Hay dos rostros
inconfundiblemente masculinos que, estampados en ambulancias de las
organizaciones del barrio, custodian el espacio y parecen mirar al más allá: el
Padre Carlos Mugica y el Che Guevara.
Una de las organizadoras lee un texto. Cuenta que
han trabajado y saboreado el libro que Federici vino a presentar a Argentina:
Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Tinta Limón
Ediciones). Que han charlado sobre las historias de las brujas y que en esa
genealogía puede ubicarse a las piqueteras, a las mujeres de las ollas
populares, a las que se animan a caminar los pasillos de la villa a cualquier
hora, las que se rebelan en sus casas, y a las que hoy están ahí, también
evocando un tipo de aquelarre, con muchos chicos que corren en el medio y otros
tantos que se quedaron dormidos.
Después se vienen las representaciones de un grupo
de mujeres de la Villa 1.11.14 del Bajo Flores que practican –bajo ensayos de
teatro– formas de encarar, decir y poner freno a la violencia contra ellas. Al
rato, algunas mujeres del público proponen cambio de guión, se convierten por
un momento en actrices y se ganan aplausos. Como una “promotora ambiental”, que
se presenta como Jackie y que le pone los puntos a una situación de palpable
abuso y se gana la simpatía general. No hay sólo brujas. También guerreras.
Silvia Federici escucha, observa. Y luego, recién
luego, habla. Dice que está feliz y agradecida. Que las cosas sobre las que
ella escribe las encuentra en este tipo de espacios. Que el disciplinamiento de
las mujeres requiere –desde los inicios del capitalismo– volverlas pobres,
quitarles sus poderes de curanderas y parteras, despojarlas de sus tierras y de
las posibilidades de autoproducción, confinándolas al trabajo reproductivo al
mismo tiempo que éste es devaluado y limitado sólo como “trabajo de mujeres”.
Que la caza de brujas, como escena predilecta de una expropiación colectiva, no
queda sólo en el pasado, sino que insiste y aparece bajo nuevas formas de
criminalización, empobrecimiento y violencia contra las mujeres y sus formas de
autonomía. Las preguntas se suceden. Algunas con micrófono, otras a los gritos.
El sol empieza a ser menos intenso. El naranja del ladrillo a la vista sin
revoque produce un efecto de luz que se parece a un fuego, bien distinto del de
las hogueras.
Máquinas de la
sexualidad
“Sexo limpio entre sábanas limpias”: éste fue el
objetivo de la racionalización capitalista de la sexualidad que aspiraba a
convertir la actividad sexual femenina en un trabajo al servicio de los hombres
y de la procreación. Además, era una forma de sedentarizarlas. Para ellas era
mucho más difícil convertirse en vagabundas o trabajadoras migrantes, porque la
vida nómada –argumenta Federici– las exponía a la violencia masculina, y por
entonces –en el momento de organización capitalista del mundo– la misoginia
estaba en aumento. Sin embargo, como ella insiste, esa violencia no quedó como
un cuento recóndito de los inicios. Por eso mismo suena tan cercana esta imagen
de que todo nomadismo femenino (sea desde tomar un taxi por las noches a
abandonar a una pareja) es, cada vez más, ocasión de violencia sexista.
Federici estuvo también en un taller de pedagogía
feminista organizado por el equipo de Educación Popular de Pañuelos en
Rebeldía, en el barrio de Pompeya. También allí había muchas lectoras de su
libro, a esta altura una suerte de manifiesto de cuatrocientas páginas que
hilvana historia colonial (sobre la esclavitud en Africa y América), con el
poder de medicalización (contra el cuerpo mágico), y la masificación de la
prostitución (en simultáneo a la aparición de la figura del “ama de casa”).
Este tema en particular, la prostitución, fue eje de discusión. También de las
preguntas que le hicieron en La Casona de Flores, donde más de cuatrocientas
personas se reunieron para escucharla. Silvia hace esfuerzo por entender la
discusión tal como se da en Argentina. A los días de escuchar argumentos dice
que es uno de los temas que más divide al feminismo aquí y en el mundo. Sin
embargo, subraya dos cuestiones. Por un lado, la diversificación de situaciones
de prostitución que incluso desafían las teorizaciones clásicas porque ya no
ponen de manera clásica al cuerpo en el centro. Se refiere, por ejemplo, a las
modalidades virtuales de las hot-lines o las páginas web que venden
conversaciones e imágenes eróticas. “Diría, en primer lugar, que el mundo de lo
que llamamos prostitución es cada vez más amplio, variado y cambiante, así como
se amplifican las formas de explotación y de servidumbre”, apunta. “Por otro
lado, aun si veo que aquí no es una posición que tenga mucha fuerza, creo que
hay muchas mujeres, especialmente migrantes que, en el marco restringido de lo
que significa optar, encuentran en la prostitución una forma de ganar dinero
que evalúan como más conveniente. Esto se debe a que ganan más que en el
trabajo doméstico y porque el trabajo doméstico tampoco funciona como lugar
seguro frente a abusos sexuales. Entonces, muchas jóvenes dicen que optan por
la prostitución como forma de rechazo al trabajo doméstico y debido a la
diferencia de dinero. Creo que es un argumento que no puede dejar de tenerse en
cuenta. Aun si eso no nos cierra la discusión de si debemos considerarlo o no
trabajo”, señala Federici en un intervalo de sus actividades. Además,
puntualiza otra diferencia importante, “hay que discriminar entre la
criminalización de la prostitución y el intento del Estado de legalizar, que
apunta a toda una serie de controles contra las mujeres”.
La prostitución y el trabajo doméstico, dice
Federici, deben siempre estudiarse y comprenderse de conjunto. Porque son las
mujeres las que, bajo el capitalismo, se convierten en “máquinas productoras de
trabajadores”: a esa exigencia se debe el control de la procreación y del
trabajo de la reproducción que las mujeres realizan gratis, como trabajo no
retribuido, y del cual el capital extrae un beneficio extraordinario.
Así lo estudió en su libro, que empezó siendo un
proyecto de investigación con otra feminista italiana, Leopoldina Fortunati,
que quería bosquejar la historia de las mujeres en la transición del feudalismo
al capitalismo. Terminó siendo un modo de confrontar con la ortodoxia marxista,
que señalaba como irrelevante al trabajo doméstico en la acumulación de
capital. También un ajuste de cuentas con Michel Foucault que, según las
autoras, “funde las historias masculina y femenina en un todo indiferenciado y
se desinteresa por el disciplinamiento de las mujeres”, al punto que nunca
menciona a las brujas.
Nuevas violencias
Federici cumplió 73 años el lunes pasado, cruzando
el charco de Montevideo a Buenos Aires. Recién alojada –junto a su marido, el
marxista George Caffentzis– en un hotel del barrio de Once, insistió con que
preferían quedarse en la casa de alguien. De actitud militante incansable, no
rechaza ninguna propuesta que quepa en su abultada agenda, que seguirá por las
ciudades de La Plata y Neuquén. De un vegetarianismo cuidado, debido a que se
está reponiendo de una enfermedad, no deja de decir que lo que verdaderamente
la energiza es la cantidad de mujeres que encuentra y que no deja de
sorprenderse por las repercusiones múltiples que este libro ha logrado en
América latina.
Después de su presentación en la Facultad de
Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, junto con militantes del
Frente Popular Darío Santillán-Corriente Nacional, Federici dedicó casi el
mismo tiempo de la charla a responder preguntas. Dos días después, en un taller
con integrantes de distintos colectivos y coordinado por el Instituto de
Investigación y Experimentación Política (IIEP), Federici se explayó sobre las
nuevas violencias que la crisis de la forma salarial desata. Los microcréditos
que vuelven deudoras a las mujeres y las economías ligadas al narcotráfico que
escalan la violencia en las relaciones cotidianas, argumentó, requieren pensar
los elementos de autodefensa. Federici dice detectar una guerra que atraviesa
micropolíticamente la sociedad post salarial. Tomar conciencia de la guerra y
pensar cómo las resistencias pueden desarrollar estrategias sin acomodarse en
la tristeza pero sin dejarse tampoco entrampar en el enfrentamiento directo,
podrían ser –explicó– objetivos de las luchas y las organizaciones a mediano plazo.
Una de las integrantes de una organización que trabaja con mujeres presas en
Ezeiza puntualizó también cómo esa guerra traza un continuum con las cárceles
cada vez más íntimo. Y cómo en las cárceles, los negocios con el afuera son un
modo de disciplinamiento interno. Otra integrante de un centro de salud de la
zona sur detalló cómo la presencia misma de las mujeres en el barrio cambia: ya
no protagonizan sólo situaciones de lucha comunitaria, sino que también se
involucran en funciones muy importantes de una dinámica economía ilegal. Lo
cual –se dijo– reorganiza los flujos de dinero que componen nuevos tipos de
“salario” y estructura relaciones de poder muy diferentes.
El otro punto que Federici destacó es la guerra en
las escuelas por medio de la introducción de fármacos para aquietar a lxs niñxs
–“¡lo cual desestima toda idea de guerra contra las drogas, sino que lo que se
promueve es lo contrario!”, aclaró– y una estricta batalla que se inculca entre
alumnxs bajo el mandato de la competitividad individual. Agrega que la
expropiación del conocimiento es un componente fundamental de las
privatizaciones que se practican sobre recursos naturales (tierras, aguas,
bosques).
Federici sigue camino y se encuentra, nuevamente
con aulas llenas, en la cátedra libre Virginia Bolten en la Universidad de La
Plata. Dice, otra vez, estar feliz y agradecida. Y vuelve a convocar a las
brujas, a las esclavas en las plantaciones del Nuevo Mundo, a su experiencia de
confluencia con los grupos del Black Power en los agitados años ’70 en Estados
Unidos, a rememorar su experiencia de vida y trabajo en Nigeria, y así abrir la
pregunta: ¿cuál es la guerra hoy y contra qué modos de vida?