Las edades del cadáver: dictadura, guerra, desaparición
(Postulados para una geología general)
por Sergio Villalobos-Ruminott
“Entiendo que la ceniza
no es nada que esté en el mundo, nada que reste como un ente. Es el ser, más
bien, que hay –es un nombre del ser que hay ahí pero que, al darse (es gibt
ashes), no es nada, resto más allá de todo lo que es (konis epekeina tes
ousias), resto impronunciable para hacer posible el decir a pesar de que no
es nada”.
Jaques Derrida. La difunta ceniza
Proponemos una geología general para
pensar las diversas estratificaciones de la violencia contemporánea y sus
registros. No intentamos una teoría general de la violencia ni menos repetir la
monserga pacifista del estado de derecho que como tal no es sino la inscripción
violenta de la ley como suspensión de una cierta violencia “originaria”. Por el
contrario, intentamos volver a una interrogación ‘hamletiana’ de la calavera
para que ésta nos entregue el secreto de la violencia, de sus continuidades y
discontinuidades. Sin embargo, hay que llevar dicha interrogación más allá de
las similitudes y las analogías superficiales hacia un plano geológico en el
que se perciban los procesos de sedimentación y las dinámicas de suelos que
caracterizan a la historia del poder como configuración de una economía
territorial, nómica, en la que se van superponiendo estratos de desechos y
ruinas que delatan la condición sacrificial de la ley y de la misma acumulación
capitalista contemporánea. Si el Trauerspiel, de acuerdo con Walter
Benjamin, contenía el secreto de la decadencia barroca y del orden teológico
político que se reconfiguraba al ritmo de la secularización como moderna
teología laica, una geología general debería permitirnos acceder al secreto del
cadáver en la época de la desaparición, época caracterizada, según Jean Louis
Déotte, no solo por la producción industrial del mismo cadáver (Shoah)
sino por la infinita sofisticación de su procesamiento post-mortem (2).
Sin embargo, la época de la desaparición está
marcada por la desaparición de la misma desaparición de la
cual el cadáver daba testimonio y, así, está marcada por la desaparición del
cadáver como signo último de una lengua que ya no promete un acceso al sentido.
El poema de la ley como forma imperativa de la violencia mítica parece
inscribirse más allá de la muerte, prolongada por el rapto del cadáver y por
toda la especulación que ese rapto genera. Es esta desaparición del cadáver,
vía diversos procesamientos post-mortem (desmembramiento, disolución química,
incineración, fosa clandestina, etc.), la que le resta el acento ontológico a
las disciplinas forenses en general, y nos abre hacia lo que Jacques Derrida
llamó la pregunta por la ceniza, es decir, por el hecho sencillo e innegable de
que “hay ahí ceniza”, debilitando la ontología y la presencia desde la
evanescencia y el resto que resta, descansa y pervive, haciendo posible una
relación no ontológica con el ser, sino una cendrología, que no es
una ciencia de la muerte sino una sutil interrogación de las cenizas en cuanto
huellas últimas que sin devolvernos a la (metafísica de la) presencia, nos
indican todavía que alguna vez hubo algo, una vida, sobre la que
operó la misma desaparición [3].
La cendrología, neologismo destinado a molestar la
cómoda armonía del sentido de la vida y la muerte, es una pregunta por el resto
donde la ceniza testimonia al ser desde una ontología no atributiva, categorial
o jerárquica, donde se pone en juego toda la polisemia de la destrucción,
ya no solo como devastación, sino como pervivencia del mismo ser en el don del
“es gibt”, del “Il y a” o, mejor aún, del “Il y a là cendre”,
del “hay ahí ceniza” como prueba sin fuerza de la
desaparición. Así, la cendrología se aboca a escudriñar sutilmente el resto
mientras que la geología intenta trazar el mapa general del territorio para
identificar las dinámicas de suelo y de sedimentación propias de la economía de
la violencia, pues es esta economía de la violencia la que funda los procesos
de acumulación contemporáneos.
Podríamos incluso añadir que la cendrología es una variación de la hauntologie,
o espectrología, que Derrida oponía a la ontología del capital en el contexto
de los discursos sobre el fin de la historia, a principios de la década de 1990
[4].[1] La ceniza, el resto y el espectro son
formas anacrónicas de la presencia que interrumpen la identificación y alteran
el engranaje maquínico constituido por la tensión entre soberanía y
acumulación, haciendo posible la aparición de la ruina, la fosa común y el
cenotafio generalizado como lugares en los que se juega el sentido de una
historia que cada vez más parece ser la historia natural de la
destrucción [5].
Nuestro propósito es señalar algunos postulados
preliminares de esta geología general, en función de traer a la superficie las
dinámicas propias de la violencia contemporánea en América Latina, sin
reivindicar ninguna excepcionalidad geográfica o cultural. Se debe mantener
presente, en todo caso, que estos postulados solo posibilitan, pero no llevan a
cabo, la interrogación del cadáver y su silenciamiento definitivo en la
desaparición de la misma desaparición. Queda pendiente la necesaria reflexión
sobre lo que asemeja y diferencia la producción de muerte en contextos
dictatoriales y contextos bélicos, en contextos insurreccionales y en contextos
de crímenes de segundo estado, como los ha llamado Rita Segato [6]. Empero,
podemos adelantar que mientras en una perspectiva de corto plazo, cada una de
estas formas de violencia viene aparejada con mecanismos específicos de poder y
de organización nómica o territorial, en una perspectiva de largo plazo,
informada por la misma relación entre soberanía y acumulación, el cadáver parece
contener el secreto de la mercancía, haciendo evidente que la condición brutal
de la llamada acumulación primitiva no está en un pasado remoto y ya superado,
un tiempo abstracto y especulativo, sino plenamente vigente en nuestra
actualidad. Es en esa perspectiva de largo plazo que la historia del capital se
muestra no solo como la historia del progreso y la modernización, del
desarrollismo y la industrialización, sino como la historia del cadáver y de la
muerte. Determinar las edades del cadáver es, por lo tanto,
una práctica histórica que se mueve a contrapelo de la filosofía de la historia
del capital. Sobre todo porque ni siquiera los muertos están a salvo
cuando el enemigo vence, y el enemigo no ha cesado de vencer (variaciones
sobre Benjamin)
Primer postulado: de la historicidad geológica
Desde el punto de vista de una historia natural de
la destrucción, la relación que podemos establecer entre los crímenes y la
violencia inherente a los procesos dictatoriales del Cono Sur latinoamericano
de los años 1970, y la serie de crímenes ‘recientes’ en México, es de
contigüidad geológica, como si aquello que los aproximase fuera una dinámica de
suelos o placas que acusan recibo, con una breve anacronía, de lo que impacta
en cada una de ellas respectivamente. En tal caso, dichos crímenes nada tienen
que ver con una cuestión nacional, ni menos con un cierto carácter nacional,
pues expresan la misma cancelación del proyecto nacional haciendo que el nombre
propio (Chile, Guatemala, México, etc.), signifique algo que apunta ya no al
corazón de una historia comunitaria excepcional, sino hacia el desbordamiento
permanente de sus fronteras.
Así, para una geología general no se trata de leer
la violencia en México desde el marco histórico post-dictatorial, ni menos
explicar la violencia en la Frontera sur o en la Frontera norte
de acuerdo con el modelo brutal de la contra-insurgencia asociada con la
Operación Cóndor, sino que, domiciliados en un estrato geológico más profundo,
intentamos mostrar que aquello que el golpe generó, en cuanto instauración del giro
neoliberal, sigue configurándose en la actualidad centroamericana y en el
territorio mexicano. Como si una serie de ondas sísmicas expansivas marcaran la
proximidad de la violencia dictatorial y la violencia post-fordista o
neoliberal contemporánea, de la cual los femicidios, la narco-violencia, y la
misma migración como desplazamiento forzado, son ejemplos acotados que nos
indican que las “guerras civiles” que destrozaron a la población
centroamericana no han terminado en una pacificación generalizada (ni las
dictaduras en una supuesta recuperación de las democracias), sino que han
mutado hacia formas post-fordistas y post-convencionales de guerra y de
violencia.
Así como Roberto Bolaño parecía haber encontrado el
secreto del golpe y la dictadura en México, en los baños de la UNAM, donde
una exiliada uruguaya llamada Auxilio Lacouture se escondió para salvarse una
vez más del ejército; o en un basurero de Ciudad Juárez llamado, no sin ironía, el
chile, en el que apareció una de las primeras mujeres asesinadas en
los años 1990; asimismo la tarea de una geología general es establecer el plano
de inmanencia en el que se inscriben las formas acotadas de la violencia, plano
tensionado bipolarmente por los procesos de acumulación y por la metamorfosis
histórica de la soberanía. En ese plano, la filosofía de la historia es la
continuidad de la violencia, haciendo que sus diversas e infinitas víctimas
converjan en una contemporaneidad irredenta.
En tal caso, el Golpe de Estado chileno, ejemplar
en su tipo, fue una violenta suspensión de la soberanía nacional-popular
cristalizada en el gobierno de la Unidad Popular. Como suspensión
fáctica de la soberanía, el golpe instauró un régimen prolongado de
excepcionalidad, pero esa excepcionalidad no tiene nada que ver con alguna
condición específica de Chile, de su historia o de su “cultura cívica” (como
muchos todavía insisten), sino que se trata de la excepcionalidad soberana que
permitió el desmontaje del mismo estado-nacional y posibilitó la transformación
neoliberal del país y su tránsito hacia un nuevo régimen corporativo y
post-nacional. La violencia neoliberal contemporánea no es una simple
repetición de la violencia dictatorial, pero no es ajena a ésta, pues encuentra
en ella su genealogía, radicalizándola en la prolongación infinita de la misma
excepcionalidad que hace posible al régimen soberano del capitalismo
contemporáneo.
Permítasenos insistir en esto: la excepcionalidad
inaugurada por las dictaduras del Cono Sur y llevada al extremo con el llamado
etnocidio centroamericano, encuentra en la excepción mexicana, para
citar a Gareth Williams, uno de sus capítulos más relevantes [7].
Más allá de las diferencias, todas ellas atendibles, en la puesta en escena de
las operaciones prácticas de violencia y desaparición, lo que las conecta es su
excepcionalidad no excepcional, es decir, su radicalización del excepcionalismo
propio del proyecto de acumulación capitalista y su permanente suspensión
soberana de la soberanía. Por lo tanto, solo desde esta geología general es
posible evitar las pretensiones igualmente excepcionalistas de la intelligentsia
tradicional y sus demandas identitarias, culturalistas y, finalmente,
criollistas. De ahí que la geología general sea una condición de posibilidad
para transitar desde el universalismo jurídico propio de la modernidad política
a una geofilosofía radicalmente cosmopolítica, desde la cual los
estudios de área y la misma arquitectura categorial y disciplinaria de la
Universidad moderna, se muestra insuficiente [8].
Segundo postulado: de la dinámica de suelos
Una de las primeras preocupaciones de una geología
general es la de dar cuenta de las dinámicas de suelo y desterritorialización
que caracterizan al nomos del poder contemporáneo. La llamada crisis
del nomos de la tierra con que Carl Schmitt pensó el fin del Jus
Publicum Europaeum y la configuración de un orden mundial ya no regido
por la Paz perpetua del viejo mundo, sino por una
nueva articulación asociada con la Pax Americana, implicaba,
entre otras cosas, un cierto agotamiento de las funciones del derecho y del
Estado moderno, surgidos de esa tradición [9]. Frente a eso, parecían abrirse
dos posibilidades: por un lado, la reconfiguración de un orden trans-estatal soberano
asociado a la vieja figura del parlamento europeo y decantada en los tribunales
internacionales y en las organizaciones multinacionales como la OEA, la
UE, o la ONU. Por otro lado, la posibilidad, no necesariamente
excluyente, de surgimiento de un mega-estado global, policial y militar, capaz
de contener las dinámicas de insurrección locales y asegurar los procesos de
acumulación capitalista [10].
Schmitt adivina tempranamente (1950) que la
historia occidental se precipita en la segunda opción, de una manera tal que el
viejo nomos europeo comenzaba a ser desplazado por un nuevo nomos planetario,
gracias a la posición hegemónica que Estados Unidos comenzaba a adquirir desde
el fin de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, más allá de la
teoría convencional del imperialismo norteamericano, nos interesa pensar la
misma razón imperial en términos de su continuidad histórica, desde la Pax
Romana hasta hoy, incluyendo el ascenso de China y la caída de la
Unión Soviética, como momentos centrales en la reconfiguración del nomos
contemporáneo.
Las características de este nomos planetario,
asociado con un proceso de perfeccionamiento permanente del aparato
jurídico-financiero-militar, y con la articulación del capitalismo global, ya
no coinciden con el derecho tradicional ni con la forma y función del moderno
Estado nacional, y se orientan hacia una forma informe de
articulación axiomática, a la que podemos llamar nomos aéreo, nomos
financiero o, incluso, capitalismo mundial integrado, para recordar a Félix
Guattari [11]. De cualquier manera, esto no significa que el poder y los
procesos de acumulación se ejerzan y configuren a nivel abstracto, sino que,
por el contrario, necesitamos una reformulación categorial para entender cómo y
en qué sentido el nomos contemporáneo funciona mediante una guerra permanente,
y cómo esta guerra, ya más allá de la noción de guerra convencional, es un
mecanismo inherente al mismo proceso de acumulación (lo que cambia con respecto
al horizonte de la guerra convencional es que ésta ya no se realiza en función
de la toma, la colonización, la expropiación y la repartición de nuevos
territorios, sino que el botín está en la infinita repetición de la misma guerra
como performance de la valoración capitalista).
A la vez, el que la guerra y la violencia se
muestren como mecanismos inherentes al proceso de acumulación indica, de manera
preliminar, que el mismo estado se vuelve canalla o criminal,
operando de dos formas aparentemente contradictorias: intensificando las
políticas securitarias y policiales destinadas al control social, interno e
internacional, por un lado; y haciéndose parte de los mismos procesos de
acumulación para-legal (narcotráfico, corporativización de servicios, fomento
de la deuda, guerra como emprendimiento privado, etc.), por otro lado.
Obviamente, esto impone una revisión necesaria del esquematismo propio de la
filosofía de la historia del capital, para mostrar que la llamada acumulación
asociada a la renta de la tierra, propia del colonialismo clásico, no ha
sido superada por formas más sofisticadas de explotación, sino que ha sido
exacerbada en el contexto de las disputas por los recursos del subsuelo,
creando nuevas formas de apropiación y nuevas dinámicas neo-extractivas que
posibilitan, a su vez, lo que Maristella Svampa llamó ‘el consenso de las commodities’
y el ‘Maldesarrollo’; es decir, formas securitarias de la política y la
masificación de la función corporativo-policial de los estados contemporáneos
que llevan a la misma acumulación al vértice de la devastación natural para
surtir la demanda del mercado mundial [12].
Podemos llamar a toda esta dinámica de
transformación nómica suspensión fáctica de la soberanía. La
geología general tiene como tarea develar esta dinámica de suelos para hacer
posible una suspensión de la suspensión fáctica de la soberanía.
Tercer postulado: de las sismicidad y la memoria de
suelos
Nelly Richard elabora una crítica estratificada de
los discursos de la memoria que circulan en Chile de manera abundante. En su
reciente libro, Crítica de la memoria, ella vuelve a revisar las
dinámicas post-dictatoriales y, en particular, las diversas retóricas
memorísticas y museísticas que caracterizan lo que podríamos llamar una
política de la memoria [13]. Pero no se trata de una repetición ingenua del Boom de
la memoria contemporáneo, sino de una crítica orientada a develar la condición
anestesiante y ritualista que dicha política adquiere cuando se oficializa,
cuando emerge no de las formas inanticipables del recuerdo social, sino de la
forma codificada del informe público y de las políticas estatales destinadas a
limitar, temporal y espacialmente, la herida social sobre la que se ofrece un
duelo compensatorio. Para ella no hay memoria sino memorias sociales en
disputa, y el proceso de oficialización habría comenzado, tempranamente, con la
producción estatal de una narrativa destinada a exorcizar los fantasmas del
pasado y su amenaza melancólica. En este sentido, el duelo parece operar no
solo como una elaboración de la pérdida, sino como una promesa del desarrollismo.
Si pudiéramos señalar algunos hitos de esta
oficialización o monumentalización de la memoria, deberíamos nombrar el Informe
Rettig sobre violaciones a derechos humanos, el Informe Valech sobre tortura,
la llamada Mesa de diálogo para determinar, infructuosamente aún, el destino de
los desaparecidos; pero también la constitución de los parques por la paz, del
Museo de la memoria y de muchas otras actividades complementarias que, más allá
de sus buenas intenciones, son cómplices en la operación de blanqueamiento y
delimitación del pasado como algo ya acaecido, cuestión de tiempo, se dice,
inexorable, sobre la que solo cabe una cierta reparación simbólica y monetaria.
Sin embargo, Richard advierte una última escena en
esta economía del olvido y la conmemoración, escena posibilitada por un brusco
movimiento de suelos relacionada con el terremoto del 27 de febrero del año
2010, días antes del fin de los gobiernos transicionales y comienzo del
gobierno de la centroderecha que no ocupaba La Moneda desde la
dictadura de Pinochet. Ese lamentable terremoto, signo último de los desastres
naturales, tuvo, según ella, una importante función al interior de las
políticas y de los estratos de la memoria. Seguido abruptamente por un
maremoto, el movimiento sísmico implicó la muerte y la desaparición de muchas
personas, cuestión que el nuevo gobierno supo capitalizar
rápidamente:
La figura de los desaparecidos salió del campo de
los derechos humanos tradicionalmente movilizado por una sensibilidad de
izquierda (que sabía de los cuerpos tirados al mar por operativos militares
durante la dictadura) e ingresó subrepticiamente al mundo de las catástrofes
naturales, instrumentalizado por la derecha con el fin de legitimar su gobierno
de “reconstrucción nacional”. (10)
La serie de sucesos que se desarrollaron durante
los días posteriores al terremoto no hacían sino enfatizar la condición
catastrófica del país. Las carreteras cortadas, la interrupción de los
suministros energéticos, la falta de orden y el pánico llevó a saqueos y
apropiaciones que, irónicamente, revertían la condición disciplinada de la
democracia chilena, obligando al gobierno, en un acto tampoco exento de ironía,
a promulgar el estado de excepción y sacar el ejército a la calle para
controlar el caos. Parecía un palimpsesto en el que se superponían, con igual
acento trágico, los recuerdos del militarismo dictatorial y la sensación de
precariedad frente al poder, del Estado y de la naturaleza. El fondo abismal
del estado de derecho había quedado inundado no solo por el maremoto, sino por
las incontenibles dinámicas sociales. El paisaje social estaba en ruinas, pero
las ruinas materiales mostraban una condición de arruinamiento quizás más
decisiva, el arruinamiento de la democracia que ad portas de
ser retomada por la derecha, hacia posible que el discurso del poder volviera a
apelar a su condición redentora frente al caos social, como si la temporalidad
de la Unidad Popular y el tiempo trágico del terremoto se
yuxtapusieran en un presente que debía ser domesticado, aun cuando esa
domesticación tuviera sus costos. Es precisamente ahí, en el orden de los
costos, donde habría que detenerse, pues si es cierto que los desaparecidos
pertenecen al orden de las pérdidas o daños colaterales del proyecto neoliberal
de la dictadura, ahora, por el contrario, los desaparecidos estaban por cuenta
de la naturaleza, creando una posibilidad insólita para el discurso
pinochetista, la posibilidad de darse como tarea la recuperación de los
desaparecidos, ya no las víctimas de la violencia militar, sino aquellos
sustraídos por la catástrofe natural. Comenta Richard:
La expropiación de la palabra “desaparecidos”, que
fue violentamente trasladada desde el universo de referencias ético-cívicas de
los derechos humanos hacia un sospechoso contexto de enunciación presidencial
(sentimentalidad religiosa y exaltación patria), y la usurpación de la
“velatón” como uno de los símbolos de las batallas contra el olvido de los
crímenes de la dictadura, son algunos de los turbadores deslizamientos de la
memoria generados por el terremoto del 27 de febrero 2010 que demostró, entre
otras cosas, que no se puede confiar ingenuamente en que el pasado va a quedar
definitivamente ordenado en una misma secuencia de nombres y significados
indisolubles. (11-12).
Pero el terremoto no solo es un movimiento abrupto
de suelos que recodifica la lógica de los significantes sociales, sino que
altera incluso la temporalidad del cadáver. Como ha pasado tantas veces, frente
al hallazgo de restos humanos no basta con la razón forense para
determinar, con cierta precisión, el “origen” de los restos, el Golpe del 1973
o el terremoto del 2010, la fosas clandestinas en México o los cuerpos
resecados en el desierto de Arizona, pues interesa precisar otro origen del
cadáver, aquel relativo al mecanismo específico de violencia mítica que lo
permitió y lo hizo posible, natural, inevitable. Es aquí donde una geología
general debe oponerse a la generalización del desaparecido, a su substracción y
a la subsiguiente conversión del cadáver en moneda corriente, y operar con
precisión estratigráfica para determinar, en las edades del cadáver, las
condiciones específicas de su producción, más allá del silenciamiento al que
éste es sometido por las retóricas oficiales y por los rituales conmemorativos.
Esta sería la única forma de interrumpir la espectacularización de la muerte en
la época de la reproductibilidad técnica del cadáver.
Sin embargo, más allá del corte temporal en el que
se inscribe la crítica de la memoria propuesta por Richard, diríamos que la
geología general se da como marco una temporalidad distinta, no aquella
asignada por la historicidad del drama criollo de post-dictadura, sino aquella
dada por el largo plazo de la desaparición, del cadáver y de su descomposición.
Desde ese largo plazo ya no hay diferencia entre tragedia política y catástrofe
natural, como tampoco la hay entre historia y naturaleza, pues las formas de
producción y de consumo de cadáveres marca una circularidad que se opone a la
linealidad del progreso capitalista. En esta iterabilidad se
inscribe el circuito productivo energético que se mueve desde el cadáver a la
fosilización y desde la fosilización a la producción de nuevos cadáveres en su
extracción (petróleo y gas natural, por ejemplo), marcando la continuidad entre
la mina y la fosa, entre el mausoleo y el pozo.
A la vez, si la geología configura el trazado
nómico general de la metamorfosis de la soberanía y de la flexibilización de la
acumulación, la cendrología interrumpe la metafísica de la presencia y la
identificación, poniendo en suspenso la filosofía de la historia del capital
desde una sutil interrogación del resto, del cadáver y su doble desaparición.
Cabría agregar aquí la pertinencia de una economía política de la violencia concernida
no con la representación jurídica de ésta, sino con los procesos y prácticas
especificas de acumulación y violencia mítica (violencia ejercida contra el
humano en interés de la ley y del valor), y una analítica de las transiciones y
cruces entre el fósil, el vestigio, el cadáver y la huella, donde el pozo, la
mina y la represa son arquitecturas familiares al cenotafio y al campo
santo.
Es quizás en este plano geológico general donde
habría que interrogar la inexorabilidad del cadáver, ya no desde la
cendrología como pregunta sin énfasis por el ser, sino desde la facticidad
misma de su abundancia, pero más allá de la sobrecodificación ritualista y
sentimental de la pérdida, que siempre funciona como terapia y despolitización
del pasado y como patologización de la resistencia melancólica. Así, desde una
geología general, la interrogación de la memoria y del cadáver nada tiene que
ver con la operación restitutiva del duelo, que es la oferta generalizada de la
post-dictadura y que se adivina en los llamados a “cerrar la herida” en México
actualmente, para olvidar, sin sepultar, a los desaparecidos de Ayotzinapa (y
un infinito etcétera).
Cuarto postulado: del fósil y la desaparición
Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres
En la trilla de un tren que nunca se detiene
En la estela de un barco que naufraga
En una olilla, que se desvanece
En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres
En la trilla de un tren que nunca se detiene
En la estela de un barco que naufraga
En una olilla, que se desvanece
En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres
Néstor Perlongher. Cadáveres
Así, no debería extrañar que sea el mismo cadáver,
como signo mudo de una época, el que nos permita volver a pensar las relaciones
entre soberanía y acumulación, precisamente en el contexto actual en el que,
vía procesos neo-extractivos, desertificamos el mundo y agotamos sus recursos
fósiles. El cadáver fosilizado de antaño demanda la producción sacrificial de
más cadáveres, infinitamente, perpetuando así la historia natural de la
destrucción.
En un reciente libro dedicado a las relaciones
entre el impacto de la emergente economía china y su infinita demanda de
recursos del subsuelo, los procesos neo-extractivos destinados a satisfacer esa
demanda, y la reorganización del control territorial por los carteles
mexicanos, Dawn Paley sostiene que las guerras del narcotráfico no solo están
orientadas al control de las rutas de tráfico y comercialización de drogas, ni
se agotan en una complicidad tácita con el Estado, sino que exponen una
complicidad mayor, más profunda, que hace imposible distinguir el aparato
jurídico estatal y el emprendimiento empresarial de los narcos, pues lo que
está en juego en el control territorial son los recursos minerales y
petrolíferos del subsuelo, la re-apropiación territorial y la reconstitución de
una forma corporativa de soberanía [14]. Las guerras del narcotráfico no serían
efecto de una imperfección en las políticas de control y seguridad, sino un
mecanismo constitutivo de la acumulación contemporánea, esto es, el
narcotráfico y las formas de violencia asociadas con su práctica no son
accidentales, sino que materializan la dimensión teológica del capitalismo y de
su articulación flexible y sacrificial, pero de una manera práctica y
calculada. Y por esto, la religiosidad anexada al fenómeno de la
narco-violencia no debería ser analizada únicamente desde el ámbito culturalista
y narratológico, sino que hay que mantener en perspectiva la brillante
intuición benjaminiana sobre el capitalismo como religión [15].
Esto también implica que el neoliberalismo no fue
solo una doctrina económica implantada brutalmente en procesos de modernización
compulsiva como los de Chile o Ciudad Juárez, sino una teoría general del
emprendimiento empresarial, una antropología híper-productivista que favoreció
a la misma modernización del narcotráfico, como actividad característica del modelo
neoliberal de negocios [16]. De esta forma, la llamada corrupción e
ingobernabilidad que afecta a México, no sería un fenómeno puntual ni relativo
a la debilidad moral de su clase política, sino un síntoma de la misma
transformación del patrón de acumulación contemporáneo. En tal caso, la
desaparición debe ser reconsiderada ya no como el lado brutal de una dictadura
empedernida en el exterminio de la disidencia, sino como el signo de una época
volcada al emprendimiento y ajena a sus consecuencias. De hecho, en su reciente
libro Ni vivos ni muertos, Federico Mastrogiovanni muestra las
ambigüedades jurídicas que la desaparición de personas en México produce, pues
su estatus jurídico impide iniciar su búsqueda de manera oportuna, y además de
interrumpir los procesos de duelo y consolación, mantiene en vilo el estatuto
mismo de la vida que sometida a la violencia propia de la ley y del valor,
pierde todo valor y queda sustraída de la historia [17].
El ambiguo estatus del desaparecido, del migrante
que no llega y se disuelve en la arena del desierto, del migrante que queda
anexado al festín sacrificial de la fila india [18], mutilado por la bestia
[19], del cuerpo destazado de la muchacha joven que emigró solo para engrosar
las estadísticas fatales del femicidio, sumadas al mudo estertor de los huesos
recuperados en las fosas comunes, silentes testigos de una historia brutal de
represión, son nuestra calavera hamletiana, pues en ella se esconde el oscuro
secreto de una época que nos amenaza con llevar la destrucción al extremo de la
desaparición total, irónica variación de la infame solución
final.
La tarea de una geología general no consiste, por
lo tanto, en ordenar huesos y cadáveres como si se organizara un archivo, sino
en des-enterrar los secretos de la acumulación y hacer posible la pregunta por
la justicia. La cendrología o ciencia de la ceniza que Derrida
acuñó para pensar sin énfasis en los mínimos restos humanos sobrevivientes al
Holocausto, nos debería llevar a una reflexión sobre la forma inherentemente
sacrificial en la que el capitalismo despliega sus procesos de acumulación,
produciendo no solo cadáveres, sino incluso los mecanismos para consagrar su
desaparición. Es necesario intersectar la época de la desaparición generalizada
con la pregunta por los restos y los desperdicios que la misma producción de
mercancías va generando en su despliegue, pues la historia natural de la
destrucción no ha cesado en su infinita producción de muerte.
No se trata de interrumpir la muerte, en ningún caso, sino de mostrar
hasta qué punto su fomento es parte de un grandioso negocio que se inscribe en
el presente como índice de la naturalización de la historia y deshistorización
de la naturaleza. Ese proceso brutal solo tiene un fin posible, la devastación,
es decir, el incremento sucesivo de la producción masiva de cadáveres y de
procedimientos cada vez más sofisticados de tratamiento post-mortem. Pero, de
la misma forma en que un evento impacta en la memoria para ejercer su
insobornable fractura, la geología interroga el impacto material de los cuerpos
en su deposición sobre el territorio, para adivinar en ellos el secreto tatuaje
que soberanía y acumulación escriben, heterográficamente, sobre la tierra. La
heterografía de la violencia no es más que el registro de la
polisémica producción del cadáver, es decir, registro de su condición de signo
sin exacerbar su sentido, pues nunca habrá suficiente justificación para la
muerte. Es esta interrogación la que nos permite adivinar la complicidad entre
soberanía, violencia y crueldad en su copertenencia moderna [20]. Pues es allí
donde todos seríamos coetáneos, hijos de un tiempo sin horizontes, donde ya no
funcionan los refugios categoriales ni los nichos de saber, pues todos
estaríamos subyugados por esa pena de muerte generalizada. Suspender esa
complicidad entre soberanía y crueldad como pena de muerte es poner la
soberanía en suspenso, abriendo la posibilidad de una nueva relación con la
historia, infrapolítica si se quiere, pero no por estar
abocada a la lógica de la excavación y del desentierro, sino por estar
concernida con la vida como exceso con respecto a toda forma principial de
racionalidad y, por lo mismo, con toda práctica de duelo, restitución,
reconocimiento y compensación. La geología general permite pensar la
infrapolítica como relación no propietaria con la muerte, estableciendo una
nueva formulación de la pregunta por el ser, en su evanescencia y en su
precaria presencia, en cuanto ceniza y don (“Il y a là cendre”), sin
ontología atributiva, sin partisanismo, sin violencia. Secreto de una fuerza
menor, perseverancia del ser en su inexorable deterioro.
Notas
1. * Versión levemente revisada de mi
presentación en la conferencia “Crossing Mexico: Migration & Human
Rights in the Age of Criminal Politics”, University of Princeton, March 13,
2015. Agradezco la invitación y el generoso intercambio con Gerardo Muñoz,
Pablo Domínguez Galbraith, Rita Segato y Rossana Reguillo, entre otros.
2. Brossat, Alain et Jean-Louis Déotte. L’Époque de la disparition: politique et
esthétique. Paris:
L’Harmattan, 2000.
3. Derrida, Jacques. La difunta ceniza.
Buenos Aires: La Cebra, 2009.
4. Derrida, Jaques. Los espectros de
Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional.
Madrid: Trotta, 1998.
5. Llevándonos a la misma naturalización de la
destrucción, que Sebald describe claramente en el contexto del “inevitable”
bombardeo de los Aliados sobre las ciudades alemanas en el ocaso de la
Segunda Guerra Mundial, después de la rendición del Führer,
cuando lo único que “justificaba” dicho bombardeo eran las razones económicas
(resultaba más barato lanzar las bombas que desarmarlas y almacenarlas);
razones que se volvieron imperativas desde mucho antes, desde la inscripción
onto-antropológica de la acumulación como forma de vida occidental. Sebald, W.
G. Sobre la historia natural de la destrucción. España: Anagrama,
2004.
6. Segato, Rita Laura. La escritura en
el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. México: Universidad
del Claustro de Sor Juana, 2010.
7. Williams,
Gareth. The Mexican Exception. Sovereignty, Police and Democracy. New York: Pelgrave Macmillan, 2011.
8. De ahí que el trabajo de la deuda y la
nueva internacional de la que nos hablaba Derrida exijan un cuestionamiento no
solo de la figura tradicional del intelectual (el letrado que entiende su
función como pedagogía estatal), sino del mismo universalismo imperial moderno
y su geofilosofía nómica, schmittiana. Pensar más allá del valor y del modelo
schmittiano de la política de la “amistad” es la tarea que se propone Derrida
en la serie de textos que siguen a Espectros.
9. Schmitt, Carl. The Nomos of the Earth
in the International Law of the Jus Publicum Europaeum. New York: Telos Press, 2006.
10. Galli, Carlo. Lo sguardo di Giano.
Saggi su Carl Schmitt. Bologna: il Mulino, 2008.
11. Guattari, Félix. Cartografías del
deseo. Buenos Aires: La Marca, 1995.
12. Svampa, Maristella, “Consenso de los Commodities»
y lenguajes de valoración en América Latina”. Nueva Sociedad 244
(marzo-abril: 2013): 30-46. También, Maldesarrollo. La Argentina del
extractivismo y el despojo. Buenos Aires: Katz Editores, 2014.
13. Richard, Nelly. Crítica de la
memoria (1990-2010). Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales,
2010.
14. Paley, Dawn. Drug War Capitalism. Edinburgh:
A K Press, 2014.
15. Benjamin, Walter. “Capitalism as Religion”. Selected
Writings Vol. 1, 1913-1926. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press,
1997. 288-291.
16. Quizás acá sea pertinente leer no solo la
narco-novela como nuevo género que prolongaría las astucias narrativas de la sicaresca colombiana,
sino también la novela de Juan Villoro, El testigo. España:
Anagrama, 2007. Novela que sería, para nosotros, un tratado sobre la metamorfosis
de la soberanía en el contexto de la transición desde el PRI al PAN y
la reconfiguración corporativa del poder (narcos, televisoras, Iglesia,
partidos políticos, aparatos de seguridad, etc.).
17. Mastrogiovanni, Federico. Ni vivos
ni muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror.
México: Grijalbo, 2014.
18. Ortuño, Antonio. La fila india.
México: Editorial Océano, 2014.
19. Martínez, Óscar. The Beast. Riding
the Rails and Dodging Narcos on the Migrant Trail. New York: Verso,
2014.
20. Derrida, Jacques. The Death Penalty. Chicago: University of Chicago Press,
2013.
*Fotografías
exclusivas de Moysés Zúñiga para este trabajo.
Imagen 1:
Moysés Zúñiga. “Rio Suchiate, Ciudad Hidalgo, Chiapas. 5 de mayo de 2014”:
El río
Suchiate es la frontera natural y política entre México y Guatemala, es un río
con un metro y medio de profundidad como máximo, es muy fácil cruzarlo sobre
balsas hechas con llantas y madera, los balseros cobran $20.00 pesos
mexicanos y en época de sequía la mitad. Diariamente cruzan niños,
mujeres y familias completas, se encuentran comerciantes que compran y venden
productos básicos entre México y Guatemala, aprovechando las ofertas en
supermercados. Usan estas pequeñas embarcaciones para traficar con armas,
drogas, personas y algunos de los que cruzan volverán a Guatemala
esa misma tarde. Otros se quedarán a trabajar en la primera ciudad mexicana que
encuentren, la mayoría desea cruzar el territorio mexicano para llegar a los
Estados Unidos.
Imagen 2:
Moysés Zúñiga. « Tapachula, Chiapas. 31 de julio de
2014 ».
Los
indocumentados y la esperanza de legalizar su situación migratoria sobreviven
de los deshechos de los otros, 80 familias guatemaltecas asentadas hace dos
décadas en el basurero municipal de Tapachula, Chiapas. En este lugar fundaron
la colonia Linda Vista en la que han nacido 220 niños nacionalizados mexicanos.
Actualmente ganan aproximadamente $50 (pesos mexicanos) diarios recolectando
basura, las empresas recicladoras les pagan $0.50 (centavos mexicanos) por un
kilo de cartón, $1.50 (pesos mexicanos) por un kilo de metal y $2 (pesos
mexicanos) por un kilo de pet. La renta de un espacio para dormir cuesta $50
(pesos mexicanos) a la semana. Las condiciones de salubridad son infrahumanas.
[1] Derrida, Jaques. Los
espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
internacional. Madrid: Trotta, 1998.